Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de julio, 2013

El perro del vecino

Antes de lo que os vengo a contar y pediros consejo, me gustaría dejar bien claro que no tengo nada en contra de los perros. De algunos dueños sí, pero no de los perros. Nunca tendría un perro en casa, pero no me molesta e incluso entiendo que otros los tengan. Hasta ahora.

Hace apenas un mes se mudó al piso de abajo una familia con hijos en edad escolar y un perrito no más grande que la batería de mi taxi pero mucho más ligero y escuálido, de pelo blanco (no entiendo de razas, pongamos Satán), y un ladrido agudo y estridente hasta el delirio. Nunca me he cruzado con la familia, no sé quiénes son. Deduje sus miembros por la ropa tendida en el balcón (uniformes de colegio, faldas de mujer y camisas de hombre). Al perro, sin embargo, lo conozco de memoria ya que suele asomarse al balcón (siempre abierto) para observar la calle y LADRAR.

Ahí viene el problema. Ladra mucho y muy fuerte, a intervalos de minutos, mañana, tarde y noche, en secuencias larguísimas y sin motivo aparente. Parece increíble que un animal tan pequeño y en apariencia frágil consiga desquiciar con sus ladridos a toda una calle (estrecha, sin apenas tráfico, silenciosa por las noches). Pero más increíble aún me resulta la pasividad de los dueños en cuestión cuando el perro ladra sin parar a las doce de la noche, o a la una y trece, o a las dos y cinco, o a las tres y veinte de la madrugada (¡WIF!, ¡WIF!, ¡WIF!) despertándome, martilleando mis tímpanos, erizando mis nervios y los nervios del resto de la calle (anoche un vecino del bloque de enfrente acabó saliendo al balcón a las tres de la mañana al grito de: «¡QUE SE CALLE YA, POR DIOS!» . He llegado a pensar que los cuatro miembros de esa familia consumen algún tipo de droga para dormir. O que son sordos. Los cuatro.

Llevo un mes, y no es broma, durmiendo a intervalos de tres o cuatro horas por culpa de los ladridos del perrito en cuestión (a veces me voy de casa a escribir al bar, o saco el taxi a deshoras). Y me temo que si bajo y les digo algo, serán de esos que niegan la mayor y tratan al pobre animal como al hijo tonto de la familia: «¿¿Mi Cuqui?? ¡¡Pero si es un amor!! ¡¡Ni muerde ni nada!! ¿¿Acaso tienes algo en contra de los perros?? ¡¡Pero qué falta de sensibilidad!!».

¿Apostamos?

Como digo, no entiendo mucho de perros. No sé si es posible «educar» a un perro para que ladre flojito o en modo MUTE, y en tal caso pueda yo increparles algo a sus dueños. O tal vez alguno de vosotros pueda decirme cómo atajar el problema del modo más diplomático posible, o incluso medidas más drásticas, a ser posible que no impliquen cárcel.

Ayuda, por favor. Necesito dormir. Y escribir tranquilo.

Los secretos del tacto

En mi taxi, y supongo que en cualquier taxi, el miedo al tacto se produce curiosamente en el momento más pornográfico del trayecto: al pagar por el servicio prestado. Es entonces cuando el cliente demuestra su predisposición al tacto ante un perfecto desconocido. La secuencia es la siguiente: el hombre o la mujer sube a mi taxi, me indica un destino, charla conmigo o permanece en silencio, y al llegar y mirar lo que marca el taxímetro saca el billete o las monedas, yo estiro la mano y me las tiende. Es en ese preciso momento, en su forma de entregarme el dinero, cuando se produce una suerte de lenguaje no verbal que sin embargo dice mucho más que mil palabras. Quiero decir que algunos usuarios, por ejemplo, al tenderme el dinero procuran no tocarme la palma de la mano y me lanzan las monedas a la mínima distancia posible pero sin tocarme, o si me tocan es sin querer y de súbito apartan la mano, como con miedo al más mínimo contacto. Pero otros, sin embargo, parece que buscan tocar mi palma con sus yemas; depositan las monedas presionando los dedos y los arrastran después, como tratando de de leer en braille las líneas de mi mano. Pero más curioso aún es el gesto de algunas mujeres de largas uñas, que me tocan con la punta de las uñas y sin querer me cosquillean la palma de la mano, aunque las yemas de sus dedos no lleguen nunca a tocarme, como si las uñas sirvieran de parapeto que las protege del tacto. Qué invento más extraño el de las uñas, ¿verdad?

Seguro, en fin, que cada forma de tender las monedas significa algo. Supongo que buscar o evitar el tacto demuestra un nivel de introspección imposible de camuflar. Si no te has fijado haz la prueba. Dile a alguien que te tienda algo, una moneda o cualquier otro objeto pequeño, y observa cómo lo hace. Observa si te toca la mano o evita tocarte. Observa si al hacerlo mira lo que hace o si por el contrario te mira a los ojos. O a los labios. O al suelo. Todo eso es importante. Cualquier detalle es importante.

Conectados (o tres)

En gran medida la salud de tu psique depende de ese cordón umbilical fantasma que no llegó a cortarse nunca; ese cordón extensible ad infinitum que nace por siempre en tu ombligo y muere en tu madre o viceversa.

Si tu vida se disloca tal vez sea porque el cordón fantasma se te enredó alrededor del cuello, y la falta de oxígeno te impidió ver las cosas con claridad. De hecho, yo a veces, cuando entro en mi taxi, noto que el cordón se queda pillado al cerrar la puerta; y será sugestión, pero siento que me falta el aliento y me cuesta mantener la cordura. Luego llamo a mi madre con ese otro cordón fantasma que es el Bluetooth del taxi, y al instante me llega un soplo de aire fresco y todo vuelve a la calma.

O el amor, ¿qué es el amor sino una bipartición de ese cordón conectado a otra mujer que no es tu madre? Por eso, cuando el amor muere, se rompe el cordón supletorio y lo vas arrastrando como alma en pena. Al menos hasta que cicatriza, claro.