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Somos la civilización de la electricidad ¿Por qué nos cuesta tanto entender su potencial transformador? (parte 1)

El invento de la electricidad masiva y en red, hace apenas 140 años, ha marcado la evolución de nuestra civilización. Desde su invención hemos transformado radicalmente las ciudades. ¿Alguien se imagina como sería la ciudad de Nueva York si los ascensores eléctricos no hubieran irrumpido en nuestra sociedad? Sí, esa tecnología ha hecho posible que se desarrollen ciudades compactas en las que el transporte masivo y eléctrico, el metro, permiten la movilidad de miles de personas sin que sus calles queden literalmente bloqueadas y asfixiadas por los coches térmicos.

Edison construyó las primeras centrales de generación eléctrica en Pearl Street en Manhattan (Nueva York) y en Holborn (Londres) en 1881. Al año siguiente empezaba el negocio de venta de electricidad y en menos de un año los industriales más innovadores instalaron los primeros motores eléctricos que sustituirían a las máquinas de vapor que quemaban carbón en el centro de las ciudades, asfixiando con sus humos de combustión a sus poblaciones crecientes de ciudadanos que se desplazaban desde el campo en busca de trabajo.

Pero, 10 años después menos del 5% de las industrias habían implementado la electricidad en sus procesos de fabricación y seguían instaladas en la era del vapor. La mayoría cuando renovaban equipos lo hacían de nuevo con motores de vapor.

El tema es que esos industriales innovadores no apreciaron ninguna mejora en la competitividad de su industria. La electricidad parecía tener poca relación en la mejora de la productividad. Y es que, esos pocos “early adopters” que implementaron algún motor eléctrico a la vez que empezaban a comprar energía “limpia y moderna” desde alguna central eléctrica próxima, continuaban manteniendo la estructura de fábrica industrial centralizada alrededor del eje de transmisión de la máquina de vapor, una máquina permanentemente en funcionamiento y sobre la que se planteaba todo el proceso manufacturero.

El problema es que la tecnología había cambiado pero la forma de pensar no. Los motores eléctricos hacían exactamente los mismos procesos que los de vapor, por tanto, eran perfectamente sustituibles, pero hacían muchas otras cosas que esos industriales eran incapaces de entender y, por tanto, de aprovechar.

Instalados en nuestra cultura industrial del siglo XIX, nos costó 30 años entender que no necesitábamos una gran máquina que girase para hacer llegar la energía, solo necesitábamos cables.

Las fábricas ganaron espacio y los procesos fabriles dejaron atrás la logística del eje de transmisión para abrirse camino en la línea de producción. Henry Ford lo entendió a la perfección, de algo le debían servir los años de trabajo en la compañía de Thomas Edison, y allí empezó su aventura cuando lanzó la primera línea de montaje para su fábrica de Highland Park en Detroit. Consiguió reducir el tiempo de montaje del Ford T de 12 horas a tan solo 93 minutos; o sea, que multiplicó por 10 la producción en un día. No pasó mucho tiempo para que consiguiera fabricar 1.000 coches al día. En el año 1903 la V avenida de Nueva York estaba congestionada por carruajes de caballos. En 1913 la congestión era de vehículos térmicos. Cuentan que la mayor parte de preguntas que la gente hacia a Henry Ford estaban relacionadas con la alimentación de esos caballos tan potentes que él comercializaba. De hecho, no se estaban refiriendo a las gasolineras puesto que no sabían ni que existían.

Definimos un modelo de mercado al que cualquier tecnología que aparezca tendrá que someterse, porque esa es nuestra cultura, la que parece que todo es para siempre, olvidándonos de que la única constante humana es que todo cambia.

