Cuando me diagnosticaron me dijeron que era bueno hacer deporte, especialmente andar, yoga y natación. Desde mis clases de educación física no había hecho nada, iba a esquiar de vez en cuando pero poco más. En mi adolescencia probé todos los deportes del mundo mundial -tenis, fútbol, baloncesto, natación, voleibol- y ninguno conseguía engancharme lo suficiente como para seguir.
Pero con esa recomendación explícita de lo mejor es que te muevas, decidí que si eso iba a ayudarme, pues había que ponerse a ello. Comencé con andar y natación porque me pareció lo más fácil y lo que más me atraía. Así que me fui a una tienda de deportes y me compré unas zapatillas deportivas, un bañador, un gorro y unas gafas de natación; también me saqué el carné de la piscina porque a la larga me salía más económico. Recuerdo que cuando volví de comprar mi nueva indumentaria, mi madre me miró con cara de acabas de tirar el dinero porque no lo vas a usar.
Estas zapatillas -las de la foto- son las que me compré esas primeras semanas después de mi primer brote. Las dejé en casa de mis padres cuando la suela se empezó a caer y me compré otras, con las segundas se rompió la puntera y me compré unas terceras, que son las que uso en la actualidad. Ahora ya no tienen casi suela, y las voy a tener que jubilar definitivamente, pero siento cierta nostalgia por todo lo que significan para mí.
Hemos recorrido muchos kilómetros juntas, mis primeros pasos cuando comencé a andar, me han acompañado en las interminables reflexiones que dedico en esos momentos y sobre todo, me dicen que ocho años después sigo caminando, algo que cuando me las compré dudaba que fuese a ser así.