Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La vida en dos semanas

FOTO: @simpulso

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A veces conviene frenar y tomar distancia. Aunque vayas el primero en la carrera del mundial, a escasos metros de la meta: echarte a un lado, frenar en seco y dejar que el resto te adelante. Al principio el público y los demás competidores pensarán que te falló el motor, así de simple es el hombre blanco. Luego, al verte salir de tu bólido con la única intención de tirarte al suelo y jugar con las hormigas, creerán que te has vuelto loco. En cualquier caso, el que iba segundo ganará el gran premio, pero tú te sentirás libre: pudiste elegir ganar. Te basta con eso.

Hace un par de semanas participé en una timba de poker con un usuario. Simplemente montó en mi taxi, me dijo que le esperaban unos amigos para jugar al poker, y al ver que yo entendía del asunto, me ofreció participar. Así que aparqué el taxi en su destino y entramos juntos en la trastienda de un bar. Éramos cinco en total (y dos botellas de Jack Daniel’s).

Las apuestas comenzaron flojas, pero poco a poco la cosa se fue calentando. En la última mano quedamos dos: mi rival comenzó a subir su apuesta y yo a subir aún más la suya. Mis cartas eran malas (pareja de damas), sin embargo me enroqué en ocultar mi farol apostando muy fuerte con la única intención de que él se rindiera. Y al final no se rindió. La apuesta se me fue de las manos y alcanzó una suma que no podía pagar, pero había algo en mí que me empujaba a seguir apostando: tal vez mis ganas de tocar fondo y empezar de cero, o demostrarme a mi mismo que este mundo, que mi mundo, estaba acabado.

Volteamos nuestras cartas sobre el tapete y las suyas me dejaron de una pieza: él también iba de farol y mis damas acabaron ganando a su pareja de sietes.

Y gracias a ese golpe de suerte, el mayor y más extraño de mi vida, me he comprado un taxi nuevo. Aunque después de eso, como ya os he contado, vino lo del robo en mi casa, lo de mi novia pillándome con otra y lo de mudarme solo a una pensión de mala muerte.

Arriba y abajo, en fin. La vida.

Al otro lado

corbata soga

Escribes por la mañana, por la tarde y alguna noche de insomnio. Escribes porque no te puedes creer que la vida sólo consista en eso: en pasar las mañanas, las tardes y las noches. Comida, desayuno y cena. Inviernos y veranos. Echar un polvo de vez en cuando, llenar el depósito del taxi, mear en los aseos de la Fnac, usar crema exfoliante o insultar a Montoro. Escribes porque estás seguro de que hay algo mucho más profundo detrás de todo aquello. Detrás del edredón de tu cama, detrás de la tele del salón, detrás de tu propio páncreas. Pasión por lo inmaterial, te gusta llamarlo. Buscas palabras en el fondo de tu alma para no parecerte a todos esos gilipollas que suben, cada día, en tu mismo taxi. Los master en administración y dirección de empresas. Los economistas que no aciertan una pero se lo llevan muerto. Las jóvenes promesas de la banca. Los que invierten ingentes cantidades de dinero en productos tóxicos. Los que sólo se dedican a mover dinero para convertirlo en más dinero sin importarles cómo, ni a cambio de cuántos despidos o de cuántas reducciones del sueldo de otros. Los que aumentan beneficios a base de abrir con forceps la brecha salarial. Los que menosprecian al que fabrica los productos que ellos venden aun sin saber lo que venden. Hay que aprender a sentir desprecio por esos cortes de pelo de cien euros, esos Rolex de oro y esas corbatas de seda. Por eso te fijas en ellos con tu disfraz de taxista: para hacer todo lo contrario. Por eso escribes. Para no ser nunca ni querer ser nunca como ellos. Para ganarte la vida honradamente mientras creces por dentro.

Por cierto: Ser honrado, crecer como persona, compartir. Tres palabras en desuso.

