Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Di NO a las drogas

FOTO: That Hartford Guy

FOTO: That Hartford Guy

Ayer Dios me lanzó otro de sus mensajes raros, esta vez en forma de china de hachís en el asiento trasero de mi taxi. Supongo que se le cayó a un tipo con pinta de Morrisey que llevé a votar, o a una monja de clausura que llevé a votar, o a una MILF que subió en el tanatorio SUR y llevé con prisa al tanatorio NORTE (¿?). En cualquier caso, he de decir que no soy muy dado a los porros, o al menos nunca me sentaron bien. Sin embargo, no me preguntes por qué, instintivamente me guardé la china en el bolsillo del pantalón. Una cosa llevó a la otra y, al llegar a casa y ponerme más cómodo, saqué la china, la observé de cerca, y en un alarde de nostalgia decidí fumármela por los viejos malos tiempos.

No tenía papel, ni intención alguna de comprar, pero en una de esas asociaciones de ideas estúpidas me acordé de un libro de autoayuda que hace tiempo me regaló una editorial de libros de autoayuda (no recuerdo el motivo) y, por supuesto, nunca llegué a leer. Así que lo busqué, abrí el libro por una página al azar, y arranqué la página con la intención de hacer con ella un turulo y fumármela en formato porro. Lo enrollé como pude, volqué el condimento mezclado con tabaco, y como aquel papel no tenía tira adhesiva, se me ocurrió la genial idea de usar Pegamento Imedio, sin pensar que el pegamento, mezclado con la tinta de la página y mezclada, a su vez, con un hachís de procedencia desconocida, me acabaría provocando un triple aturdimiento sideral.

Pero más que el efecto en sí mismo, me flipó la metáfora de ver consumiéndose la hoja de un libro de autoayuda titulada «Encuéntrate a ti mismo», que calada tras calada se fue transformando en «Encuéntrate a ti mis», y luego «Encuéntrate a», y luego «Encuén», y hasta ahí pude fumar. De hecho, me encontró mi mujer tirado en el sofá con el porro-autoayuda en la mano, observando ojiplático 13TV a todo volumen y con sendas hojas de lechuga iceberg taponándome los oídos (me entró la paranoia de que el demonio de la tele me entraría dentro por cualquier orificio y me acabé tapando los oídos con lo primero que encontré a mano: la lechuga iceberg de la nevera). Lo inquietante fue que, al verme de esta guisa, mi mujer no dijo nada. Como si ya me tuviera más que asumido. Lo cual no sé si es bueno. O malo.

 

Es fácil dejar de fumar si no piensas en ella

bowie cigar

Tus tetas me producen ansiedad. Saber que puedo y podré tocarlas cuando quiera, aun en mitad de la noche, o estando tú en la oficina y yo dando vueltas con mi taxi y en un momento dado pueda llamarte y decirte «Necesito que bajes del despacho en diez minutos para tocarte las tetas. Te espero en el árbol de siempre» y tú lo hagas, divertida. Todo eso me produce ansiedad. Y también que me mires a la boca. Que yo te hable mientras tú me miras a la boca. Y luego tú me hables y yo te mire a la boca, y después tú a mí, y yo a ti, como jugando los dos al tenis, del verbo tener. O cuando me escondo en tu espalda y me abro paso entre tu pelo usando la nariz, moviendo la nariz entre tu pelo hasta alcanzar tu nuca, hasta notar el calor de tu nuca. No sabes cuánta ansiedad me produce eso.

Y pensar en el futuro. Pensar que mi futuro será la mitad del tuyo. Pensar en otra casa mas grande con más habitaciones y vistas al interior de tu mundo, en comprar un taxi nuevo con asientos Isofix y sin espejos, y esas noches de insomnio cuando mi cabeza se convierte en una hoja de Excel con su celda del Debe, con su Haber de dónde lo saco, con su Saldo negativo y su mañana dios dirá. Y los versos que me quedan por escribirte, y tú por cantarme, y esos cientos de relatos pendientes de inventarnos juntos, y viajar contigo a Detroit y besarte sin lengua en una fábrica vacía.

Todo eso me produce ansiedad. Y cuando tengo ansiedad, fumo.

