Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de julio, 2013

Mucho Más Que Todo (blognovela basada en desechos reales)

yates mmqt

CAPÍTULO I.

Salgo del agua. Me seco la cara, las manos. Tres mensajes en el buzón de voz: 1. Eduardo, yate en muelle once (5 «pasajeros»). 2. Franco, estudio de arquitectura (1 «pasajero»). 3. Tania QQ: a partir de las doce en la sala VIP del Denisha (entre 6 y 10, luego confirma). Son las cinco y treinta de la tarde y el sol pica demasiado duro. Al otro lado de la piscina, la hija del juez Brel sigue tumbada en el césped mientras finge leer la Forbes de este mes. Sé que en realidad me está observando a través de sus Ray-Ban, así que me seco con la toalla tensando los glúteos, los bíceps y los abdominales.

Me calzo las chanclas, recojo las cosas y subo a casa. Eva sigue dormida en el sofá. En la tele, un león devora los intestinos de una hiena muerta. De camino al cuarto de baño repaso mentalmente los mensajes: Eduardo me pidió cinco gramos; el arquitecto, uno. Después del arquitecto iré al gimnasio y volveré a casa a tiempo para cenar con Eva y cambiarme antes de la cita en el Denisha.

Cinco y cincuenta de la tarde. Me ducho rápido (sin exfoliarme) y elijo la ropa del vestidor (pantalón corto G-Star, camisa Custo Barcelona, zapatillas Bikkembergs). Cojo del cabecero la muñeca Angela Merkel, desenrosco con cuidado su cabeza y vuelco el cuerpo sin cabeza de la muñeca sobre la cama. Del cuello de Merkel salen unas veinte papelinas; separo seis de un gramo. Luego guardo con cuidado, una a una, las papelinas en el bolsillo, bajo al garaje, arranco el taxi y conduzco en dirección al puerto deportivo.

En la entrada privada al puerto saludo a Blas, que me abre la barrera. Ya dentro, circulo despacio hasta el muelle 11. Aparco el taxi entre un Panamera y un Q7 negro con las ruedas bañadas en oro y matrícula rusa y camino por el muelle hasta que distingo el yate de Eduardo. Cruzo la pasarela y saludo a un tripulante uniformado que me acaba acompañando hasta la cubierta de arriba. Al reparar en mi presencia, Eduardo se levanta del jacuzzi (está completamente desnudo), deja su whisky en el borde del jacuzzi, se enfunda un albornoz que le tiende el tripulante, y me da un abrazo.

-¡Blasco querido!, ¡bienvenido a tu casa! ¿Un whiskito?

-No, gracias. Llevo prisa.

-No te imaginas lo bien que me vienes. ¡Eres un ángel caído del cielo! Esta noche vienen a cenar los Somoano, ya sabes, a cerrar por fin lo del complejo deportivo que te conté… ¿Y a que no sabes qué? ¡Me preguntaron por tu mercancía!, ¿te lo puedes creer? ¡Eres famoso! ¡tu mierda va de boca en boca entre la más rancia aristocracia del país, amigo mío!

-Te agradezco el cumplido, Eduardo. Y confío en tu… discreción.

-¿Estás de broma? Por cierto, algún día tendrás que contarme cuál es tu puñetero secreto; cómo consigues una coca tan jodidamente pura y a ese precio tan… ridículo. No me cansaré de decírtelo: deberías venderla más cara y lo sabes.

-Tómalo como un favor personal a un amigo.

-Tonterías. Nadie se hace rico haciendo favores personales a los amigos.

Sonrío.

En esto saco del bolsillo sus cinco gramos:

-Déjalos ahí mismo. Mételos en esa caja. Pero espera, dame uno.

Le tiendo una papelina, la abre y, tras chuparse un dedo y hundirlo en la papelina, se restriega la coca en las encías. Luego mete el dedo otra vez, se desabrocha el albornoz, se agarra el pene con la otra mano, y extiende el polvo alrededor del glande.

-¿Vladimir? –grita.

De inmediato aparece otro hombre uniformado.

-¿Sí, senior?

-Dale 300€ a mi amigo Blasco.

-Sí senior.