Matar dos pájaros de un trío

dos pajaros

Hace cuatro o cinco años me llamó una vieja amiga para contarme que Laura, mi exnovia Laura, se había suicidado. Según me dijo, saltó por la ventana de un séptimo piso y después, en fin, nadie pudo hacer nada por salvar su vida. Hacía mucho que no sabía de Laura, perdí su pista nada más romper con ella, pero aquella noticia cayó en mí como un jarro de agua fría. No pude evitar recordar, por ejemplo, todas esas noches que pasamos en su cuarto de aquel séptimo piso, la única estancia, por cierto, con ventana a la calle. Recordé también que tenía la cama pegada a la ventana y a veces, cuando alguno de los dos soltaba un chiste malo, amagaba el otro con saltar al vacío y jugábamos al drama, al heroico rescate en el último momento y después a las cosquillas, y a los besos, y otra vez al sexo dulce.

Tardé mucho en asimilar aquello. De hecho, llevaba un tiempo sin acordarme de Laura hasta que ayer, circulando con mi taxi libre por la calle Alcalá, me la encontré caminando. Imaginaos el shock. En un principio pensé que se trataba de una chica muy parecida a ella, pero luego frené en un semáforo, ella cruzó justo delante de mí, y de súbito reconocí su inequívoco tatuaje (un reguero de notas musicales que nacía detrás de su oreja izquierda y seguía por el hombro hasta morir en su escote).

Ahí toqué el claxon, anonadado, y Laura se giró. Me reconoció en seguida y se acercó a mi taxi sonriente. Yo estaba pálido.

-¡Dani!, ¡qué sorpresa!

-¿No estabas… muerta? -me salió decir.

-¿Muerta? ¡Vaya! Ya veo que sigues con tu adicción a las metáforas.

-No, no. Me refiero a que… Hace unos años me llamó Eva, ¿te acuerdas de Eva? Y me dijo que te habías suicidado.

-¿Eva? ¿La misma Eva a la que destrozaste el corazón? ¿La Eva que me odiaba a muerte?

-¿Perdón?

-La pobre Eva siempre estuvo enamorada de ti y lo sabes, Daniel. Supongo que con esa llamada sólo pretendía matar dos pájaros de un tiro.

Empezó a parpadear el muñequito del semáforo y dije rápido:

-En fin, que me alegro mucho de verte, ya sabes… viva. ¿Sigues conservando el mismo número? ¿Te llamo y hablamos?

-No, Daniel. Vale que Eva me matara de mentira, pero yo hace mucho tiempo te maté de verdad.

Y se marchó para siempre. Otra vez.

La obsesión del pensamiento único

Businessman with bloody nose

Pasarte otra pantalla de la vida es saber qué hacer cuando un solo pensamiento te martillea el cráneo, insistente, como un grifo estropeado que gotea, otra gota y otra gota y otra gota, y tú mientras atado en la cama sabiendo que esas gotas seguirán percutiendo el metal del lavabo, y otra gota y otra gota y otra, hasta agotar, gota a gota, todos los mares. Esa chica que se fue y aparece asfixiándote el recuerdo, esa nítida imagen de aquel primer beso, de su lengua jugando con tu lengua como dos medusas, de tu mano en su cintura tanteando los límites de un sueño, de su cama que era un ring de boxeo y tú dejándote perder todas las noches. O el sonido fantasma del despertador de aquella mesilla suya que a veces te sigue despertando en mitad de la noche, y palpas la cama y no es ella, y no hay nadie, y otra vez gotea el grifo y el insomnio se enquista en tus ojos como posos de recuerdos que al caer, se acumulan y hacen bolsas.

Lavarte los dientes mientras piensas: «Ojalá este cepillo más allá del paladar para limpiarme su imagen, para arrancar su póster pegado al laberinto del cerebro, o su sabor que a veces siento cuando trago».

Luego sales de casa como un muerto sintiente, montas en mi taxi y tus ojeras te delatan, y tus dientes apretados te delatan, y tus puños como hígados cirróticos. Y me indicas tu destino con un hilo de voz que al tirar del hilo, al otro lado del hilo también está ella, amarrada al ovillo, envuelta en tu madeja, obstruyéndote de nuevo la tráquea. No me dices nada pero sé lo que te pasa, las típicas ojeras, esa quemadura de la plancha en tu camisa, pensaste en ella mientras planchabas, ese mentón dolorido de tanta rabia. Tú no sabes cómo borrar su imagen de tu cabeza, pero yo sí, tengo experiencia.

