Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de mayo, 2014

(Si eres emprendedor, no leas este post)

Detrás de cada emprendedor se esconde un perfecto gilipollas. Emprendedor es el eufemismo que utiliza aquel que busca ganar dinero de un modo creativo, lo cual no digo que sea fácil: implica estudiar el mercado, buscar nichos potenciales de negocio, y aportar su innovación para colarse, posicionarse y finalmente sacar tajada. Es precisamente eso lo que les eleva a la categoría de perfectos gilipollas: su único fin es ganar dinero. Igual que los inversores bursátiles, igual que los Derecho y ADE, igual que los banqueros. Dinero, dinero, dinero. Pegar el pelotazo y forrarse: ese es su GRAN objetivo. Subir escalones en la Forbes gracias a estrategias de negocio (basadas, normalmente, en apretar a los de abajo o transformarlos en números, gráficas, cuentas de resultados, es decir, deshumanizar a cuanta más humanidad mejor para sus bolsillos). O dicho de otro modo: su sueño es acabar midiéndose las pollas con billetes de millón.

Llámame romántico, pero soy de los que admiran la vocación profesional. Admiro al médico, admiro al maestro, admiro al artista capaz de transmitir sensaciones, admiro a la mujer que cuida de mi abuela (yo sería incapaz), admiro al científico, admiro al arquitecto, admiro al ingeniero que proyecta puentes, presas, y máquinas capaces de fabricar desde patatas chips hasta patitos de goma. Toda esa gente construye, y en un mundo más justo, deberían ganar más dinero que cualquier operador de Wall Street. Yo, por ejemplo, ya encontré mi objetivo: sé que soy taxista y escritor vocacional. Gano dinero con ambas vocaciones, pero el dinero es la consecuencia de mi trabajo, no el fin. Soy feliz con mi taxi, y la literatura me ayuda a ir creciendo. Y sé que jamás seré millonario, lo cual, en cierto, modo me consuela. Mi sueño es llevar en mi taxi a Morrisey, y escribir cada vez mejor, y ser leído por todo aquel que quiera leerme y, en definitiva, acabar aportando mi granito al mundo. Aportar, ya sabes. Construir. ¿Podemos?

Tocarte con los ojos

IMAGEN: Jourixia

IMAGEN: Jourixia

He visto en mi taxi rostros borrachos de lactosa, tan suaves que acariciarlos sería inútil, o al menos ingrávido al tacto, frustrante, motivo de ansiedad para los dedos. Y es que no hay material en este mundo capaz de superar la textura de esos rostros, algunos salpicados de pecas del verbo pecar con los ojos. Son impecables, y el simple gesto de observarlos genera en mí una sensación como de insomnio nervioso, y noto que mis globos oculares se emblandecen hasta el punto de licuarse. Suerte que los párpados hacen las veces de exclusas, de presas conteniendo el continente; de exclusas perfectas para amar con la mirada presa del pánico pero sin prisa y sin embargo con prosa y sorpresa en lo que veo.

Pero el hombre es insaciable, y yo soy hombre, y quiero más. Por eso nunca consigo evitar imaginarme los puntos suspensivos que acompañan a ese rostro y tirar de fantasía por debajo de su cuello: imaginar el mapa de su cuerpo en su conjunto debajo del conjunto de su blusa y pantalón y empantanarme en la linea exacta de sus pechos, de su vientre, de sus curvas, de sus corvas. Observarlo todo con el asombro de un turista japonés de visita por los bajos fondos privados de su cuerpo. Privado yo, que no lo veo y no haré nada por verlo. A veces, los ojos que intentan jugar al desnudo integral, al rayos X con la maldita tela o el jersey ceñido, acarician con más precisión que las más virtuosas de las manos. Excita más el qué será que el ya lo tengo. O dicho de otro modo: Prefiero ser niño sin postre que adulto empachado.

