Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Bicis en la ciudad sí, PERO…

bici web

Pongo por delante que me gustan las bicis; es más: yo mismo fui un ciclista concienciado antes de darme al alcohol y al tabaco. Las bicis me parecen una alternativa de transporte cojonuda y más ahora, con los índices de contaminación por las nubes y un transporte público cada vez más caro e ineficaz.

Ahora bien, y aquí viene el PERO. ¿Resultan ciudades como Madrid lugares cómodos para moverse en bici? Evidentemente, NO. En parte por culpa de la orografía (Madrid no es precisamente plana), pero también por el volumen de tráfico sin restricciones que soporta, la ausencia de arcenes, y un carril bici tan escaso como mal planteado. Además, Madrid cuenta con carriles BUS-TAXI separados del resto por «aletas de tiburón», que hacen del todo imposible el adelantamiento, y no pocas veces al día me toca, como taxista, circular a 10-15 kms/h detrás del ciclista urbano de turno sudando la gota gorda y cuesta arriba. En tales casos jamás se me ocurriría tocarles el claxon o intimidarles, sería peligroso para ellos. Pero sí que me entran ganas de soltar algún que otro improperio. Y es que no es de recibo que una larga fila de taxis libres y ocupados y autobuses atestados de usuarios tengan que circular atrapados a diez por hora porque al ciclista en cuestión, normalmente UNO, le dé por pasear sus huevos toreros a golpe de pedal, completamente ajeno al zisco que está formando tras de sí. Entiendo en ellos cierta reivindicación por un cambio de modelo en el transporte, por una ciudad más limpia, pero tal vez no caigan en la cuenta de que están jugando con el tiempo (y los nervios) del resto, aparte de poner en constante peligro su propia vida (nada más frágil que una bici). Y me refiero, en concreto, a esos ciclistas que circulan cuesta arriba por carriles BUS-TAXI o por calles estrechas y a un ritmo pausado, o zigzagueando entre los coches, no al resto de los ciclistas cívicos, que por suerte son mayoría. Ojalá ciudades como Madrid estuvieran preparadas para llenarse de bicis, pero mucho tendría que cambiar la distribución de las calles, el ordenamiento del tráfico y, sobre todo, la mentalidad de muchos, empezando por nuestros bipolares responsables políticos.

No quiero saber de ti

No quiero saber de ti más allá de esa minifalda vaquera, esas piernas bronceadas, esa fricción de tus muslos al caminar o esa camiseta azul, ceñida, insinuante, cuyos tirantes delimitan en tu espalda unos omóplatos que son proyectos de alitas de ángel. Esa coleta rubia, ladeada, que parece un telón abierto para enseñar tu cuello, sólo apto para ser besado o tal vez tocado con la punta de mis yemas, o mi aliento caliente muy cerca.

No quiero saber qué esconde ese escote; sólo imaginar posar mi cabeza o tan sólo observarlo de cerca durante horas, días, meses, lustros, y maldecir mi estampa por no saber pintar ese preciso (o precioso) contorno como lo haría John William Waterhouse. No quiero saber si escondes tatuajes o piercings, ni conozco ni intuyo el tamaño de tus bragas o la curva exacta de tus pechos desnudos, ni quiero saberlo. Sólo el simple hecho de creer que hay un cosmos oculto en lo que veo ya me estremece y me da esa ansiedad que demuestra que esta vida merece la pena.

No quiero saber tu nombre, ni hablar contigo, ni acercarme y besarte sin mediar palabra; sólo disfrutar una y mil veces del instante: yo apoyado en mi taxi y tú pasando delante de mí como una más de entre otras miles, caminando ajena a todo o tal vez sabiéndote observada, escrutada, deseada, admirada por los ojos de un taxista que seguiría tu estela por todas las calles del mundo.

No hay nada de malo en esto. Es más: creo que te halagaría saber lo mucho que me alegras la cabeza, los pelos de punta, la piel de gallina, los ojos, el recuerdo, sobre todo el recuerdo. Mientras dure.