Al salir del puerto aprovecho un semáforo en rojo para escribirle un Whatsapp al secretario del jefe: “Esta noche Eduardo Terra firmará en su yate Lati II  (muelle 11) el contrato del Complejo Deportivo con los hermanos Somoano”. Apenas dos segundos después recibo un mensaje de respuesta: “Ok”.

Tu tristeza en una caja de zapatos

Metí toda mi tristeza en una caja de zapatos y guardé la caja debajo de la rueda de repuesto de mi taxi sin pensar que, cada vez que pinchara una rueda y tuviera que cambiarla, saldría mi tristeza a la luz. La caja de zapatos en cuestión correspondía a unos náuticos que nunca llegué a ponerme, así que decidí hacerle hueco a la tristeza y metí también los zapatos en la misma caja. Después busqué el ticket y me fui a la tienda a devolverlos. La tristeza es transparente y volátil, por eso el dependiente no reparó en ella cuando abrió la caja, supervisó los zapatos y me devolvió el dinero: 55,95€

Esa noche gasté el dinero íntegro de toda mi tristeza en un bar. Y ahí se quedó.

Dos días después subió a mi taxi un hombre que advertí cabizbajo, con aires de derrota. Durante el trayecto comenzó a sonar por la radio Maybe Tomorroy de Stereophonics, y en esto le vi apoyar su cabeza en el cristal mientras seguía la letra con los labios, llegando incluso al sollozo al arrancar el estribillo. Luego trató de limpiarse las lágrimas con la camisa. Le tendí un pañuelo.

-Disculpe. Llevo un par de días con la tristeza agarrada al cuerpo.

-¿Le sucedió algo? -pregunté.

-No. Y es raro. Todo me va bien, no puedo quejarme. Mi única pega son estos malditos zapatos, que me rozan el empeine. Me fue imposible seguir caminando. Por eso tomé su taxi.

Bajé la vista y me sorprendió ver que llevaba el mismo modelo de zapatos que yo había descambiado.

-¿Me permite preguntarle qué número usa?

-Un 46. Me los compré hace un par de días y no consigo adaptarme a ellos.

-¿Los compró en una zapatería de la calle Ayala?

-¿Cómo lo sabe?

-Los vi por casualidad en el escaparate al pasar con el taxi.

Mentí y me sentí mal por ello. No le dije que aquellos zapatos antes fueron míos. Tampoco que guardaba mi tristeza en esa precisa caja y, por lo visto, los zapatos se contagiaron y él también al ponérselos. Y ahora ese hombre vivía inmerso en mi tristeza. Era mi tristeza, lo sé. No es posible que un hombre de más de sesenta años conozca y susurre al dedillo una canción de Stereophonics.

Pero yo ahora estoy feliz.

Y a veces la felicidad implica ciertos toques de egoísmo.

Creo.

Supongo.

Loco tidiano

sofa mano

Tomás vivía viajando. Estuvo tres semanas en Tokio y hoy hacía escala en Madrid para volar mañana mismo a Londres. Pero su paso por Madrid no era casual: aquí vivía su madre y también su mujer. De hecho, fue su mujer la que acudió al aeropuerto a recibirle y tomar después los dos un taxi a casa. Mi taxi.

Durante el trayecto ella se mostró más fría que él, aunque no enfadada. Parecían acostumbrados a pasar largas temporadas sin verse y ya tomaban estos continuos reencuentros como algo normal. Me atrevería decir que la distancia había forjado una barrera física entre ambos: apenas se rozaban la mano y ella no acogía los besos de él con demasiado entusiasmo.

Tampoco hablaban mucho, sólo frases sueltas intercaladas con largos silencios. En uno de esos momentos, Tomás sugirió salir a cenar y luego dar un paseo, pero ella se negó: «Hice algo de cena y estoy cansada. Quedémonos mejor en casa. Te recuerdo que mañana hemos quedado temprano a comer con tu madre. Tu vuelo sale a las cuatro».

Aquello me dio que pensar. Después de tres semanas sin verse parecía raro que la mujer no quisiera celebrarlo de un modo especial. Sin embargo en su tono advertí que ella, lo que realmente necesitaba, era una pequeña inyección de cotidianidad comprimida junto a su esposo. Para ella lo excepcional era, precisamente, lo cotidiano: cenar los dos en casa, ver un rato la tele en el sofá y, cuando entrara el sueño, irse a la cama. Y luego, a la mañana siguiente, acudir los dos a comer a casa de su suegra y ultimar el costumbrismo hasta que él tuviera que marcharse otra vez durante otras dos o tres semanas más.

