Los brackets son la esencia misma de la belleza corrupta. Mira esa boca. Perfecta. Labios insomnes. Comisuras que parecen guiones de diálogo al principio y al final de cada frase, y esos hoyuelos cuando sonríe, como paréntesis contenedores de tiempo (y fuera de ellos, la nada). Enfoqué el espejo retrovisor hacia su boca huyendo del cruce de miradas (soy un hombre casado) y de repente, las calles se evaporaron y yo, como taxista, hice un master en volúmenes perfectos contenidos en continentes lejanos y exóticos. Ella, por si las moscas, mantuvo la boca cerrada, pero ese preciso y precioso hermetismo pronunciaba aun más sus labios abultados por los brackets, como quien guarda un tesoro bajo la almohada y la almohada se desboca. Qué bella palabra: desboca.
Pensaba en esto por no hablar de teenagerismo que imprimen unos brackets a los veintitantos, sumados a unas pecas que son el gotelé del alma niña. Pensaba en esto por no hablar del papel que representa su lengua inaccesible y presa del pánico en esa cárcel de dientes díscolos que sueñan otra vida recta y ordenada. Besar una boca mullida con brackets es plantarle cara a la ansiedad, abrir la mandíbula suave y testar el metal, y sentirte migrante en la frontera de Melilla, y el paraíso artificial al otro lado, eléctrico instante.
—¿Qué te debo? —me dijo al final.
—No te entiendo.
—La carrera. El taxímetro. Vivo aquí. ¿Es lo que marca?
—Sí, supongo. Perdona. Estaba en otras cosas.
Y ella sonrió, tapándose la boca con la mano.
—No te tapes, por favor. No te tapes —dije yo.
Entonces ella apartó su mano. Fue solo un segundo y luego se marchó, pero aquel sencillo gesto de apartarse la mano de su boca fue el desnudo más sensual de la historia de los taxis con historia.