Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Cariño, te lo puedo explicar…

Resulta que ayer por la tarde me pagó una mujer la carrera del taxi con su tarjeta de crédito y al teclear yo el importe en el datáfono debí de confundirme, ya que acabé cobrando 4,50€ en lugar de los 45,00€ de la carrera (sí, fue una carrera larga: a Parla, nada menos). Caí en la cuenta demasiado tarde y claro, cuarenta euros son cuarenta euros, así que llamé al banco para preguntar cómo podría reclamar a la mujer la diferencia. Los del banco me dijeron que el cargo en cuestión correspondía a una VISA Corporativa, y me dieron un número de teléfono de la empresa a la cual pertenecía. Llamé a ese número, descolgó un tipo con voz de cazallero, le conté lo sucedido y me dijo que, por motivos de confidencialidad, no podía darme el contacto de la chica y tampoco pagarme la empresa como tal, ya que era un tema entre ella y yo. El caso es que insistí tantísimo, que al final el tipo me dio una solución.

La empresa a la cual había llamado resultó ser un emporio de webs porno. El tipo, muy amable, me pidió que describiera a la usuaria («cabello oscuro y liso con flequillo sesentero, calavera tatuada en el hombro izquierdo, enormes pechos») y al instante me dijo que, indudablemente, se trataba de Chonchi Glamour, una de sus «chicas webcam». Finalmente me aconsejó que accediera a la web y contratara un videochat con ella para hablar directamente de lo sucedido y llegar entre los dos a un acuerdo. De hecho, como acto de buena voluntad por su parte, me acabó regalando un pase Premium para acceder a la web sin coste alguno.

Así que nada más llegar a casa entré en la web porno, busqué y pinché en el videochat en directo de la tal Chonchi Glamour, me dispuse a hablar con ella, y cuando ya estábamos a punto de llegar a un acuerdo, entraste tú en el cuarto y te pusiste hecha una furia. Si me viste sin pantalones, amor, era sólo porque hacía un calor del carajo. Y el kleenex que encontraste a mi lado fue lo primero que encontré a mano: pensaba usarlo para anotar el número de la VISA de la chica y cobrar al fin esos cuarenta euros que, dicho sea de paso, ayudarían bastante a sostener nuestra precaria economía familiar. Amor.

Sólo espero que leas esto en casa de tu hermana, ya que has decidido no atender a mis llamadas ni a los Whatsapps.

Vuelve, pichurri. Te echo de menos.

Transboda civil

Venus, Velázquez

Venus, Velázquez

Era raro, lo reconozco. Y me apasiona lo raro.

Ayer montaron en mi taxi tres mujeres, una de ellas transexual a medio operar (su nombre era Edén y lucía unos generosos pechos aunque también se le intuía cierto bulto en los leggins) todas ellas dominicanas, de treinta y tantos años. Iban al juzgado a tramitar los papeles de su boda civil. Las contrayentes eran una de las dos chicas y la transexual, lo cual implicaba que esta segunda, aparte de haberse cambiado de sexo, o cambiado a medias, era lesbiana. O antes era lesbiano y ahora lesbiana. O lesbiana de cintura para arriba y carnalmente heterosexual de cintura para abajo (desconozco qué denominación se emplea en tales casos). La tercera en discordia, acudía con ellas en calidad de testigo.

En el trayecto estuvieron repasando, con la testigo, las respuestas a las preguntas que podría formular el funcionario. ¿Cuándo y cómo se conocieron las contrayentes?, ¿dónde tienen pensado irse de luna de miel? A simple vista no me pareció un matrimonio amañado o de conveniencia: se conocían bien y era notable que había un cierto vínculo entre las prometidas. Lo que llamó mi atención fue el hecho en sí, la rareza que escondía su historia.

Las tres se mostraron divertidas, tal vez para camuflar sus nervios. Me invitaron a la conversación, y en esto se me ocurrió algo y no pude evitar decírselo:

-¿Me haríais un favor?

-Cuéntanos -me dijo la transexual.

-¿Podríais pedir en el juzgado que os casara Ana Botella? Como oficie una boda entre dos mujeres dominicanas, una de ellas transexual, le da un ictus.

