Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Mi problema con las mujeres

La historia se repite, nada cambia. Me refiero a mi problema con las mujeres. Siempre he dicho que vivo solo desde hace muchos años, que me gusta vivir solo y que compré una casa pequeña adrede, toda ella en formato individual excepto la cama, que es enorme porque adoro soñar sin límites. Y ligo de vez en cuando, sí. Me gustan las mujeres, pero no sólo por el sexo. Me gustan las mujeres porque son la máxima expresión del arte y me llevo mejor con ellas, la verdad.

Todos esos ligues saben sin excepción de mi estilo de vida. Saben que vivo solo, que me gusta vivir solo y que no tengo intención de cambiar mi estado en Facebook, ni mucho menos tener hijitos y pasar los domingos por la tarde en un parque de bolas. Lo saben y lo aceptan. Incluso juegan ellas también a la independencia para que yo confíe en sus intenciones, me relaje, y el paso del tiempo y el roce y el cariño consigan el resto. Pero todas, repito: todas, en el fondo, me acaban considerando un reto. Y ninguna, repito: ninguna ha sido capaz de reconocerlo. Todas creen que sólo ellas podrán cambiarme poco a poco, casi sin darme cuenta, hasta que al fin acabe sucumbiendo a los encantos del compromiso por amor.

Llegados a este punto sólo pueden pasar tres cosas. Que al fin descubra sus intenciones, me acojone por ver amenazado mi estilo de vida y salga corriendo (en el 80% de los casos), que se rindan y me tomen por imposible (en el 19% de los casos), o que me acabe enamorando como un perro, sucumba a sus nuevas condiciones (¡vivamos juntos!, ¡llenemos la casa de bebés!) y en ese punto, cumplido el reto de haber conseguido cambiarme, me dejen (en el 1% restante).

Estos tres ejemplos demuestran lo que digo, más el tercero. Así de rebuscadas y complejas son las tías. Siempre guardando en la recámara intenciones sibilinas que no confiesan porque en el fondo lo suyo es más psicológico, primero te ganan por los ojos pero a partir del segundo polvo su concepto de atracción o reconquista es mucho más complejo. Nosotros somos más nobles, más cristalinos. Nos falta, diría yo, ese puntito de maldad. Y en cierto modo lo envidio.

¿Realidad o fricción?

Todo es sexo aun cuando no lo practicas, o precisamente cuando no lo practicas es más sexo que nunca. Me refiero a la ansiedad que provoca. Al instinto. Al principio de incertidumbre. Me refiero a esa obsesión por creer que no hay dos fricciones iguales sino una misma fricción elevada a infinitos contextos. Me refiero a esa obsesión por repetir en bucle una sola sensación y retenerla, y adornarla, y dotarla de fantasía, y acotarla sin querer. O el concepto de abandono como opción: abandonarte a alguien por amor, por confianza, o arrastrado por un tsunami de curiosidad, o por simple nihilismo.

O el sexo pretérito. Recordar una y otra vez aquel encuentro y sumarle inevitables vicios, o que se cuele el dolor de un pasado en común mal resuelto. Pensar sólo en ella y que el resto de los cuerpos te deriven a ella aunque conozcas de memoria cómo es el sexo con ella, los pechos exactos de ella o su humedad relativa. Aunque el paso del tiempo guarde insana proporción con el deseo.

O esa inagotable curiosidad por conocer lo que ya intuyes. El fetiche de un sostén, o el secreto a voces que guarda ese preciso escote. O esa lucha entre iguales distintos. Querer lo mismo del otro o buscar el placer de buscar el placer en el otro mientras el otro busca el placer de buscar el placer en ti. LA BÚSQUEDA en mayúsculas. El encuentro. La experiencia no programada. El aquí te pillo, aquí te ato. Los prejuicios. La delgada línea roja. La ausencia de mapas. Los curriculums inventados. La boca que escupe un pez muerto, pero no traga.

El universo en una cama. El universo en la encimera de la cocina. O en el cuarto de contadores. O en el espejo retrovisor de un taxi. O en el asiento trasero de un taxi. La novedad. La lucha de egos. Llevar la iniciativa o ser brusco o delicado o sumiso. O mirar a los ojos o cerrarlos. Dime cómo follas y te diré quién eres.

