Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Besar con brackets

FOTO: Steven Depolo

FOTO: Steven Depolo

Los brackets son la esencia misma de la belleza corrupta. Mira esa boca. Perfecta. Labios insomnes. Comisuras que parecen guiones de diálogo al principio y al final de cada frase, y esos hoyuelos cuando sonríe, como paréntesis contenedores de tiempo (y fuera de ellos, la nada). Enfoqué el espejo retrovisor hacia su boca huyendo del cruce de miradas (soy un hombre casado) y de repente, las calles se evaporaron y yo, como taxista, hice un master en volúmenes perfectos contenidos en continentes lejanos y exóticos. Ella, por si las moscas, mantuvo la boca cerrada, pero ese preciso y precioso hermetismo pronunciaba aun más sus labios abultados por los brackets, como quien guarda un tesoro bajo la almohada y la almohada se desboca. Qué bella palabra: desboca.

Pensaba en esto por no hablar de teenagerismo que imprimen unos brackets a los veintitantos, sumados a unas pecas que son el gotelé del alma niña. Pensaba en esto por no hablar del papel que representa su lengua inaccesible y presa del pánico en esa cárcel de dientes díscolos que sueñan otra vida recta y ordenada. Besar una boca mullida con brackets es plantarle cara a la ansiedad, abrir la mandíbula suave y testar el metal, y sentirte migrante en la frontera de Melilla, y el paraíso artificial al otro lado, eléctrico instante.

—¿Qué te debo? —me dijo al final.

—No te entiendo.

—La carrera. El taxímetro. Vivo aquí. ¿Es lo que marca?

—Sí, supongo. Perdona. Estaba en otras cosas.

Y ella sonrió, tapándose la boca con la mano.

—No te tapes, por favor. No te tapes —dije yo.

Entonces ella apartó su mano. Fue solo un segundo y luego se marchó, pero aquel sencillo gesto de apartarse la mano de su boca fue el desnudo más sensual de la historia de los taxis con historia.

Al bar por hablar

FOTO: Ryan McGuire

FOTO: Ryan McGuire

No hace falta ser alcohólico para emborracharte un juércoles a las doce de la mañana. Tampoco es necesario celebrar nada. Simplemente andabas conduciendo tu taxi por el centro y viste un hueco libre. Es imposible aparcar en el centro a esas horas, así que lo tomaste como una señal: frenaste en seco y aparcaste sin pensarlo.

-¿Pero qué está haciendo? -te preguntó el usuario de tu taxi.

– No se imagina lo difícil que es encontrar un sitio en esta calle.

-Ya, pero estamos lejos del hospital. ¡Mi suegra agoniza!

-¡Enhorabuena! Tómese algo conmigo. Yo invito.

El hombre te miró raro, bajó con un portazo y paró a otro taxi que pasaba por ahí. El otro taxista bajó la ventanilla y te preguntó:

-¿Estás averiado?

 Tú asentiste con la cabeza.

-¿El alternador? -volvió a preguntarte.

-No. Me quedé sin combustible.

-¿Quieres que te acerque a una gasolinera? Nos pilla de paso.

-¿A una gasolinera? ¿Para qué?

Y te fuiste al bar.

En apenas tres cervezas conseguiste hablar con siete hombres solos (perfil pantalón de pana) y bailaste un tango con una escoba. El suave palo de la fina escoba te llevó a pensar en Paula. A la cuarta cerveza investigaste el muro de Paula en Facebook. A la quinta la llamaste:

-¿Quedamos? -dijiste al teléfono.

-¿Estás borracho? -dijo Paula.

-¿Lo dejaste con Nacho? Cuánto lo siento.

-No. No lo sientes. ¿Cómo lo sabes?

-Me lo dijo mi amigo Zuckerberg. ¿Quedamos?

-No.

-Genial. Eso en tu idioma es un sí. Llegaré en diez minutos. Ando cerca.

-Dani, no.

-¿En quince?

-(Silencio)

-¿Veinte?

-En treinta. Tengo que ducharme y lavarme el pelo.

