Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Ojalá

Ojalá ensimismamiento viniera del verbo mentir o mentirse a sí mismo para darte la vuelta y ser otro. Ojalá sentirte a años luz de lo palpable provocara el colapso de Endesa o le llegara a tu ex la factura o mejor, a su puta madre. Ojalá no pensar que ahora los clientes de mi taxi son de cera, maniquíes con ojos, que hablan porque se instalaron una app de Android y están huecos y no tienen pezones. Ojalá saber pagar por follar guardando el alma en la mesilla, ojalá los escrúpulos de Díaz Ferrán (a veces). Ojalá manejar a mi antojo el antojo de tu espalda o controlar todos los piercings del mundo con un imán inmenso. Ojalá un ron sin resaca, o una máquina del tiempo perdido, o que todos los ombligos fueran botones de RESET y mi cara el reflejo de tu calma. Ojalá un océano sin sal y los saleros flotando, o diabéticos recuerdos, o un mundo interior con su desagüe y su cadena, o que el Tipp-Ex se pudiera beber para tapar los tachones. Ojalá o-ja-lá fuera o ja (de reír) o lá (de cantar).

Ojalá volver pronto a disfrutar del silencio. Ojalá seguir diseccionando, a través del espejo de mi taxi, rostros y expresiones como las siguientes. Atentos al vídeo:

Lo tal vez prohibido

Recinto ferial de Madrid, pabellón 14. Parada de taxis de la «Cibeles Fashion Week». Delante de mi taxi caminan cuerpos cuyas caderas parecen crear tsunamis en el aire, olas invisibles que impactan directamente en mis retinas. Tacones imposibles, piernas de mármol pulido y vestidos cuyos límites apenas invitan a la imaginación inundan la zona de taxis en una suerte de zoo robótico. Hoy se llevan los rostros aniñados (labios carnosos pero vírgenes, pómulos rosados, miradas limpias), insertados en cuerpos de mujer; subproductos que venden esa estrecha línea entre el deseo y el sentimiento de culpa. Son la imagen de firmas de ropa, de perfumes, de barritas energéticas, de frigoríficos, lo cual implica que no estarás comprando el producto en cuestión, sino el estilo de vida que sugiere la chica que lo anuncia. Porque ese anuncio de perfume impacta de lleno en el inconsciente y te invita a jugar al Humbert Humbert de Nabokov. Son flashes imposibles de controlar: Traviesa, divertida, natural. Los hombres sienten culpa por la edad que aparentan esos rostros, pero a su vez encuentran cierto alivio legal en sus cuerpos de mujer bien definidos. O en otras palabras: Bienvenidos al lucrativo mundo de la contradicción somática. Comprarás, sin saber por qué, ese mismo perfume para tu mujer y el nuevo olor evocará en ti nuevos placeres ocultos. Secretos.

Una de esas modelos acabó montando en mi taxi para llevarla a un hotel del centro. La modelo no paró de hablar por teléfono durante todo el trayecto. Hablaba mucho, muy deprisa, como si tuviera demasiadas cosas que decir.

Y las tenía. Ya lo creo que las tenía. No te imaginas lo profunda que puede llegar a ser la superficie.

 

Las voces que se mueren

«Hasta otra». Así lo dijo: «hasta otra», aun sabiendo que no habría otra ocasión en una ciudad tan grande, con tanta gente y tantos taxis. «Hasta otra», «hasta la vista» o «hasta luego» son frases que se escuchan y se dicen a menudo, entre el taxista y el usuario, y sin embargo jamás se cumplen. Decimos «hasta otra» porque buscamos cotidianidad desesperadamente en cualquier ámbito de nuestras vidas.

Pero no fue esa frase de despedida sino el sonido de la misma lo que me hizo reflexionar. Me refiero a decir algo y luego cerrar la puerta y que esa frase se quede ahí dentro, pululando a lo largo y ancho del habitáculo, rebotando por el techo o en mis hombros durante fusas, semifusas de segundo, hasta que esas ondas se vuelven débiles o tal vez cobardes. Inaudibles. Que el sonido permanezca aunque su autor ya no esté, ni vuelva nunca.

Y recordar luego su voz pero no su rostro hasta que esa voz también se borre y con ella su existencia misma (sin voz ni rostro no hay nada; la persona desaparece). Igual que con los muertos queridos: se vuelven fríos, distantes, ajenos, en el mismo momento de olvidarnos del sonido de sus voces, de su exacto timbre de voz. Y una vez olvidados nunca vuelven. Al menos no del mismo modo.

Coleccionistas

Conozco a un taxista que colecciona taxis en miniatura de todas las épocas y ciudades, a otro que colecciona perritos de esos que mueven la cabeza con el traqueteo del taxi (los lleva pegados al salpicadero), a otro que colecciona todos los paraguas que se dejan olvidados sus clientes (y hace esculturas y composiciones plásticas con ellos), a otro que colecciona calendarios de Radio Teléfono Taxi (desde su fundación), a otro que colecciona figuritas de goma (tiene todo un poblado de pitufos mezclados con personajes de Astérix, a modo de Belén, en la bandeja trasera de su taxi), a otro que colecciona cabellos de usuarios que recoge del asiento trasero y los etiqueta con la descripción de su correspondiente portador y los guarda en una caja de zapatos, a otro que colecciona autógrafos de todos los rostros famosos que han montado en su taxi (desde 1973), a otro que colecciona números de teléfono de usuarias, a otro que colecciona carteles de LIBRE/OCUPADO de otras ciudades del mundo, a otro que colecciona llaveros (los lleva colgados en el techo de su taxi), a otro que colecciona fotos de la Puerta del Sol (siempre que pasa con su taxi por ahí hace una foto; desde 1985) y a otro que colecciona dinero.

Cada vez que me hablan de sus respectivas colecciones, todos ellos parecen felices y orgullosos. Todos, menos el último. El último siempre me habla de su colección con los ojos inyectados en sangre y un gesto en su rostro que da miedo.

Curioso, ¿verdad?

Por un mundo orgasmizado

Hoy he tratado de imaginar cómo sería la cara de cada usuario en pleno orgasmo; su transformación facial, su gesto, en el mismo instante de alcanzar el climax.

El ejercicio mental ha sido, cuanto menos, divertido (deberíais probarlo). Lo he pasado en grande imaginando a través del espejo a esa mujer estirada, de perlitas orejiles, en pleno orgasmo: con la boca semiabierta, las cejas tensas y los ojos en blanco clamando al cielo al grito sordo de «¡Jessuuuuús!»; o aquel hombre serio, con su uniforme militar, de gala, arrancádose el bigote con los dientes inferiores o soplando en forma de ¡uyuyuyuyy! justo antes de caer rendido sobre la cama cual conejo postcoital. O aquel gordito simpático, con sus gafas empañadas por un vaho inevitable y apretando los dientes de puro placer.

Tras estos tres usuarios me quedé con ganas de más, y en plena parada de taxis, con los ojos cerrados, comencé a imaginar cómo serían los orgasmos de Zapatero, Pepe Blanco, Francisco Camps, Dolorosa Cospedal, Ricardo Costa, Ana Botella, Carod Rovira, Manuel Chaves, Carlos Fabra, Esperanza Aguirre y Fernández de la Vega. Ante semejante despliegue gesticular os juro que me entraron ganas de votarles a todos. Por un instante comprendí que no fingían; que todo se puede fingir menos la expresión de una cara en pleno orgasmo.

Juzguémosles, pues, mientras se toquetean.