Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Al bar por hablar

FOTO: Ryan McGuire

FOTO: Ryan McGuire

No hace falta ser alcohólico para emborracharte un juércoles a las doce de la mañana. Tampoco es necesario celebrar nada. Simplemente andabas conduciendo tu taxi por el centro y viste un hueco libre. Es imposible aparcar en el centro a esas horas, así que lo tomaste como una señal: frenaste en seco y aparcaste sin pensarlo.

-¿Pero qué está haciendo? -te preguntó el usuario de tu taxi.

– No se imagina lo difícil que es encontrar un sitio en esta calle.

-Ya, pero estamos lejos del hospital. ¡Mi suegra agoniza!

-¡Enhorabuena! Tómese algo conmigo. Yo invito.

El hombre te miró raro, bajó con un portazo y paró a otro taxi que pasaba por ahí. El otro taxista bajó la ventanilla y te preguntó:

-¿Estás averiado?

 Tú asentiste con la cabeza.

-¿El alternador? -volvió a preguntarte.

-No. Me quedé sin combustible.

-¿Quieres que te acerque a una gasolinera? Nos pilla de paso.

-¿A una gasolinera? ¿Para qué?

Y te fuiste al bar.

En apenas tres cervezas conseguiste hablar con siete hombres solos (perfil pantalón de pana) y bailaste un tango con una escoba. El suave palo de la fina escoba te llevó a pensar en Paula. A la cuarta cerveza investigaste el muro de Paula en Facebook. A la quinta la llamaste:

-¿Quedamos? -dijiste al teléfono.

-¿Estás borracho? -dijo Paula.

-¿Lo dejaste con Nacho? Cuánto lo siento.

-No. No lo sientes. ¿Cómo lo sabes?

-Me lo dijo mi amigo Zuckerberg. ¿Quedamos?

-No.

-Genial. Eso en tu idioma es un sí. Llegaré en diez minutos. Ando cerca.

-Dani, no.

-¿En quince?

-(Silencio)

-¿Veinte?

-En treinta. Tengo que ducharme y lavarme el pelo.

Y colgaste. Y pediste otra cerveza. Y al salir del bar le diste un beso en la frente a una cocinera ucraniana que había salido a fumar un cigarro. Luego caminaste erguido en dirección a la cama de Paula. Y en la esquina de Gran Vía y Hortaleza, bajo el frío sol, te paraste de repente y rompiste a llorar.

Mi pueblo está en mi cabeza

FOTO: Anja Stiegler

FOTO: Anja Stiegler

Todos pensaban que no servían de nada mis castillos en el aire. Yo me esmeraba en construirlos al detalle, ensimismado, en mi cabeza. Pasaba las horas muertas imaginando los cimientos, la estructura, cada muro con sus puertas de madera, sus ventanas, sus estancias, sus alfombras y sus cuadros. Y cuando daba por concluido uno de esos castillos, pasaba a edificar el siguiente, y luego otro, y luego casas alrededor, y también un parque, y una escuela, y un taller, y una taberna, y un lupanar.

Recuerdo que en 6º de EGB, el cura de Lengua nos pidió que describiéramos un pueblo, cada uno el suyo. El resto de mis compañeros de clase solía pasar los veranos en el pueblo de sus padres o abuelos: tenían un pueblo. Pero mis padres nacieron en Madrid, y también mis cuatro abuelos. Por eso mismo, como no tenía un pueblo físico, me dispuse a escribir al detalle el pueblo que tenía en la cabeza. Además, para dotarlo de vida, pensé en aderezarlo con sensaciones en lugar de habitantes: El alcalde sería el miedo, el tabernero la alegría, el maestro la cordura y la princesa el amor.

Lo escribí del tirón, como víctima de mi primer ataque creativo. La redacción, de cuatro folios por ambas caras (aún los conservo), comenzaba así. «Mi pueblo está en mi cabeza».