Fusión (entre dos cuerpos)

FOTO: Universallyspeaking

FOTO: Universallyspeaking

Supe que era infiel por un detalle: justo antes de dejarle en su casa, se abrochó el primer botón de la camisa y se anudó la corbata. Pasaban las once de la noche, y en el trayecto en mi taxi llamó por teléfono a su mujer. Apenas dijo: «Sí, se alargó la cosa. Por la fusión, ya sabes. Llegaré en diez minutos». Luego caí en la cuenta de que no mentía, o tal vez escogiera adrede la ambigüedad de esas palabras para intentar redimirse, o al menos camuflar su culpa: Habló de una fusión. Podría ser la fusión de dos empresas, pero también la fusión de dos cuerpos. Y con lo de «Se alargó la cosa», pues eso. Sin comentarios.

Y luego, como digo, llegó el sutil detalle de sacar la corbata del bolsillo de su americana para anudársela alrededor del cuello. Como si el nudo de la corbata le ayudara también a anudar la más formal de sus dos vidas. Después, seguramente, subiría a casa, y besaría a su mujer al mismo tiempo que volvería a desanudarse la corbata. Parece mentira el contenido visual que demuestran ciertos gestos tan aparentemente simples. Aflojarse el nudo de la corbata es otra forma de decir: «Bien. Por fin en casa». Luego está el nudo o la maraña en la conciencia, pero eso va por dentro y no se aprecia a simple vista.

Di NO a las drogas

FOTO: That Hartford Guy

FOTO: That Hartford Guy

Ayer Dios me lanzó otro de sus mensajes raros, esta vez en forma de china de hachís en el asiento trasero de mi taxi. Supongo que se le cayó a un tipo con pinta de Morrisey que llevé a votar, o a una monja de clausura que llevé a votar, o a una MILF que subió en el tanatorio SUR y llevé con prisa al tanatorio NORTE (¿?). En cualquier caso, he de decir que no soy muy dado a los porros, o al menos nunca me sentaron bien. Sin embargo, no me preguntes por qué, instintivamente me guardé la china en el bolsillo del pantalón. Una cosa llevó a la otra y, al llegar a casa y ponerme más cómodo, saqué la china, la observé de cerca, y en un alarde de nostalgia decidí fumármela por los viejos malos tiempos.

No tenía papel, ni intención alguna de comprar, pero en una de esas asociaciones de ideas estúpidas me acordé de un libro de autoayuda que hace tiempo me regaló una editorial de libros de autoayuda (no recuerdo el motivo) y, por supuesto, nunca llegué a leer. Así que lo busqué, abrí el libro por una página al azar, y arranqué la página con la intención de hacer con ella un turulo y fumármela en formato porro. Lo enrollé como pude, volqué el condimento mezclado con tabaco, y como aquel papel no tenía tira adhesiva, se me ocurrió la genial idea de usar Pegamento Imedio, sin pensar que el pegamento, mezclado con la tinta de la página y mezclada, a su vez, con un hachís de procedencia desconocida, me acabaría provocando un triple aturdimiento sideral.

Pero más que el efecto en sí mismo, me flipó la metáfora de ver consumiéndose la hoja de un libro de autoayuda titulada «Encuéntrate a ti mismo», que calada tras calada se fue transformando en «Encuéntrate a ti mis», y luego «Encuéntrate a», y luego «Encuén», y hasta ahí pude fumar. De hecho, me encontró mi mujer tirado en el sofá con el porro-autoayuda en la mano, observando ojiplático 13TV a todo volumen y con sendas hojas de lechuga iceberg taponándome los oídos (me entró la paranoia de que el demonio de la tele me entraría dentro por cualquier orificio y me acabé tapando los oídos con lo primero que encontré a mano: la lechuga iceberg de la nevera). Lo inquietante fue que, al verme de esta guisa, mi mujer no dijo nada. Como si ya me tuviera más que asumido. Lo cual no sé si es bueno. O malo.

 

Picos

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

El sábado opté por disfrazarme de ciudadano medio y a cosa de las ocho y media aparqué mi taxi y tomé asiento en un bar para ver la final de la Champions. No sabía a qué equipo animar, ni por qué motivo intrínseco tendría que decantarme por uno u otro, así que animé a los dos por igual. Marcó el Atleti e instintivamente abracé a un señor orondo con bigote, el cual llegó a besarme en el cuello (¿?). Después, cuando marcó el Real Madrid en el último instante, di un respingo y salté oé oé oé con un grupo de chavales de mi izquierda. El hombre del bigote me miró con extrañeza, así que fui a abrazarle de nuevo, pero esta vez me dio la espalda.