Las chicas rieron. Luego, al llegar, la transexual se santiguó. «Dios de mi vida, deséanos suerte», susurró. Además de transexual y lesbiana, era creyente.

Al bajarse en los juzgados de Pradillo pensé…

Si no fuera por estos contrastes, el mundo sería tan… aburrido.

Olvido y el ramo de flores

Estando yo en la parada de taxis de Ortega y Gasset aparcó a mi lado una furgoneta de floristería y salió el repartidor con un enorme ramo de rosas en dirección al bloque de oficinas contiguo. Luego entró por la puerta de acceso, habló con el vigilante, pero éste le denegó la entrada y le pidió que se quedara en la calle. Le hice una foto desde mi taxi:

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No entendía por qué no le habían dejado entrar hasta que, instantes después, comenzó a salir en tropel todo el personal de la oficina. Según parecía, en ese mismo instante estaban evacuando el edificio quizá por un aviso de bomba o un simulacro. Salieron decenas de personas y el repartidor miró a un lado y al otro sin saber a quién entregarle el ramo: sólo tenía un nombre y unas señas. Minutos después, una vez evacuado todo el edificio, el hombre  se acercó a un pequeño grupo y preguntó si alguno de ellos conocía a la receptora en cuestión, una tal Olvido. De entre todos ellos salió una mujer y alzó la mano:

– ¡YO LA CONOZCO!, ¡ES MI COMPAÑERA DE MESA! No está por aquí. Vendrá en una media hora. Ahora está con un cliente.

El repartidor le entregó el ramo y le pidió que, por favor, se lo diera ella misma. La mujer lo agarró sin pensarlo, firmó el albarán y así se quedó: sujetando unas flores que no eran, en fin, para ella:

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El resto del grupo continuó charlando mientras ella no podía evitar mirar el ramo que sostenía con ojos de envidia, acercando la nariz disimuladamente para olerlo. De vez en cuando lanzaba miradas fugaces a los otros grupos de su oficina tal vez para que pensaran que ese ramo era suyo, que había llegado un repartidor para entregárselo precisamente a ella de parte de su marido o de un novio nuevo y secreto.

Minutos más tarde salió el vigilante del edificio, y dijo en alto que ya se podía entrar: falsa alarma. Los grupos apuraron sus cigarros y fueron entrando lentamente en la oficina. La mujer del ramo, sin embargo, simuló de repente atender una llamada en su móvil (que no sonó), y se quedó remoloneando hasta que todos se marcharon.

Y cuando ya no quedaba nadie, se acercó a un contenedor de basura, abrió la tapa, y tiró el ramo.

El amor es ciego

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Me fijé en ella de forma casual, circulando con mi taxi libre por la calle Ayala. Simplemente alcé la vista y ahí estaba, al otro lado del balcón de un tercer piso, con su gorro marrón y su abrigo rojo entallado. Me hizo gracia verla ahí, tan quieta, observando la calle a través de la ventana, aunque el reflejo del cristal (y que veo mal de lejos) me impedía distinguir su rostro. Frené para fijarme mejor pero los coches de atrás comenzaron a pitarme. Así que no dudé en dar otra vuelta a la manzana, sólo por comprobar si aún seguía ahí. Y en efecto, ahí estaba. Observando la calle. Impasible.

Pasaron los días y el azar de mi taxi me llevó a cruzar de nuevo esa misma calle. El caso es que volví a asomarme y me quedé atónito: la mujer continuaba erguida en ese mismo balcón, al otro lado de la misma ventana, esta vez con un sombrero beige y una chaqueta verde anudada a la cintura. Seguía sin poder ver su cara, demasiado lejos, pero al menos conseguí intuir en ella unas curvas perfectas.

Desde aquel momento no dejé de pasar ni un sólo día por ese balcón, y ella siempre estaba ahí, cada vez con distinta ropa, gorros distintos y blusas, o chaquetas, o abrigos distintos, siempre quieta y siempre mirando en dirección a la calle. Al quinto o sexto día, cuando al acercarme comencé a notar que sin querer mi corazón se aceleraba, comprendí que, irremediablemente, me había enamorado. Me había enamorado de su estilo y de sus curvas pero, sobre todo, me enamoré del misterio que escondía: ¿Por qué siempre estaba ahí, observando la calle? ¿Qué miraba o buscaba exactamente? ¿Por qué esa obsesión?

