Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de abril, 2014

¿Mala suerte en el amor?

Espero que no malinterpretes mis palabras. Sólo digo que hay hombres y mujeres que tienden continuamente a equivocarse en sus relaciones sentimentales y aun así lo achacan a su ‘mala suerte’. Conozco a más de uno (y más de una) que no les duran nada los noviazgos aunque ansíen estabilidad, y siempre es el contrario quien la caga (‘le pillé con otra’, ‘simplemente se marchó’, o ‘me levantó la mano’ son ejemplos clásicos). Pero resulta que en su siguiente relación, su nueva pareja cumple exactamente el mismo perfil del anterior. Hay mujeres, por ejemplo, que sienten atracción por los «malotes», o ciertos hombres por las «mujeres dominantes», y siempre acaban rompiendo por el mismo motivo que en un principio les atrajo de ellos. Hay hombres que confían que el octavo matrimonio de su nueva esposa será el definitivo. Hay mujeres que confían en que «aquella vez me levantó la mano pero estoy segura que nunca más volverá a hacerlo». No, amiga. Hay hombres violentos por naturaleza y a la mínima señal, al más mínimo gesto, conviene huir de ellos como de la peste.

Espero que no malinterpretes mis palabras. Ninguna mujer merece ser agredida, y el hombre que maltrata sólo merece pagar con duras penas de cárcel. Ahora bien: el otro día, una usuaria de mi taxi llegó a confesarme algo que llamó poderosamente mi atención (y en cierto modo inspiró este post). La mujer me aseguró haber recibido malos tratos por parte de sus últimas CINCO parejas, lo cual achacó a su ‘mala suerte en el amor’. Ojalá se pudran en la cárcel esos cinco, qué duda cabe. Por otra parte desconozco cuál es el porcentaje de maltratadores por cada hombre bueno. Un porcentaje residual, supongo. Así que puedo estar equivocado y en realidad sea eso, mala suerte, pero pensé que tal vez, a priori, la mujer en cuestión se viera atraída por cierto perfil de hombres. Jamás diré que mereciera semejante infierno, pero…

Contra natura

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Hay gente, demasiada gente todavía, que se le escapa la vida luchando contra sí misma. Llevan tan adentro ese arcano concepto de «normal» que ocultan su diferencia, y se frustran, y sufren en silencio como nadie. Ayer subió en mi taxi un hombre de unos cuarenta años con su mujer y sus dos hijos pequeños. A mitad de trayecto el hombre fingió hacer una llamada telefónica y se excusó ante la mujer. Surgió un problema en el trabajo, le dijo; tengo que volver de inmediato a la oficina. Así que dejé a la mujer y a los dos niños en la puerta de su casa, se despidió de ellos con un beso en la frente, y al reanudar la marcha, en lugar de a la oficina, me pidió que le llevara a una de esas saunas de hombres para hombres. En realidad no me dijo la palabra «sauna» sino que me dio una dirección y al dejarle en un portal contiguo a su destino real, le vi por el espejo cruzar la calle y meterse de incógnito en la sauna. Así que a mí también quiso engañarme aunque no me conociera de nada.

Sin embargo le entendí perfectamente. Era uno de esos hombres educados en lo que a juicio de otros era lo normal. Y lo normal, también para él, significaba formar una familia de hombre y mujer y un par hijos que sin duda educaría para que fueran «normales». Seguramente nunca se había planteado actuar de cara al mundo de otra forma que no fuera la que marcaban los cánones, pero no podía evitar sentir cierta pulsión hacia su mismo sexo, y cuando eso sucedía y no podía evitarlo se creía miserable, monstruoso y completamente solo incluso hacia esos otros hombres. Se acostaba con hombres aunque sintiera asco y pena por ellos y por lo tanto también se odiara a sí mismo. Y todo por culpa de la educación que le dieron sus padres o un entorno tal vez de fervor religioso. A menudo las creencias son nichos de odio oculto bajo el disfraz del amor al prójimo.