Lo tal vez prohibido

Recinto ferial de Madrid, pabellón 14. Parada de taxis de la «Cibeles Fashion Week». Delante de mi taxi caminan cuerpos cuyas caderas parecen crear tsunamis en el aire, olas invisibles que impactan directamente en mis retinas. Tacones imposibles, piernas de mármol pulido y vestidos cuyos límites apenas invitan a la imaginación inundan la zona de taxis en una suerte de zoo robótico. Hoy se llevan los rostros aniñados (labios carnosos pero vírgenes, pómulos rosados, miradas limpias), insertados en cuerpos de mujer; subproductos que venden esa estrecha línea entre el deseo y el sentimiento de culpa. Son la imagen de firmas de ropa, de perfumes, de barritas energéticas, de frigoríficos, lo cual implica que no estarás comprando el producto en cuestión, sino el estilo de vida que sugiere la chica que lo anuncia. Porque ese anuncio de perfume impacta de lleno en el inconsciente y te invita a jugar al Humbert Humbert de Nabokov. Son flashes imposibles de controlar: Traviesa, divertida, natural. Los hombres sienten culpa por la edad que aparentan esos rostros, pero a su vez encuentran cierto alivio legal en sus cuerpos de mujer bien definidos. O en otras palabras: Bienvenidos al lucrativo mundo de la contradicción somática. Comprarás, sin saber por qué, ese mismo perfume para tu mujer y el nuevo olor evocará en ti nuevos placeres ocultos. Secretos.

Una de esas modelos acabó montando en mi taxi para llevarla a un hotel del centro. La modelo no paró de hablar por teléfono durante todo el trayecto. Hablaba mucho, muy deprisa, como si tuviera demasiadas cosas que decir.

Y las tenía. Ya lo creo que las tenía. No te imaginas lo profunda que puede llegar a ser la superficie.

 

Un paseo decadente

Camino con Irene desde el trabajo de Irene hasta la casa de Irene. Esta vez dejé mi taxi en un parking cercano a su tienda. Cruzamos Preciados hasta Callao y ahí giramos Gran Vía dirección Plaza de España. Irene da pasos largos, sosegados, prolongando cada zancada como a cámara lenta, siempre con las manos en los bolsillos del abrigo. Y aunque camina mirando al suelo, nunca llega a chocarse con nadie: son los otros quienes la esquivan, algunos en el último momento. Resulta extraño ver cómo camina por el mundo como si nadie existiese y sin embargo confía en que el mundo jamás chocará con ella.

Intento hablar, mantener una conversación, pero Irene se muestra hermética, elude cada pregunta con un «No sé. Nunca me lo había planteado», o devolviéndome el golpe: «¿Y tú?». A medida que avanzamos Gran Vía abajo, noto que sus respuestas son cada vez más cortas, como si los pasos engulleran sus palabras hasta hacerlas raquíticas. 

De hecho, mientras cruzamos Plaza de España, pronuncia la que será su última frase del día, y después silencio: 

-Me marché de Zamora porque sí.

Pienso en el porqué de esa frase. Nadie se marcha de su ciudad natal «porque sí», ni mucho menos para llevar una vida insustancial, de casa al trabajo y del trabajo a casa, sin amigos ni ganas de hacerlos, ni proyectos, ni ilusiones. Yo sé que tuvo que suceder algo, un detonante que llevara a Irene a marcharse o huir de Zamora (para instalarse en una ciudad como Madrid, donde es más fácil pasar desapercibido). Y tal vez en ese motivo se encuentre la clave de su hermetismo.

¿Qué le pudo suceder a Irene? ¿Cómo conseguir saberlo?

Una asombrosa historia de amor

Germán (nombre ficticio) había perdido su pierna izquierda en un accidente de tráfico. Llevaba una sola muleta y la pernera fantasma del pantalón recortada y plegada a la altura de la rodilla. En apariencia, no padecía mayor trauma que el de su torpe movilidad. Consiguió incluso sacarle provecho al asunto. Un provecho que alcanzó lo sentimental. Una historia de amor asombrosa.