Pero, volvamos a la electricidad. Siempre ha tenido un tendón de Aquiles. La electricidad es una mercancía peculiar. El sistema eléctrico debe estar en permanente equilibrio, es decir,  que cuando se produce también se tiene que consumir. Un “just in time” que debe funcionar a la perfección. Bajo ese principio físico se ha construido todo un sistema de centrales de generación térmica que, según determinados avisos del gestor del sistema van ajustando su producción a lo que los consumidores necesitamos en cada momento. Además, no estamos dispuestos a que esos ascensores de los que hablábamos al principio del artículo nos dejen suspendidos en el aire si no hay electricidad para todos en momentos de elevada demanda. Ello nos ha obligado a disponer de un sistema redundante en el que algunas centrales funcionan muy pocas horas al año. Y claro, sus costes deben ser cubiertos y es aquí cuando entramos en esas extrañas fórmulas de precios variables y con pagos de capacidad a grandes oligopolios que nadie entiende con lo que, su opacidad puede ser de nivel inimaginable si los organismos reguladores están capturados y los políticos se preocupan poco por saber y entender sobre el tema. El exministro Soria reconoció que el redactado de los decretos y leyes venía “hecho” por las mismas empresas eléctricas.

Pues bien, este es el mundo de la electricidad que tiene su origen en los combustibles fósiles que, si alguna cosa buena tiene, es que las tecnologías y recursos energéticos a quemar son flexibles. Es decir, con un sistema de gestión ideado en el siglo XX se da respuesta a ese “just in time”, aunque sea una repuesta bastante cara y oscura. Tema aparte merece la energía nuclear, muy poco flexible, y que por tanto está en el sistema siempre de base. Y con todo ello, definimos un modelo de mercado al que cualquier tecnología que aparezca tendrá que someterse, porque esa es nuestra cultura, la que parece que todo es para siempre, olvidándonos de que la única constante humana es que todo cambia.

Esas nuevas tecnologías, a las que voy a referirme como el primer gran cambio del siglo XXI, ya están en el mercado y a partir de 2020 en España la energía eólica va a superar “para siempre” a la energía nuclear, que hoy presenta un mayor volumen de energía en el sistema eléctrico español, y eso que para esa fecha no vamos a cerrar ninguna central nuclear, a no ser, claro, que tengamos algún accidente catastrófico por el camino. Y la solar acelera a nivel mundial y España está en el foco de atención de sus inversores. Para 2030 está previsto que la energía solar y la eólica en España supongan más del 50% de la energía eléctrica que consumimos. Pues bien, eso tiene algo de malo. La energía solar y la eólica son variables e intermitentes con lo que esa bondad de flexibilidad que se atribuía a los combustibles fósiles se volatiliza literalmente y me parece que a pocos les va a gustar quedarse colgados en el ascensor. Los gurús del siglo XX dicen que la solución va a ser el gas natural. No desesperemos, a lo mejor es que tampoco lo hemos entendido todavía.

La civilización de la electricidad se acelera. Hoy apenas supone el 25% de la energía que consumimos, pero la descarbonización de la economía hace imprescindible su incremento a porcentajes cercanos al 70%.

El segundo gran cambio del siglo XXI también está entre nosotros, pero como ya viene siendo costumbre, tampoco lo entendemos. El vehículo eléctrico.

Una tecnología nueva (si pensamos en los que utilizan batería ion litio), con poca oferta en el mercado, pero creciendo y con menos del 1% de la renovación del parque en España. Una tecnología más cara “casi” con las mismas prestaciones que su equivalente térmico, pero con una energía más limpia. La mayor parte de consumidores y políticos no le ve una mejora competitiva. El precio más elevado de adquisición y la posible destrucción de empleo en refinerías y plantas de automoción hace que pocos se esfuercen en pensar cómo introducirlo (a lo mejor se esfuerzan por todo lo contrario). La mayoría piensan que la solución es una buena red de recarga rápida en calles y carreteras equivalente a las gasolineras. Algunos fabricantes europeos, líderes en motor diésel, hablan de que hay que implementar una red de carga super rápida de potencia superior a 400 KW para cargar en menos de 5 minutos en la carretera. Sin ella, el coche eléctrico no tiene futuro.

Es fácil establecer un paralelismo de las primeras etapas de implementación del motor eléctrico versus la línea de transmisión de vapor; el coche eléctrico versus el coche térmico o las energías renovables intermitentes y los combustibles fósiles flexibles. La tecnología ha cambiado pero la forma de pensar, NO.

Lo voy a dejar aquí para que nos rompamos la cabeza pensando que más pueden hacer esos coches eléctricos y esas energías renovables. En el siguiente blog os voy a contar cual es mi visión. Doy por supuesto que lo de la mejora de la calidad del aire, la reducción de los costes sanitarios y dejar de incrementar los Gases de Efecto Invernadero ya lo tenemos internalizado con lo que no voy a ir por ahí, aunque tengamoslo claro, la salud es el motor del cambio (siempre lo ha sido) y la supervivencia de la especie humana, ni os lo cuento.