Por eso frené en seco y saliste disparado hasta darte un fuerte golpe en la cabeza. Y te sangró la nariz. Y sonreíste. Y esta noche dormirás como un alumno aventajado de Morfeo.

La viuda de nadie

cenizas

 

Una mujer vestida de duelo se acercó a mi taxi en la parada del aeropuerto y con gesto de apuro me preguntó:

-Disculpe. Necesito llegar a San Sebastián hoy mismo. ¿Podría llevarme?

-¿Perdió su vuelo? –pregunté extrañado.

-No me dejaron subir al avión con esto –y me enseñó una urna funeraria que llevaba entre las manos.

-De acuerdo, suba -le dije.

El trayecto Madrid-Donosti comprendía algo más de 450 kms. Los cien primeros viajamos en completo silencio. Luego comencé a notarla incómoda.

-¿Se encuentra bien?, ¿necesita que paremos?

-Descuide. Soy fumadora y estoy un tanto nerviosa.

Le dije, como excepción y dada la longitud del trayecto, que podía fumar en mi taxi. De inmediato se encendió un cigarro, me tendió otro, y este simple gesto compartido consiguió que la mujer se relajara y comenzara a hablarme. Y kilómetro a kilómetro fue tomando confianza conmigo hasta acabar confesando el verdadero motivo de aquel viaje.

Esa urna que no soltaba y abrazaba a ratos contenía las cenizas de su amante, hombre a la sazón casado. Falleció tres días atrás en un accidente de tráfico, a la edad de 53 años. Ella, mi usuaria, además de amante era la empleada del hogar de la familia, enamorada en secreto del difunto y él también de ella, compartiendo casa (trabajaba de interna) y a veces, cuando la esposa de él no estaba, cama también, y algún que otro viaje. Fue, precisamente, en uno de esos viajes, paseando por la playa de la Concha, donde se dieron su primer beso hace ahora más de siete años (o daños, según se mire).

Él le había prometido una y mil veces que todo cambiaría. De hecho, ya había iniciado los trámites del divorcio a espaldas de su mujer. Fue, precisamente, en aquel trayecto en coche dirección despacho (o despecho) de su abogado, cuando tuvo el mortal accidente.

Al final, poco antes de llegar a la playa de la Concha, la mujer me confesó que, en realidad, esta misma mañana le había robado a la viuda las cenizas de su amante. Se justificó añadiendo que sólo ella sabía dónde quería que echaran sus restos. Sólo ella se creía dueña de un futuro que nunca tendría, aunque sólo fuera en forma de cenizas esparcidas en el marco secreto de aquel primer beso.

Amor propio

Dos gemelos en el asiento trasero de mi taxi. No sólo eran exactos él y él, como dos gotas de agua oxigenada: también se complementaban hasta límites que jamás había visto. Parecía como si el uno respirara con los pulmones del otro y el otro verbalizara los pensamientos del uno. Por fuera, idéntico corte de pelo, y el pantalón de cada cual conjuntaba mejor con la camisa del otro que con la propia (y viceversa). Además, aunque viajaban en mi taxi, no había taxi para ellos, ni calles, ni la música que sonaba por la radio. Sólo estaban solos los dos. Por eso, cuando a través del espejo me dio por calcular su edad (treinta y pocos años cada uno) dudé si, en su caso, el tiempo correría el doble de rápido o tal vez fuera más exacto sumar ambas edades (sesenta y tantos años en total).

Eran gemelos, así que compartieron útero y cigoto, lo cual quiere decir que ya se conocían nueve meses antes de nacer. También, por su conversación, deduje que ahora vivía juntos y solos. Repasaron en mi taxi la lista de la compra que tenían previsto hacer nada más llegar a su destino, justo antes de subir a casa. Uno decía productos y el otro los numerabas levantando uno a uno los dedos de la mano.

Luego sucedió algo insólito; algo que muchos calificarían de atroz, de repugnante incluso. Al menos yo me quedé helado cuando lo vi. Después de acabar de repasar la lista de la compra, se tomaron de la mano y se dijeron:

-Te quiero, Víctor.

-Te quiero, Víctor.

Y dicho esto, se acercaron como ante un espejo, y se besaron en los labios.