Terminamos de escribir y cada alumno se dispuso a leer lo suyo. Todos los pueblos que describían mis compañeros se me antojaron igual de aburridos: una iglesia, una plaza, niños jugando y abuelos sentados a la sombra de un enorme árbol. Pero luego llegó mi turno: me levanté del pupitre y, confiado en ofrecer algo distinto y rompedor, comencé: «Mi pueblo está en mi cabeza».

El cura apenas me dejó leer medio folio. Acabó interrumpiéndome de súbito, al grito de «¡¿Pero qué mamarrachada es esa?! ¡Fuera de clase!». Recuerdo que, al salir del aula, en el pasillo frío, me acurruqué en el suelo y rompí a llorar.

Me resultó irónico que el mismo cura que aseguraba que el hijo de Dios había nacido de la unión de una virgen y una paloma le pareciera «una mamarrachada» mi pueblo imaginario. En cualquier caso, gracias a aquello, comencé a creer cada vez más en mi pueblo y menos en su Dios. Y de este modo fue creciendo mi afición a la literatura (así como mi tirria hacia los curas en general).

Más de veinte años después puedo decir que me gano la vida escribiendo. Y que, gracias a mis escritos, conocí a la mujer de mi vida. Y que esa misma mujer ahora comparte conmigo el torreón más alto de ese pueblo que tengo en mi cabeza. Y que aquel cura, sin embargo, sigue soltero.

El plan B de un taxista depre

Como estoy depre nivel INSERT COIN he decidido pasar al plan B y llenarme la vida de absurdeces varias. Por ejemplo, crear mi propia lista de Trending Topics taxiales, o los temas más comentados entre los usuarios de mi taxi. Ésta es de los cinco últimos días:

1. La privatización de la sanidad (comentado por 13 usuarios)
2. Díaz Ferrán (comentado por 9 usuarios)
3. Las luces de navidad (comentado por 8 usuarios)
4. La lesión de Leo Messi (comentado por 6 usuarios)
5. Las cestas de navidad de antaño (comentado por 4 usuarios)

O estadísticas (también de los cinco últimos días). El 67,2% de las usuarias llevaban pendientes en las orejas frente al 3,9% de los hombres. El 27,3% del total de usuarios bostezó al menos una vez a lo largo del trayecto. El 5,1% iban visiblemente borrachos (el 1,8% al borde del coma etílico). El 2,6% de los hombres intentaron seducirme frente al  el 1,8% de las mujeres (si incluimos «transexual» en el grupo «mujeres»). El 3,9% lloraron o sollozaron. El 39,9% se hurgaron la nariz. El 73% usaron su teléfono móvil. El 12,9% se besaron. Me pagaron la carrera el 100%. Me dejaron propina el 29,1%.

Además pinté el salón de mi casa color verde hospital y compré este cuadro en eBay:

Ahora el salón parece una sala de espera (quiero hacer de mi casa una gran metáfora de lo que es mi vida). Y he ordenado mi colección de DVD´s por guionistas. Y he arreglado el grifo que goteaba. Y he bebido mucho, pero siempre a última hora para caer rendido. Y ayer lloré en un descampado de Moratalaz. Me pillaba de paso. Y he grabado un nuevo mensaje en el contestador:  «Si votaste al PP en las últimas Generales, pulsa UNO. Si eres abogado o inspector de Hacienda, pulsa DOS. Si eres mi psiquiatra pulsa el BOTÓN ROJO. Si quieres dormir conmigo pulsa ALMOHADILLA.». También fui a mi tertulia de los martes en la Cadena SER, escribí la columna del Periódico de Hortaleza (1.800 caracteres con espacios, título aparte) y llamé a siete centros de pilates en plan broma (gemía fuerte y colgaba). Ah, y he pensado en ella sólo un par de veces por cada cien parpadeos.