Ese hombre podría haber sido feliz dejándose llevar desde un principio por su propia naturaleza. Pero le educaron en una sola dirección. Y algo me decía que sería así por siempre. Y es posible que sus hijos también. Y nunca se darán cuenta que lo normal no existe. Que la naturaleza no le pertenece a nadie.

Desnudo integral

Escena del Film Under The Skin

Escena del Film Under The Skin

Llamadme raro, pero PAGARÍA por tener la certeza de no ver nunca el desnudo integral de ciertas divas. Casos como el de Scarlett Johansson sólo demuestran que la imaginación siempre será más generosa que la cruda realidad, por escultural que esta sea. O dicho de otro modo: la imaginación nunca decepciona, y sin embargo preferimos decepcionarnos con tal de saciar nuestra cuota de poder en la sombra.

Esta nuestra generación de consumo rápido y masivo genera tal grado de insatisfacción y ansiedad, que tiende sin querer a lo insaciable. Asumimos que ahora TODO es posible gracias al dinero, aunque nos acabe decepcionando o acabemos pensemos: «Bah, al final no era para tanto». Es posible acabar viendo desnuda a cualquier celebridad siempre que detrás exista un nicho de mercado lo suficientemente rentable (no somos ricos, pero somos muchos: lo cual en suma nos convierte en ricos). Si el foco del deseo se centra, por ejemplo, en la ex cándida Miley Cyrus, no es de extrañar que acabe lamiendo martillos desnuda, y que ese video rompa los rankings de visitas en YouTube.

Así somos, en fin, o en esto nos han convertido. Aunque no queramos. Aunque echemos de menos una ficción integral sin límites.

La puta cabeza

FOTO: Loco Steve

FOTO: Loco Steve

Son rostros superpuestos. Lo que veo a diario en mi taxi son eso, capas de rostros que me traen recuerdos (algunos difíciles de ubicar y algunos dolorosos, lo cual demuestra que sigo arrastrando un pasado no resuelto, o briznas de pasajes mal limados en ese colador disfuncional que es la memoria). Todo surge como un chispazo: entra alguien, cualquiera, en mi taxi y siempre encuentro rasgos en él o en ella que me resultan vagamente familiar, como si ese rostro o parte de ese rostro lo hubiera visto antes. Y entonces navego por mi archivo y surgen nombres, o simplemente caras veladas por el paso del tiempo, cuyas conexiones no consigo resolver: ¿Me crucé con ese tipo en algún bar, o tal vez compartimos cola en Hacienda, o es hijo o nieto de algún profesor mío, o el padre de alguna exnovia, o el cabrón que tropezó conmigo y me tiró el helado en el Parque de Atracciones aquel fatídico 23 de junio de 1986? ¿Acaso hay escena más triste que un niño con la bola de su helado caída a sus pies, y el niño mire estoico de reojo al padre, esperando su reproche o buscando más que nunca su consuelo? ¿Cómo resolver un trauma así? ¿Busco venganza? ¿Es mi taxi una excusa para buscar al hombre que me tiró el helado y devolverle (con intereses) mi cuota de tristeza? ¿Muerto el causante se acabó el trauma?

Pero luego está el amor. Supongo que el amor es el barniz de los dolores. Siempre habrá en mí, como en cualquiera, una lucha entre opuestos. Luces y sombras alternándose ad infinitum, ya sabes. La puta cabeza. Nadie puede controlar su puta cabeza.

La madre de mi amigo imaginario

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Ayer por la tarde montó en mi taxi una mujer joven, no más de veinticinco años, enfundada en un vestido de premamá pero sin vientre de embarazada debajo. El vestido parecía totalmente deshinchado, con los pliegues sobrantes de la tela colgando por delante del cinturón, y al sentarse en mi taxi (o más bien reclinarse) no aprecié bulto alguno, sino un vientre completamente plano.