Eso fue lo que realmente llamó mi atención de aquella pareja, sobre todo de ella: sus ganas de hacer aquello que a todos los demás se nos escapa. Concentrar la rutina en un solo día.

Ella quería ser normal. Buscaba que todo fuera normal. Sólo eso.

La privatización de las musas

Es difícil a veces mantener la misma pasión creativa durante años. Máxime cuando lo de fuera se cuela sin querer en tu interior, como un virus, y te bloquea las ganas.  Durante años me he sentido libre con mi taxi y con mi vida, pagando con creces mis facturas, dejando propina en los bares o, en última instancia, confiando en el sistema sanitario. Vivía en un mundo ajeno, muy propicio para esto de la creatividad literaria ya que, entre otras cosas, el gobierno de turno no molestaba demasiado ni se colaba en mi casa. Y es que para escribir, para centrarme en cualquier historia, sólo necesito que todo lo demás me importe un carajo.

De un tiempo a esta parte he dejado de sentirme libre, al menos no como antes. Ahora muchos de mis textos me resultan más forzados porque a veces me cuesta un riñón centrarme en ellos o dotarlos de la frescura de quien no le tiene miedo a nada. Le he dado mil vueltas a esto y os podrá sonar a excusa, pero creo que la culpa, en gran medida, la tiene el clima social que ahora estamos sufriendo. No puedo evitar que me afecte estar gobernado por una banda de sinvergüenzas sin escrúpulos que tapan sus miserias a la vez que desmantelan los pilares básicos del bien común: la sanidad pública, la educación, las pensiones. O mientras despido a mis amigos de siempre o a familiares directos, gente formadísima, porque no les queda otra que emigrar. Me es imposible encender la tele, o la radio, o leer periódicos, o charlar con usuarios de mi taxi sin que me hierva la sangre. Todo a mi alrededor es pesimismo y resulta difícil aislarse de eso. Resulta difícil encender el ordenador y darle a la tecla sin que se cuele, aunque sea sólo por una rendija, ese fango acumulado. Lo sigo intentando, amo esto, pero es difícil.

¿Solución?

El taxista que jugó a dominar el tiempo

Así dispuestas, a ambos lados de mi espejo retrovisor, eran como el antes y el después de la misma persona. Madre e hija: apenas veinte años de diferencia pero los mismos ojos azules, los mismos pómulos rosados e idénticos pares de labios. Sin embargo, aun siendo dos gotas de agua captadas a destiempo, la madre se me antojó más guapa que la hija. Como si el paso de los años hubiera afianzado sus rasgos, marcando aún más una personalidad sin duda arrolladora, macerada al igual que buen vino. La hija era guapa, sí, pero carecía del atractivo maduro y rabioso de la experiencia, ese «cuando tú vas yo ya he vuelto» frente al «me llevas ventaja». La candidez inmadura aún asida al árbol frente a la fruta en bandeja, con fecha de caducidad pero sabrosa.

El caso es que, mientras las dos hablaban de sus cosas en el asiento trasero de mi taxi, me dio por imaginar cómo sería un encuentro sexual con las dos a la vez, modo trío; y aquello, más que excitante, lo imaginé enrarecido, debatiéndome entre dos franjas de tiempo: algo así como follar en diferido o en falso directo, acusado por la extraña decisión de optar por el futuro o el pasado de una misma mujer, o alternar futuro y pasado a intervalos, o pensar en el pasado mientras sucumbo a los encantos del futuro, o viceversa. Tocar a las dos a la vez sería como poner un pie en el lado portugués de la frontera y el otro pie en España, sintiendo que son las diez de la mañana en la mitad izquierda de mi cuerpo y las once en mi derecha. Así que lo excitante, más que el acto sexual en sí, sería su carácter metafísico. Y estaba dispuesto a probar. De hecho, cuando detuve el taxi en su destino y la madre se dispuso a pagarme, estuve a punto de decir: «¿Jugamos los tres a ser Dios?». Pero mi novia me esperaba en casa, había recibido un Whatsapp suyo que decía: «¿Te apetece tortilla de patata?». Y a mí me encanta la tortilla de patata.