Algo se mueve

Olvídate de ti por un trayecto. Borra tu pasado, tu nombre, tus planes. Apaga el iPhone. No atiendas al taxista, ni le mires. Solo indícale un destino y olvídalo también: él se encarga. Cuando arranque e inicie la marcha, baja tu ventanilla y simplemente viaja. Viaja como follan los ciegos: sintiendo. Deja que el viento te golpee y observa las calles con ojos de absoluta novedad. Observa lo extraña que es la gente. Observa ese edificio y esa luz que parpadea. El cartel de SE VENDE colgado de un balcón con macetas, las estrellas de un hotel, el estreno de otra peli, dos turistas, un camión. Fíjate en las ruedas del camión cómo se mueven. Giran y avanzan, como tú. Y hacen ruido. No te importa el ruido. El viento también lo hace.

Y si quieres llorar, llora; pero jamás te preguntes por qué. Eso nunca. Ni lo ocultes, ¿para qué? El recién nacido no tiene vergüenza, no conoce. Y la gente adulta llora por un pasado que tú no tienes, o por miedo, ¿qué es el miedo?, no lo sabes. Si tú quieres llorar, llora por el simple placer de jugar. De jugar al agua contra el viento. Arrastra, drena, limpia. Siente el frío exacto en los cauces que dejan las lágrimas. Y espera a notar su sabor en tu boca. ¿Reconoces el sabor? Son saladas. Es el ciclo del mar que hay en ti. Piensa en esto.

Ahora no sabes lo que es sentir, pero sabes que te sientes bien. Todo encaja porque no hay nada que encajar. ¿Acaso necesita engranajes el viento para ser viento, o el agua ruedas dentadas? La vida absorta es comprimir el instante, suprimir intermediarios entre tus ojos y el resto.

Y cuando el taxista te señale el destino que olvidaste, cuando reacciones y vuelvas de nuevo a este mundo, contigo también vendrá tu nombre y tu pasado y tus planes. Pero nada será lo mismo.

Pintar las paredes

No me gusta viajar porque no me encuentro bien. Me obsesionan más las personas que las ciudades donde habitan, más sus emociones que las piedras o los museos o las estatuas o cualquier símbolo del pasado. Amar es renunciar al pasado. El pasado está viciado. El futuro está en el presente. Soy aquí y ahora, y no mañana en el puto Cancún.

Las fotografías me dan miedo. Los retratos me dan miedo. Las biografías son cadáveres formato libro. El origen de todo se encuentra en el asiento trasero de mi taxi (con perdón de los demás asientos). Conduzco un taxi porque no me encuentro bien.

¿Vacaciones? No las necesito. Mi vida está instalada en ellas. Todo cuanto hago me produce placer. Desde que despierto (sin despertador) hasta que mis ganas por biopsiaros a todos me agotan. Y escribir es masturbarse.

Pero llevo masturbándome a diario y sin descanso en este blog desde hace más de cuatro años, agostos incluidos. Y mi psiquiatra me ha dicho que ando falto de calcio. Que necesito pintar mis paredes de dentro y, ya de paso, reparar los golpes de chapa y pintura de mi taxi.  

Y por primera vez en cuatro años creo que tiene razón. Necesito ser otro al menos durante un tiempo. Olvidarme de mí y de ti y de nosotros y de vosotros y de ellos. Romper con todo para evitar romperme por dentro. Dedicarme a no ser y a no pensar hasta recuperar el calcio perdido. Y volver en septiembre sediento de pajas literarias. Necesito echar de menos mi blog y mi taxi.

En cualquier caso, podréis usar el espacio de comentarios para mantener vivo este blog. Podéis escribir cuanto queráis. Sacar temas, debatir o follar entre vosotros a través de la palabra. Os cedo el espacio sin censuras ni límites.

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Nota: He pactado con mi psiquiatra volver al blog el día 1 de septiembre. Pero no le he dicho que seguiré en activo en Twitter.

1.000 posts. ¡GRACIAS 1.000!