Qué voluble el ser humano, pensé.

Acabó el partido, volví a mi taxi y celebré la victoria con mis usuarios vikingos y lloré con los colchoneros. Fue una noche de emociones enfrentadas: sentí alegría y tristeza a la vez. Exactamente igual que el resto de los días. Pero al menos, en este caso, había un motivo.

Ventajas de ser escritor

FOTO: Shira Gal

FOTO: Shira Gal

No siempre me apetece escribir, o siendo más conciso, no siempre me apetece el acto o el ritual de «ponerme» a escribir, ya sabes: buscar el tiempo, el lugar donde ponerme a ello, encender el portátil, conectarme al editor del blog o abrir Word y seleccionar el relato que ayer dejé a medias cuyos personajes languidecen por mi falta de atención… Lo mismo día tras día, aunque llueva o tenga fiebre o se caiga el mundo, durante los más de siete años que llevo en activo. Mil quinientos y pico artículos en total. Sin embargo, justo en el momento de ponerme a ello, justo cuando las musas se concentran en mis dedos o se dejan violar cuando soy yo quien tiene que acercarse a ellas, soy el hombre más feliz y más completo y más absorto de este mundo. Imagínate escribiendo en la terraza de un bar a rebosar de gente y sentirte el más inmortal de absolutamente todos, o al menos a un nivel distinto que cualquiera de ellos; o conducir un taxi observando al usuario en clave de desnudo integral mientras él sigue a lo suyo sin enterarse de nada. A menudo el escritor maneja información privilegiada que se escapa al perfil de cualquier ser vivo al uso. El escritor está condenado a vivir otras vidas no siempre agradables. En los relatos hay personajes buenos, pero también los hay malos y has de intentar empatizar por igual con todos ellos: tanto el bueno como el malo tienen sus razones para ser de un modo u otro. Tal vez el malo sufrió una infancia traumática y busque venganza; o tal vez el bueno sea simplemente gilipollas.

Para entender mejor la grandeza del asunto, os pondré en situación. Ahora, por ejemplo, me encuentro escribiendo en el bar de una terraza del centro. La camarera que acaba de traerme una cerveza doble parece, por su acento, rumana, y guapísima en conjunto: mirada inteligente, leggins perfectos tras el nudo ondulante de su delantal, y un movimiento de curvas que bien podría romper cualquier teorema aplicable al Bosón de Higgs. Me he fijado en que, cada vez que pasa detrás de mí, se muestra disimuladamente interesada en lo que estoy escribiendo (ralentiza su paso y observa de reojo la pantalla). Tirando de ficción literaria podría decir que al final la camarera no puede evitar acercarse y preguntarme qué estoy escribiendo, y yo podría decir que escribo teorías complejas a partir del mecanismo que esconden sus curvas, y aquello le parece curioso, interesante al menos, y me pide leerlo y yo en esos momentos me encuentro tecleando una escena tórrida entre ambos que la camarera se dispone a leer detrás de mi hombro al mismo ritmo que yo avanzo: ella y yo en el servicio de señoras de este mismo bar, desabrochando su camisa mientras me mira con ojos de urgencia y me besa, colando a su vez mi mano por entre un hueco de su delantal y ella pegada a la pared, sintiendo el calor de mi mano y sin poder evitar lanzarme al oído gemidos sordos. Podría decir que ella, mientras me lee palabra tras palabra, comienza a excitarse y me acaba diciendo que en cinco minutos de reloj me espera en el servicio de señoras para acabar en persona lo que estoy escribiendo. Lo cual sería metaliterario a tope.

¿Pero sabes qué es lo mejor de todo? Que aunque mi reciente esposa lea esto que acabo de escribir, jamás podría ofenderse, ni enfadarse, ni sentir punzadas de celos reales. Sólo es ficción literaria, amor. Y en literatura, todo cabe.