Mi vida en coma

Cuando escribo siempre tiendo a dejarme llevar por el oído en el uso de las comas («,»)  en lugar de seguir las típicas normas sintácticas. Para mí la literatura es música, ritmo: crecendos, decrecendos y silencios. Cada coma es un golpe de batuta. Según coloques la coma, así respirará el texto y podrá leerse como quien lee una partitura. Si tienes dudas en el uso de las comas, te invito a que leas en voz alta un texto cualquiera: ¿suena bien?, ¿desafina? La pluma de Javier Marías, por ejemplo, es Mozart. Las comas se las dicta Dios, estoy seguro. Sin embargo, si lees en voz alta noveluchas petaliterarias como 50 sombras de Grey, creerás que el traductor (o tal vez también su autora) es rematadamente sordo.

Mi obsesión por las comas ha llegado a tal punto que incluso guardo unas cuantas comas extra en la guantera del taxi. Fuera de la literatura las uso poco, pero las uso. Cuando algún usuario de mi taxi me habla atropellado, sin pausa ni aliento, le tiendo una para que la chupe y se disuelva en su boca. En realidad son orfidales y es cierto que producen adicción. Pero ‘adicción’ también significa ‘falta de dicción’, y si sufren el mono, los monos no tienen ritmo: que se jodan.

Pero también uso las comas para contigo. Cuando duermes te coloco, con mesura, una coma en tu ombligo, y mis ojos y mis dedos sienten la pausa precisa. O preciosa. Y al sumarte comas entro en coma en tu cama. Y después vienen los puntos suspensivos…

Asfixia

La presión psicológica bloquea las calles. La idea es sencilla: acorralar al más débil. Señalarle con el dedo. Criminalizar su ira. La idea es atar al débil con su propia soga hipotecaria, meterlo en una caja hermética y pintar agujeros en la caja: creerás ver agujeros, creerás que puedes respirar, hasta que no te quede oxígeno ni fuerzas. Si eres listo y descubres a tiempo que esos agujeros son pintados e intentas escapar, te multarán gracias a una nueva ley que ellos mismos redactaron, y después te meterán en otra caja aún más hermética y sin agujeros de mentira (ya para qué). Y con esa multa pagarás la primera caja, la caja nueva y la del vecino, y consciente de las consecuencias asumirás con resignación tu asfixia.

Si, por el contrario, eres de los que mueren dentro de esa caja, te acusarán de haber respirado por encima de tus posibilidades. Tu muerte servirá de ejemplo de lo que no hay que hacer. Como no podrás defenderte (ya estás muerto) intentarán compararte con algo tan visual como chungo, algo que todo mundo entienda y todo el mundo odie. Por ejemplo, con ETA. De este modo, el estilo de vida que, según ellos, te llevó hasta esa caja será ETA. Incluso tus pulmones serán los pulmones de ETA. Y mantendrán esa postura sin pestañear, con total contundencia, y si el efecto ETA pierde fuerza, subirán la comparación a ejemplos más graves y sangrientos. De ser ETA pasarás a ser nazi. Tu estilo de vida será nazi, tus pulmones serán nazis.

Algunos medios (o miedos) de comunicación servirán de voceros en la sombra o bien porque están pagados por los fabricantes de cajas, o bien porque temen acabar también dentro de ellas. Y esa difusión convencerá a quienes aún no están dentro. Y odiarán a los que están dentro de las cajas sin saber que la maquinaria de la fábrica de cajas es insaciable, y más tarde o más temprano, o huyes del país, o te metes en el negocio de las cajas, o acabarás dentro de una.

El problema, en cualquier caso, es que encontraron la excusa perfecta con lo de las cajas. Su plan es meternos en cajas, apilarlas para tapar sus vergüenzas y, ya de paso, blindarse creando un muro de cajas alrededor suyo.

Y además saben que, donde no hay oxígeno, es imposible que salte la chispa.