Este post que tienen ustedes ante sus ojos cumple el número 1.000 de mi etapa en 20minutos. Desde aquel primer post publicado el 30 de mayo de 2007 (hace más de 4 años, madre mía), mis ganas de contar los entresijos de mi taxi (y las gallinejas de mí) no han decaído ni un sólo día. Más bien podría decir que han ido en aumento (hasta el punto de no concebir mi profesión de taxista sin mi vocación de escritor, o viceversa). Me apasionan las dos cosas. Amo su perfecta simbiosis. La piedra filosofal es la calle, el azar, los usuarios anónimos e inagotables; ese diván dinámico que es el asiento trasero de mi taxi, ese bisturí aséptico que es mi espejo retrovisor, esas ganas de comer con los ojos que son las mías, y de contarlo todo, y de soltar mi lastre…

Por mucho que tal vez lo creas, no hay mérito alguno en lo que hago. 1.000 posts son mil días en los que sucedieron cosas. Todos los días pasan cosas. Y si no pasan, se buscan. Y si aun buscándolas no se encuentran, te las inventas. El caso es escribir. El caso es respirar para no ahogarte. Todos llevamos muchos más de 1.000 días respirados y vividos. Y la vida son palabras en el orden que tú quieras. Y el amor por las palabras es una enfermedad similar al insomnio.

Pero no olvido que el auténtico motivo de estos mil posts no soy yo: sois vosotros. Sin vuestra curiosidad lectora yo no sería éste yo que conocéis, sino otro. Sin vosotros yo no estaría aquí. Tampoco estaría aquí, después de 4 años, sin la generosidad y la confianza de papá Arsenio y de mamá Virginia. Mil gracias a ellos dos también y al resto de la familia, mi familia, que conforma 20minutos.

Y ahora… ¿qué toca? Otros 1.000 más. No me será difícil encontrar nuevas historias, anécdotas y reflexiones. Recuerda que tengo un taxi.

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Nota: La tarta que adjunto arriba fotografiada, minutos antes de ser engullida entre amigos, es obra de la (primero) lectora y (después) amiga Mariam. Mil gracias por el detallazo. La guardaré siempre en la memoria de mi estómago.

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¡Siga a ese taxi! en Twitter

Lágrimas 2.0

El usuario (30 años, aspecto casual) tomó asiento a mi lado y me dijo:

– Al aeropuerto, por favor.

Accioné el taxímetro y, nada más iniciar la marcha, sacó un ordenador portátil del maletín, lo situó sobre sus piernas y desplegó la pantalla. Varios tecleos después el hombre soltó:

– Hola, cariño.

– Hola, cielo – dijo el ordenador. Miré de reojo: la pantalla mostraba la imagen de una mujer en videoconferencia (rubia, ojos grandes y azules) y, en su margen inferior izquierdo, un recuadro de mi usuario captado por la webcam de su portátil. Skype, supuse.

– Ya estoy en el taxi, camino del aeropuerto – dijo él a la pantalla.

– ¿Aún en Madrid? – preguntó ella. 

– Sí.

– Déjame ver…

El usuario alzó el portátil y dirigió la webcam del marco de su pantalla hacia la calle.

– Esa es… la calle… mmm… ¿Velázquez? – preguntó ella.

– Sí – dijo él.

– Hazme un favor, cariño. A dos o tres manzanas de ahí, en esa misma acera, verás una pastelería. Tienen las mejores galletas de mantequilla que he probado nunca. ¿Podrías parar un momento y comprarme una caja?

– Sí, claro.

– ¡Genial!

– ¿Conoce la pastelería que dice mi novia? – me preguntó el usuario.

– Sí – dije.

– ¿Con quién hablas? – preguntó ella.

– Con el taxista, cariño.

Detuve el taxi en la pastelería.

– Espera un momento, cariño. No desconectes, que ahora vuelvo – dijo el usuario justo antes de abrir su puerta. Dejó el portátil abierto sobre el asiento del copiloto y se marchó corriendo a la pastelería.