La modelo y el vendedor de aspiradoras

Joaquín, vendedor de aspiradoras industriales, vino a Madrid por trabajo y pasó la noche en un hotel del centro. Por la mañana, de vuelta al aeropuerto, me contó la increíble historia que le acababa de suceder: Resulta que después de todo un día de citas con clientes, decidió subir a su habitación no sin antes tomarse un tentempié en el bar del hotel. Pero nada más entrar, se fijó en un congreso que justo en ese instante se estaba celebrando en un salón contiguo, con las puertas aún abiertas y un ostentoso catering a ambos lados de la sala. En el cartel de la entrada se leía: «Simposio de cirugía plástica». Impresionado por la calidad del catering, decidió asomarse un poco más. Todos los asientos estaban ocupados excepto uno, de modo que, sin pensarlo dos veces, se coló con la intención de beber y comer gratis. Pero no se había fijado que, encima del asiento, descansaba una acreditación, y como ya era tarde para recular (se tuvo que levantar toda la fila para dejarle pasar), no le quedó más remedio que tomar la acreditación del asiento, colocársela en la solapa y hacerse pasar por un tal «Tomás Bret. Cirujano Plástico».

Joaquín aguantó la charla estoico, aplaudió al ponente y después, durante el catering, se le acercó una rubia impresionante que se puso a hablar con él (mientras él seguía fingiendo ser «Tomás Bret. Cirujano plástico»): la mujer quería operarse los pechos y quería pedirle consejo. Joaquín, eclipsado por la modelo y ya con cinco cervezas de más, se vino arriba y al final de la velada propuso a la mujer subir a su habitación con la intención de palpar mejor el contorno y la forma de sus pechos «y así hacer un presupuesto más aproximado». Ella, sorprendentemente, accedió.

Y entre medias del peritaje acabaron haciendo el amor, lo cual resultó harto extraño teniendo en cuenta el abismo entre ambos (él era gordo, bajito y calvo). Después del sexo se intercambiaron los teléfonos (por qué no, pensó Joaquín), y la mujer se marchó.

El caso es que, a la mañana siguiente, Joaquín recibió un Whatsapp de la mujer en cuestión. El mensaje decía: «Tomás: sé que estás casado y no me sería difícil localizar a tu mujer. Te propongo un trato: si me regalas el aumento de pecho, no le diré lo del polvo de anoche».  A lo cual Joaquín respondió: «¿Intentas chantajearme? Adelante. Cuéntaselo».

Joaquín me enseñó los mensajes en su móvil, así como la foto de perfil del Whatsapp de ella (en efecto, era una mujer impresionante). Luego, medio en serio medio en broma, me dijo: «Ahora sé por qué me dedico a vender aspiradoras. Siempre aspiro a vivir otras vidas».

Matar el tiempo

FOTO: El Carrusel del Tiempo (FUENTE: Wikipedia)

FOTO: El Carrusel del Tiempo (FUENTE: Wikipedia)

Tal vez intuyas gruesos muros asfixiándote, marcándote un camino que no elegiste mientras observas con rabia (y cierta envidia a veces) cómo a otros parece no importarles ya que caminan sin mirar atrás, ya que jamás se hacen preguntas, ya que lucen con orgullo su cara de gilipollas mientras ondean una bandera impuesta por tradición, ya que se conforman y por tanto no tienen criterio más allá del heredado y por tanto pasan por la vida como de puntillas mientras tú prefieres dejar tu huella a pesar de los esguinces, a pesar de tu colección de zapatos rotos. Tú sufres por ti y por ellos, que son tu lastre, pero a veces, como digo, les envidias. ¿Es acaso más feliz quien no piensa o simplemente se deja llevar por el entorno?