Ella y él

Él, hombre apuesto, 45 años. Ella unos quince años menos, atractiva, buen tipo. Él lo quería todo de ella y urgente. Ella parecía ilusionada aunque confusa: hace apenas dos meses lo había dejado con su novio de siempre (convivencia larga y aburrida), y en este hombre reciente había descubierto nuevas formas de pasarlo bien, de sentirse princesa. Con su ex, sin embargo, nunca salía de casa: apenas paseaban por el campo algún domingo y jamás tomaban copas por ahí. Por eso, este nuevo romance había supuesto un revulsivo para ella. De pronto había comenzado a sentirse viva y, lo más importante, a no acordarse de su ex. (Tampoco ha escrito nadie cuánto luto hay que dejar entre una pareja y la siguiente, o cuánto hay que sufrir).

Con el nuevo hombre salía casi a diario, pero él parecía querer ir más deprisa que ella, más en serio: vivir con ella urgente, sin más demora. Presentarle a sus  padres, decirlo abiertamente en la empresa (sí, trabajaban juntos; él era el jefe de ella) y a su hijo (sí, el hombre tenía un hijo). Y compartir el resto de sus vidas. Los tres.

Escuchándoles con disimulo desde el asiento del conductor de mi taxi, acabé por formarme mi propio perfil de él y de ella, o qué buscaba realmente cada cual del otro:

Ella, tal vez, buscaba el polo opuesto a su novio. Alguien maduro y con mundo para pasar página o, directamente, quemar el libro del pasado a base de sumar presentes (y sin pensar, todavía, en el futuro).

Él tal vez buscaba sentirse siempre joven a través de ella. Empezar más que de cero, de menos quince.

¿Tú qué opinas?

Perplejo Peter Pan

grow up

Nunca entendí los tatuajes. Tampoco las vasectomías. Siempre fui demasiado cambiante, y cualquier gesto irreversible o de difícil marcha atrás me ahogaba en un mar de dudas: ¿Y si me hago un tatuaje y al día siguiente o al mes siguiente o al lustro siguiente ya no lo quiero? ¿Y si el Peter Pan que habita en mí se vuelve alérgico al polvo mágico de Campanilla, y en lugar de volar estornudo? ¿Y si acabo por darme cuenta que sentar la cabeza reduce el riesgo de lesión cervical? ¿Y si dejo de pensar que este mundo cruel y despiadado no merece descendencia y empiezo a crear un mundo nuevo que proteja a mis hijos, y a los hijos de mis hijos?

Por eso, en gran medida, soy taxista. Mi taxi es perfecto para alguien como yo, que siempre he dudado de todo y sobre todo de mí mismo. Mi taxi me permite jugar a ser un yo distinto con cada usuario. Creer que los trayectos, más que tatuajes, son calcomanías que impactan en mi piel o se disuelven según merezcan ser escritos: a fuego en la memoria o a hielo en el olvido.

Pero entonces llegaste tú, y ahora quiero ser yo mismo cada día. Quiero quererte a años luz de esa suma de dudas que antes era. Tatuarme tu aliento en el anverso de mis párpados. Sentar la cabeza entre tus piernas. Leer a nuestros hijos el cuento de Peter Pan. Y que se duerman y sueñen con garfios de gomaespuma.

La tristeza del librero

libreria viejo

Ayer volví a retomar mi vieja costumbre de seguir a usuarios de mi taxi después de bajarse del taxi. En este caso era un tipo de mediana edad y aspecto anodino, pero su falta de prisa al pagarme la carrera y apearse me llevó a querer saber más de él. Así que aparqué mi taxi y le seguí caminando hasta una librería cercana. El hombre acabó comprando un libro (“Yonki”, de William Burroughs). Acto seguido yo compré otro igual.

El librero se quedó extrañado y no pudo evitar preguntarme por qué había comprado el mismo libro que su anterior cliente.

-Hoy necesito vivir la vida de otro para descansar de mí -le dije.

Aquello le sorprendió gratamente, así que le propuse hacer lo mismo. El librero aceptó sin dudarlo: le di las llaves de mi taxi y él me dio las llaves de su librería.

El librero se marchó con mi taxi. Minutos después de quedarme completamente solo, sonó el teléfono de la librería. Era la mujer del librero: que no aguantaba más, que estaba haciendo las maletas y que se iría a un hotel hasta encontrar otra cosa. Colgó sin darme tiempo a decir que yo no era él. Aunque después lloré por él, lo reconozco.