– ¿Hola? ¿Ernesto? – dijo ella.

– No. Ernesto se ha marchado a comprar sus galletas – dije yo de espaldas a la pantalla.

– ¿Eres el taxista? – me preguntó.

– Sí.

– No te veo. ¿Podrías girar la pantalla?

Giré la pantalla sobre el asiento hasta ajustar mi imagen al encuadre de la webcam. Ahí estaba ella con sus ojos azules como platos.

– Hola – dije tímidamente.

– Escucha con atención. Ernesto no puede coger ese vuelo a Sidney.

– ¿Perdón? – dije, confuso.

– Viene a Sindey para instalarse aquí, conmigo, pero ahora no puede ser. Es una historia complicada. No hay tiempo para eso. Te pido, por favor, TE SUPLICO que arranques el taxi y te marches ahora con sus maletas. Llevará el billete y el pasaporte en el maletín del portátil. Siempre lo guarda ahí. Márchate AHORA con sus maletas, por favor. Prometo compensarte – dijo visiblemente nerviosa.

– No puedo hacer eso – dije.

– Te doy 500€. Te los transfiero ahora mismo a la cuenta que tú me digas – comenzó a sollozar.

– No puedo marcharme con sus maletas y su ordenador. Podría acabar en la cárcel por eso.

– 1.000€ – dijo ahora con lágrimas en los ojos.

– Lo siento. Ya viene. Adiós – dije.

Mi usuario regresó con una caja rosa, abrió la puerta, alzó el ordenador, tomó asiento y volvió a colocarlo en sus rodillas. En ese instante ella giró la cabeza para ocultar el rastro de sus lágrimas. Reanudamos la marcha.

– Ya tengo tus galletas, amor. En unas horas podrás comerlas.

– Sí… ¿puedes girar la cámara otra vez hacia la calle?

– Claro – el tipo volvió a girar la pantalla hacia la calle.

– No veo nada. Me da el reflejo del cristal. ¿Podrías bajar la ventanilla?

El hombre bajó la ventanilla y acercó aún más el portátil al borde de la puerta.

Ya en la autopista el aire comenzó a soplar fuerte contra la pantalla. Tremenda imagen: Una mujer, desde Sidney, buscando arrastrar sus lágrimas con el viento de Madrid.

Todos los primeros días

Tu nuevo jefe te enseña a manejar el taxímetro y algunas peculiaridades del coche. Luego te da las llaves y se despide de ti hasta mañana. A partir de ahí serás tú solo, estarás solo, sin nadie a tu lado que te explique o te aconseje o te confiese esos típicos trucos del taxista veterano: En qué calles o paradas se encuentran los clientes según qué horas, o qué hacer si desconoces el destino, o cómo llegar o qué alternativas deberías tomar para evitar tal o cual atasco.

Sales del garaje por primera vez, enciendes el taxímetro y en el primer cruce de calles se te presenta el primer dilema: ¿Derecha o izquierda? Optas por girar a la derecha no sabes muy bien por qué (aún no te funciona esa intuición de la que hablan) y luego buscas una avenida ancha y te metes por primera vez en un carril BUS-TAXI (siempre quisiste circular por ahí).

Escasos metros después (¿será la suerte del principiante?) te levanta el brazo una mujer mayor.

Mientras te acercas comienzan a temblarte las piernas. Frenas a su lado y se te olvida pulsar el WARNING. También olvidas darle a la mujer los buenos días cuando entra: 

– A la calle Fortuny, por favor – te dice nada más cerrar su puerta.

No conoces esa calle, pero tragas saliva y aceleras.

– ¡Derecha, derecha! – te indica la mujer en el siguiente cruce, justo antes de rebasarlo.

Das un volantazo. Suerte que conservas tus buenos reflejos.

– Disculpe. Soy nuevo y…

– No se preocupe, hijo. Todos hemos sido nuevos alguna vez. Yo le indico.