Y con el amor llegó también la fantasía. Me imaginé entrando en esa casa de puntillas, acercándome a su espalda, oliendo su perfume, besando su cuello, desabrochando uno a uno los botones de su abrigo, lentamente, y ella mientras dejándose llevar hasta plantar sus manos en un cristal cada vez más empañado por su aliento.

Aquella imagen me obsesionó tanto que al final decidí dar el paso y llamar su atención de algún modo. Pero seguía sin conocer su rostro, en parte por culpa del reflejo del cristal, pero también por mi mala vista (necesito gafas, lo sé, pero siempre me resisto a llevarlas). Así que primero compré unos prismáticos y aparqué mi taxi para observarla a través de ellos desde el otro lado de la calle. Y eso hice: me planté justo en frente, alcé los prismáticos en dirección a su balcón, y entonces, justo entonces, se hundió todo.

La mujer de mis sueños, aquella que sin querer había conseguido robarme el corazón, no era tal, sino un perchero.

Y de ahí me fui, cabizbajo, al oculista.

Otra asombrosa historia de amor

lote rias

El día de su primer aniversario, Paco regaló a su esposa Esperanza un décimo de lotería cuyo número coincidía, día, mes y año, con su fecha de bodas. A ella le pareció un detalle de lo más romántico, así que le propuso continuar comprando ese mismo número, semana tras semana, durante el resto de sus vidas. Paco aceptó la propuesta de Esperanza, pero con una condición: que se alternaran al comprarlo. Una semana se encargaría ella, y a la semana siguiente se encargaría él como muestra de su amor recíproco. «La semana que te olvides de comprar el décimo, entenderé que habrás dejado de quererme», le dijo Paco a Esperanza en tono de broma. «Eso no pasará nunca», respondió ella.

Así pasaron 27 años, comprando todas las semanas el mismo décimo, una semana ella y a la siguiente semana él, sin que les tocara nada de importancia, apenas lo jugado raras veces, pero sin desistir jamás en su empeño. Tuvieron que pasar, como digo, 27 años, para que la suerte les jugara una doble y  tragicómica jugada: Justo ayer, estando Paco en el trabajo, tomó un momento el periódico para buscar, como cada semana, la sección de loterías, y de súbito se le cayó el café. Ahí estaba: era el suyo. Además, esa semana el premio traía bote, lo suficiente como para retirarse y vivir holgadamente durante el resto de sus vidas. Soltó un alarido y de inmediato llamó a Esperanza:

-¡Amor! ¡NOS HA TOCADO! ¡POR FIN SALIÓ NUESTRO NÚMERO!

Ella, sin embargo, enmudeció.

-¿Espe?, ¡contesta, Espe!, ¿qué te pasa?

Tras unos segundos de angustia entrecortada, Esperanza reconoció que, por primera vez en 27 años, había olvidado comprar el décimo.

Lo asombroso de esta historia viene ahora. Lejos de montar en cólera, Paco se asustó:

-¿Olvidaste comprar el décimo? ¿Eso significa que ya no me quieres?

-Entendería que me dejaras.

-No has contestado a mi pregunta. ¿ME QUIERES, O NO?

-Te quiero más que nunca, Paco. Sólo fue un olvido. Espero que algún día sepas perdonarme -dijo ella entre sollozos.

Nota: Paco, usuario de mi taxi, me contó todo esto instantes después de que sucediera, en el trayecto comprendido entre el trabajo y su casa. Poco antes de llegar me pidió detener el taxi un momento en una floristería. Quería comprar un ramo de rosas para Esperanza.

Mi vida en coma

Cuando escribo siempre tiendo a dejarme llevar por el oído en el uso de las comas («,»)  en lugar de seguir las típicas normas sintácticas. Para mí la literatura es música, ritmo: crecendos, decrecendos y silencios. Cada coma es un golpe de batuta. Según coloques la coma, así respirará el texto y podrá leerse como quien lee una partitura. Si tienes dudas en el uso de las comas, te invito a que leas en voz alta un texto cualquiera: ¿suena bien?, ¿desafina? La pluma de Javier Marías, por ejemplo, es Mozart. Las comas se las dicta Dios, estoy seguro. Sin embargo, si lees en voz alta noveluchas petaliterarias como 50 sombras de Grey, creerás que el traductor (o tal vez también su autora) es rematadamente sordo.