Víctima de un Orden Superior

Hay un Orden Superior, no cabe duda. Ayer caí en la cuenta de que el timbrado del extintor de mi taxi había caducado hace un mes, y pasé una noche malísima. Apenas pude pegar ojo pensando que la poli podría haberme multado, y con razón. Y el año pasado me sucedió lo mismo con la fecha límite de la ITV.  Suerte que reparé en ello un par de semanas después, pero no te imaginas lo mal que lo pasé en el trayecto de mi casa a la ITV más cercana sabiendo que mi taxi no estaba en regla aunque funcionara perfectamente, conduciendo despacito para no sufrir ningún percance (ya sería mala suerte), sudando de miedo. Al pasarla favorablemente sentí el mismo alivio que sienten los católicos después de comulgar. Mi particular infierno es el Código Penal, quiero decir.

Curiosamente, durante las dos semanas que pasé con la ITV caducada sin yo darme cuenta, me sentí bien, normal. Y tampoco pasó nada. Fue justo en el instante de caer en la cuenta del despiste cuando noté el aliento de ese Orden Superior en mi nuca. Me sentí sucio y observado. Recuerdo que pasé delante de un control de alcoholemia y me invadió el pánico. No había bebido, pero seguro que mi cara resultaba sospechosa (imposible disimular la culpa). Suerte que a los taxis no nos suelen parar en ese tipo de controles, y al final salí airado pero con el corazón a mil. Ni a mi peor enemigo le desearía semejante tortura.

A decir verdad no sé de dónde me viene ese pánico al Orden Superior. En cierto modo envidio al que comete irregularidad tras irregularidad (estafar a fisco, por ejemplo) y sin embargo es capaz de dormir por las noches. No hay nada que me dé más pánico que un impago, o una multa (no por su cuantía, sino por tratarse de la prueba que confirma la existencia de ese Orden Superior, ese Dios inmisericorde que vigila mis pasos de cerca).

Antes eran mis padres. Ahora, el Estado y sus cámaras de vigilancia, sus radares fijos y móviles, sus «agentes del orden» (el término acojona, ¿verdad?), sus inspectores de Hacienda cotejando tus datos, el Ayuntamiento revolviendo en tu basura para ver si reciclas, los controladores de las zonas de estacionamiento regulado que vigilan si has sacado el ticket y tú mirando el reloj una y otra vez, angustiado por si te pasas de tiempo. Y aquí no hay padresnuestros que valgan.

Celoso macho dominante (o no)

Ayer por la tarde un hombre de complexión fuerte mandó parar mi taxi y me pidió que le ayudara a cargar unos bultos. Eran cuatro cosas: un enorme jarrón, un colchón de espuma y dos cojines, pero lo suficientemente voluminosos para ocupar el maletero y el asiento trasero al completo. Luego el hombre mandó salir a una mujer del portal, la cual no tuvo más remedio que sentarse en mi taxi a mi lado. La mujer, con acento y aspecto de Europa del Este (rubia, de unos treinta años, minifalda ajustada) me saludó cabizbaja y me indicó un destino a pocas manzanas de allí. Pensé que el hombre (español, por cierto) se quedaría en tierra, pero luego le vi ponerse un casco y montarse en una moto de gran cilindrada.

Al iniciar la marcha y parar poco después en el primer semáforo me llamó la atención que el hombre detuviera su moto justo a la altura de ella y agachara el casco para mirar no a la chica, sino a mí, como intentando advertirme que me tenía vigilado. La mujer, por su parte, evitaba mirarle o si lo hacía le lanzaba una sonrisa forzada, nada cómoda. Luego se abrió el semáforo y él se adelantó y giró a la izquierda, pero mi GPS me indicaba seguir recto, así que continué la marcha pensando que, tal vez, el hombre se dirigía a otro destino. Pero al instante (supongo que dio media vuelta al percatarse que no le seguía) le vi volver enfurecido por dirección prohibida hasta alcanzarnos y continuó la marcha a nuestro lado. El hombre debió de pensar que yo tenía intención de huir con la chica, porque la mirada que me lanzó en esta ocasión  me dejó de piedra. Sus ojos a través del visor del casco desprendían una furia indescriptible (hacia mí, nunca hacia ella).