Por cierto, estaría bien que en momentos de cambio (¡¡¡y lo estamos!!!) las políticas industriales apostasen por abrir la mente a eso que aún no entendemos y que va a suponer la diferencia entre los que van a ganar la siguiente revolución industrial y los que sencillamente van a quedarse en la era de los combustibles fósiles y el uranio una generación más como mínimo. Eso sí, una generación contenta de ser conectada y digital pero posiblemente sin empleo.

Por Assumpta Farran – patrona de la Fundación Renovables y ex directora del Institut Català d’Energia

Transición energética justa (II)

Petróleo y movilidad eléctrica. El fracaso y la esperanza de la Cumbre climática de Katowice

El debate público de la transición energética y el cambio climático hasta hace poco se orientaba casi exclusivamente a la generación eléctrica con carbón y a su sustitución por energías renovables. De los combustibles fósiles se hablaba en genérico de tal forma que el sector de la automoción, alimentado en un 98% con derivados del petróleo, parecía ajeno al debate, como mínimo a los ojos de la mayoría de los ciudadanos, gobiernos y empresas de los sectores afectados. Otro tanto se podría decir del sector del refino de petróleo.

La realidad nos cayó encima cuando, a mi parecer muy acertadamente, la ministra de Transición Ecológica puso encima de la mesa la prohibición de venta de vehículos con emisiones directas de CO2 a partir de 2040. Por tanto, asumiendo que se cumplen las leyes físicas de la termodinámica y los principios de la estequiometria para combustiones en motores térmicos en presencia de un combustible con carbono en su composición química, eso dejará fuera de mercado a todos los vehículos que funcionen, total o parcialmente, con algún combustible fósil.  Es importante insistir en este punto, por la inmensa cantidad de desinformación que se ha lanzado, y que se lanzará, desde el sector petrolero y, en menor medida, desde el automovilístico, en nombre del concepto de “neutralidad tecnológica”.

La “Alianza del Mal”, como algunos la han llamado metafóricamente, constituida por EEUU, Rusia, Arabia Saudí y Kuwait, ha bloqueado el reconocimiento del informe del IPPC, por cierto, encargado por los propios países firmantes del Acuerdo de París. No debemos olvidar qué tienen en común estos cuatro países: son grandes productores de petróleo.

La reciente presentación del informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, IPPC, reclamando la necesidad de esfuerzos más contundentes que los presentados por los países en la Cumbre Climática de París en 2015 para evitar la catástrofe ecológica no es en absoluto casual.  No se nos debería pasar por alto cuál ha sido el verdadero fracaso de la COP24 celebrada en Katowice. La “Alianza del Mal”, como algunos la han llamado metafóricamente, constituida por EEUU, Rusia, Arabia Saudí y Kuwait, ha bloqueado el reconocimiento del informe del IPPC, por cierto, encargado por los propios países firmantes del Acuerdo de París. No debemos olvidar qué tienen en común estos cuatro países: son grandes productores de petróleo.

Y es que la transición energética es indisociable de la transición de una movilidad basada en la importación de petróleo hacia otra basada en energía limpia producida a nivel nacional. Es importante resaltar el enorme peso del transporte por carretera en las importaciones de este combustible fósil. En España, el 60% de las importaciones de este combustible son quemadas en nuestras calles y carreteras.

Anticipándose al fracaso de la COP24, el Reino Unido, en colaboración con la presidencia polaca, presentó la declaración “Driving Change Together” en la que la electromovilidad se erige como medida esencial y estructural para la descarbonización de la economía, la mejora de la calidad del aire de las ciudades, la innovación industrial y la reducción de costes en importaciones de petróleo. La Fundación Renovables ha decidido solicitar su adhesión a la plataforma de estados, regiones, ciudades, empresas y ONG que le dan su apoyo.