Y colgaste. Y pediste otra cerveza. Y al salir del bar le diste un beso en la frente a una cocinera ucraniana que había salido a fumar un cigarro. Luego caminaste erguido en dirección a la cama de Paula. Y en la esquina de Gran Vía y Hortaleza, bajo el frío sol, te paraste de repente y rompiste a llorar.

Besado en lechos reales

FOTO: Mario Leclere

FOTO: Mario Leclere

Besar o ser besado es confiar en otros labios, saber o ser sabido que serán bien recibidos, tratados como crees que se merecen: la otra boca no morderá tu boca, y si lo hace, será con intención y con mesura. Besar es luchar por las ganas del otro, desenredar sus dudas con la punta de tu lengua, o dejarte llevar como en un tango. Habrá un lenguaje no verbal, un pacto tácito surgido del contexto: el cuarto de baño de una biblioteca, un semáforo en ámbar o un fotomatón sugieren besos urgentes. Un beso en la cola del pan te dice eh, estoy aquí contigo, junto a ti, y quiero improvisar, que seamos uno en este preciso instante. O el beso casto y civil ante un juez: te regalo mis labios para el resto de tus días.

Pero también hay besos desesperados, besos eléctricos cuya factura acabarás pagando. Y besos que enmascaran mentiras, de labios tensos y ojos cerrados fuerte, como si cerrando los ojos acallaras las voces de dentro. Y besos de culpa. Y de perdón. Y de socorro. Y de no saber lo que haces con tus labios.

Y besos imaginarios. Son aquellos que te mueres por dar pero no puedes, o no debes. Labios encuadrados en el espejo retrovisor de tu taxi que no son ni serán nunca nada tuyo y se irán, y tú te quedarás con esa imagen grabada en la memoria del tacto de tu boca.

Aunque a veces es mejor imaginarlos.

La pastilla

Limpiando la tapicería de mi taxi encontré una pastilla blanca con apariencia de caramelo, el típico caramelo para la tos. Sugestionado, tal vez, por aquel descubrimiento, comencé a toser sin control. Así que el siguiente impulso fue tomarme la pastilla.

No era de menta o de eucalipto, como pensaba. Tenía un sabor más bien ácido, tirando a corrosivo, pero al menos consiguió quitarme la tos radical. Seguí limpiando el taxi mientras la pastilla se disolvía en mi boca, y en esto, levantando una alfombrilla del suelo del taxi, encontré una nota manuscrita y firmada por el mismo Henry Miller:

Si algún hombre se atreviera alguna vez a expresar todo lo que lleva en el corazón, a consignar lo que es realmente su experiencia, lo que es verdaderamente su verdad, creo que entonces el mundo se haría añicos, que volaría en pedazos, y ningún dios, ningún accidente, ninguna voluntad podría volver a juntar los trozos, los átomos, los elementos indestructibles que han intervenido en la construcción del mundo.

Noté que alguien me tocaba el hombro. Me di la vuelta. Era Mariano Rajoy, vestido con el uniforme de la gasolinera. En su mano llevaba una bolsa de agua con un pez nadando dentro. La bolsa tenía un agujero y se salía el agua, pero él parecía no darse cuenta. Me tendió la bolsa al tiempo que se acercaba para darme un beso, pero conseguí zafarme y correr hasta la tienda de la gasolinera. Ahí encontré una máquina de bolas, y me abracé a ella. Tenía un tacto suave: surgió el flechazo. Como muestra de mi amor hacia la máquina, eché una moneda, le di a la rueda y salió una bola con un pezón dentro. Así de complejo es el sexo, pensé. Conseguí abrir la bola y al ver que venía Rajoy corriendo (esta vez vestido de Harry Potter) me hice pequeño, me metí dentro de la bola, y cerré por dentro. Me escondí debajo del pezón y, por suerte, Rajoy pasó de largo. Luego se tropezó y se clavó la varita mágica en un costado. Se convirtió de súbito en un sapo con pelo, pero yo no tuve nada que ver con esto. Lo juro.

