Ayer me corté yo mismo el pelo como siempre, delante del espejo y con la maquinilla eléctrica, pero debí de prestarle poco interés al cogote, ya que me acabé dejando unos pelillos sin cortar en el hueso del cráneo donde muere la nuca. No fui consciente del descuido hasta hoy por la mañana, ya en mi taxi, después de unas cuantas carreras. Me toqué la cabeza en un gesto casual de amor propio y entonces al tacto noté una isla de pelos algo más largos que el resto. Y esa nimiedad echó por tierra el resto del día: no encontraba la hora de llegar a casa y reparar el descuido. Pero aún era pronto, así que decidí hacerme fuerte, pensar en otra cosa y seguir trabajando. Montó un nuevo usuario y le observé temeroso de que se diera cuenta de mi tara, y en efecto me miró el cogote, pero más bien guiado por las pistas del lenguaje de mis ojos. Nadie más había reparado en ello, al menos antes de que yo hubiera reparado en ello.
Aquí hay dos mundos que son el mismo mundo, pensé. Yo antes vivía tranquilo aun con la misma tara que ahora. Y tal vez este pudiera extrapolarse a todo lo demás. A la realidad de las cosas. A la vida: o eres de los que no se enteran, o eres de los que sufren.
Pero por otra parte había logrado desear más que nunca llegar a casa. Y en cierto modo me tranquilizaba pensar en mi casa como la solución a mis problemas, como un bálsamo, o el placebo perfecto para mis neuras. Por eso esta tarde, al llegar al fin casa, he decidido no cortarme esos pelos sobrantes. Así mañana, cuando salga a currar con el taxi, volveré a desear llegar a casa. Y pasado mañana haré lo mismo. Y así por siempre. Con un mechón de pelo más largo que el resto, pero alerta. Sufriendo, pero con ganas de llegar a casa.