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Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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El maravilloso mundo de las obsesiones

FOTOGRAMA: Natalie Portman en el FILM V For Vendetta

FOTOGRAMA: Natalie Portman en el FILM V For Vendetta

Ayer me corté yo mismo el pelo como siempre, delante del espejo y con la maquinilla eléctrica, pero debí de prestarle poco interés al cogote, ya que me acabé dejando unos pelillos sin cortar en el hueso del cráneo donde muere la nuca. No fui consciente del descuido hasta hoy por la mañana, ya en mi taxi, después de unas cuantas carreras. Me toqué la cabeza en un gesto casual de amor propio y entonces al tacto noté una isla de pelos algo más largos que el resto. Y esa nimiedad echó por tierra el resto del día: no encontraba la hora de llegar a casa y reparar el descuido. Pero aún era pronto, así que decidí hacerme fuerte, pensar en otra cosa y seguir trabajando. Montó un nuevo usuario y le observé temeroso de que se diera cuenta de mi tara, y en efecto me miró el cogote, pero más bien guiado por las pistas del lenguaje de mis ojos. Nadie más había reparado en ello, al menos antes de que yo hubiera reparado en ello.

Aquí hay dos mundos que son el mismo mundo, pensé. Yo antes vivía tranquilo aun con la misma tara que ahora. Y tal vez este pudiera extrapolarse a todo lo demás. A la realidad de las cosas. A la vida: o eres de los que no se enteran, o eres de los que sufren.

Pero por otra parte había logrado desear más que nunca llegar a casa. Y en cierto modo me tranquilizaba pensar en mi casa como la solución a mis problemas, como un bálsamo, o el placebo perfecto para mis neuras. Por eso esta tarde, al llegar al fin casa, he decidido no cortarme esos pelos sobrantes. Así mañana, cuando salga a currar con el taxi, volveré a desear llegar a casa. Y pasado mañana haré lo mismo. Y así por siempre. Con un mechón de pelo más largo que el resto, pero alerta. Sufriendo, pero con ganas de llegar a casa.

Un mechón de pelo rubio

En mi taxi. Un niño berreando detrás de mí, y su madre a su lado, gritando al padre:

-Te dije que bajaras a comprar aspirinas, Tomás. ¿Te lo dije o no te lo dije? Ya verás cómo mañana se te vuelve a olvidar, ya… ¿Y el cupón? Tampoco te acordaste del cupón, ¿verdad? Mira que como toque…

Tomás, sin embargo, se mostraba impasible, ausente del niño y de la madre. Sentado delante, a mi lado, miraba a la calle como si nada, sonriendo incluso.

Luego entendí por qué, o al menos intuí el motivo de su ausencia. Al bajar la vista, junto a la palanca de cambios, encontré sus dedos acariciando algo que le sobresalía del bolsillo. Parecía un mechón de pelo rubio. Jugaba con el mechón tal vez soñando, imaginando otra vida con otra mujer (el cabello de la suya era moreno, rizado y más grueso) y sin hijos que berrean en los taxis.

En esto me pilló mirando su amuleto, pero en lugar de sonrojarse, sonrió. Luego, me acercó con disimulo el mechón de pelo de su bolsillo, como instándome a que yo también lo acariciara. Y así lo hice: con la excusa de cambiar de marcha, toqué las puntas del mechón con el meñique. Aquel tacto me produjo un efecto ansiolítico sin precedentes, hasta tal punto que dejé de escuchar yo también los gritos de su mujer y los berridos del niño.

Al ver mi rostro sosegado, Tomás me guiñó un ojo. Yo le devolví el guiño como muestra de complicidad, pero debió de interpretar mi gesto de otro modo, ya que después extendió su brazo hasta mi rodilla y comenzó a acariciarla, a apretar mi muslo y a subir la mano en dirección a mi entrepierna. 

Le paré en seco, retirándole la mano con violencia. La mujer, por su parte, no se enteró de nada. Seguía reprochando en voz alta y el niño llorando, a su aire.

Llegamos a su destino, me pagó ella y bajaron los tres de mi taxi.

Ya solo, pensando en lo ocurrido, comprendí que aquel mechón rubio no correspondía a otra mujer:

Era de un hombre.

Mi caja peluda

Colecciono cabellos. Tengo 163 (y subiendo) guardados en una caja de zapatos, todos ellos con su correspondiente etiqueta pegada con cinta adhesiva. Cada vez que se baja de mi taxi cualquier usuaria de pelo largo y belleza extrema husmeo en su asiento como un perro de presa y si encuentro algún cabello suyo en la tapicería lo guardo con cuidado en mi libreta y en esa misma página anoto la descripción y el trayecto de su portadora. Luego, en la calma de mi casa, etiqueto el cabello con los datos anotados y lo guardo en mi caja de zapatos. ‘Caja peluda’, la llamo.

Tengo cabellos lisos, ondulados, gruesos, finos, de puntas abiertas, teñidos de caoba, rubio, azul, negro o incluso verde. Largos, cortos, todos ellos con su correspondiente etiqueta.

De entre todos ellos mi preferido es el de una mujer de labios carnosos y voz licuada que usó mi taxi hace apenas dos meses de Nuevos Ministerios a Plaza de España. Al bajarse encontré hasta dos cabellos suyos, como hilos de oro, pegados al asiento.

Algunas veces, cuando la soledad se torna insoportable, me da por sacar de la caja cabellos sueltos de cabezas imborrables y los planto sobre mi almohada, en el lado que nunca uso. Así, cuando despierto por la mañana y reparo en esos cabellos ahí tirados sobre mi misma cama me imagino que has dormido a mi lado y que ya te has marchado a trabajar, en silencio, para no despertarme. Y me quedo un buen rato pensando en ti, mirando tus cabellos con cara de bobo.

También suelo dejar cabellos de mi caja peluda en el sumidero de la ducha y en el lavabo, y luego limpio el cuarto de baño feliz, pensando que acabas de ducharte o de lavarte esa cara que aún recuerdo, con sobrada nitidez, viajando en el asiento trasero de mi mismo taxi.

Quiero depilarlo todo

Los límites de mi espejo retrovisor me ofrecen siempre el marco justo de las cejas, los ojos, la nariz y la boca de cada usuario. Los ojos, la nariz y la boca corresponden al apartado genético. Por mucho que llamen mi atención no puedo evitar pensar en su falta de mérito. Las cejas, sin embargo, me apasionan de otro modo, porque en ellas interviene la mano y el arte de quien las moldea.

Unas cejas bien depiladas pueden transformar cualquier mirada: de triste a altiva, de insignificante a interesante. Siempre a mejor. He de reconocer que las mujeres, para eso, tienen un don especial. Admiro su capacidad de manejar las pinzas como si de un pincel se tratara. Admiro su cualidad innata de conseguir que ambas cejas queden simétricas. Con unos cuantos pelos de menos aquí, y los mismos allá, son capaces de convertir su expresión en lo que quieran que sea. Las mujeres tienen el control porque saben moldearse. Saben cómo sacarle el mayor partido posible a esa comercial que todas llevan dentro. Y siempre quitándose pelos. Nunca al revés.

Ahora que la depilación lo domina todo, ahora que no podemos concebir unas piernas de mujer velludas o unas axilas pobladas, ahora que la moda también ha sucumbido al maravilloso mundo de las ingles, ahora, como digo, al fin comienzo a sentirme realmente cómodo en el siglo que me ha tocado vivir. Porque creo que ya no habrá vuelta atrás.

Y que viva el arte de la deforestación cutánea.