En el momento de redactar este artículo y a menos de una semana de finalizar la COP24, terminaban las negociaciones del Clean Mobility Package entre la Comisión, el Parlamento y el Consejo Europeo con el acuerdo de reducción de emisiones del 37,5% para coches nuevos en 2030. De hecho, en septiembre de 2017 el Comisario Europeo de Energía y Clima, Miguel Ángel Cañete, presentaba la propuesta de Directiva como “el inicio de la revolución industrial” y eso que la ambición de reducción no iba más allá del 30% por aquel entonces.

A fecha de hoy, y aunque a regañadientes, la mayor parte de los fabricantes de vehículos europeos hacen promesas de electrificación en la senda necesaria para futuros modelos, sobre todo a partir de 2025. A su favor hay que reconocer que la mayoría han asumido su falta de previsión a la hora de lanzar una oferta antes y por delante de una liga global en la que la Unión Europea va muy retrasada y en la que parece que empiezan a tener claro que no les van a esperar.

Pero esa realidad “ institucional” va a necesitar de una hoja de ruta que permita conectar esos objetivos a 2030 y a 2040 con nuestra situación actual, en la que la práctica totalidad del parque circulante es diésel y gasolina y las renovaciones a eléctrico no superan el 1%; las bonificaciones al diésel, tanto en el impuesto de hidrocarburos como en el de matriculación se mantienen vigentes 10 años después de las primeras infracciones comunitarias por la mala calidad del aire; el incremento de desplazamientos diarios continúa a la alza, con más de 3,3 viajes diarios por persona; la ocupación de los vehículos apenas se ha movido del 1,2 (o sea, de cada cinco coches solo uno lleva a dos personas y los otros 4 transportan solamente a su conductor) y la oferta de transporte público, aunque relativamente buena en las grandes ciudades, dista mucho de dar respuesta a las zonas metropolitanas, periurbanas y rurales. Y todo ello sin olvidar el incremento del precio de la vivienda en las ciudades, que expulsa de ellas a las clases más populares forzándolas a incrementar su dependencia del vehículo privado.

Así las cosas, ¿es consciente la sociedad y la clase política de lo que realmente significa la lucha por el cambio climático?  No podemos pasar por alto el motivo que ha encendido la chispa del movimiento francés “Gilets Jaunes o chalecos amarillos”: la inclusión de fiscalidad ambiental en la venta de carburantes de automoción. Sin ninguna duda, se trata de la “gota que colma el vaso” de una situación completamente injusta que sufren las clases más populares de la sociedad francesa y que poco tiene que ver con la transición energética. Una fiscalidad ambiental que va a revertir en menos del 15% de su recaudación en el acompañamiento social necesario para una transición justa. Una fiscalidad en su conjunto muy poco equitativa y con falta de visión global que se añade a la supresión del impuesto del patrimonio a las clases más bien estantes.

La transición de la movilidad con combustibles fósiles a la electromovilidad con energías renovables de producción nacional va a suponer que sectores como el del refino de petróleo y fabricantes de vehículos térmicos estén sometidos a fuertes cambios que pueden ser dolorosos y posiblemente injustos sino se afrontan con el tiempo y las medidas necesarias de trasformación.

Hasta la fecha no me consta que ningún líder político haya perdido las elecciones por no garantizar la calidad del aire que respiran sus posibles votantes. Pero, no está nada claro que revalide el gobierno si se incrementan los impuestos a los combustibles y actividades contaminantes a la par que se instala la incertidumbre y el miedo a la pérdida de empleo.

Disponemos de ejemplos no muy lejanos que podrían ayudar a una transición justa al inevitable y necesario cambio de modelo energético. Actuar desde el incentivo fiscal. Veinte años atrás, el interés político para incrementar la utilización del diésel se materializó en políticas fiscales de bonificación (en lugar de penalización a la gasolina) y en una rebaja sustancial al impuesto de matriculación, hasta el punto de que hoy 3 de cada 4 vehículos nuevos diésel no tributan este impuesto. Esos incentivos fiscales animaron a la innovación industrial y a la reconversión “rápida” del parque de vehículos. En menos de 15 años pasaron de una cuota muy baja a ser el 70% del parque renovado sin olvidar el fuerte empuje innovador y de progreso a la industria española de la automoción que hoy se sitúa en la segunda más importante de Europa y en la novena del mundo en motores térmicos, principalmente diésel.