Sí, dije follar. Tú lo llamas sexo sin amor; para mí es la suma de dos amores propios.

No puedo evitarme

Volví a cagarla. Y ya van mil. En mi defensa diré que no es posible ser tú mismo las 24 horas del día, o que también el amor eterno lleva impreso en el dorso su letra pequeña: caduca en el párrafo seis, sección «calentón psicótico». En mi defensa diré que todo amor tiene fisuras, y que esta fisura en concreto tenía el tamaño exacto de mi entrepierna. Tampoco sabía que aún guardaba un puñado de impulsos canallas en la guantera, por si te sirve. Olvidé desinfectar mi pasado, culpa mía.

Perdón por los hechos: Noche de Halloween, preciosa muerta de palo en el asiento trasero de mi taxi. En realidad eran dos pero la otra, a mitad de trayecto, comenzó a sentirse indispuesta y me pidió un cambio de rumbo. Dejamos a la novia cadáver en casa, y mi muerta se quedó de repente descompuesta y sin planes. Me propuso tomar algo, o tal vez fui yo, y sin querer ahondar en más detalles la noche acabó en autopsia, en el asiento trasero de mi taxi. Su orgasmo coincidió con el Thriller de la radio. Fue gracioso en su contexto, ahora no tanto.

A la mañana siguiente encontré manchas de pintura blanca en la tapicería del taxi. Se había pintado la cara como parte del disfraz. Lo limpié fácil, con agua y amoniaco. Y eso fue todo. Ya no queda rastro de aquel encuentro. Y en mi memoria, está en la carpeta de SPAM, descuida.

Siento mucho haberte fallado, Amara. En mi defensa diré que aquella chica estaba muerta. O al menos, fingía estarlo. Total nada.

 

Mi vida dentro de Marta

Es del todo nuevo para mí pensar en alguien día y noche sin que haya habido amor de por medio, ni mucho menos sexo. En la última semana he vivido por y para el libro de Marta. Cada mañana nos vemos en mi taxi durante dos o tres horas, grabo todo cuanto dice mientras damos vueltas por Madrid, o paramos a tomar café (ella pide siempre vino blanco), o visitamos algún lugar clave de su historia y hago fotos para mi archivo; luego la dejo en su casa o en el hospital donde trabaja, y paso la tarde transcribiendo la conversación del día (prefiero hacerlo a mano que emplear uno de esos programas de transcripción simultanea; lo asimilo mejor) y ordenando mis fichas cronológicamente. Marta tiende a saltar de un tema a otro con facilidad. Enlaza anécdotas recientes con pasajes de su infancia y esto me complica mucho el trabajo. En cierto modo prefiero que sea así, que se sienta libre de contarme lo que le pida el cuerpo, aunque luego las pase putas compilando y uniendo cabos.

Entre otros muchos temas, me chocó relacionar su condición de médico forense con su decisión de no querer tener hijos, o con su peculiar forma de entender el sexo. Autopsiar cadáveres llevó a Marta a despersonalizar su concepto del ser humano, al cual tiende a comparar más como una máquina perfecta que como un ser sensible y pensante. Ayer mismo me dijo (literal): «En más de diez años de ejercicio y centenares de informes forenses, no he visto un solo cuerpo con espacio suficiente para eso que llaman alma. No te imaginas lo bien encajados que están los órganos. Imposible dejar hueco para nada más». Del amor (y sus tres matrimonios) dice: «Dura lo que tarda en descomponerse un cuerpo bajo el agua. Si después asciende a la superficie, ahí puede quedarse años. O siglos, si hay hielo (…). Arnold, mi actual marido, es fuego sobre mojado. El típico hombre que se alimenta de los gusanos que genera. Lo nuestro es un amor ventricular, imprevisible y por lo tanto sólido».

Por otra parte el olor a formol despierta en ella cierto deseo sexual. Siempre tiene un frasco en el cajón de la mesilla y suele destaparlo antes o durante el sexo. Me inquieta esto. Me inquieta mucho.

