Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de septiembre, 2014

Madrastra Patria

Fragmento del monólogo de un hombre en mi taxi de unos cuarenta años, camisa a cuadros y pantalón de pinzas, en el trayecto comprendido entre la glorieta de Quevedo y la plaza de Tirso de Molina.

«A mí no me jodas. Esa horterada del “sentimiento patriótico” sólo sirve para odiar a gente que no conoces por el simple hecho de haber nacido en un trozo de tierra que no es el tuyo. Ahora el catalán independentista odia al Español centralista y viceversa. El primero quiere separarse del segundo, y el segundo, el Español, a pesar de odiar igualmente al primero, pretende mantenerlo encerrado en su misma patria. ¿Lo ves?  Tan paradójicamente absurda resulta una postura como la otra. Hablan de cultura, hablan de historia. Como si alguno de ellos hubieran tomado parte en la conquista de América, en la expulsión de los moriscos, o en la Guerra Civil. “Somos una gran Nación. Echamos a los moros de Al Andalus”. ¿Tú y quiénes más, pedazo de idiota? ¿Acaso estuviste ahí? ¿Quién derramaría ahora una sola gota de sangre por defender un trozo de tela aparte de cuatro brutos sin cerebro y una cabra? ¿Qué pretendes proteger? ¿El legado de una cultura que cíclicamente, cada cuarenta años, siempre acaba a hostias? ¿El legado de un país que jamás ha vivido cien años seguidos en paz? ¿Y ahora quién está detrás de esto? Veamos: por una parte, un partido cuyo líder ideológico ha robado a su pueblo durante treinta años. Y por otro, un partido que se ha financiado a base de mordidas a empresarios y, por tanto, hinchando presupuestos públicos y, por tanto, robando a la gente. El mismo que ahora se aferra al estricto cumplimiento de la Constitución. El mismo que modificó la Constitución en dos tardes por mandato de la troika. Anda y que les den por el culo. A los dos. Y a todos esos imbéciles que les bailan el agua. Ahí. Párame en ese portal. Y perdona por la chapa. Me saca de quicio tanto cinismo. ¿Qué te debo?»

(D)efecto placebo

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

La bella y cándida Laura pasó su infancia entre algodones impregnados en formol: su infancia y primera juventud giraron en torno a los estudios, a sus clases forzadas de solfeo y violín, a su misa de doce los domingos, y a un selecto grupo de amistades femeninas (filtradas, previamente, por sus padres). Nada de internet, nada de libros que no salieran de la biblioteca familiar, nada de golosinas ni de comida rápida, y nada de comprarse ropa escotada, o faldas más allá de las rodillas.

El padre era Notario. Serio. Recto. Apenas nunca se le vio sonreír. Su madre, ama de casa abnegada, volcada día y noche al bienestar de su marido, de su anciana madre, y de su única hija. En cierto modo Laura llegó a acostumbrarse al camino recto. Acabó por pensar que la felicidad era eso: no salirse de la raya.

Al cumplir los 18, por primera vez, Laura consiguió que sus padres la dejaran ir al cine con su grupo reducido y selecto de amigas. De vuelta a casa, y dado que debía regresar como máximo a las 10, antes que nadie, decidió volver en taxi sola. Y en aquel taxi, ya de noche, escuchó una canción que habría de cambiar su vida para siempre. El tema era “Protect Me From I Want”, de Placebo, aunque podría haber sido cualquier otro, y en cualquier otro contexto. Preguntó al taxista por el nombre del tema y del grupo. Oír la palabra «Placebo» tal vez fuera el detonante, la chispa que incendió los pilares de su mundo interior.

El resto de su historia podría resumirse en una frase: Años después, la novia guineana de Laura acabó empeñando su violín para comprar cocaína.

¿Culpa del taxista? No lo creo.

Medio hombre solo

FOTO: Jimmy Baikovicius

FOTO: Jimmy Baikovicius

Un hombre se dejó una maleta olvidada en el maletero de mi taxi, así que abrí la maleta por ver si contenía información que pudiera llevarme a él. Apenas encontré ropa arrugada, calcetines, calzoncillos, un neceser con artículos de aseo, y un solo zapato del pie derecho metido en una bolsa de tela. Aquello me extrañó sobremanera, ya que el hombre, estoy seguro, subió y bajó del taxi normalmente, con sendos pies; pero rebuscando en un bolsillo interior de la maleta, encontré la foto de una mujer de cuerpo entero, a la que le faltaba la pierna izquierda. Pensé entonces que aquel zapato derecho podría ser un símbolo de unión entre los dos, una suerte de equilibrio cósmico entre ambos, por muy lejos que se encontrara el uno del otro.