El caso es que Germán, por motivos obvios, sólo usaba zapatos del pie derecho. Ninguna zapatería vende zapatos sueltos, así que decidió poner un anuncio en un tablón de internet: «Vendo zapatos del pie izquierdo a mitad de precio. Talla 43» y adjuntó una foto de su colección, ocho zapatos izquierdos a estrenar. Dos días después recibió un mensaje de Alberto (nombre ficticio), mutilado de la pierna opuesta y también con un pie del 43. «Me interesa tu oferta pero no el diseño de tus zapatos. ¡Son horrorosos! Aceptaría el trato si me dejaras escogerlos a mí». Germán aceptó el trato y a la semana siguiente quedaron en una zapatería del centro. «¿Cómo te reconoceré?» preguntó Alberto en tono de guasa. A Germán también le gustaban esas bromas.   

Ya en la zapatería, Germán se dejó aconsejar. Alberto optó por un par de mocasines y otros con cordones. Cada cual se probó sus correspondientes zapatos, opinando y discutiendo sobre cómo le quedaban al otro. Una vez decididos, pagaron a medias y pidieron al absorto dependiente que metiera los dos izquierdos en una de las cajas y los dos derechos en la otra. Luego tomaron juntos un café, intrigados por conocer los motivos de la mutilación del otro. 

En los días siguientes, Germán sólo usó esos dos zapatos. Le gustaba pensar que Alberto pudiera compensar sus pisadas con las de él, guardando entre ambos una especie de equilibrio cósmico. Incluso le enviaba mensajes buscando la coincidencia, esa perfecta complicidad, en una suerte de excitante juego: «¿Te pondrás hoy el de cordones? Contesta, por favor». A lo cual Alberto contestaba: «Ponte el mocasín. Seguiré tus mismos pasos».

Volvieron a quedar con la excusa de comprar otro par de zapatos. Esta vez Alberto le dejó escoger a Germán: éste optó por unas deportivas. Desde que se conocieron, por ese nuevo y mutuo afán de sentirse acompasados, ambos caminaban más que nunca; necesitaban un calzado más cómodo.

Luego llegó el café y del café pasaron a una cena en un restaurante improvisado. Y después de esa cena y de horas de charla llegaron las copas. Luego, los dos borrachos pero con pie firme, tomaron mi taxi, y en el trayecto pude escuchar cómo Alberto invitaba a Germán a subir a su casa. Les dejé en el portal citado; Germán me pagó el trayecto adjuntando una buena propina. Estaba feliz.

Se dieron su primer beso en el sofá de Alberto, acariciando el uno la pierna real del otro, encontrando con ello una extraña aunque excitante compensación, la misma que varios besos después les llevó a la cama. Y ahí tumbados, entrelazando sus piernas, hicieron el amor en perfecto acople, como dos piezas exactas de un mismo puzzle.

Sin duda, estaban hechos el uno para el otro. Su perfecto equilibrio representaba, a fin de cuentas, la esencia del amor.

Señales

Una chica joven (25 años o menos, blanca de piel, gafas finas, labios gruesos) subió al asiento trasero de mi taxi y me indicó como destino un lugar retirado e inhóspito, la estación de tren de Pitis (situada en medio de la nada, entre un descampado y una autopista). Nada más iniciar el trayecto la chica se hundió en su asiento, casi tumbada, y abrió sus piernas dejando a la vista la costura de unas medias nada opacas y detrás, veladas aunque más que evidentes, sus bragas blancas bajo el telón del vestido (corto, fino, de tela negra). De echo, tanto las abrió que una de sus rodillas llegó a rozar mi codo derecho, el del cambio de marchas, por entre el hueco de los asientos.

Aquellas impactantes vistas excedían el límite de mi espejo retrovisor pero no el del rabillo del ojo: con la excusa de cada cambio de dirección, giraba la cabeza atendiendo al tráfico y aprovechaba también para echarle un vistazo al secreto de sus bragas. Ella sabía que yo miraba: más de dos veces me sorprendió bajando la vista a sus bragas y sin embargo se mantuvo impasible, con las piernas igual de abiertas. Quise interpretarlo como una señal de provocación sexual por su parte.