Autopsia a un cuerpo

Ojos cerrados, boca entreabierta, acerco la mía. Mis labios rozando casi sus labios. Noto su aliento. Está dormida. Aparto, con cuidado, la sábana. Poco a poco. Emergen sus hombros, la leve curva de sus pechos. Acerco mi ojo derecho al piercing de su pezón izquierdo. Es un aro con una pequeña bola metálica (ya reparé en él anoche). Me veo reflejado en la bola. Mi nariz se ve grande en la bola y mi pómulo pequeño y distorsionado, como muy lejos. Toco sin querer su pezón con la punta de la nariz. Es suave. Mi nariz o su pezón es suave. O ambos. Nunca lo sabré.

Retiro más la sábana y me detengo en el complejo pliegue de su ombligo. Dios estaba enfermo. Saco la lengua. Sabe a sal. La cicatriz de su cordón umbilical esconde el sumidero de todos los mares. Dos islas en sus caderas, un valle seco y un sumidero. Y al otro lado del filo de sus caderas, la nada. O la cama. Es lo mismo.

Ahora deslizo la sábana con los dientes. Poco a poco, se compone la figura de su sexo en el quicio de sus piernas. Me acerco desde arriba. Huele a electricidad estática. A peligro. A tarro de miel vacío. A isobara. Me chupo el dedo y lo introduzco en su sexo con cuidado. Recorro sus paredes con la yema. Húmedo Braille. Soy un ciego leyendo la Biblia.

Me aparto. Vuelvo a acostarme a su lado. No sé su nombre. Apenas nos conocimos ayer. En mi taxi. Las circunstancias no importan. Su nombre no importa. Ahora duerme. Eso es todo.

Abstraído por el arte

Junto a la parada de taxis del puente de Juan Bravo (foto: mi taxi es El Último de la Fila) yacen una serie de esculturas callejeras de piedra o bronce, algunas colgadas del mismo puente; otras, ancladas a su correspondiente pedestal. En total, 17 obras abstractas esculpidas por artistas españoles de la talla de Miró, Chillida o Picasso, entre otros (el chiste-link es mío).

La escultura de la foto (en primer plano), obra en bronce de Julio González, lleva por título La petite faucille. El título, como tú también habrás podido comprobar, ayuda muy mucho a entender el auténtico trasfondo de la obra (más aún si está en francés).

El caso es que ayer, tras hacer la foto (y mientras esperaba mi turno en la parada de taxis), quise hacer uso de mi particular interpretación de esta obra:

Me subí al pedestal y la abracé.

El metal estaba frío, así que froté mis brazos contra la estatua. Poco a poco ambos fuimos entrando en calor (aunque a destiempo: yo entré en calor primero), lo cual interpreté como una interacción positiva por su parte: Había química entre ambos.

La estatua se me estaba insinuando. Como soy un chico fácil, me lancé y comencé a besar, palmo a palmo, su estructura. Primero con los labios. Luego, con la lengua. Su mezcla de sabores (entre metal y excrementos de paloma), al fin, confirmó mi visión global de aquella escultura.

Contento por haber aprendido a interpretar una obra de tal calibre, volví a mi taxi. Eso sí: durante el resto de la tarde conduje víctima de un incómodo bulto en mi pantalón.

Jugando a los coágulos

Cuando trabajas conmigo, a mi lado, me olvido de los clientes que me llaman y me buscan por la calle: Alzan su brazo pero son árboles, silban pero son pájaros, gritan «taxi» pero escucho «sexy» y pienso que lo dicen por ti y freno y me bajo y les parto la cara.

Te ríes y lames mis puños manchados con la sangre de otros. Cromosomas sin nombre entre tus dientes: Permíteme jugar a los vampiros. Permíteme dormir en el arcén. Permíteme llamarte concubina (desnudarme de cuello para arriba) mientras cuentas hasta cien.

Desde el féretro trasero de mi taxi ahora buscas mis venas con los ojos cerrados. Hundes tu nariz en mi cuello. Hueles a glóbulo. Atacas y acatas las reglas de un juego inventado por mí. Es el colmo de tus colmillos: incisión pareada, alimento licuado que duele pero excita pero duele pero incita pero puedes seguir, no pares.

Dime cuánta sangre necesitas y te diré quién eres. Dime cuan pálido estoy y te diré quién eres. Dime si prefieres guardar mis coágulos en el segundo cajón de tu ego o escupirlos o tragarlos o asumirlos y te diré quién eres.