Dejé la maleta en la oficina de objetos perdidos con mi número de teléfono y a los dos días recibí la llamada de una tal Carmen, dándome las gracias. Reconocí esa voz de inmediato: era el mismo hombre que olvidó su maleta en mi taxi, imitando la voz de una mujer. En fin, fascinante.

Mis superpoderes sexuales

¿Qué mecanismo interno se le activa a un ser vivo para decidir montar una tienda de frutos secos? ¿Hay vendedores de cigarrillos electrónicos vocacionales? ¿Realmente alguien despertó algún día con la irrefenable visión de abrir un kebab en una barriada a las afueras de Villaconejos? En estos y otros pensamientos me hallaba inmerso, conduciendo mi taxi libre por la calle Hortaleza cuando, de repente, una mierda del tamaño y la forma de Australia impactó a plomo en la luna delantera del taxi, nublando por completo mi campo de visión. Mi primera reacción fue frenar en seco, pero en esto me embistió el coche que circulaba detrás, pegado al mío. Me eché a un lado y salí del taxi y también salió la conductora del otro coche como un tsunami.

–Tío, ¿estás loco? ¿a santo de qué ese frenazo?

–Primero, la locura es un estado relativo, y mi psiquiatra aún no se ha postulado al respecto. Segundo, me nubló la vista esa mierda que acaba de impactar sobre la luna de mi taxi. Tercero, frené porque mis superpoderes sólo los empleo en el ámbito del sexo. Y cuarto, a pesar de todo esto, debiste mantener la distancia de seguridad.

–Joder, vale. ¿Y qué hacemos ahora?

–¿Qué tal una cerveza?

Dejamos los coches en doble fila, y nos metimos en el el primer bar que encontramos a mano. Rellenamos el parte de accidentes en la barra con sendas cervezas dobles, y yo me esmeré en describir los hechos en verso (Me cegó una mierda de ave / Y a pesar de frenar suave / Impactó tras de mí / Un Golf rojo carmesí). A la conductora B, de nombre Lourdes, le pareció divertido. Y nos pusimos a hablar. Y apenas tres cervezas y después, me preguntó cuáles eran esos superpoderes en el sexo que le había dicho antes.

–¿Quieres que te los demuestre? –pregunté.

–Venga, vale. ¿Vienes a mi casa? Vivo cerca.

–¿Lo ves?

–¿El qué?

–Acabas de sucumbir a mis superpoderes con la excusa de una simple mierda de pájaro. Pero lo siento, no puedo. Soy un hombre casado.

Y con estas, arranqué mi copia del parte de accidentes y salí del bar.

Volarte la tapa de los besos

FOTO: Argentum Luna

FOTO: Argentum Luna

Eran dos chavales de apenas trece años y los dos, ella y él, portaban ese gesto, justo ese, una mezcla de miedo y control forzado y ganas y nervios, como a punto de dar un paso importante y no ver el momento, o haber planeado el momento pero no la reacción del otro, o su propia e intransferible sensación al dar el paso y, sin embargo, sabiéndose los dos que tendría que ser hoy a más tardar y el mundo de él y el mundo de ella giraran exclusivamente en torno a ello. No se habían besado nunca, tampoco a otras personas, pero habían visto tantos besos, habían oído y pensado y soñado tantos besos, que el trámite de hacerlo ya apenas consistía en aplicar la teoría a una práctica segura y continuada en el tiempo, desde hoy hasta el final de sus días como punto de inflexión al universo adulto. Supongo que los dos, la una y el otro, ya habrían planeado mentalmente en qué momento exacto hacerlo. Sería al despedirse, después de una tarde de compras (ella llevaba dos bolsas grandes y él una, más pequeña). Sería al bajarse los dos de mi taxi y acompañarle él a ella al portal de su casa y decirse temblando: «Tengo que irme ya» y acercarse mutuamente, los dos, a la vez, con los labios muertos de miedo, tomándose tal vez de las manos (porque algo hay que hacer con las manos) o puede que posándolas torpes en la cintura del otro cuerpo, y entreabrir la boca y no saber cuándo parar, o separarse un momento y repetir, o quedarse así pegados hasta 3º de la ESO o mejor: más allá de bachiller.