Luego llegó su segunda señal: las miradas. Ella fijó su vista en mis ojos a través del espejo retrovisor y, cada vez que yo cruzaba los míos, sonreía. Luego volví a girar la cabeza con la excusa del tráfico, bajé la vista de nuevo a sus piernas abiertas y otra vez nos cruzamos, sin espejo. Me volvió a sonreír cara a cara.

De todos modos, poco antes de llegar a su destino, ella me indicó verbalmente el camino a seguir con un tono de voz neutral, nada sexy. Me decía «el segundo cruce a la derecha, la próxima rotonda a la izquierda…» de un modo que en absoluto correspondía con el lenguaje de sus piernas, de sus ojos o de su más que pícara sonrisa.

Nos acercamos a la estación (en medio, como digo, de un descampado con un puñado de coches aparcados) y, para mi sorpresa, la chica comenzó a quitarse un pañuelo que llevaba anudado al cuello y a desabrocharse con prisa los botones del abrigo. Ahí estuve a punto de abalanzarme, pero en esto me pidió parar junto a un coche rojo aparcado y me dijo, como si nada:

– ¿Qué le debo?

Desconcertado, contesté:

– 9,80.

Me tendió un billete de 10€, se quitó el abrigo, bajó del taxi, metió el abrigo y el pañuelo en el maletero del coche rojo, se montó en él, arrancó y se largó. Así, sin más.

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Nota: No entiendo a las mujeres.

Buscando el ritmo perfecto

Sonando en mi taxi Love Song, de los Cure, apareció ella, entre dos calles, caminando al mismo ritmo que la canción. Cada golpe de su tacón izquierdo contra el suelo coincidía con cada golpe de platillo y cada golpe del derecho con el de la caja: Cum, cash, cum, cash. Aminoré la marcha hasta alcanzar su ritmo y así nos mantuvimos durante un par de calles, o de estrofas; la canción de dentro coordinada con su ritmo de fuera.

Antes de llegar al estribillo la mujer se detuvo en un paso de peatones con la intención de cruzar la calle. Frené en seco y pulsé el PAUSE. Al verme frenar, cruzó delante de mi taxi y entonces volví a accionar el PLAY, solo que esta vez el ritmo de la música y sus pasos comenzaron a sonar descoordinados. Volví a jugar con el PAUSE en busca de la perfecta sincronía, pero no lo conseguí.

– Será mejor alterar los pasos de ella – pensé.

Bajé la ventanilla, toqué el claxon para llamar su atención y así, en marcha, le dije:

– ¿La calle Gran Vía, por favor?

– ¿Me lo preguntas en serio? – dijo echándole un vistazo panorámico a mi taxi.

– Sí. Es mi primer día de trabajo y aún no conozco bien la ciudad – dije frenando un pelín para que ella también frenara y coincidieran sus pasos con los de la música.

– Todo recto. Es la calle ancha que cruza – dijo aminorando el paso, pero sin llegar a cuadrar el platillo con su suela izquierda.

– ¿Ancha? ¿cuánto de ancha? – aceleré un poco forzando también su paso.

– ¿Me estás tomando el pelo?

Y justo en ese instante, al fin, conseguí coordinarla.

– No. Escucha: ¡lo he conseguido! – subí el volumen y entonces ella se percató de la canción.

– ¿Qué? – me preguntó.

– Tus pasos… coinciden… con el ritmo…

La mujer rompió a reír.

– ¿Y has montado todo esto sólo para que mis pasos coincidan con el ritmo de la canción? – frenó en seco.

– ¡No! No pares, joder… – accioné otra vez el PAUSE.

– Vale, vale. Perdona.. – me dijo, divertida. Y reanudó la marcha.

Yo volví a darle al PLAY y esta vez fue ella la que adecuó sus pasos, variando su cadencia, como una chiquilla jugando a la rayuela. 

La canción concluyó unos pocos metros antes de alcanzar la Gran Vía. En ese punto ella me dijo:

– ¿Y ahora, qué?

– Ahora no podrás moverte hasta la próxima canción. 

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Nota: Acabamos tomando café en un Pub de la Plaza del Carmen. Coordinamos los sorbos pero no los relojes: Se marchó antes de alcanzar los posos del suyo, no sin antes proponerme otra nueva canción en aquella misma calle inicial, ella a pie y yo en mi taxi, y a la misma hora.

