Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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El amor es invidente

FUENTE: Wikipedia

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Amo este curro. No sólo porque ayer montara en mi taxi una pareja joven, los dos invidentes, los dos con sus bastones plegados, y me hicieran partícipe de sus bromas, como cuando ella le dijo a él: «Hoy estás insoportable, Arturo. A veces doy gracias a Dios por no poder verte», y él respondiera: «Ay Señor. El amor es ciego».

Amo este curro porque llevé a los dos ciegos a una clínica de fertilidad, y al darme cuenta no pude evitar imaginar cómo sería la escena siguiente: Los dos entrando con sus bastones en la clínica. La enfermera, apurada, acompañándole a él a «la sala de muestras» y tendiéndole un bote donde depositar su semen. Él siguiendo con sus bromas: «Tranquila, soy un experto en el noble arte de la masturbación. Le recuerdo que me quedé ciego»,  o «¿No tendrá alguna revista porno en Braille?» y la enfermera riendo en silencio, tal vez incómoda. Y la mujer invidente, mientras tanto, en la sala de espera, nerviosa, pasando las hojas de un ¡HOLA! al revés.

¿En qué pensará un ciego mientras se masturba?, no pude evitar preguntarme. ¿Es posible imaginar el tacto, o un olor preciso, o un gemido de mujer y excitarnos con ello? Pero también pensé en el motivo de aquella visita: Dos invidentes intentando tener un hijo vidente. Dale una vuelta. ¿Verdad que nunca te has llegado a plantear algo así? Imagina una pareja invidente dando a luz a un bebé vidente. Imagina ser ciego y criar y educar a un niño que ve perfectamente. Imagina que el niño se acabe convirtiendo en los ojos de sus propios padres.

Pasé la tarde pensando en esto. Pasé la tarde profundamente asombrado.

¿Entiendes ahora por qué amo este curro?

Lo que sé del deseo

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Era una mujer con cara de ESPOILER, de esas que nada más mirarla ya sabes a qué puede conducirte si te dejas llevar, y cómo acabará la historia. A efectos cárnicos, entraría en la categoría de MILF venida a más, de esas que mejoran con el paso de los daños: cuarenta y tantos inviernos, piel sobrehidratada, rubia Pantene y muchos anillos en todos sus dedos excepto el anular, como si reservara ese espacio adrede. Tomó mi taxi en un pequeño hotel del centro con la intención de hacer gestiones durante toda la mañana y buena parte de la tarde. Así que me propuso ser su chófer por un día: llevarla de un sitio a otro y esperarla sin importar lo que dijera el taxímetro.

Primero fuimos a un centro empresarial del Norte, luego al aeropuerto a recoger un paquete y después a una notaría del barrio de Salamanca. En ese intervalo apenas cruzó conmigo un par de frases huecas más allá de la dirección de su siguiente destino, siempre en tono serio, concentrada en su trabajo. Después llegó la hora de comer y entonces me pidió mi compañía: «No me gusta comer sola» fue su excusa. Y acabamos comiendo y bebiendo un buen Rioja en un restaurante cercano a su hotel. Ahí la mujer descubrió sus cartas como buena croupier. Me habló con más preocupación de los bichitos que estaban arruinando las plantas de su jardín que de sus dos exmaridos. Era fría, dominante, pero sabía mover los labios al son de las carencias del contrario. Buscaba hipnotizar, llevarte a su terreno aunque intuyera un terreno escarpado y plagado de trampas. Luego pagó la cuenta y me pidió que la excusara unos minutos. Quería subir un momento al hotel a ducharse y cambiarse de ropa. De camino al hotel añadió: «Me sabe mal que esperes en el taxi. Sube, si quieres».