– Gracias – suspiras de alivio. Nunca antes te habían tratado de «usted».

– Para empezar, debería darle al taxímetro.

Lo miras. Sigue libre. Olvidaste también, con los nervios, accionarlo. Pulsas el botón que te enseñó tu jefe y los números comienzan a correr.

La mujer continúa indicándote hasta alcanzar su destino. Paras el taxímetro, ella te tiende un billete de 5€ . Tu primer billete.

Se baja. Estás tenso. Buscas la parada de taxis más cercana y ahí te quedas, detrás de otros cinco taxis. En la acera, los taxistas hacen corrillo. Supones que estarán hablando de cosas de taxistas. Quisieras pero no te atreves a bajar del taxi y acercarte a ellos. Eres nuevo en esto, y demasiado tímido. ¿Qué decirles? ¿cómo entrar? ¿y si me rechazan por ser nuevo?

Entonces te viene a la mente aquel primer día de colegio, cuando cambiaste de los Maristas al Sagrado Corazón. Ahí todos se conocían; tú eras el único nuevo. Recuerdas que entraste en clase y tomaste asiento en el único pupitre libre, en primera fila, y que el tutor te presentó ante todos y no sabías dónde meterte. A lo largo del día nadie se acercó a ti. Tú tampoco supiste cómo acercarte, ni siquiera en el recreo, cuando todos salieron al patio a jugar al fútbol y tú te quedaste sólo, mirándolos detrás de la portería, mordisqueando sin ganas el sandwich de jamón y quesitos que te preparó mamá. Han pasado casi veinte años de ésto y sin embargo hoy te sientes igual que aquel día.

Abres la guantera del taxi y sacas el sandwich de jamón y Philadelphia que tú mismo preparaste esta misma mañana. Mientras apartas lentamente el envoltorio del sandwich, de repente, te entran ganas de llorar. 

Pero no lloras. En el fondo sigues siendo el mismo, piensas.  Al menos, con los años, la vida te enseñó a disimular.

La costilla rota de Adán

Escucho tus problemas en silencio, conduciendo mi taxi pero sin atender al tráfico (las calles ahora no importan: eres tú, son tus problemas). Te observo a través del espejo y entre frase y frase tuya sólo me sale lanzar algún que otro ahá… ahá…, y poco más: ¿qué decir en estos casos? Aquí, pegado al volante, no puedo grapar las fisuras de tu pasado pero sí tenderte un cachito de mi tiempo, el tiempo que dure el trayecto o incluso prolongarlo buscando meterme en cualquier atasco que prolongue también tus palabras. 

Y siguiendo el hilo ahora comprendo por qué me lo estás contando precisamente a mí, a un completo desconocido. Ahora sé que todo tu entorno está implicado, que todos forman parte del problema sin saberlo. Has cometido un error que no te perdonaría nadie de los que dicen quererte… Tal vez te pese más comenzar de cero y huir que afrontarlo o negarlo o esconderlo bajo siete llaves. Aunque ciertas cajas de caudales acaben por oxidarse dentro y lo pudran todo.

El paso del tiempo cura heridas pero no regenera las mutilaciones del alma. La memoria no es siempre rabo de lagartija, sino un miembro que se pierde y nunca crece.

Por eso he decidido dedicarte este post. Quiero compensar mi silencio de esta mañana, en mi taxi, de algún modo:

Te propongo usar una prótesis que compense el muñón de ese error. Aprende a vivir con tu cojera: hazla sexy. Empieza de cero si es lo que quieres, pero asegúrate de que tu nuevo entorno sepa que la nueva Eva no es la costilla de ningún Adán, sino la que mató a la serpiente de su pasado. Tampoco trates de evitar que esos lindos ojos rojos te delaten. Las lágrimas te sientan bien. Hacen juego con la tapicería de mi taxi (he rodeado con tiza tus rastros de llanto, como si fueran cadáveres).

