En un abrir y cerrar de semáforos la mujer comenzó a sentirse indispuesta, como aquejada por un súbito mareo. Palideció de repente y no dudó en recostarse en la esquina comprendida entre el respaldo y la puerta trasera, y tanteando con un dedo bajó la ventanilla en busca de un soplo de aire fresco que llevarse a la cara. En casos como éste nada importa más que el interior de uno mismo, el chequeo urgente; no hay vergüenza por la pose que adoptas, buscas la más cómoda, y el mundo y la gente de alrededor sólo es estorbo. Sobra todo, sobran las calles, sobra mi taxi, sobro yo. Aun así me hice cargo. Eché el taxi a un lado, frené, me giré hacia ella y pregunté:
-¿Se encuentra bien?
-No sé. Estoy muy mareada. Pero siga, por favor. Se pasará enseguida.
Dicho esto se tapó los ojos con la mano y volvió a deslizarse aún más hasta casi tumbarse en el asiento, y con ello arrastró su falda hasta alcanzar el límite exacto de su ropa interior. Era verde militar, de aspecto suave. Después movió el cuello hacia la ventanilla y en ese preciso gesto dejó al descuido el borde de un sostén marrón, algo desahogado para la postura, dejando a su vez un leve hueco sombreado bajo el cual se intuía el relieve de su pezón derecho. A pesar del contexto, aquella visión resultaba de lo más erótica.
Y me sentí mal por ello, o al menos me dio que pensar. El sexo, el erotismo, también es contexto. Esa misma mujer, en esa misma pose, pero mirándome a los ojos habría sacado, sin duda, mis más bajos instintos. De hecho me excité aunque, eso sí, amortiguado por la empatía. Sentí deseo y culpa a la vez. Sentí lo que sienten los católicos. Una mezcla rarísima.