Sin embargo, al tomar asiento, la chica se puso el cinturón de seguridad del mismo modo que lo hacen las embarazadas (enfundándose sólo la parte diagonal del cinturón y la inferior, la que se ajusta al bajo vientre, pisada debajo del culo). Por otra parte noté que la chica trataba de evitar conscientemente apoyar sus manos sobre su vientre. Las mantuvo en todo momento a ambos lados de la cintura, con las palmas sobre el asiento: una pose nada natural, o más bien forzada. A tenor de todo esto pensé que podría tratarse de un embarazo ya no psicológico, sino fantasma: que ella realmente creyera que en su vientre se fraguaba algo y actuara en consecuencia. Aquello no me resultó tan raro teniendo en cuenta que todos, de chavales, hemos tenido nuestro amigo imaginario (y ese amigo, digo yo, tendrá una madre). En mi caso, mi amigo imaginario se llamaba Fran, y aprobé 3º, 4º y 5º de EGB gracias a sus susurros (hasta que Fran, de improvisto, se marchó a vivir a Praga y yo, por lo tanto, empecé a suspender). De hecho, ahora que lo pienso, aquella usuaria de mi taxi tenía los mismos ojos azules que Fran. Podría ser su madre imaginaria, aunque a destiempo (lo cual tampoco es de extrañar: en el mundo de la imaginación, el tiempo transcurre a distinto orden).

Ahora sólo me pregunto qué habría pasado si hubiera surgido el amor entre esa mujer y yo, y acabáramos los dos buscando un hijo real, y ella se quedara embarazada de verdad. Sin duda daría a luz a aquel amigo imaginario de mi infancia (versión palpable). Y, por supuesto, lo llamaríamos Fran, y en esta ocasión te juro que haría todo lo posible por evitar que se marchara a Praga.

Adicto

Peine del Viento (FUENTE: Wikipedia)

Peine del Viento (FUENTE: Wikipedia)

Busco emocionarme. Busco emocionarme igual que un crónico necesita morfina. Me emocionan los recuerdos que elijo, un buen puñado de libros, fragmentos de canciones, escenas de pelis o incluso un cabello rubio tuyo en el sumidero de la ducha. Me emociona el concepto «Unidad del dolor», el concepto «Voz rota», la palabra «Ausencia», o cuando alguien de los míos consigue desmontar al enemigo. O el abrazo del que no suele darlos, o que esa novia que me hizo tanto tanto daño viva ahora rodeada de gatos, coleccione tarrinas vacías de Häagen-Dazs y pague por inscribirse en una web de contactos: el equilibrio cósmico me emociona porque ayuda a sentirme a salvo. Y las heroicidades sin ánimo de lucro. Y los usuarios de mi taxi que insisten en ofrecerme caramelos de menta cuando toso, y las miradas de algunas camareras, y pasar una y mil veces por el escaparate de aquella pastelería de la calle Atocha para admirar la belleza de una de sus dependientas, la del pelo rizado y labios de Lladró. Y ciertos leggins también.  Me dan la vida.

Y el color verde del campo verde. Y el olor de la lluvia empapada en musgo. Y el olor en las gasolineras. Y el olor de la lejía desinfectante. Y el olor del agua oxigenada en el momento exacto de cauterizar las heridas. Y salir de la consulta del psiquiatra en manga corta. Y echarte de menos y saber que estás en casa, esperándome, o tocando la guitarra, o subiendo vídeos a YouTube. Y llorar sin argumentos, sólo por desfogar el SPAM del alma. Y escribir exactamente lo que estoy pensando, o mejorarlo, o avanzar. Me emociona eso. Creer que avanzo aunque yo esté quieto y en realidad sea el viento el que produzca en mí esa sensación de velocidad. Repito: Creer.

Creer en ces intercaladas es crecer. Y quiero creer que crezco.