Y después de aquel primer beso de despedida, cada cual se iría a su casa, y ella ensayaría rápido, en apenas cuatro pisos frente al espejo del ascensor, distintas caras de poker que ofrecer a sus padres (aunque los ojos y las mejillas del recién besado siempre delaten), y él caminaría por la acera reconvertida en nube blanda, diciéndose a sí mismo wala, wala, wala, rememorando en bucle aquel momento exacto de acercarse a ella y tocar la superficie de sus labios tersos, y comprobar que ella cerraba los ojos, y cerrarlos él también, dejándose llevar hacia un terreno que ninguno de los dos conocía. Y de este modo acabaría el día más importante del resto de sus días importantes. Aunque obviaran que, a partir de ese instante, una vez destapada la caja de los besos, ya nada sería igual.

Lo que en el fondo queda

FOTO: Tempophage

FOTO: Tempophage

Es difícil recordar aquello, pero me llegan imágenes de mi primer estuche de lápices de colores y escuadra y cartabón que mi madre me compró para el colegio. Ese estuche impecable de dos pisos, dos cremalleras, con su goma y sacapuntas cada cual en su elástico corsé, los lápices vírgenes en perfecta simetría, y esa sensación de estreno, y esa desazón al sacar cada lápiz del estuche. Se me rompía el alma cada vez que hacía uso del sacapuntas y mermaban los lápices. Precisamente por eso, para mantener simétricas las tripas del estuche, usaba todos los colores por igual. De modo que el tejado rojo de la casa que pintaba tenía el mismo tamaño que el sol amarillo, y también el mismo que la montaña marrón, o que el arbusto verde. Nada quedaba proporcional en mis dibujos, pero era para mí más importante mantener los lápices simétricos que plasmar la realidad tal como era. Hasta el punto de inventarme el tamaño de las cosas, de la vida en general, con tal de evitar mi angustia.

También recuerdo que pintaba las casas y los taxis y los árboles justo en el límite del borde inferior del papel, con la única intención de evitar que se cayeran. Tenía miedo al vacío, miedo a caer. Exactamente igual que ahora.

Con el tiempo me hice escritor, lo cual no quiere decir que ahora me considere más profundo que en aquella tierna infancia. En todos estos años apenas he aprendido unas cuantas palabras más, y apenas he aprendido a usarlas en el orden correcto. Eso es todo. El resto, lo que en el fondo queda, sigue intacto.

También la lluvia

FOTO: Félix García

FOTO: Félix García

Andrea quería quitarse a Juanjo de la cabeza, así que bloqueó su contacto en el Facebook, en Twitter, Instagram, WhatsApp, FourSquare y GTalk, además de ponerle un candado de privacidad a todas sus cuentas. Pero nada más hacerlo cayó en su error: si Juanjo volviera a intentar saber de ella y se topara de bruces con un candado, se creería aún más importante de lo que realmente merecía, causante de más dolor que el verdadero ante una Andrea asolada, cobarde y débil. Sin embargo, no podía volver a agregarle, ya que Juanjo podría tomarlo como un intento de ofrecerle una nueva oportunidad. Lo que sí hizo fue quitar el candado y escribir desde su móvil en Facebook y en Twitter lo feliz que se sentía y mucho que lucía el sol. Pero nada más hacerlo público se puso a llover, y Andrea gritó un NO desde el asiento trasero de mi mismo taxi, y yo me encogí de hombros, como dando a entender que la lluvia no era culpa mía. Y en esto, Andrea recibió una llamada. No había barajado la posibilidad de que Juanjo pudiera llamarla por teléfono. De todos modos descolgó. No era Juanjo, era su madre. Y sí, llegaría a tiempo a cenar. De hecho, ya estaba de camino.

Nos metimos en un túnel, y en el túnel se perdió la cobertura móvil, también la lluvia, y sólo entonces Andrea consiguió olvidarse de Juanjo por un momento. Lanzó el móvil al  asiento, bajó su ventanilla, acercó la nariz, e inspiró una buena dosis de dióxido de carbono que tomó como el oxígeno más puro.

Todo está en la cabeza, pensé. También el aire. También la lluvia.

La España amnésica

Castigo Corpus Meum

Castigo Corpus Meum

Se puede domesticar la rabia al igual que un avión puede volar en modo piloto automático. Sólo hacen falta dosis de tiempo y no caer por el camino. Lees una noticia que te indigna, pero al rato lees otra aún más indignante que suple o anula la anterior y así día tras día, noticia tras noticia, hasta que olvidas cuál era realmente tu umbral del dolor. Un padrastro duele menos que un golpe en la espinilla, pero ambos duelen menos que un hachazo por la espalda. Y a medida que nos vamos magullando, no sólo olvidamos aquel primer padrastro, sino que llegamos, incluso, a echarlo de menos.