Mi obsesión por las comas ha llegado a tal punto que incluso guardo unas cuantas comas extra en la guantera del taxi. Fuera de la literatura las uso poco, pero las uso. Cuando algún usuario de mi taxi me habla atropellado, sin pausa ni aliento, le tiendo una para que la chupe y se disuelva en su boca. En realidad son orfidales y es cierto que producen adicción. Pero ‘adicción’ también significa ‘falta de dicción’, y si sufren el mono, los monos no tienen ritmo: que se jodan.

Pero también uso las comas para contigo. Cuando duermes te coloco, con mesura, una coma en tu ombligo, y mis ojos y mis dedos sienten la pausa precisa. O preciosa. Y al sumarte comas entro en coma en tu cama. Y después vienen los puntos suspensivos…

Lati2

En estos momentos Renzo seguirá vivo gracias al corazón de un muerto. Subió a mi taxi anoche, visiblemente nervioso. Le habían llamado del hopital: «Enhorabuena. Acaba de entrar un corazón compatible», le dijeron. Ya tenía su maleta preparada, así que no tardó ni diez minutos en en bajar a la calle y parar mi taxi.

Mientras me contaba su historia me vinieron mil preguntas. Suena raro que algunos corazones valgan y otros no. Suena raro esperar a que alguien muera para que tú sigas vivo; alegrarte en cierto modo de la muerte de un desconocido, o estarle eternamente agradecido. Suena raro sentir los latidos de otro, o que ese corazón siga latiendo gracias a ti. ¿Qué pensaría la viuda del donante si acabara conociendo al receptor? ¿qué sentiría si le buscara el pulso y notara en Renzo los latidos de su difunto marido? ¿podría la viuda acabar enamorándose de Renzo en un intento de rehacer su vida a medias?

Imaginé a la viuda intentando dormir con su cabeza apoyada en el pecho de Renzo, escuchando a su vez los latidos del marido muerto. Imaginé a la viuda haciendo el amor con Renzo pero despacio, evitando taquicardias, cuidando en cierto modo de aquel corazón prestado. Sería un shock que su segundo amor muriera por culpa del corazón del primero.

De hecho, ahora entiendo por qué no es posible conocer el nombre del donante. Yo no sé si querría conocerlo, o para qué. ¿Tú qué opinas?

Cuatro acordes

Piensa en esto: las canciones más bellas de la historia de la música moderna tienen como base cuatro o incluso tres simples acordes repetidos en bucle. Te invito a que desnudes todo Beatles, desnuda cualquier tema de Bob Dylan y verás que su estructura es sólo eso: cuatro acordes básicos combinados de un modo u otro. Let it be: cuatro acordes. Knocking on heaven´s door: cuarto acordes. Enjoy the silence: cuatro acordes.

Esto no va de música, amor. Sólo es un ejemplo que demuestra lo mucho que complicamos la belleza que esconde lo nuestro. Ojalá te desnudes y me permitas disfrutar de tu cuerpo básico, sin el arpegio de tu falda, sin el riff de tu sostén. Sin la base maquillada de tu rostro, sin los coros de tus dudas, sin esos golpes de bombo y platillos que son tus latidos y mis palmas. Sólo déjame tocar tus cuatro acordes y yo pondré la voz, así de simple.

Pienso en esto mientras conduzco mi taxi ocupado por ti. Precisamente ha comenzado a sonar por la radio otro de esos temas hacedor de ganas: New Year´s Day de U2. Este es más fácil: sólo tres acordes. En realidad me inventé lo nuestro, no hay nada nuestro o al menos nunca lo hubo. Nuestra historia comenzó hace apenas tres minutos. Tú levantaste la mano, yo frené el taxi, subiste rápido y me indicaste un destino. Pero ahora, aunque no te des cuenta, el acorde La menor te acaricia el cuello y se cuela sigiloso por tu escote. Y después el Do menor se enquista en tus labios y actúa, tal vez, de anestesia, porque no los mueves. Y luego entra el Mi menor, y se aferra a tus párpados y tira de ellos y no puedes evitar su peso y poco a poco se van cerrando. Y así te mantienes, inmóvil y con los ojos cerrados, hasta que entra el estribillo y ahí ladeas la cabeza y te recuestas como en clave de Sol. Con tu cabeza apoyada en el cristal hasta el final del trayecto.