Los hijos que tal vez tengo

Imagen del FILM Being John Malcovich

Cartel promocional del film Being John Malcovich

Hoy me ha dado por pensar que cualquier chico o chica de hasta diecisiete años de edad podría ser hijo mío. Uno nunca sabe qué fue de aquellas mujeres que frecuentaron mi cama, o si falló la prevención y decidieron tenerlo a mis espaldas y criarlo sin padre aunque con mis mismos genes, y ahora se encuentren caminando por las calles que yo frecuento o tal vez, incluso, hayan montado en mi taxi alguna vez. De hecho, esta misma tarde subió un chico con su abuela que se parecía a mí (no la abuela, el chico: la misma nariz, los mismos ojos hundidos, e incluso el mismo gesto ensimismado). Me asusté tanto que al bajarse de mi taxi aparqué de tapadillo y me colé en su portal para buscar por los buzones algún nombre que pudiera resultarme familiar. No encontré coincidencias sospechosas, aunque también es cierto que no recuerdo los nombres de todas esas chicas, ni mucho menos sus apellidos (incluso pudiera no acordarme de sus rostros si me cruzara con ellas: algunos de esos encuentros se produjeron tras profusas ingestas de alcohol y derivados). Pero ahí queda la duda y quedará por siempre, supongo.

Imagina por un momento que aquel chaval es mío o medio mío. Imagina que, en un momento dado, le da por preguntarse por su padre e indaga hasta que al final me encuentra. He oído hablar de un programa en Tele5 que se ocupa de esos temas; de hecho, ahora que recuerdo, hace un par de años  me llamaron de esa misma cadena para hacerme partícipe de una «sorpresa» que no llegaron a desvelarme. Por aquel entonces rondaba este blog un nutrido grupo de locas del coño obsesionadas con el personaje que parasito así que, pensando que podría tratarse de alguna de ellas, pudo más el miedo que la curiosidad y decliné su oferta. Ahora, sin embargo, me asalta la duda. ¿Y si era un hijo oculto intentando contactar conmigo? ¿Hice bien en no acudir? Ay Dios…

La mitad de un beso

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Se encontraron en el asiento trasero de mi taxi. Él venía del dentista, y a ella le hacía gracia besar su boca medio dormida por la anestesia. Así que le besó y le dijo luego: Besarte es como besar a un medio muerto. A él, sin embargo, le resultaba raro no sentir nada con la mitad de su boca, aunque no llegó a decir a qué mitad se refería: si a su mitad dormida, o a la despierta.

Olvidé aquella anécdota (sucedió hace meses) hasta el día de la muerte de Gabriel García Márquez (Gabo para mis adentros). Desde entonces he comenzado a sufrir la misma extraña sensación de aquel chico en mi taxi, aunque en lugar de con los labios, escribiendo. Ahora, cada vez que me planto delante de un teclado, noto medio cuerpo anestesiado, como si intentara besar las palabras y no sintiera más que la mitad de ellas, o la mitad de mis dedos sumando letras.

Ahora que perdí por siempre a mi padre literario, sólo me apetece imaginar que soy taxista en las calles de Macondo. Y que todos mis clientes son Melquiades.