Es evidente que el rendimiento social que pueda tener esa política fiscal de bonificación se debe reajustar para no afectar a otras políticas públicas y es aquí donde adquiere todo su sentido la necesidad de encontrar otras cargas que ayuden al reequilibrio social y no a todo lo contrario.

La calidad de oferta del transporte público en grandes ciudades como Madrid y Barcelona, así como la casi permanente boina de contaminación en la que se encuentran, permite plantear una figura fiscal por toxicidad

La calidad de oferta del transporte público en grandes ciudades como Madrid y Barcelona, así como la casi permanente boina de contaminación en la que se encuentran, permite plantear una figura fiscal por toxicidad, como ya sucede en la ciudad de Londres, “T-charge o Toxicity Charge”, que a su vez contribuiría a garantizar la financiación de su mejora continua, así como a afrontar una política ambiciosa en aparcamientos de enlace, carriles bici y servicios de bicicleta compartida.

Desde el sector de la automoción se pide una transición energética pausada y, por supuesto, veintidós años deberían ser más que suficientes, pero el tiempo apremia, hay mucho por hacer y aunque vamos bastante tarde salimos con ventaja: una industria de la automoción potente y preparada y con un recurso energético nacional extraordinario para alimentar a esos vehículos, la energía solar.

Si entendemos el reto y lo asumimos con liderazgo político y máxima ambición estaremos en disposición de ahorrar 50.000 millones de euros anuales en importaciones de petróleo y de trabajar para la innovación industrial en el sector de la automoción, de las redes inteligentes y de la infraestructura de recarga. Todo ello nos va a permitir desarrollar nuevos modelos de negocio ligados a la gestión de la demanda y a introducir la flexibilidad necesaria para la gestión de las energías renovables, ayudando a eliminar esos costes de capacidad del carbón y el gas natural a los que me refería en el anterior artículo del blog en materia de transición energética justa. La creación de muchos empleos de futuro y de economía verde están en juego y el riesgo de no participar de ese cambio puede convertirse en el mayor peligro para la sociedad del siglo XXI.

Por Assumpta Farran – patrona de la Fundación Renovables y ex directora del Institut Català d’Energia

Transición energética justa ¿un nuevo eslogan político? (I)

Pocos medios de comunicación, por no decir ninguno, abren portadas con las negociaciones climáticas que se están llevando a cabo a lo largo de esta semana en la ciudad polaca de Katowice. Qué lejos queda aquella ilusión, y no menos ambición, del Acuerdo de París de 2015.

De lo que tengo pocas dudas es de que la Cumbre Climática estaría en primera página si Polonia, anfitrión de la Conferencia de las Partes de 2018 (COP24), dejase sin luz a la ciudad de Katowice durante más de 48 horas. Los conferenciantes, asistentes y negociadores de más de 200 países de “la COP a oscuras” saldrían en todas las portadas y el primer ministro polaco se podría olvidar de toda felicitación por los avances conseguidos, si es que hay alguno.

Y es que, en pleno siglo XXI, con una sociedad cada vez más dependiente de la electricidad y los carburantes, no garantizar la seguridad energética te puede costar no revalidar el gobierno en las siguientes elecciones.

Garantizar el suministro energético por parte de los representantes políticos, al coste que sea necesario, es uno de los temas que se encuentran “ocultos” tras la Cumbre Climática de Katowice, ciudad situada en la región de Silesia, la comarca minera más importante de Europa y la segunda región con más desempleo de Polonia. Con más de 80.000 mineros, Katowice alberga la central de carbón más grande de Europa.

No superar el incremento global de temperatura media de 2ºC comprometido en el Acuerdo de París, requiere afrontar la descarbonización absoluta de un modelo energético fósil y contaminante. Y eso no es una utopía. Las tecnologías energéticas renovables y, en especial, la energía solar y la eólica son hoy plenamente competitivas en costes e incluso son las más baratas cuando se dispone de un buen recurso solar, como es el caso de España.

Las tecnologías energéticas renovables y, en especial, la energía solar y la eólica son hoy plenamente competitivas en costes e incluso son las más baratas cuando se dispone de un buen recurso solar, como es el caso de España.