La trampa del tabaco

Los padres de Irene regentan un Estanco en el centro de Zamora capital. Podría decirse que Irene creció entre paquetes de tabaco, cajas de puros y artefactos para el fumador. Aún recuerda cómo jugaba de pequeña a esconderse detrás de las cajas de Ducados, o a formar figuras con los cartones de Rex. También solía observar, desde la cortina de trastienda, a los clientes que atendían sus padres. De entre ellos, había uno que destacaba sobre los demás. Se llamaba Don Cosme, y entraba al Estanco cada día con su sonrisa impecable, su traje de sastre, su sombrero, para pedir con esa voz de actor de cine dos paquetes de Bisonte sin filtro. Irene llegó a sentir cierto amor platónico por aquel hombre.

Irene creció y acabó ayudando a sus padres a atender el negocio. Recuerda que un día Don Cosme, ya mayor pero igual de atractivo, entró como siempre a comprar sus dos paquetes de tabaco, se despidió hasta mañana pero nunca volvió. Su madre le dijo a Irene que Don Cosme se había mudado a Madrid, lo cual resultó ser falso. En realidad Don Cosme había muerto, a los 57 años, de un enfisema pulmonar.

A partir de entonces Irene comenzó a interesarse por los efectos del tabaco. Fumó su primer cigarrillo a los 23 años, y no le gustó en absoluto. Le hacía toser, se mareaba. No entendía cómo podía engancharse tanta gente a una droga que, lejos de provocar ningún placer, mataba no sólo a Don Cosme, sino también a miles de personas cada día.

Sin embargo, ella también se enganchó. Y entonces no sólo comprendió la trampa del tabaco, sino que comenzó a ver a sus propios padres en el lado de los verdugos. Habían dedicado toda su vida a vender una droga que mataba irremediablemente. También comenzó a desconfiar del mundo, a ver el mundo como una farsa: ¿cómo es posible que todos los gobiernos del planeta no sólo legalicen, sino también se lucren con un veneno genocida?

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Nota: Irene se instaló en Madrid no sólo para aislarse de su mundo anterior, víctima de una desconfianza enfermiza; sino también, en cierto modo, porque necesita creer que Don Cosme sigue vivo. Necesita creer que acabará chocándose con él mientras camina.

Y mientras me contaba esto, yo apagué mi último cigarro.

Escribir mata

Consciente al fin de la trampa y los males del tabaco, decidido sí o sí a dejarlo de forma definitiva, he conseguido que mi mente se amolde a mis deseos en (casi) todos los momentos de mi rutina: ya no me cuesta no fumar en mi taxi, ni después de las comidas, ni en los bares, ni mientras leo un buen libro, ni después del sexo. Sólo ha sido cuestión de entender que el tabaco no mejora la cotidianidad de tu vida o tus relaciones sociales sino al contrario: merma tu salud, tu economía y la confianza en ti mismo.

Lo que digo me funciona para todo excepto cuando escribo. Ahí me olvido de esa nueva faceta mía libre de humos y enciendo un cigarrillo tras otro sin ser consciente de lo que aspiro aunque sí de lo bien que me inspira lo que aspiro a escribir. Cuando escribo me vuelvo esquizofrénico. El tiempo no pasa y ya puede temblar el suelo en grado 9,9 (escala Richter) que pensaré que fui yo, con la fuerza sísmica de mis palabras. En ese intervalo me desdoblo y me importa todo un huevo. Ahora, no sé cuántas horas después de mi primera letra, cuando regreso al frío suelo de los vivos, observo el cenicero a rebosar y me pregunto quién se habrá fumado eso (incluso miro a mi alrededor, asustado, por si alguien que no he visto lo fumó por mí).

Así que ahora, por culpa de ese noble afán mío por dejar de fumar, en lugar de uno soy dos: el orgulloso no fumador y el escritor que fuma con un carretero (nunca entendí esa expresión: fumar como un carretero). Sé que si dejara de escribir también dejaría de fumar, pero antes muerto que seco en palabras.

Quisiera encontrar una alternativa para seguir escribiendo sin fumar. ¿Alguna idea?

Método Simpul para dejar de fumar

Hace años inventé mi propio método para dejar de fumar: Tras mi último cigarrillo me afeité la cabeza con la idea de dejarme crecer el pelo desde cero siempre y cuando no volviera a fumar, en cuyo caso volvería a afeitarme. De este modo, cada vez que me apeteciera encender un cigarro me tocaría la cabeza para recordarme cuánto tiempo (medido en milímetros de pelo) había conseguido permanecer sin fumar. Cuanto más largo estuviera mi pelo, mejor para mis pulmones.