Dime cómo caminas y te diré quién eres

La gente camina alrededor de mi taxi por la acera o los bordillos o los semáforos o los túneles o las pasarelas, cada cual a su ritmo, a su paso. No hay dos caminantes iguales, pero todos se mueven, cumplen su función:

Los que caminan despacio, saboreando cada paso, los que caminan deprisa (como si huyeran de alguien; de sí mismos, tal vez), los que caminan como si bailaran al ritmo de los cláxones y los pájaros, los que zigzaguean al caminar, los que levantantan mucho las rodillas, los que arrastran los pies, las quinceañeras aspirantes a furcias que no dominan sus tacones de aguja, las damas que manejan sus tacones como si fueran pinceles sobre el improvisado lienzo del pavimento, los borrachos describiendo eses, los niños y las niñas describiendo círculos alrededor del epicentro de sus madres, los que parecen estar tomando impulso, los que parecen dejarse llevar por el viento, los que caminan sin ganas, los que corren por la lluvia o la prisa, los de pasos cortos pero rápidos, los de pasos largos pero lentos, las gacelas, los gatos y los rinocerontes, los que imprimen en cada zancada el estilo musical de su Mp3, los que arrastran como lastres bolsas o maletas voluminosas, los enamorados que juegan a parear sus pasos, los discutidos que caminan a contramano…

Todos ellos caminan siguiendo un objetivo aunque ese objetivo sólo sea caminar. Me inquietan los que salen a la calle «a dar un paseo» y nada más: los que salen de su casa, pasean y vuelven a su casa, sin mayor motivo que el de moverse de forma autónoma, como yo con mi taxi pero sin taxi: primero una pierna y luego la otra.

Es genial que tu cuerpo responda a tus deseos, y que esos deseos en forma de pasos derrochen personalidad: Dime cómo caminas y te diré quién eres.

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Nota: Mis pasos son acolchados. Camino como con muelles en las rodillas y espuma en las suelas (y con los brazos ligeramente desplazados hacia atrás, como si el viento siempre soplara en su contra). 

¿Y tú? ¿Sabrías describirme tu forma de caminar?

Alicia en el País de los Taxis

Se acercó a la parada de taxi muy despacio, cojeando de su pierna derecha (completamente erguida la pierna, con una venda desde la rodilla hasta el tobillo pero sin muletas ni bastón con que apoyarse).

Abrió la puerta trasera derecha de mi taxi, lanzó primero la carpeta de gomas que llevaba bajo el brazo y después tomó asiento con suma dificultad.

Para que pudiera mantener su pierna estirada moví el asiento del copiloto hacia delante.

– Gracias. Uff… ¿me llevas a Conde de Peñalver, por favor?

– Sí, claro.

– Es un trayecto corto, lo sé, pero…

– Entiendo. ¿Qué pasó?

– Un accidente con la moto. Se me cruzó un coche y salí despedida. Caí encima de otro coche. Menos mal que frenó…

– Vaya…

– Se me ha salido el líquido de la rodilla o algo así me ha dicho el médico. Habrá que esperar a ver cómo evoluciona la cosa.

Me volteé aprovechando el semáforo en rojo y no encontré en ella herida alguna aparte de su pierna vendada. Ni rasguños en los brazos, ni en las manos, ni en la otra pierna.

– Fue un golpe limpio, ¿no?

– Mmm… sí. Me dí con la rodilla nada más. Ni te imaginas lo que duele… – me dijo frotándose la venda.

– Por suerte no pasó nada grave. Con las motos, ya se sabe…

– Ya, pero mi moto quedó destrozada. Era nueva, recién estrenada. Una… Yamaha. Me la regaló mi padre antes de marcharse a Panamá.

– Vaya.

– Mis padres viven en Panamá con una hermana mía que aún no conozco. Se marcharon hará … buff… cinco años o así, y ni ella ni mi hermana, que nació allí, han vuelto a Madrid. Sólo mi padre, por negocios, ya sabes. Yo me quedé aquí por no interrumpir mis estudios. Estudio Derecho en la Complutense. Es mi último año.