Prohibido pisar

flotar agua

Fregué toda la casa: el suelo del baño, la cocina, el salón, el pasillo, y al llegar con el mocho a mi habitación acabé la faena subido a la cama, esperando a que el suelo acabara de secarse. En esa pose, arrodillado en la cama y con el palo de la fregona en alto, parecía un náufrago en el mar de mi casa, lo cual me hacía sentir extrañamente bien, como a salvo de todo. Me tumbé en la cama y todo parecía en calma: el mar del suelo y el gotelé del techo que hacía las veces de un cielo estrellado y eterno. ¿Qué más necesito? pensé. Tengo wifi, y el ordenador portátil a mano, en la mesilla. Y si quiero sexo, puedo imaginar que la fregona es una bella dama. Anoréxica, sí, pero nadie es perfecto. Y cuento con una imaginación portentosa. Puedo jugar a conducir un taxi desde mi cama y escribir anécdotas con usuarios inventados. O soñar con otros mundos más nuevos o sin los vicios de este. O chatear con divorciadas de Connecticut. O comprar por eBay fotos antiguas, o monociclos, o relojes sin pila, o lo que me dé la gana.

De hecho, me puse más cómodo y ahora estoy escribiendo este post desde mi cama. Desde la isla. Seguro que el suelo ya se habrá secado pero no quiero mirar. Prefiero pensar que sigue mojado. Que seguirá mojado por siempre y yo aquí, asombrado de lo que soy capaz sin apenas nada.

Síndrome de Estocolmo

La chica parecía nerviosa. Se mordía las uñas y apretaba los dientes, como con rabia. Tomamos la M-30 dirección Norte y le dije a través del espejo de mi taxi que se abrochara el cinturón. Obedeció sin decir nada. Justo en ese instante sonó su teléfono:

-¿Sí?

-(…).

-Voy en un taxi a entregarle la carta.

-(…).

-Sí, sí. Descuida. La meteré en su buzón, y luego iré a casa de Berta.

-(…).

-Gracias, Sandra. Luego te llamo. Adiós.

Colgó y en esto sacó una carta del bolso. La miró fijamente. Suspiró.

Cinco minutos después llegamos a su destino. Me pagó con prisas, soltó un momento la carta sobre el asiento para desabrocharse el cinturón de seguridad, salió de mi taxi y cruzó la calle. Yo cambié el cartel a LIBRE y seguí la marcha.

Pasó un buen rato hasta que caí en la cuenta de que se había dejado la carta olvidada en el asiento del taxi. No había forma de devolvérsela y en el sobre no figuraba remitente alguno. Sólo un nombre: CARLOS.

Lo siento, pero no pude evitar abrirla y leerla (foto). Su contenido me dejó atónito.

20130703_233319

Trascribo aquí:

Sí, soy yo. Siéntate que esto va a doler:

Suecia es mentira. Como tú. Como lo nuestro. ¿De verdad pensabas que no iba a enterarme de lo de Mónica? Lo supe desde el primer momento que te la presenté. Cómo la mirabas. Cómo hablabas de ella. Tuviste que regalarme hasta su mismo perfume HIJO DE LA GRAN PUTA. Te vas a ir solo. He estado planeando esto durante semanas. La reserva de un solo billete a Estocolmo. La entrevista de trabajo en aquellos almacenes suecos. La fianza en ese apartamento a las afueras de Estocolmo pagado con tus últimas mensualidades del paro… Sí, Carlos: te vas solo. Ni he dejado mi trabajo, ni he mandado mis cosas, ni me voy a vivir contigo a otro puto país a empezar nada de cero contigo. No tienes escapatoria. Tu vuelo sale mañana. A ver cómo te las apañas con tu mierda de inglés. Ah por cierto, lo del curso intensivo de sueco que te había pagado también es mentira. Me has tenido mucho tiempo engañada, con una venda en los ojos, como un rehén en cautiverio. Me convertiste en una yonki dependiente de su secuestrador. Pero ya no. Me he liberado. Bienvenido ajora a este tu nuevo (síndrome de) Estocolmo.

PD1. Ni se te ocurra llamarme.

PD2. La tienes más pequeña que Raúl.