Subí con ella en un ascensor acristalado. Ya en la habitación me señaló el mueblebar: «Sírvete una copa. Estás en tu casa». Me preparé un gintonic mientras ella hurgaba entre las perchas del armario, y después se metió en el baño dejando la puerta entreabierta. Sentado en el borde de la cama escuché el crepitar de la ducha y en esto me di cuenta de que no se había llevado la ropa consigo: dejó la ropa que pensaba ponerse en el respaldo de la silla, justo al lado de la cama, justo en frente de mí. Y aquello me resultó la insinuación más excitante que había visto nunca. El sonido de la ducha dibujando su cuerpo desnudo, su ropa viva, a mi lado, como un hilo conductor de la inminente secuencia, esa puerta entreabierta, esa invitación sin protocolo.

Ese preciso instante que sabes más lúcido y perfecto que lo que después vendrá, por muy lúcido y perfecto que sea lo que venga. El sexo, en este caso, es lo de menos, sólo un trámite abocado a la fricción. Recordaré esa ropa hablándome en la silla; recordaré el sonido de la ducha y yo expectante, por encima de todo lo demás.

Lo importante es eso: lo que queda.

Misión amarte

Fuente: Fotopedia

Fuente: Fotopedia

Conocí a alguien de la NASA. Es una larga historia. Bueno, en realidad no es tan larga. Simplemente subió a mi taxi un empleado de la NASA. Estaba de vacaciones, con su mujer. Los llevé a El Museo del Jamón. Sacó de su cartera un papel con las señas del Museo y ahí fue cuando vi su acreditación de la NASA. Aquello me sorprendió tanto, que no pude evitar preguntarle. En inglés, claro. El hombre me contestó que sí, que trabajaba en NASA. Entonces aproveché y le pregunté por algo que había leído hace tiempo y me dejó fascinado. Curiosidades acerca de la sonda Voyager.

Leí que la Voyager I, lanzada al espacio un par de meses antes de que yo naciera, llevaba un disco de oro con fotos de la vida en la tierra a modo de carta de presentación para posibles contactos extraterrestres. Leí que el disco también incluía saludos en 55 idiomas y una colección de música: desde cantos gregorianos a grabaciones de Chuck Berry. También un tema llamado Dark Was The Night, compuesto en los años 20 por Blind Willie Johnson, cuya madrastra dejó ciego a los siete años tras echarle cal viva en los ojos. Aparte de su ceguera, Johnson murió en la pobreza, de pulmonía, después de dormir envuelto en periódicos mojados entre las ruinas de su casa destruida por el fuego. Pero su música, en fin, consiguió salir del Sistema Solar.

El hombre me dijo que todo aquello era cierto. Ahí fue cuando le tendí tu foto. Le confesé que, desde que me dejaste, me sentía un poco como el ciego Willie Johnson. Y entonces le pedí por favor que incluyera tu foto en la próxima misión a Marte, como ejemplo de belleza ante posibles contactos extraterrestres. El hombre sonrió y se la guardó en el bolsillo. Luego me confesó que en realidad sólo era un simple empleado de la limpieza en una de las sedes de la NASA, pero solía tomar café con algunos de los científicos adscritos al nuevo programa espacial. Me prometió que haría lo posible por entregársela.

Nota: Esto sucedió días antes de reconciliarme contigo. Espero que entiendas ahora por qué ya no llevo tu foto en la cartera y se te pase el enfado, amor. No la tiré para olvidarte. Se la di al tipo de la NASA.

Búscate

FOTO: Wikipedia Commonds

FOTO: Wikipedia Commonds

Piénsalo así: tal vez estés equivocado. Puede que la ciudad no cambie tanto como tú te crees. Es más: Puede que la ciudad no cambie en absoluto y seas tú el cambiante y la ciudad sólo se amolde al color del cristal con que la miras. Digo esto porque a veces crees que todo el mundo está triste. Viajas en el Metro y te fijas en el chico de ojos tristes sentado a tu lado, o sigues con la mirada al mendigo que pide limosna  hasta el punto de meterte en su piel y sentir frío, o te quedas clavado en el músico del largo pasillo que toca en clave melancolía. Y otros días, sin embargo, te da por alzar la vista y observas el tono fuego y blando de las nubes en pleno ocaso mientras piensas: qué maravilla. O te fijas en un edificio al azar y analizas sus detalles con asombro, o te cruzas con la chica más guapa a este lado del Manzanares y aprietas los puños en señal de intentar mantener la intensidad del momento, o todas las canciones de la radio te parecen profundas y agilizan e iluminan tu mente. Son las mismas canciones de tus días tristes, la misma chica guapa o el mismo cielo, pero tú lo tomas de otro modo, lo interpretas de otro modo.