Luego llegamos, la chica me pagó, bajó del taxi y se marchó. Él saltó al instante de la moto, y sacó los bultos esta vez sin mirarme. Tampoco me dijo nada ni se despidió de mí. Desconozco, en fin, si aquel hombre era un enfermo de los celos o, por el contrario, el proxeneta de una de esas redes de prostitución forzada. Por una parte me vigilaba a mí, no a ella. Intentaba meterme miedo sólo a mí. Los celosos compulsivos desconfían de todo hombre, quiero decir (y además me pagó ella, dato relevante. Los machistas posesivos tampoco dejan que ellas paguen). Pero por otra parte la mujer parecía más asustada que vinculada sentimentalmente a él. En fin, que me quedé dudando de con cuál opción quedarme (o tal vez haya una tercera), ¿tú qué opinas?

Pacto a la media naranja

Llámalo pacto: yo tengo más fuerza que tú pero tú eres más fuerte que yo, así que te protejo de los monstruos que nos acechen por la calle y tú a cambio me protegerás de mis monstruos de dentro. Cuando salgamos de casa prometo andar con mil ojos (arde la calle al sol del poniente / hay tribus ocultas cerca del río) y estaré siempre dispuesto a partirme la cara con quien sea que se atreva a perturbar tu placentera calma. Haré guardia con mi taxi, limpiaré las calles a tu paso. Seré el paraguas de tu lluvia. El factor 50 de tu sol.

Pero luego, al llegar a casa, no podré evitar acurrucarme en tu regazo como un gato herido y sentir que tus caricias domestican mis monstruos. Esos monstruos que me arañan por dentro cuando cierro los ojos, que convierten en ruido el silencio cuando cierro los ojos. Ese ataque nuclear de mis demonios imposibles de aplacar ni aun con todos los bíceps o los huevos del mundo.

¿Me envidias por cuidarte por fuera? Yo te envidio por cuidarme por dentro. Por eso ese concepto de machismo o feminismo no va con nosotros. Porque no somos iguales pero sí complementarios. Nos necesitamos mutuamente y a partes iguales pero de distinto modo.

Tampoco es tan difícil de entender.

Jaulas para escritores

maquina

Estoy en uno de esos cafés literarios que ahora crecen como setas en el ala cool del centro de Madrid. Simplemente pasé por delante con mi taxi, me topé con la palabra mágica (¡WiFi!) y con un hueco libre en la misma puerta, y aparqué sin pensarlo. Pero ahora que estoy dentro, con el portátil abierto sobre una ridícula mesa de piedra y forja y bebiendo una cerveza de marca impronunciable que encima está caliente, miro alrededor y me da cierta vergüenza formar parte de esto. Me refiero a escribir en el mismo lugar donde escriben otros. Ahora mismo somos cinco, cada cual en su ridícula mesa. Todos con sus MacBooks y todos, excepto yo, bebiendo té, o agua coloreada, o lo que coño sea eso. Tecleando en cadena como monos escribidores, levantándose a cada rato a hojear tal o cual libro de los estantes como monos cogiendo plátanos. En fin, lo más parecido a un zoo que he visto nunca.

Desconozco qué andará escribiendo el resto. Tal vez sean tipos con talento y buena técnica, no lo dudo. Pero creo, sinceramente creo, que la literatura no es eso. ¿Acaso puedes pretender sentirte único, irrepetible, y plasmarlo con furia, y ganarte un estilo propio rodeado de otros que intentan hacer lo mismo? ¿acaso estamos a la caza de la misma musa?

El caso es que luego, fuera de aquí, todos somos unos mierdas. Me refiero a que, si algo bueno tiene la creación literaria, es que cualquier sin sustancia en la vida real puede jugar a ser dios a golpe de tecla. Por eso recomiendo escribir donde nadie escriba. Escribir en una parada de taxis, o en bares con gambas en el suelo, camareros ojerosos y un MARCA manoseado al fondo de la barra, o en la esquina más profunda de un burdel o en el bingo de tu barrio, en el anverso del cartón de marras. Ahí te sentirás único en tu especie. Ahí escribirás crecido y las musas saldrán solas.

Yo a los cafés literarios les pondría un ring de boxeo en el centro, al menos para que los escritores pudieran darse de hostias justo antes de ponerse a escribir. Porque se escribe mejor después de una derrota. Se escribe mejor con sangre de otro en los nudillos.