La vida íntima de la ropa interior

FOTO: Ms. Phoenix

FOTO: Ms. Phoenix

Me asombra esa innata cualidad en las mujeres de controlar los límites de su ropa interior a pesar de la postura de sus cuerpos por ingrávida que sea. Pueden agacharse o inclinarse con la blusa semiabierta y en todo momento serán conscientes si el borde del sostén o de sus bragas quedó a la vista; y tal vez jueguen con eso para mantenernos expectantes ante el más mínimo descuido que jamás será casual, sino deliciosamente estudiado, lo cual las convierte en seres dominantes y a nosotros en babosos alienados o en eternos niños chicos. Conocen sus cuerpos de memoria, la flexibilidad del pantalón, cualquier perspectiva plausible de la abertura de sus blusas o de las rajas de sus faldas, y actúan siempre en consecuencia aunque nadie mire. O qué ropa interior no hace marca o no se nota con tal o cual vestido, o los tirantes del sostén cruzados o arqueados en función de la estela de la tela de su espalda. Y a veces, cuando dejan los tirantes a la vista o semiocultos aunque no del todo, tampoco es por descuido: ayudan a ampliar las pistas de la imaginación, a tirar del hilo subconsciente de esos tirantes y a visualizar la secuencia del resto. Los tirantes a la vista son flechas invisibles que invitan a tener en cuenta unos pechos cuya realidad, en caso de ocultarlos, pasaría más desapercibida.

Y volviendo a esas marcas a la vista, sorprende que un pantalón ceñido o unos leggins intuyan la goma de unas bragas a media cacha, dividiendo el culo en otro par de celdas y por tanto invitando también a imaginar la estructura y dimensión exacta de su ropa interior, que suele coincidir con perfiles totalmente ajenos al mercado de los ojos de los hombres. El resto procuran evitar que se marque o se intuya nada, tal vez por pudor o por mostrar la ropa lo más desnuda posible, sin evidenciar qué puede haber detrás o buscando enseñarlo sólo en los momentos más íntimos y con quien la chica desee. Se sabe que la ropa interior es la antesala del placer carnal, el telón de la función más aclamada, y ellas son conscientes del poder que ejercen: se conocen, pero nos conocen a nosotros más aún, y por eso estamos vendidos, perdidos. Y nos gusta estar perdimos. Queremos perdernos (yo en el espejo retrovisor de mi taxi). Así jamás se extinguirá la especie.

La distorsión del recuerdo y la distancia

Foto: Wikipedia

Foto: Wikipedia

Pasaron tres meses sin verse. A ella le surgió un trabajo lejos, en Brasil, y a pesar de la distancia, se prometieron Skypes diarios, o bien escribirse o mandarse mensajes con el fin de mantener la chispa intacta y las promesas: retomarían su historia al regreso, aunque antes de aquel viaje apenas llevaran tres semanas, cinco días y ocho horas de flechazo (las más intensas de sus vidas; pero demasiado poco tiempo al fin y al cabo) y todavía se encontraran en esa fase de conocerse y querer indagar más y más y más en la vida del otro. Aún no «se sabían» de memoria cuando ella tuvo que marcharse a Brasil y, tal vez por eso, su contacto a distancia acabó derivando en la idealización del otro.

Durante esas tres semanas habían tenido sexo en un total de cuatro ocasiones, pero el paso del tiempo y la distancia consiguió moldear en la memoria esos recuerdos, mejorándolos incluso. Él visualizaba una y otra vez aquellas escasas imágenes de cama modificando la sensación real, borrando sin querer ciertos matices y amplificando otros. Del mismo modo, hablar con ella vía Skype se acabó convirtiendo en rutina, distorsionando el recuerdo real del cara a cara: el olor y el calor de sus tres dimensiones, el tacto, el aliento o los besos al alcance de la mano ya dejaron de considerarse necesarios. Al final se acostumbraron a tenerse lejos pero cerca, sí, y esperaban ansiosos su reencuentro. Pero aún no sabían que ya nada sería igual.

Llevé al chico al aeropuerto y me pidió que le esperara para volver con ella a la ciudad. Pero al montar los dos juntos en mi taxi,  al fin, después de tres meses sin verse, se notaban torpes el uno hacia el otro, forzados, bloqueados tal vez por el shock de chocar la realidad con sus ficciones. Se habían distorsionado tanto (cada cual según su fantasía a partir de un punto de referencia ya lejano), que ahora los percibí decepcionados. Desinflados. Derrotados ante la certeza de tener que amoldarse, de nuevo, a la piel sin pixelar del otro. Una piel más insípida de la que recordaban.