Por otra parte, de este modo también evitaría que nadie me preguntara una y otra vez por mi proceso de desintoxicación:

– Si la próxima vez que nos veamos me notas con más pelo, será porque no he vuelto a fumar – les dije a todos mis amigos.

Para motivarme, compré un bote de champú acondicionador, otro de laca fijadora y un peine.

Aun con estas, apenas llegó a crecerme el pelo unos cuantos milímetros: A los pocos días de afeitarme la cabeza el mono pudo más que todo lo demás y me encendí un cigarrillo. Acto seguido entré en el baño y volví a raparme la cabeza.

Luego llamé a mi amiga Elena:

– He vuelto a afeitarme la cabeza.

– Eres un flojo – me dijo y colgó.

Esto fue en verano, pero volví a intentarlo un mes después. Recuerdo que en esa ocasión conducía mi taxi con una mano en el volante y la otra acariciándome la cabeza, notando cómo mi cráneo raspaba cada vez más. Ahí llegué a los dos centímetros de pelo.

Ya han pasado tres años desde mi primer intento y, a día de hoy, sigo con la cabeza afeitada y el champú acondicionador aún sin desprecintar.

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Nota: Recuerdo que me quedaba mucho mejor el pelo largo (al menos ligaba más que ahora). Lo digo por aquellos que siguen pensando que fumar es sexy.

Respiración taxistida

A mi derecha, un hombre de unos ochenta años comenzó a manipular con nerviosismo su respirador automático. Lo llevaba entre las piernas, apoyado en el suelo del taxi. El respirador en cuestión era un aparato cilíndrico, tirando a fálico, con un asa en su «glande» para su fácil transporte. De un lateral salían dos tubos, o venas, que el anciano tenía insertados en la nariz.

– Le noto angustiado. ¿Tiene algún problema?

– El respirador, hijo. Que se está quedando sin batería. Se me olvidó cargarlo anoche y… ahora la aguja está casi al mínimo. Mire, mire…

Efectivamente, el indicador del estado de su batería se encontraba rozando la reserva.

– Podemos enchufarlo al mechero del taxi – le dije.

– Pero el enchufe suyo es redondo.

– No se preocupe. También llevo un transformador a 220 – le solté sacando el transformador de la guantera.

El anciano abrió una tapita del lateral del respirador y sacó un enchufe que de inmediato conecté al transformador.

– Gracias, hijo. Esto no llevará suplemento, ¿verdad?

– Tranquilo. El suplemento por enchufar respiradores portátiles en los taxis se suprimió con el nuevo Reglamento.

Cruzamos Cuatro Caminos y, al acelerar, el hombre comenzó a respirar hondo. Luego frené y el anciano espiró. Por alguna extraña razón (un cortocircuito en el respirador, supuse) sus pulmones ahora no sólo estaban conectados a la electricidad de mi taxi, sino que también respondían al movimiento de mis pedales.

Al principio, me sentí poderoso manejando con los pies la vida de aquel hombre, dándole y quitándole oxígeno a golpe de suela. Pero al pararnos en el próximo semáforo el anciano comenzó a dar bocanadas y a ponerse azul. No me quedó otra que acelerar de nuevo y saltármelo, cruzando la intersección por entre el pitido del resto de los coches discordantes. Entonces comprendí que aquello no tenía ni puta gracia.

Luego nos metimos sin querer en un atasco y ahí acabó todo. Para el anciano, quiero decir.

¿Anti-tabaco, o anti-todo?

Me vio tirar el cigarro justo antes de detenerme a su lado. Como llevaba maletas, bajé del taxi y abrí el maletero:

– ¿Su taxi huele a tabaco? – me preguntó.

– No, señor. Eché el humo por la ventanilla.

Me tendió sus maletas y cerré el maletero.