Siento decepcionarte, pero el mundo, tu ciudad, no gira en torno a ti. Es tu estado de ánimo el que a veces se mueve a contramano y oscurece el color de tus cristales, o te hace enfocar la mirada a objetivos que sólo afianzan tu tristeza, ¿no es cierto? ¿Quieres un consejo? Anota todo cuanto llame tu atención visual cuando estás de buen humor y fuérzate a observar lo anotado cuando estés triste. Oblígate a admirar el color exacto de las nubes. Busca chicas guapas cada día. Presta atención a los edificios, a las canciones. Habla con el taxista de los mismos temas. Las charlas de ascensor no son casuales: hablar del tiempo te sume en un estado de neutralidad que a veces, sin querer, te ayuda a salir del pozo, o a olvidarte del pozo.

Hay un bar en el centro al que voy siempre que ando flojo de ánimo. A veces atravieso en mi taxi toda la ciudad con la única intención de parar ahí un momento. Sirven el mejor pincho de tortilla de la ciudad, y la camarera es de las pocas que conozco que te mira a los ojos mientras te sirve el café. Su tortilla y su mirada me dan la vida cuando creo que mi vida vale poco o menosprecio la vida en su conjunto. No te diré dónde está ese bar. Busca el tuyo, o tu motivo, o tu momento, y tira de él cuando te vengan mal dadas. Lo importante es eso: buscar.

Cuerpos de alquiler

Bettmann/CORBIS

Bettmann/CORBIS

Nevaba, sí. Tal vez por eso me fijé en ella y ella se fijó en mí. La nieve tiene ese efecto bifocal en los taxis. Tratas de hacer nítidos los copos pero no puedes, nunca puedes, y entonces buscas otro punto de referencia: el espejo retrovisor, en este caso. A los dos nos sucedió lo mismo. Tratábamos de enfocar la nieve, cada uno la suya, pero acabamos cruzando las miradas en mi espejo. Y en ese cruce ella me lanzó una sonrisa demasiado seductora y fácil para ser real. Y aquello me escamó, por supuesto. Noté cierto interés en su sonrisa. Y luego, sabiéndose observada, se atusó el pelo. Y elevó una ceja como si estuviera enganchada a un anzuelo invisible y yo tirara del cordel. En cualquier caso, reconozco que la mujer era preciosa. Rasgos nórdicos, ojos color hielo no frost y un cuerpo que invocaba a la ansiedad. Llegó a decirme algo, la típica frase rompehielos: «Tiene que ser cansadísimo conducir todo el día entre tanto caos», creo recordar. Yo contesté con una de esas frases hechas, sin pretender ser gracioso, pero ella reaccionó riéndose de un modo desproporcionado. Y aquello me escamó aún más.

Preocuparse por mi cansancio no fue casual. Se notaba que lo tenía estudiado: a continuación me soltó que debería relajarme, y que ella podría ayudarme a conseguirlo. Me habló de un piso, de aparcar mi taxi y de subir con ella. Después, en tono más formal, añadió: «por ser un taxista tan joven y guapo, te lo dejo en cien euros».

Y aquello me cabreó bastante, la verdad. Me jodió aunque opté por ser cortés con ella. Era preciosa, sexualmente adictiva, y cien euros menos no me dejarían sin comer. Pero nunca he comprendido ni soporto convertir la seducción en mercancía, matar la química entre dos cuerpos a golpe de cash (como quien selecciona la pierna de un cordero cadáver en una charcutería). No me excita que ella no se excite o sólo le excite mi dinero y no mis ganas conjugadas con las suyas, en paridad de deseos, en ese excitante juego que es el calor progresivo, la incertidumbre de un final abierto, la mutua búsqueda a ciegas. Y a pesar de lo que digo, el suyo sigue y seguirá siendo el oficio más antiguo y lucrativo del mundo, y yo seguiré sin entender qué coño le pasa a la gente. Qué hay de excitante en alquilar un cuerpo o en pagar por un cuerpo y fingir las ganas. Y reducirlo todo a la fricción y al simulacro.