Nota: Anoté detrás del recibo que me pediste por esos 11,75€ que no te cobré la dirección de mi blog y la fecha de hoy. «Tu receta», te dije al dártelo. Si lees esto y te apetece contarme tu nueva vida, aquí me tienes: simpulso@nilibreniocupado.es

Algo falla

La mujer me pidió finalizar la carrera no en la puerta de acceso a su descomunal chalet, sino dentro de su finca, en la misma vivienda.

– Saca el mando, Patri – le dijo a su hija (teenager con braquets, rubia como la madre), sentada a su lado.

La hija sacó de su bolso Louis Vuitton un mando a distancia, presionó el botón y se abrieron dos enormes puertas. Lo siguiente que vi fue un largo camino asfaltado con olmos y sauces a cada lado y un jardín cuyas dimensiones no alcancé a delimitar. Tras recorrer algo más de cien metros, el camino se bifurcaba en dos. A la derecha: el acceso a la vivienda y a la izquierda, el garaje (con un Aston Martin, un Mercedes todoterreno, otro Mercedes biplaza y un Porsche todoterreno aparcados, todos ellos, en batería).

La madre me indicó el camino de la izquierda, que moría en una plaza con su fuente central, dos estatuas a ambos lados y un pequeño estanque con peces. Ahí nos estaba esperando una mujer filipina perfectamente uniformada (cofia y delantal blancos y vestido negro), que abrió la puerta trasera y tendió su mano a la madre:

– Buenas tardes, señora. ¿Tuvo buen viaje?

– Sí. Todo bien. ¿Ha llegado ya «el señor»?

– No. El señor no regresó todavía – volvió la filipina.

Yo bajé del taxi, abrí el maletero y saqué, una por una, sus cinco maletas Louis Vuitton (a juego con el bolso de la hija).

– Déjelas ahí, joven. ¿Qué le debo? – me preguntó la madre.

– 17,55€ – dije mirando el taxímetro.

La madre sacó de su bolso un billete de 500€.

– Lo siento, no tengo nada más pequeño. ¿Tiene cambio?

– Me temo que no – dije.

– Patri, hija. Mira a ver si tienes tú algún billete más pequeño.

– Sí. Creo que sí.

La hija, de apenas 18 años, abrió su monedero y me tendió, esta vez sin preguntar, un billete de 200€.

– Lo siento. Tampoco tengo cambio de 200€ – dije.

– Pues no tengo más pequeño. ¿Tienes tú, Yuli? – le preguntó a la asistenta filipina.

La asistenta entró un momento en la casa y salió con un billete de 20€ en la mano. Lo tomé y le di los 2,45€ de vuelta.

– Espera, Yuli – dijo la madre tomando de su mano tres de las monedas del cambi0. – Tome, joven. Para que se tome un café.

– Muchas gracias – dije tomando su propina. Volví a mi taxi y me marché.

Nada más salir de su finca y cerrarse las puertas me detuve y conté la propina: 45 céntimos. ¿45 céntimos un café?, pensé. Entonces me acordé de la máquina de café de aquella empresa en la que trabajaba mi amigo Lucas. Le llamé:

– Tío. Te invito a un café de máquina en tu curro.

– Ya no tengo curro. Me han echado. Y conmigo, otros 200 más a la puta calle.

– ¡No jodas!

– Y aún nos deben tres meses de sueldo. Ahora explícaselo tú al del banco cuando me llegue el próximo recibo de la hipoteca. Como en los próximos meses no me paguen lo que me deben, me embargaran el piso, tío. Esos cabrones no se andan con hostias.

Mientras me contaba esto eché otro vistazo a la finca de aquella mujer. En uno de los pilares del muro había una cámara de vigilancia enfocada hacia mi mismo taxi con una lucecita roja parpadeando. 

Reanudé la marcha y la cámara giró conmigo, siguiendo mi estela.