 

Encuentro homotaxial

Vayamos por partes. Puedo llegar a entender que aquel usuario de mi taxi, en su cruzada por homosexualizar el planeta, intentara ligar conmigo o más bien tener sexo explícito conmigo y en mi mismo taxi. Puedo llegar a entender que algunos hombres encuentren cierto morbo en ligarse al taxista aprovechando un trayecto cualquiera. Convendría, en este punto, preguntarnos por qué resulta mucho más habitual este tipo de impulsos desinhibidos en hombres y no en mujeres, siempre más comedidas y prudentes (para mi desgracia).

Lo que no alcanzo a entender es que al negarme (con suma educación), aquel usuario intentara argumentar el porqué de mi error. Me llamó «antiguo» por no sucumbir a sus encantos, como si el sexo homosexual fuera cool o estuviera de moda (¿qué parte del siglo XXI me he perdido?). También me dijo que todos llevamos un gay dentro (¿?), que «aquel que lo prueba siempre repite» (¿alguna encuesta del CIS al respecto?), y que «a todos nos gusta una buena mamada», con independencia de quién te la practique. En efecto, una boca es una boca, pero olvidó el factor psicológico de no poder evitar saber que el dueño de esa boca tiene barba, y pincha.

También apeló a cuestiones culturales. Que nuestra sociedad aún no estaba preparada para una total libertad sexual sin prejuicios ni convencionalismos. En otras palabras: me llamó estrecho.

Pero en algo sí que le di la razón: «Nadie conoce mejor a un hombre que otro hombre». Eso es cierto. Y tal vez la técnica de un hombre hacia otro hombre sea más depurada, pero vuelve a olvidar el factor psicológico, el poder de la atracción o incluso los subgrupos del deseo: a mí, por ejemplo, me gustan las mujeres pero no TODAS las mujeres. Aquel hombre, por otra parte, era objetivamente feo. Sucumbir a su propuesta habría implicado saltarme demasiados escalones (no confundir con tabúes). Huelga decir que no tengo nada en contra de cualquier tendencia sexual siempre que sea consentida por ambas partes (ambos adultos y en plenas facultades mentales, se entiende); pero creo que a algunos, en esto de la normalización homosexual (bienvenida sea), se pasaron de frenada.

 

La culpa es de Walt Disney

Cada vez lo tengo más claro. Walt Disney es una fábrica de traumas. Nuestras madres dejaron de ser inmortales por culpa de Bambi. Desde su estreno en ¡¡1942!! los niños ya dejaron de dormir en paz. ¿A qué sádico hijo de puta se le ocurrió meter en la trama una muerte tan injusta? ¿sirvió de algo que el padre de Bambi (a la sazón, esposo de la difunta) fuera el mismísimo Príncipe del Bosque? ¿Y qué me dicen del perfil homosexual de Tambor, el conejo «amigo» del ciervo? ¿acaso el ahora congelado Walt pretendía que acabáramos todos desquiciados? ¿financió la peli un oscuro lobby de psicoanalistas?

Por no hablar de los animales que hablan. Veo a diario las consecuencias de eso. Mujeres que se montan en mi taxi con sus perros tamaño bolso aunque sin asas (los genetistas darán con ello; dales tiempo), hablándoles en voz alta como si los chuchos fueran doctores en neurociencia: «Ahora le pagamos a este señor y nos vamos al banco a ver si solucionamos el tema de las Preferentes, Frosky, bonito. Dale la pata al taxista. Venga, dale la pata. Dale la pata, Frosky» y si el perro no me da su pata, el amo o ama en cuestión me mira como si fuera mi culpa.

No he consultado ninguna hemeroteca al respecto, pero algo me dice que antes de Bambi esto no pasaba. La gente no iba hablando con sus iguanas por la calle. Vale que Don Quijote hablara con Rocinante, vale que Juan Ramón le hablara a Platero, pero eran locos, se hacían llamar locos y aún no había fármacos para tales fines. Pero ahora, ya ves, esos hombres o mujeres tienen derecho a voto. Crecieron con el germen de Bambi y ahora andan sueltos por ahí. En fin…

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Nota: Si Freud levantara la cabeza, remataría a Walt Disney con un picahielos.

