No hace falta ser alcohólico para emborracharte un juércoles a las doce de la mañana. Tampoco es necesario celebrar nada. Simplemente andabas conduciendo tu taxi por el centro y viste un hueco libre. Es imposible aparcar en el centro a esas horas, así que lo tomaste como una señal: frenaste en seco y aparcaste sin pensarlo.
-¿Pero qué está haciendo? -te preguntó el usuario de tu taxi.
– No se imagina lo difícil que es encontrar un sitio en esta calle.
-Ya, pero estamos lejos del hospital. ¡Mi suegra agoniza!
-¡Enhorabuena! Tómese algo conmigo. Yo invito.
El hombre te miró raro, bajó con un portazo y paró a otro taxi que pasaba por ahí. El otro taxista bajó la ventanilla y te preguntó:
-¿Estás averiado?
Tú asentiste con la cabeza.
-¿El alternador? -volvió a preguntarte.
-No. Me quedé sin combustible.
-¿Quieres que te acerque a una gasolinera? Nos pilla de paso.
-¿A una gasolinera? ¿Para qué?
Y te fuiste al bar.
En apenas tres cervezas conseguiste hablar con siete hombres solos (perfil pantalón de pana) y bailaste un tango con una escoba. El suave palo de la fina escoba te llevó a pensar en Paula. A la cuarta cerveza investigaste el muro de Paula en Facebook. A la quinta la llamaste:
-¿Quedamos? -dijiste al teléfono.
-¿Estás borracho? -dijo Paula.
-¿Lo dejaste con Nacho? Cuánto lo siento.
-No. No lo sientes. ¿Cómo lo sabes?
-Me lo dijo mi amigo Zuckerberg. ¿Quedamos?
-No.
-Genial. Eso en tu idioma es un sí. Llegaré en diez minutos. Ando cerca.
-Dani, no.
-¿En quince?
-(Silencio)
-¿Veinte?
-En treinta. Tengo que ducharme y lavarme el pelo.
Y colgaste. Y pediste otra cerveza. Y al salir del bar le diste un beso en la frente a una cocinera ucraniana que había salido a fumar un cigarro. Luego caminaste erguido en dirección a la cama de Paula. Y en la esquina de Gran Vía y Hortaleza, bajo el frío sol, te paraste de repente y rompiste a llorar.