Es la amnesia selectiva que sufre este país. Un partido político te da una serie de puntapiés en la pierna izquierda, pero luego viene otro que te arrea guantazo tras guantazo en plena cara, y es en estos momentos cuando echamos de menos las patadas. Y luego, el heredero de esos golpes, sale por la tele en pleno prime time marujil prometiendo abolir el maltrato. Pero el maltrato animal, y a excepción de si el que maltrata es José Tomás y en lugar de lanzas, usa espada y «mucho arte».

Y el público, sediento de contradicciones asumibles, aplaude enfervorecido.

¿Qué harías si encontraras 3000 euros?

Esta mañana publiqué en mi cuenta de Twitter el siguiente tuit:

 

Huelga decir que no me ocurrió tal cosa. Ni subió en mi taxi ningún marroquí, ni mucho menos olvidó un sobre con 3.000 euros. La foto tampoco era mía, sino de un amigo taxista (yo jamás llevaría zapatillas tan horteras). Mi intención al escribirlo fue otra mucho más científica: conocer el nivel de moralidad (y de guasa) en la comunidad tuitera y, más concretamente, hacer media de los prejuicios raciales que pululan por la red (escribir «marroquí» fue sólo un gancho para que el racista picara el anzuelo).

Las reacciones no se hicieron esperar. Al poco de publicarlo, el tuit corrió como la pólvora: más de cien respuestas, más de cincuenta RTs, y unos cuantos mensajes directos y llamadas de distintos medios preguntándome qué pensaba hacer con el sobre para ser los primeros en publicar la noticia (invita, cuanto menos, a la reflexión, que un taxista devolviendo un dinero que no es suyo siga siendo noticia: ¿crisis del periodismo o es que la moralina «vende»?).

Entre las respuestas hubo de todo.

Tuiteros responsables:

 

Prudentes:

Cachondos (la inmensa mayoría):

Y efectivamente, racistas:

Pregunta simpulso: ¿Creéis que Twitter es un fiel reflejo de la sociedad?

Otros mundos interiores

FOTO: Raúl Hernández González

FOTO: Raúl Hernández González

Mujer de unos  55 años ahora mismo en el asiento trasero de mi taxi. Si me concentro y la miro fijamente a través del espejo retrovisor tal vez pueda atravesar su cráneo hasta meterme de lleno en sus pensamienTomás, valiente golfo. Chulear así a mi Claudia… Mira que lo sabía, que yo para estas cosas tengo un ojo que no veas. Si ya le vi venir desde el minuto uno, fíjate lo que te digo, aquel día que vino a comer a casa, con ese gesto de chulito y esa forma de sentarse en la mesa… Y ya cuando Cosme le acercó el cesto de pan y cogió dos trozos, ¡no uno: dos!, ahí me dije «Uy uy uy. Este chico no me está gustando nada para mi hija». Y mira que se lo dije a la niña por activa y por pasiva: «Claudia, piénsatelo bien, que tú de tan buena a veces pareces tonta», pero nada. Yo no sé qué mosca le habrá picado con ese chico, ¡si no es ni guapo, y con esas pintas zarapastrosas! Pero nada. Se le puso entre ceja y ceja y ahora claro, de aquellos barros vienen estos lodos. Primero le mete en su casa, ella trabajando de sol a sol y él ahí, en el paro y sin buscar trabajo, tocándose el mondongo todo el día. Y luego, para más desgracia, ¡zas!, va y me la deja preñada. Qué disgusto, dios mío de mi vida. Con lo responsable que ha sido siempre mi Claudia. ¿Y ahora, qué? Pues una cosa te digo: si piensa que voy a quedarme con los brazos cruzados, lo lleva claro. Porque este mamarracho es capaz de endosarme al bebé para que yo se lo cuide mientras ella trabaja y así pueda seguir tocándose los cataplines todo el día. Y si Cosme tuviera lo que hay que tener le podría en su sitio, pero pobrecito mío. Si apenas se puede mover con la ciática y encima sigue yendo al banco a trabajar, sin cogerse la baja ni nada, ahí aguantando y aguantando a ver si con suerte consigue prejubilarse antes de que le dé un patatús. Yo no sé qué va a pasar a partir de febrero, cuando nazca el pobre niño. O la niña. Yo prefiero niño, la verdad. Aunque como salga como el pánfilo de su padre, estamos todos apañados. Ay mi Claudia, cabecita loca… ¿pero cóm

—¿Es aquí?

—¿Perdón? Ay sí, sí, hijo. Justo ese portal. Disculpe, ¿eh? Estaba a mis cosas. ¿Qué le debo?

—Siete con ochenta y cinco.

—Tome. Quédese con el cambio. Gracias por llevarme, ¿eh?

—A usted. Y suerte con lo de su hija Claudia.

—¿Cómo dice?

—Nada, nada.