Llegamos a tu destino. Sin duda sigues embriagada por la simpleza de una música que nos unirá por siempre.

Me giro. Te miro. Estás preciosa. Pasa un rato pero no reaccionas. Me preocupo. Decido zarandearte la pierna. De súbito das un respingo y abres los ojos:

-¡Uy! ¡Me quedé dormida!

Me pagas la carrera y te marchas.

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Nota: Pensé que eras la mujer de mi vida, pero no. Sólo eres sorda.

 

Mi vida dentro de Marta

Es del todo nuevo para mí pensar en alguien día y noche sin que haya habido amor de por medio, ni mucho menos sexo. En la última semana he vivido por y para el libro de Marta. Cada mañana nos vemos en mi taxi durante dos o tres horas, grabo todo cuanto dice mientras damos vueltas por Madrid, o paramos a tomar café (ella pide siempre vino blanco), o visitamos algún lugar clave de su historia y hago fotos para mi archivo; luego la dejo en su casa o en el hospital donde trabaja, y paso la tarde transcribiendo la conversación del día (prefiero hacerlo a mano que emplear uno de esos programas de transcripción simultanea; lo asimilo mejor) y ordenando mis fichas cronológicamente. Marta tiende a saltar de un tema a otro con facilidad. Enlaza anécdotas recientes con pasajes de su infancia y esto me complica mucho el trabajo. En cierto modo prefiero que sea así, que se sienta libre de contarme lo que le pida el cuerpo, aunque luego las pase putas compilando y uniendo cabos.

Entre otros muchos temas, me chocó relacionar su condición de médico forense con su decisión de no querer tener hijos, o con su peculiar forma de entender el sexo. Autopsiar cadáveres llevó a Marta a despersonalizar su concepto del ser humano, al cual tiende a comparar más como una máquina perfecta que como un ser sensible y pensante. Ayer mismo me dijo (literal): «En más de diez años de ejercicio y centenares de informes forenses, no he visto un solo cuerpo con espacio suficiente para eso que llaman alma. No te imaginas lo bien encajados que están los órganos. Imposible dejar hueco para nada más». Del amor (y sus tres matrimonios) dice: «Dura lo que tarda en descomponerse un cuerpo bajo el agua. Si después asciende a la superficie, ahí puede quedarse años. O siglos, si hay hielo (…). Arnold, mi actual marido, es fuego sobre mojado. El típico hombre que se alimenta de los gusanos que genera. Lo nuestro es un amor ventricular, imprevisible y por lo tanto sólido».

Por otra parte el olor a formol despierta en ella cierto deseo sexual. Siempre tiene un frasco en el cajón de la mesilla y suele destaparlo antes o durante el sexo. Me inquieta esto. Me inquieta mucho.

 

Sólo actrices secundarias

Tal vez fuera posible cruzar la vida saltando de amante en amante cual ardilla sin memoria. Querer en nanofracciones pero con locura. Abrazar otros cuerpos como espejos de tu mismo cuerpo. Darlo todo por una noche, y un todo diferente a la siguiente mañana. Reinventarte cada vez: con Carol, con Marta, con Sara, contigo. Vivir el amor de tus muchas vidas. Abrir tu corazón y darle el PIN a Carol, a Marta, a Sara, pero un PIN distinto a cada cual. Un código exacto y personalizado para ese preciso fragmento de cama. Y decir siempre te quiero y no mentir. Te quiero con mis dedos de ahora, con mi boca de ahora. Aún no sé qué yo seré mañana.

Tal vez fuera posible huir de la rutina, no forzar ni inventar novedades en lo viejo (un taxi recién pintado no es otro taxi, sino el mismo disfrazado), evitar llamar estreno a otro remake. El mismo nosotros versión extendida, buscar cuadraturas de un círculo hinchado por el miedo, miedo a quién seré si no estás tú a mi lado, miedo o vértigo cobarde. El amor animal no es perenne: busca la fecha en el dorso del sostén.

Tal vez fuera posible. Sólo actrices secundarias para el papel de tu vida.