No entendía muy bien por qué había comenzado a contarme la vida de su familia y la suya así, de repente y sin venir al caso. De todos modos me dejé llevar:

– Debe de ser muy duro tener a la familia lejos durante tanto tiempo.

En esto, la mujer rompió a llorar.

– Yo creo que me están engañando… (snif)… que mi madre en realidad no quiere venir a verme… (snif)… y tampoco quiere que conozca a mi hermana…

– ¿Por qué dices eso? – pregunté sacando un paquete de kleen-ex de la guantera.

– No hacen más que ponerme excusas… yo les digo todos los años que quiero marcharme unos días a Panamá para conocer a mi hermana… (snif)… pero me dicen que no… que vendrán ellos aquí… los tres… pero al final siempre viene mi padre solo… y encima esta vez me compra una moto y nada más marcharse tengo el accidente… Estoy… tan… sola… – tomó mi kleen-ex y se secó las lágrimas con él.

Llegamos a su destino, me tendió las monedas que marcaba el taxímetro, abrió su puerta y antes de salir, entre sollozos, me dijo:

– En fin… gracias por el Kleen-ex.

Se marchó cojeando hasta desaparecer en la siguiente esquina.

Instantes después reparé en su carpeta de gomas. Se la había dejado olvidada sobre el asiento. En cuanto se abrió el semáforo giré en su dirección.

Me sorprendió ver lo mucho que había avanzado la mujer en tan corto espacio de tiempo (ya se encontraba casi en la siguiente manzana). Llegué a su altura y entonces la vi caminar como si nada, a paso rápido, incluso. Toqué el claxon, giró la cabeza y nada más verme salió corriendo en dirección contraria.

Nota: La carpeta contenía varios curriculums-vitae suyos, con su foto y sus datos. Se llamaba Alicia. Estudios: Graduado escolar y un curso por correspondencia de «arreglos florales». Experiencia laboral: Teleoperadora (2 años) y obradora en pizzería (1 año). En la actualidad se está sacando el carnet de conducir.

31 días conmigo mismo (Día 24)

– LOSING MY RELIGION –

PLAY

Tra-ti-ta-to-tán… extiendo los brazos, me subo al colchón de espuma y comienzo a saltar… tra-ta-to-tán… la adrenalina inicia su ascenso desde el coxis a la nuez… tra-ti-ta-to-tán… cierro los ojos y sigo el punteo con la mano izquierda… tra-ta-to-tán… me aclaro la voz, ejeeem: Oooohh life… is bigger… no puedo gritar más alto… and you are not me… señalo con el dedo en chulesca pose el marco con las fotocopias del DNI de Beatriz… the distance in your eyes… le hago un corte de mangas al aire, me toco los huevos y pongo cara de malo… oh, no I´ve said too much… con la mano en el corazón, agarro la camiseta… That´s me in the corner… tiro fuerte de la camiseta. Se desgarra por la mitad… Losing my religion… vuelvo a saltar y me golpeo la cabeza con el techo del bungalow… oh, no, I´ve said too much… creo que se me han saltado los puntos de la cabeza. Me toco con los dedos: están manchados de sangre… I thought that I heard you laughing… me chupo los dedos ensangrentados simulando una felación. Abro la ventana y saco la cabeza: I think I thought I saw you try… le grito al camping entero.

Every whisper… vuelvo a saltar y me doy con el marco de la ventana otra vez en la cabeza…  Choosing my confessions… trato de agarrarme a la ventana pero pierdo el equilibrio; caigo fuera del bungalow… Oh no, I,ve said too much… sigo cantando ahora al aire libre y con los brazos en alto… Consider this… vuelvo a saltar, cojeando. Viene alguien con una linterna… The hint of the century… se acerca y comienza a manipular su teléfono móvil… I thought that I heard you laughing… le oigo decir: «¿Policía? Hay un hombre desnudo y ensangrentado…» But that was just a dream… «cantando y dando saltos»… that was just a dream… Se acercan más campistas… that´s me in the corner… me rodean en círculo. That was just a dream, dream…

Tí-ta-ta-to-tí-ta-ta-te-tonnn…. hago una reverencia. Silencio sepulcral.

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