No del todo convencido, antes de entrar, el hombre abrió su puerta del taxi, metió la cabeza y tras oler el habitáculo minuciosamente (cual sabueso en busca de narcóticos) me dijo:

– Aquí huele a tabaco.

Extrañado, metí yo también la cabeza, respiré profundo y le dije:

– No, señor. Yo sólo huelo a ambientador de mango y lima.

– Pues a mí me huele a tabaco y no hay más que hablar. Cogeré otro taxi.

– Que me haya visto fumar no significa que huela a tabaco, caballero.

– Saque mis maletas, por favor.

– Por supuesto. Está en su derecho – sentencié.

Y así lo hice. Abrí de nuevo el maletero y le acerqué las maletas al siguiente taxi de la parada (Terminal 2 de Barajas).

– ¿Por qué no le llevas tú? – me preguntó el otro taxista.

– Según parece, el caballero huele con los ojos.

El taxista se encogió de hombros, cargó las maletas del sabueso en su taxi, y se lo llevó en silencio.

Aquel incidente me llevó a dudar de mis propias pituitarias. Así que, aprovechando la cercanía de otros tres taxistas, les pedí que entraran en mi taxi y olfatearan su interior.

– ¿A qué huele? – les pregunté.

– A mí me huele a… ¿sandía? – dijo uno de ellos.

– ¿Dónde has comprado ese ambientador? – me preguntó el otro.

– Pues… yo no huelo a nada – soltó el tercero.

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Nota a pie de nariz: Aun siendo fumador yo tampoco soporto el rastro de olor que deja el tabaco. Comprendo y trato de respetar al no fumador (nunca fumo con el taxi ocupado y si lo hago, siempre solo, abro las ventanillas rociando después el interior del taxi con un ambientador anti-tabaco). Con personajes como el aquí sufrido, sin embargo, me cuesta empatizar. Sólo entendería su postura en los siguientes supuestos:

a) Es un ex-fumador con miedo a recaer.

b) Es enólogo, sommelier o catador de fragancias. Vive de su nariz y no puede viciarla con olores profanos.

c) Tiene los huevos como un camión de siete ejes (o bien disfruta tocándolos).

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Primera discusión. Primera pulmonía

Anoche discutí con Beatriz. Fue una discusión tonta, la típica que se desata desde la nada y sin venir a cuento con el único propósito de tantear los límites del otro:

Busco tu llaga y, según reacciones, sabré cuánto me quieres.

Seguro que os suena (sobre todo a las mujeres. Sois mucho más dadas que nosotros a estas prácticas).

A las 3 y media de la madrugada pasé a recogerla al pub, con mi taxi, y nada más montarse encontró un pelo largo y rizado en la tapicería de su asiento. Lo cogió y me dijo:

– ¿Y esto?

– Un pelo.

– ¿Y qué hace aquí?

– Se le habrá caído a alguna mientas follábamos. Ya sabes lo que me pone tirarlas del pelo mientras…

– Te lo estoy diciendo en serio, Dani.

– Esto es un taxi, cielo.

– ¿Pero por qué se ha montado una mujer aquí delante y a tu lado?

– Porque me parecía feo amordazarla y meterla en el maletero.

– ¿Por qué no se ha sentado detrás?

Señalé el cartel del salpicadero: «Máximo 5 plazas»

– Tienes mucho peligro, Dani. Y hay mucha loba por ahí suelta…

– …dijo la camarera buenorra del garito más chic de la ciudad – respondí.

Con esta última respuesta comprendí que acababa de entrar en su juego. Entonces me vino a la cabeza lo que dijo al respecto García Márquez en una entrevista:

«Las mujeres dicen que los problemas de la pareja se resuelven con el diálogo. Es al revés: Problema que se dialoga termina en pleito seguro. Hay que hacer confianza, olvidarlo y seguir palante. Cuando yo descubrí esto no volví a pelear con ninguna mujer. No se dialoga: se sigue palante«

Así que frené en pleno arcén de la M-30, salí del taxi y bajo la lluvia comencé a cantar, a pleno pulmón «Y sin embargo, te quiero» de Quintero, León y Quiroga:

– Te quiero más que aaaaa mi viiiiiiaaaaa…

Y Beatriz cambió la cara y me siguió con los coros.