He visto hombres solos disfrutando de su soledad los domingos por la mañana, con el periódico bajo el brazo o nada más que las manos en los bolsillos, como manejando ocultos en el interior del pantalón los mandos de su propia vida. Huelen a limpio y no buscan nada o tal vez estar consigo mismos ordenando sus ideas o pensando en nada, sin sobresaltos. Caminar bajo el sol o sentarse a leer en un parque o ver pasar gente o tomarse un café a sorbos cortos, espaciados, sin prisa, porque en esos instantes no hay nada más agradable que simplemente eso. Estar con uno mismo. Olvidarse del bullicio y la burocracia. Nada más.
O simplemente caminan. Necesitan gente pero no mezclarse. Caminan sin destino definido y tal vez entren por azar en una librería a hojear sin pretensiones y encuentren un libro del que oyeron hablar hace tiempo y decidan comprarlo. Leer, en cierto modo, es otra buena forma de conectar con uno mismo a través de otro que no está presente. Los libros son voces nuevas dentro de una misma voz en la cabeza. Y tal vez salgan de la librería y miren el reloj: llegó la hora de comer con su familia. Y por las prisas tomen un taxi de vuelta a casa, y la cara del taxista les resulte familiar y en esto adviertan que la foto de la solapa del libro que recién compraron coincida, precisamente, con el taxista. Y desde el asiento trasero de mi taxi me pregunten: «Perdone, ¿es usted Daniel Díaz?» y yo asienta con la cabeza y el hombre solitario saque mi libro de una bolsa y sin embargo me mire con ojos extraños y yo en cierto modo entienda su extrañeza. Sin querer violé la soledad del libro para cuando él lo lea. De hecho, un autor jamás debería conocer a esos lectores con ganas de soledad.