 

Rarezas del sexo

En un abrir y cerrar de semáforos la mujer comenzó a sentirse indispuesta, como aquejada por un súbito mareo. Palideció de repente y no dudó en recostarse en la esquina comprendida entre el respaldo y la puerta trasera, y tanteando con un dedo bajó la ventanilla en busca de un soplo de aire fresco que llevarse a la cara. En casos como éste nada importa más que el interior de uno mismo, el chequeo urgente; no hay vergüenza por la pose que adoptas, buscas la más cómoda, y el mundo y la gente de alrededor sólo es estorbo. Sobra todo, sobran las calles, sobra mi taxi, sobro yo. Aun así me hice cargo. Eché el taxi a un lado, frené, me giré hacia ella y pregunté:

-¿Se encuentra bien?

-No sé. Estoy muy mareada. Pero siga, por favor. Se pasará enseguida.

Dicho esto se tapó los ojos con la mano y volvió a deslizarse aún más hasta casi tumbarse en el asiento, y con ello arrastró su falda hasta alcanzar el límite exacto de su ropa interior. Era verde militar, de aspecto suave. Después movió el cuello hacia la ventanilla y en ese preciso gesto dejó al descuido el borde de un sostén marrón, algo desahogado para la postura, dejando a su vez un leve hueco sombreado bajo el cual se intuía el relieve de su pezón derecho. A pesar del contexto, aquella visión resultaba de lo más erótica.

Y me sentí mal por ello, o al menos me dio que pensar. El sexo, el erotismo, también es contexto. Esa misma mujer, en esa misma pose, pero mirándome a los ojos habría sacado, sin duda, mis más bajos instintos. De hecho me excité aunque, eso sí, amortiguado por la empatía. Sentí deseo y culpa a la vez. Sentí lo que sienten los católicos. Una mezcla rarísima.

Por el amor de DIU

Circulando por Capitán Haya pinché una rueda. Iba despacio, así que pude frenar y echarme a un lado sin problema. Salí del taxi, me asomé a la rueda y advertí que se había perforado la base del neumático con un objeto extraño de metal en forma de T. Unos metros más atrás pude ver sobre el asfalto, en la misma trayectoria de la rueda, una cajita de cartón aplastada. Pensé que podría tener relación, así que me acerqué.

Era un envase de farmacia. Saqué como pude el prospecto y en él vi un dibujo del mismo objeto que había provocado el pinchazo. Se trataba de un dispositivo intrauterino, más conocido como DIU. Un anticonceptivo femenino, para más señas.

¿Pero qué hacía un DIU sobre el asfalto? Imaginé una pelea de pareja dentro de un coche, y que ella, a modo de chantaje genital, acabara lanzando el DIU por la ventanilla. O mejor: que en ese preciso instante los dos hubieran decidido ser padres, en pleno semáforo, y ella lanzara feliz aquella caja.

En cualquier caso, el DIU de marras acabó perforando la rueda de mi taxi. El destino de los objetos es raro, aunque también excitante. Lo saqué con fuerza del neumático y me quedé mirándolo. Aquel DIU podría estar ahora en cualquier útero, y sin embargo ahora lo tenía en mi mano. Y estaba frío. Me sentí por un momento como dentro de un útero y la calle se me antojó húmeda. Comenzó a llover.

Junto a la acera, justo en frente del hotel Meliá Castilla, hay un árbol. Practiqué un pequeño agujero en la tierra y enterré el anticonceptivo con la intención de jugar a ser DIU.

Prometo regarlo cada día y esperar a que crezca algo, lo que sea. Una flor rara, un bebé desubicado. Compré una regadera sólo con ese propósito y ahora la llevo siempre en el maletero. Y el amor hará fértil lo imposible. Ya os contaré.

 

Terapia de choque

Abrí el maletero de mi taxi para coger el portátil y escribir este post, pero en esto me encontré una carpeta azul de gomas que no era mía. Debió dejársela algún cliente, pensé, tal vez aquel hombre de esta misma mañana que cogió su maleta deprisa porque perdía el tren. Era un hombre de unos cincuenta años, pelo canoso y aspecto descuidado con quien apenas intercambié un par de frases.