Pero los flujos energéticos renovables en su mayoría son intermitentes, no siempre hace sol ni sopla el viento. Para garantizar la viabilidad de tecnologías de respaldo para esas situaciones, desde la década pasada los países europeos incorporaron en el recibo de la luz lo que se llama “mecanismos de capacidad”. Se trata de unos pagos, subsidios, subvenciones (que escoja el lector la palabra que quiera) que los consumidores pagamos mediante un gravamen impuesto en el recibo de la luz para garantizar el suministro, o sea, la seguridad ante posibles cortes de luz por intermitencia de las renovables pero también, y muy especialmente, para hacer frente a las puntas de consumo.

Las centrales que se llevan la cantidad más grande de “esos pagos” son las de gas y las de carbón. Bajo el concepto de “seguridad” muchos países instrumentalizan una política de subvención pública a los combustibles fósiles. Un apunte: España se lleva la palma en este tema. La falta de transparencia para identificar cuál es la capacidad necesaria que necesitamos para esa seguridad nos ha puesto los primeros de la lista europea en subvenciones que reciben las centrales más contaminantes. Y no hablamos de calderilla sino de 800 millones de euros anuales, una cifra mucho más alta que la que se calcula necesaria para hacer frente a la pobreza energética y que ha supuesto la abertura de un expediente informativo por parte de la UE al Reino de España por considerar que esconden ayudas de Estado a combustibles fósiles.

Estos pagos o subvenciones a los combustibles fósiles, instrumentados en el recibo de la luz que pagamos todos, no han supuesto ninguna portada en medios de comunicación ni tampoco ninguna protesta social, pero algunos europarlamentarios han querido dotarles de transparencia y limitarlos a unos valores razonables y acotados en el tiempo, que puedan ser auditados y, además, que ninguna central con emisiones de CO2 superiores a 550 g/Kwh pueda beneficiarse de ellos. Ese valor de emisiones implica, de facto, el cierre de las plantas de carbón por inviabilidad económica y, en consecuencia, el desempleo de la actividad minera asociada.

Esa es la gran discusión que afronta la UE de manera simultánea a la celebración de la Cumbre Climática y que está frenando la aprobación de la Directiva del diseño del mercado eléctrico y, por tanto, bloqueando el Paquete Energía Limpia con el que la UE pretende dar respuesta a los acuerdos de París en el horizonte del 2030.

Y claro, el límite de emisiones no es lo que más discusión genera, porque afea a los políticos que se pongan en contra sino el año en el que va a entrar en vigencia esa limitación.

Y claro, el límite de emisiones no es lo que más discusión genera, porque afea a los políticos que se pongan en contra sino el año en el que va a entrar en vigencia esa limitación. Sobre la mesa hay diversos horizontes: el 2025 que propone la Comisión y el 2035 que propone el país anfitrión de la cumbre. De forma lógica, Polonia, con más del 80% de generación eléctrica procedente del carbón, recurso energético autóctono, presiona para que esa limitación se dilate el máximo en el tiempo.

La justicia climática no se puede desligar de la transición energética y ello, sin ninguna duda, va a suponer que algunos sectores como el del carbón, estén sometidos a medidas nada agradables, dolorosas y posiblemente injustas sino se afrontan con el tiempo y las medidas necesarias. Tiempo que, por cierto, empezó con las directivas europeas de finales de los años 80 que limitaban las emisiones contaminantes de azufre, óxidos de nitrógeno y partículas de las grandes centrales de combustión. Entre otros, se establecían planes de cierre si no se conseguían los niveles de emisión permitidos. Y aquí estamos, 30 años más tarde, viendo como algunos países piden 18 años más de tiempo.

Entre los logros de la Cumbre Climática de Katowice va a destacar la “Declaración de Silesia para una transición justa y solidaria” a la que España seguramente se va a adherir.  Sin duda, la transición energética no se puede desligar de una transición justa tanto desde el ámbito social como económico pero me temo que ello sirva, una vez más, para que las administraciones actuales puedan recoger beneficios políticos inmediatos aparentado ecologismo y sensibilidad social mientras que aplazan de nuevo las medidas a tomar que les puedan suponer un elevado precio político y que dejarán para administraciones futuras.

Por Assumpta Farran – patrona de la Fundación Renovables y ex directora del Institut Català d’Energia