Por Begoña María Tomé – Gil – Responsable de Cambio Climático en ISTAS
El cambio climático es un problema presente, y muestra de ello es que en el año 2015 se batieron varios récords históricos de concentración de dióxido de carbono en la atmósfera (400 ppm), de aumento de temperatura mundial de más de un grado por encima de los niveles preindustriales, de reducción drástica del hielo del Ártico (un 40% menor que en los 80) y de aumento del nivel del mar. Las zonas afectadas por sequía ya representan un 30% de la superficie del planeta, con un 14% en sequía grave o extrema, así que hemos comprometido la capacidad natural del planeta de fijar CO2 de las regiones tropicales, de nuestros bosques y océanos, que absorben alrededor de la mitad de lo que emitimos. La tendencia continúa en 2016. Nos dirigimos a un territorio desconocido.
El cambio climático nos enferma, nos mata. El cambio climático influye negativamente en los factores sociales y ambientales que determinan la salud, como el aire limpio, el agua potable, los alimentos suficientes y la vivienda segura. La Organización Mundial de la Salud estima que el calentamiento global causará más de 250.000 muertes al año entre 2030-2050 (95.000 muertes por desnutrición infantil). Entre los impactos en la salud más importantes se encuentran aquellos por efecto de la subida de las temperaturas y las olas de calor, por los eventos meteorológicos extremos, por su incidencia en el incremento de ciertos contaminantes atmosféricos, por la proliferación de alergias y por el aumento de las enfermedades transmitidas por vectores infecciosos, por alimentos o por el agua.
El cambio climático afecta a la productividad laboral y a las condiciones de trabajo, poniendo en riesgo especial la salud de quienes desarrollan su actividad en el exterior.
Las estimaciones disponibles sobre las consecuencias económicas de la reducción de la productividad del trabajo debido al cambio climático, proyectan una pérdida de 2 billones de dólares por año para 2030 y una pérdida del 23% del PIB mundial en 2100.
En los entornos rurales, las ocupaciones de agricultura, gestión forestal, ganadería, o pesca se ven muy afectadas por el cambio climático debido al aumento de la frecuencia de las olas de calor, las sequías y plagas, así como el uso creciente de plaguicidas, fertilizantes y otros químicos. Por otro lado, se pueden ver más expuestos a infecciones transmitidas por vectores como mosquitos o garrapatas.
El calentamiento global y la actividad económica y productiva en las sociedades actuales de “24 horas” exponen a cada vez más trabajadores al estrés térmico en lugares de trabajo al aire libre o en sitios cerrados sin climatizar. En el medio urbano están más expuestos quienes trabajan en la construcción, servicios de limpieza y jardinería, agentes de movilidad, guías y agentes turísticos, encargados de equipajes, etc.
Es de vital importancia contar con políticas ambiciosas de adaptación al cambio climático y enfocarlas en los grupos y comunidades más vulnerables. La adaptación en el sector sanitario deberá implementar medidas de vigilancia, información, alerta e intervención, se basará en el conocimiento de la población local y se desarrollará con perspectiva de género.
Tenemos que garantizar un umbral de seguridad climática. El clima de la atmósfera ya está comprometido. Aunque hoy mismo parásemos la emisión de CO2, los gases de efecto invernadero que venimos emitiendo desde la revolución industrial por el uso de combustibles fósiles ya condicionan el clima del futuro por decenios de miles de años. Lo que está en juego es evitar un cambio climático catastrófico (por debajo de 1,5ºC) para mediados y finales de siglo, es decir, un clima al que podamos adaptarnos. Por eso las políticas de mitigación y de adaptación del cambio climático han de ser las dos caras de la misma moneda. No será posible adaptarnos a un nuevo clima sino cambiamos radicalmente la forma de producir y consumir energía en un planeta donde todavía abunda la pobreza energética.
Los co-beneficios de un nuevo modelo energético en la salud humana. La buena noticia es que las medidas y acciones necesarias para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero tienen importantes co-beneficios para la salud y bienestar de las poblaciones que lleven a cabo tales esfuerzos.
Las políticas de transporte sostenible, la generación de energía a partir de fuentes renovables, la promoción de la agricultura ecológica menos dependiente de los combustibles fósiles o la promoción de una dieta con menor consumo de carne tendrán una incidencia positiva en la salud, reduciendo la contaminación del agua, del aire y del suelo, disminuyendo la vida sedentaria y las enfermedades derivadas. En muchos casos esos beneficios podrían ayudar a resolver algunos de los problemas sanitarios mundiales más importantes, como afirma la OMS, como las infecciones respiratorias agudas, las enfermedades cardiovasculares, la obesidad, el cáncer o la diabetes. La mala calidad del aire producida por el uso de combustibles fósiles en centrales térmicas o en los vehículos mata a 6 millones de personas cada año en todo el mundo.
Además los beneficios sanitarios de una nueva cultura de la energía son locales e inmediatos, lo cual resulta más atrayente para los políticos y la población. También la rehabilitación y el diseño inteligente de viviendas y ciudades serán un factor de influencia positiva en las relaciones sociales y en la cohesión de la comunidad. ¿Entonces a qué esperamos para invertir en políticas públicas sostenibles y más saludables? ¿Para cuándo una transición energética que mejore la salud del planeta y sus habitantes?
- Imagen: WU HONG/ EFE
La solución es consumir menos, casi me da la risa por la solución en si misma. O podemos optar por consumir más y rematar la faena.
24 noviembre 2016 | 23:27