El caso es que abrí la carpeta por si pudiera contener algo de valor o algún dato que me remitiera a su dueño. Y así fue. En su interior encontre un bloc de recetas con su nombre y su número de colegiado (era médico psiquiatra), así como informes y notas de pacientes escritos a mano.

Sé que hago mal en reproducir aquí una de esas notas, pero necesito que me ayudéis en algo. Copio y pego y luego os cuento:

(Viene de la pag. 201)

(…) y en este punto deduje la relación entre sus episodios de ansiedad y la palabra «tirantes», o cualquier afinidad con dicha prenda. Añado sintomatología: Cuando Yolanda escucha la palabra «tirantes» presenta variaciones (cuadro de estrés vinculado a contracciones precons. en los ojos = ep. traumático asociado a vista y oído). Ahondar me lleva cuatro cinco sesiones (y +3mg Orfidal p/d). Result. a 10/09/12: Entre los 13 y los 15 años el padrastro de Yolanda abusó sexualmente de su madre biológica. Yoli llegó a sorprenderles en una ocasión, él de espaldas y con los tirantes del pantalón bajados. El resto de las agresiones las intuía desde su habitación por el sonido de los tirantes de él contra el suelo de madera. De ahí su fobia auditiva hacia dicha palabra. (…) Ayer, en pleno colapso, descruzó las piernas y no fue consciente del botón abierto de su escote. Sostén sin relleno, tirantes azul marino. Intuí pezones erectos, pero tal vez fuera efecto visual de arrugas en la camisa. Pendiente estudio de pasos para acercarme a Yolanda dada su actual inestabilidad emocional. Tal vez subir Paroxetina a +3 p/d. y cambiar el diván por sillones estratégicamente juntos, frente a frente.

Llamadme paranoico, pero creo que el psiquiatra de marras pretende aprovechar la «inestabilidad emocional» de la tal Yolanda para intentar ligar con ella (o directamente tirársela).

Ahora viene la pregunta: ¿Devuelvo la carpeta como si no hubiera leído nada, o tomo algún tipo de medida? ¿podría meterme en problemas si lo denuncio?

Todos los hombres son iguales

-(…).

-Por ejemplo, las leyes. ¿Quiénes redactan las leyes?

-Hombres imperfectos.

-¡Exacto! ¿Y quiénes ejecutan las leyes?

-Los jueces.

-¿Y qué son los jueces?

-Señores, en su mayoría, calvos. Con halitosis. Y pedantes.

-No, hombre, no. Son imperfectos. Cometen errores. Las leyes las redactan y ejecutan personas como usted y como yo. ¿Acaso usted no se equivoca?

-Casi siempre.

-Pero sabe que ahora tiene que llevarme al Paseo del Pintor Rosales, ¿no es cierto?

-Sí. Aunque suelo errar con los itinerarios.

-Es posible. Pero a pedante no le ganan los jueces, querido amigo.

Silencio incómodo. Vuelvo yo:

-Si me permite, tengo una teoría respecto a los que redactan las leyes.

-¿Un taxista que teoriza? ¡Interesante!

-Es posible que la ley que regula, por ejemplo, la monogamia, la ideara un señor muy feo, a modo de venganza. O que el impulsor de la ley del aborto fuera alguien con disfunción eréctil.

-¿Sufre usted de disfunción eréctil?

-¿Bromea? ¡Soy taxista!

En esto, el hombre se acerca a mí desde su asiento, y con tono sensual me suelta al oído:

-¿Y qué me dice de la ley del… deseo?

Ahí no pude evitar pegar un frenazo.

El hombre salió disparado por entre el hueco de los asientos. Suerte que le sujeté a tiempo y, aunque estuvo a punto, no llegó a impactar contra el salpicadero.

-Menos mal que estuvo ágil. Si llego a golpearme, le denuncio- me dijo.

-¡O yo a usted por acoso!- le dije.

El hombre se bajó del taxi furioso. Ya en la calle, me llamó «imperfecto de mierda».

Y a mí se me quedó una cara de fiscal que ni te cuento.