A veces conviene frenar y tomar distancia. Aunque vayas el primero en la carrera del mundial, a escasos metros de la meta: echarte a un lado, frenar en seco y dejar que el resto te adelante. Al principio el público y los demás competidores pensarán que te falló el motor, así de simple es el hombre blanco. Luego, al verte salir de tu bólido con la única intención de tirarte al suelo y jugar con las hormigas, creerán que te has vuelto loco. En cualquier caso, el que iba segundo ganará el gran premio, pero tú te sentirás libre: pudiste elegir ganar. Te basta con eso.
Hace un par de semanas participé en una timba de poker con un usuario. Simplemente montó en mi taxi, me dijo que le esperaban unos amigos para jugar al poker, y al ver que yo entendía del asunto, me ofreció participar. Así que aparqué el taxi en su destino y entramos juntos en la trastienda de un bar. Éramos cinco en total (y dos botellas de Jack Daniel’s).
Las apuestas comenzaron flojas, pero poco a poco la cosa se fue calentando. En la última mano quedamos dos: mi rival comenzó a subir su apuesta y yo a subir aún más la suya. Mis cartas eran malas (pareja de damas), sin embargo me enroqué en ocultar mi farol apostando muy fuerte con la única intención de que él se rindiera. Y al final no se rindió. La apuesta se me fue de las manos y alcanzó una suma que no podía pagar, pero había algo en mí que me empujaba a seguir apostando: tal vez mis ganas de tocar fondo y empezar de cero, o demostrarme a mi mismo que este mundo, que mi mundo, estaba acabado.
Volteamos nuestras cartas sobre el tapete y las suyas me dejaron de una pieza: él también iba de farol y mis damas acabaron ganando a su pareja de sietes.
Y gracias a ese golpe de suerte, el mayor y más extraño de mi vida, me he comprado un taxi nuevo. Aunque después de eso, como ya os he contado, vino lo del robo en mi casa, lo de mi novia pillándome con otra y lo de mudarme solo a una pensión de mala muerte.
Arriba y abajo, en fin. La vida.