Inventé este juego para conocerte mejor. Te engañé. Me mataste.

Susurros

Era tarde. La luz de las farolas apenas me permitía distinguir sus labios a través del espejo. Unos labios gruesos, tiernos, como de gominola: Planta carnívora irresistible para las moscas de mis ojos.

Giré dirección Paseo de la Castellana y entonces, el destino se hizo radio y comenzó a emitir la B.S.O. perfecta para esas almohadas de piel:

Un par de compases después y por encima del suave volumen de la radio comencé a percibir un sonido como de hilos de saliva percutiendo entre sí, en clara sintonía con la voz de Noa. Era ella, los labios de ella, esos labios susurrando la canción. Su propia alma en playback, sin cuerdas vocales, ni nada más que carne de sus labios, saliva dulce y viento. Y sólo para mí (espejo y farolas mediante).

Y las ‘eses’ en su boca parecían oasis en el desierto de mis tímpanos. Y en cada ‘de’ que pronunciaba (siempre en silencio líquido) asomaba levemente la punta de la lengua por entre sus dientes. Las ‘kas’ se me antojaron orgías de velos y paladares, y con las ‘ies’ arrugaba la nariz, y con ella la expresión de sus ojos, y con ellos todo el mundo de mis sentidos.

Y sus labios llegaron al estribillo:

– I can read your mind… – susurró.

– Ojala… – susurré yo por dentro.

Paraísos artificiales

Gelocatil para el dolor de cabeza. Orfidal para los atascos. Prozac cuando no hay trabajo. Redbull para el sueño. Viagra para vasodilatar los tiempos de crisis…

Xanax, Risperdal, Trankimazin, Seroxat, Lexatin, visto queda: No hace falta rozar la ilegalidad para andar todo el día colocado. Puedes incluso llevarlas en la guantera de tu taxi y a la vista de todos: No pasa nada. Serás un yonky socialmente aceptado, un adicto de salón, una víctima más del estrés urbano.

Sólo tienes que acudir a tu médico de cabecera, decirle que sufres de ansiedad, que te encuentras un tanto apagado y apático, y a vivir. Su receta será el billete que te lleve a tu propio paraíso artificial. Te sentirás bien siempre que quieras y tranquilo cuando lo necesites. Sin sentimiento de culpa: Cada viaje cuenta con el aval de un profesional de la medicina.

Y con el tiempo buscarás el atasco como excusa para meterte otra pasti redonda bajo la lengua. Buscarás problemas por doquier para justificar cada nueva ingesta de cápsulas blancas y rojas. Y a tu creciente adicción le llamarás supervivencia. Y sólo así te sentirás el hombre más feliz del mundo. De eso se trata, ¿no?

Lapsus linguae

Algunas veces digo cosas que no sé por qué las digo. Y luego, cuando reparo en ello, se me queda una cara de gilipollas de tres pares de taxímetros.

Pero los lapsus lingue más entrañables se producen cuando el lapsus linguante no repara en su error, y continúa hablando como si nada.

Léanse, pues, varios ejemplos de los lapsus linguae más frecuentes en la relación taxista-usuario:

Ejemplo 1:

– ¿Me lleva a la calle Benito Vercimuelle nº 14. 6ºC.?

– ¿Al 6ºC.? Hombre, si funciona el montacargas…

Ejemplo 2:

Tras una larga y estrecha conversación, el usuario suele despedirse con un…

– Bueno… hasta mañana.

– ¿Hasta mañana? – suelo preguntarme al reparar en mi taxística existencia.

Ejemplo 3:

El usuario que, para despedirse, me desea un ‘buen servicio’. Entonces soy yo quien mete siempre la pata lingual al responderle:

– Igualmente.

Luego pienso que claro, responderle ‘igualmente’ implica que yo también le deseo un ‘buen servicio’ al usuario. Pero, ¿a qué servicio me refiero? De ahí, mi cara de gilipollas…

Ejemplo 4:

Escribe el tuyo: ¿Has vivido alguna situación embarazosa por culpa de un inoportuno lapsus linguae?