Amores con flecha de caducidad

FOTO: echiner1

FOTO: echiner1

Un hombre de treinta y muchos y aspecto decimonónico me pidió que le llevara en mi taxi a la zona más transitada del centro. Quería ver gente, cruzarse con gente, tropezarse con el mayor número de rostros posible. Propuse llevarle a la calle Preciados, le pareció perfecto y allá que fuimos. En el trayecto me explicó que no era de aquí sino de una aldea alejada del mundanal bullicio. Vino a Madrid porque a veces «necesitaba» caminar sin rumbo por ciudades grandes y desconocidas con un solo propósito: buscar el flechazo. Así lo dijo: «Soy turista ocasional del flechazo». Para él, las grandes ciudades eran escaparates perfectos para el amor fugaz, o para el arte de buscar sensaciones pasajeras que dejan huella dentro, como quien visita un museo y se queda prendado de un Murillo o de un Degas. «Encuentras un rostro, lo retienes, te obnubila, y al instante sientes pinchazos de placer. Cuando te cruzas con la mujer exacta sólo buscas mantener ese rostro en tu memoria; conservar la magia del impacto durante el mayor tiempo posible. Comienzas a seguirla, sí, pero a cierta distancia. No pretendo nunca molestar a nadie. Busco tan solo belleza. Ninguna mujer debería sentirse ofendida por ello, más bien al contrario: siempre es un halago saber que alguien admira los rasgos de su rostro, o su gesto, o su forma natural de caminar».

Y añadió: «Me enamoré en Berlin de una diosa de ojos laxos y labios divertidos. Y en el metro de Washington caí rendido a los encantos de una extraña mulata de ojos grises y pelo rizado y rubio natural. Cuando sucede apenas la mantienes en tu campo de visión unos minutos; sabes que apenas serán unos minutos y por eso te esfuerzas en memorizar sus rasgos, disimulando para que no se sienta incómoda. Si se saben observadas, tienden a forzar el gesto, aunque en ciertos casos, sólo cuando son capaces de interpretar tus blancas intenciones, se dejan ver e incluso realzan todo su espectro de virtudes gestuales para regocijo tuyo».

Subimos por Alcalá dirección Gran Vía, nos detuvimos en el primer semáforo y en esto, el hombre se quedó clavado. «Espera. Ahí está» me dijo siguiendo con los ojos a una mujer que cruzaba por el paso de peatones. El hombre me lanzó un billete de diez euros y, sin esperar su cambio (el taxímetro marcaba 7,15) salió de mi taxi y se dispuso a caminar detrás de ella.

El caso es que tenía razón. A mí también me pareció increíble el rostro anguloso de aquella mujer que comenzó a seguir. De hecho, no me habría fijado en ella si no hubiera sido por aquel hombre. De hecho, sentí las mismas punzadas en el costado del alma que él me había relatado. De hecho, también sentí celos de él por compartir su mismo deseo hacia esa dama. De hecho, después de aquello aparqué mi taxi y me dispuse a caminar. A buscarles.

