A la mierda la lotería. Si me das a elegir yo prefiero ese azar que ayer te llevó hasta mí, mosquita muerta: alzaste la mano en plena calle y justo resultó ser mi taxi, después de tantos años sin saber del otro, quién lo diría. No ibas sola, por supuesto. Tu nuevo novio formal y recatado parecía Mister Octubre en un calendario del Opus —cuello de pico, after shave olor a padre, hoyuelos beatos—; uno de esos tipos que viajan siempre erguidos, de finas formas, sosegado, igual que tú ahora, quién lo diría. Finalmente optaste por fingir no conocerme de nada (cómo explicarle a tu cándido novio y sin mentirle, de qué conoces al taxista) y yo jugué a lo mismo aunque no pude evitar lanzarte mi catálogo de muecas canallas y tú mientras incómoda y tensa, con esa cara de familia numerosa que envolvía tu silencio. Sé que mientras te esforzabas en fingir normalidad no podías evitar acordarte de aquella noche innoble, los dos en el cuarto de baño de aquel oscuro bar de Malasaña, tú de espaldas a mí, con tu pómulo y tus manos sujetando azulejos, lanzándome esos gritos susurrados: “más fuerte”, “más fuerte”, “más fuerte…”.
Y gracias o por culpa de esos flashes invadiéndote el recuerdo, viajaste sonrojada buena parte del trayecto, hasta el punto de acabar captando la atención de tu novio:
—¿Te encuentras bien, querida? -dijo él con su voz engominada.
—No, no. Estoy bien. Hace un poco de calor; eso es todo.
Luego os dejé en el restaurante y, al bajaros del taxi , tu delicado novio cerró mal la puerta.
Yo bajé la ventanilla y le grité:
-¡Más fuerte!, ¡más fuerte!
Y os juro que me veo incapaz de describir esa mirada final que me lanzaste. Fue realmente indescriptible.