Detrás de cada emprendedor se esconde un perfecto gilipollas. Emprendedor es el eufemismo que utiliza aquel que busca ganar dinero de un modo creativo, lo cual no digo que sea fácil: implica estudiar el mercado, buscar nichos potenciales de negocio, y aportar su innovación para colarse, posicionarse y finalmente sacar tajada. Es precisamente eso lo que les eleva a la categoría de perfectos gilipollas: su único fin es ganar dinero. Igual que los inversores bursátiles, igual que los Derecho y ADE, igual que los banqueros. Dinero, dinero, dinero. Pegar el pelotazo y forrarse: ese es su GRAN objetivo. Subir escalones en la Forbes gracias a estrategias de negocio (basadas, normalmente, en apretar a los de abajo o transformarlos en números, gráficas, cuentas de resultados, es decir, deshumanizar a cuanta más humanidad mejor para sus bolsillos). O dicho de otro modo: su sueño es acabar midiéndose las pollas con billetes de millón.
Llámame romántico, pero soy de los que admiran la vocación profesional. Admiro al médico, admiro al maestro, admiro al artista capaz de transmitir sensaciones, admiro a la mujer que cuida de mi abuela (yo sería incapaz), admiro al científico, admiro al arquitecto, admiro al ingeniero que proyecta puentes, presas, y máquinas capaces de fabricar desde patatas chips hasta patitos de goma. Toda esa gente construye, y en un mundo más justo, deberían ganar más dinero que cualquier operador de Wall Street. Yo, por ejemplo, ya encontré mi objetivo: sé que soy taxista y escritor vocacional. Gano dinero con ambas vocaciones, pero el dinero es la consecuencia de mi trabajo, no el fin. Soy feliz con mi taxi, y la literatura me ayuda a ir creciendo. Y sé que jamás seré millonario, lo cual, en cierto, modo me consuela. Mi sueño es llevar en mi taxi a Morrisey, y escribir cada vez mejor, y ser leído por todo aquel que quiera leerme y, en definitiva, acabar aportando mi granito al mundo. Aportar, ya sabes. Construir. ¿Podemos?