Has visto a usuarios de tu taxi manteniendo largas conversaciones acerca de si conviene o no llevar los pantalones «pesqueros» en función de tu talla para «parecer más alto», has visto a señoronas adictas al Xanax que se quedan prendadas de una mosca posada en la montura de sus gafas sin ser del todo conscientes de la mosca, has visto a tipos que trabajan tanto y sin necesidad, que no tienen tiempo de gastar todo el dinero que ganan,  has visto matrimonios rotos pero sólo de puertas del taxi hacia dentro, y nada más salir se dan la mano y caminan ante el mundo como intentando disimular, has visto a gente que «es» de un color político y votarán por siempre a ese color porque es «su» color, has visto a hombres matándose a hostias por una partida de cartas, has visto a ancianos esperando a que les llegue la muerte sentados, sin hacer más nada, durante décadas, has visto a chavales besando estampitas de vírgenes para aprobar el teórico de conducir, has visto a enfermos terminales haciendo sudokus para matar el tiempo, has visto a jubilados gastándose la pensión en una tarde de bingo y llorando después de vuelta a casa, pero no. Tú te resistes a ser como ellos. Buscas ser distinto, otra cosa. Pero ¿qué?

Doce euros

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Samantha. Treinta y cuatro años, ojos cansados y azules, dos hijos sin padre de siete y cinco años, el menor con problemas de asma. Quinientos de alquiler que a duras penas paga limpiando escaleras a seis euros la hora, más un par de casas por las tardes a cinco y en negro, claro. Trabaja en una subcontrata de una empresa de servicios integrales de limpieza. Dice que el jefe de su jefe conduce un coche que cuesta el equivalente al sueldo suyo íntegro de tres años. Lo vio una vez, el mes pasado. Se presentó por sorpresa en la escalera del portal donde ella limpia con la intención de supervisar su trabajo, y la echó una bronca tremenda porque encontró polvo en un tramo de la parte baja de la barandilla del sexto piso. El jefe del jefe enseñó a Samantha su dedo manchado en polvo y simplemente dijo: intolerable.  Y se marchó. Ahí Samantha pensó que la echaban, pero no. O al menos no, por ahora. Tuvo suerte. Veremos.

Ayer Samantha tomó mi taxi. No le quedó más remedio: llegaba tarde al trabajo. Pasó una mala noche con su hijo y, al final, se le pegaron las sábanas. En el trayecto me contó su historia. Luego, conseguí dejarla en su destino justo a la hora, con el taxímetro marcando doce euros exactos. Doce euros equivale a dos horas suyas limpiando escaleras. Aun así Samantha prefería pagarlos antes de que pudieran echarla por llegar tarde.

Tal vez, dadas las circunstancias, debí no haberla cobrado nada. Pero yo había tardado algo más de hora y media en conseguir que Samantha subiera en mi taxi, más la otra media que duró el trayecto; así que podría decirse que a mí también me salió la hora de trabajo a seis euros, igual que a ella. Sin embargo no pude evitar sentirme sucio con su billete de diez y sus dos monedas en mi mano. Con esto quiero decir que a veces, las reglas del juego nos obligan a ser injustos y a odiarnos por ello. Este Sistema vil y despiadado está montado de tal forma que nos arrastra a ser cómplices de su injusticia por mucho que intentemos evitarlo.

¿Hice bien cobrando esos doce euros? Quiero pensar que no. Necesito pensar que no.

Solo

A veces el fantasma de la soledad parece imperceptible porque pesa más que la paja y se enquista en el fondo. La paja es toda esa apariencia de compañía que te rodea: recibes decenas de mails a diario, pero muchos son publicidad (¿cursos a distancia?, ¿descuentos en viajes?, ¿Viagra?), o laborales (plazos, bancos, facturas), o gente que apenas conoces pidiéndote cosas, favores: que enlaces lo suyo en lo tuyo, o que utilices tu influencia para encontrarles curro. Paja es también tu número de followers en Twitter (¿a cuántos de esos miles conoces en persona, escondidos la mayoría detrás de un avatar impostado?), o tus cientos de “amigos” en Facebook, con sus fotos en la Rivera Maya, o sus perfiles sentimentales a la vista. Pinchas en cualquiera y apenas recuerdas cuándo o por qué lo agregaste, o si alguna vez hablaste con él o con ella en privado.

Y en tu taxi, los diálogos van y vienen. Nadie se queda.

Estás solo y sin embargo rodeado cada vez de más gente, y entonces te preguntas qué hiciste o dejaste de hacer para acabar pasando desapercibido aunque no invisible para tanta gente. Qué hiciste mal. O qué hiciste bien.