Trending Trópico

Thomas Berg

Thomas Berg

La típica historia de chico conoce a chica, chica se enamora hasta las córneas del chico, chico sólo la quiere como amiga con derecho a sexo, chica acepta su amistad (y su cama) sólo por sentirle cerca, chico acaba conociendo a otra chica y se enamora de ella, chico deja de tener sexo con la primera chica pero insiste en mantener intacta la amistad que les une, chica manda al chico a la mierda muy fuerte, chica llama a una amiga para llorar sus penas, chica cuenta a la amiga el fin de su historia con Rober mientras viajan las dos en el asiento trasero de mi taxi, chica llora como si el mañana no existiera, la amiga insiste en que pase página, en la radio del taxi comienza a sonar una canción que a la chica le recuerda al chico (More Than Words), la chica rompe a llorar con más ganas, me hago cargo y cambio de emisora, suena la retransmisión de un partido de fútbol, la chica le dice a su amiga que Rober era muy fan del Atleti y vuelve a llorar con más fuerza, apago la radio y se quedan las dos en silencio, la chica le dice a su amiga que echa de menos los silencios con Rober, la amiga me mira a través del espejo y me hace un gesto de resignación, sonrío a la amiga, la amiga me sonríe, la chica sigue llorando, la amiga tiene una sonrisa preciosa, la amiga saca un libro de su bolso y anota algo en la primera página mientras la chica vuelve a recordarla lo mucho que le gustaban los libros a Rober, llegamos a su destino, me paga la amiga sin quitarme ojo, se bajan las dos del taxi, sigo la marcha, al rato subeotro usuario que me dice que alguien se dejó olvidado un libro en el asiento, me tiende el libro, abro la portada, leo lo que había escrito: «Siento el trayectodrama de mi amiga. Llámame a las once en punto: 626 09 xx xx». El libro es Trópico de Cáncer de Henry Miller.

La típica soledad que lo eclipsa todo. El típico nadie en realidad conoce a nadie. La típica llamada a las once y siete minutos.

Siente los libros

Fotograma de La Historia Interminable

Fotograma de La Historia Interminable

Lee. Siente los libros. A ser posible libros buenos. Lee a Cortázar, a Bolaño, a Marías, a Fante, a Foster Wallace. Y sobre todo, evita convertirte en uno de esos tarados que prefieren esperar a que salga la peli. Recuerda esto: Cualquier libro siempre irá mil pasos por delante que su adaptación al cine. ¿Crees que exagero? Haz la prueba: Lee El Amor en los Tiempos del Cólera del genio Márquez y trágate después la peli homónima de Mike Newell. Te darán ganas de golpear al director con el lomo del volumen (en tapa dura) hasta matarlo.

En un libro hay tantas pelis como pares de ojos lo lean. No habrá dos lectores que imaginen del mismo modo a Ignatius, o a Humbert Humbert, o a Patrick Bateman. ¿Quieres más diferencias respecto al cine? Ahí van unas cuantas: En el cine los personajes actúan; en los libros, no. El cine apenas invita a la imaginación: el protagonista es un actor de carne y hueso que ya interpretó otros muchos papeles y habla con un timbre de voz específico y se mueve de un modo concreto. En el libro, sin embargo, el lector es en cierto modo el personaje: entra dentro de él y lo moldea en su cabeza a medida que avanzan las páginas.

Pero no me malinterpretes. Me encanta el cine y reconozco que hay adaptaciones excelentes. Por ejemplo El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco; o El Padrino, de Mario Puzo; o Trainspotting, de Irvine Welsh; o El Club de Lucha, de Chuck Palahniuk; o La Historia Interminable, de Michael Ende; o incluso El Señor de los Anillos, de Tolkien. Son pelis todas ellas geniales, PERO.

Llevo años escribiendo historias en este blog. Y os aseguro que soy mucho más guapo en mis escritos. Y tal vez imaginéis a las usuarios de mi taxi, según los describo, muy distintos a cómo son o cómo transmito que son. Ese es el juego. Esa es la magia.

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Nota: Ya que estamos, si conoces más pelis basadas en libros que merezcan la pena, te cedo el espacio de comentarios.

Hablar con los ojos

Tus ojos de aceite virgen extra parecían querer comerse el espejo de mi taxi a parpadeos. Eran ojos inyectados en la urgencia de quien busca un mejor amigo ocasional. Sumábamos kilómetros, calles, cruces, edificios, y tú seguías lanzándome bengalas de auxilio con los ojos, y yo te serví los míos en bandeja. Te miré con ojos de «aquí me tienes, te doy mi tiempo». Ojos de «soy todo oídos». Incluso bajé el volumen de la música para darte pie. También levanté las cejas en un intento por tirar del hilo de tu boca, pero tú seguías callada, en pose de alerta, como a punto de soltarte pero sin hacerlo. Entonces recordé que al subir en mi taxi me tendiste la tarjeta de un hotel como destino. No dijiste nada. Tampoco saludaste. Sólo me tendiste una tarjeta. Pudiera ser que fueras extranjera, pensé. Tal vez no hablaras mi idioma y me miraras con ojos de extranjera. ¿Pero cómo interpretar una mirada en alemán, o en bávaro, o en checo? ¿Cómo traducir el lenguaje de sus ojos al dialecto de los míos? ¿Cómo es posible, en pleno siglo XXI, que no existan aún aplicaciones que interpreten las miradas o subtitulen lo que unos ojos intentan decir a otros ojos?

