Se llamaba Julia, tenía 9 años y hoy celebraba su Primera Comunión. Apoltronada en el centro del asiento trasero de mi taxi y custodiada por su rey padre y su reina madre parecía una princesa recién coronada: Vestido y zapatos blancos, diadema con flores, guantes de encaje y angelical sonrisa (menos dos dientes de leche).
Semejante contexto me llevó a suponer que Julia era una de esas niñas superdotadas: Siendo apenas un bebé decidió ser bautizada y ahora, pocos años después, su formado concepto de Dios le había llevado a confirmar su Fe haciendo suyo el cuerpo de un Cristo con forma de galleta.
Tras tres o cuatro calles en silencio monacal la reina madre, orgullosa como estaba de su devota benjamina, al fin dijo:
– ¿Qué has hecho con la medallita que te ha regalado la tía Asun?
– Es muy fea, mamá – contestó la niña.
– Póntela aunque sólo sea para que te la vea la tía, anda.
La niña, sabedora de la ley de Dios, hizo caso a su madre y se la puso con su ayuda en la muñeca. Luego, en un evidente arrebato de misticismo, Julia dijo:
– Muuuchas gracias por la Wii, papi – y le dio un beso.
En esto el padre pareció sentirse abatido. ¿Crisis de Fe?, ¿flaqueza mística?, pensé.
– Puri, ¿te acordaste de coger la chequera para pagar el convite?
– Sí. Está en el bolso.
Y entonces él respiró aliviado. Y viajamos todos felices hasta el final del trayecto: Salones Emperador.
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