Y en esa tensión y esas dudas y esos ojos clavados en mis ojos me mantuve hasta llegar a su hotel. Y entonces ella sacó del bolso una libreta y escribió algo. Luego me pagó el taxi, me tendió el papel y se marchó:

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Amantes y después

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

COLAPSO es ver subir en tu mismo taxi a la mujer que hace lustros compartió conmigo cama y fantasías (y llegó incluso a tocarme con la punta de los celos), y aquello acabara de la forma más brusca y más tensa: puteándonos y odiándonos hasta el punto de matarnos en el mapa del otro. Imagina su cara y mi cara al cerrar la puerta y decirme «Buenas tar…» y quedarse absorta, bloqueada, sin saber qué se debe hacer en estos casos: ¿marcharse?, ¿ser fría?, ¿cortés? ¿Bastarían diecisiete años para enterrar el rencor que nos tuvimos? ¿cuánto tardará una cicatriz en ser obviada o asumida o absorbida por el cuerpo y la memoria?

Tuve que ser yo quien tirara de entereza y sonreír: «¡Ana!, ¡Cuánto tiempo!» para que ella después atajara por el camino fácil: «¡Dani!, ¡no sabía que fueras taxista!» y desplegara un buen racimo de obviedades, y yo aprovechara esa calma neutra (y que no se atreviera a mirarme a los ojos) para observarla en conjunto. Diecisiete años pasaron y en esencia estaba igual excepto dos o cinco arrugas, y unos rasgos más marcados, y unos ojos menos vivos, como velados por una capa de barniz cuarteado. Pero aún conservaba el mismo tono de piel, igual de tersa. Y el mismo pelo rizado, silvestre, aunque más corto. Sé que me pilló bajando la mirada hacia su escote, sin poder evitar preguntarme y comparar la firmeza de sus pechos con aquellos que aún mantengo  intacto en el recuerdo. Qué raro sería volver a observarnos desnudos diecisiete años después, pensé. O besarnos de nuevo después de un abismo de besos con otros (la personalidad del beso a veces se diluye en nuevos labios y cambia, y pierde su esencia). Recuerdo que usaba la lengua como un francotirador acorralado. Recuerdo también la asombrosa humedad de su entrepierna, siempre insaciable.

Y en esto no pude contener tantos recuerdos y dije: «Tómate algo conmigo. Charlemos pero no de tu vida o la mía, sino de aquello. ¿Lo recuerdas?».

-Claro que lo recuerdo, pero hoy no puedo. Llevo prisa -me dijo.

-Perdí todo un año por tu culpa. Qué menos que cobrarme unos minutos de tu tiempo -volví.

Aquel argumento la dejó sin excusas. Aparqué el taxi y tomamos café en una de esas terrazas con calor artificial. Y hablamos, más yo. Y fumé, y le ofrecí, pero ella insistía en que había dejado de fumar hace dos años, cinco meses y siete días.

Y charlando con ella me di cuenta de lo mucho que cambia la voz de quien ya no comparte sexo contigo. El timbre, el tono, el color, o la temperatura de la voz no depende tanto de la edad sino del vínculo. Y al final, al despedirnos, me excitó sobremanera comprobar que Ana, en el fondo, seguía sintiéndose igual de contradictoria para conmigo: Justo antes de intercambiarnos los teléfonos y marcharse, se dio la vuelta, volvió a acercarse a mí y con la voz temblante me pidió un cigarrillo.