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¿Qué vemos al contemplar un paisaje?

Por Fernando Valladares* y Mar Gulis (CSIC)

“Verdes montañas” o “campos de cultivo” son expresiones con las que a menudo describimos el paisaje que configura el «campo», un campo que visitamos en nuestros recorridos cotidianos o viajes vacacionales. Apreciamos bosques y plantaciones, pero ¿podemos leer algo más sobre lo que estamos viendo? ¿Qué árboles pueblan esos bosques? ¿Son bosques complejos autóctonos o plantaciones productivas de un solo tipo de árbol? ¿Cuánto tiempo llevan ahí? ¿Qué había antes de las amplias extensiones de regadío? ¿Afectan las redes de autopistas y carreteras a la flora y fauna? Veamos algunos apuntes para entender el paisaje a través de los ojos de la ecología.

Paisaje en Alcubilla de las Peñas, Soria, España (2015). / Diego Delso

El paisaje, como la vida, no es estático: ha ido cambiando a medida que se han modificado la demografía, los hábitos y nuestra interacción con el medio. Claro, que no todas las civilizaciones se han relacionado de la misma manera con su entorno. Algunas culturas en diferentes regiones del globo aún conviven de manera más o menos sostenible con sus territorios. A pesar de ello, se puede decir que, a día de hoy, existen muy pocos ecosistemas sobre la superficie terrestre que no hayan sido modificados. La extensión de un modelo social y económico basado en la extracción desmedida y concentrada de recursos naturales, sumada al alto crecimiento de la población humana, han hecho que hoy podamos afirmar que más del 45% de la superficie terrestre ya está profundamente alterada por el ser humano.

Granja solar. / Anonim Zero, Pexels

Un poco de historia: mucho más que domesticación de especies

Año 7.000 antes de Cristo. En el Levante mediterráneo ya se cosechan los ocho cultivos neolíticos fundadores: farro, trigo escanda, cebada, guisantes, lentejas, yero, garbanzos y lino. Hacia el este, en el interior, entre los ríos Tigris y Éufrates, los pueblos de la antigua Mesopotamia crían cerdos para obtener alimento y pastorean ovejas y cabras en la estación húmeda de invierno. El arroz está domesticado en China. En la actual Nueva Guinea se cultivan la caña de azúcar y verduras de raíz, y en los Andes la papa, los frijoles y la coca, mientras se cría ganado de llamas, alpacas y cuyes. Se trata de la revolución neolítica, que comenzó hace unos 13.000 años: la sedentarización y el surgimiento de las ciudades hecho posible por la agricultura y la ganadería, la domesticación de animales y plantas. Fue el inicio de lo que hoy se conoce como Antropoceno. Desde entonces hasta ahora, el impacto de los seres humanos en el planeta no ha hecho más que aumentar y extenderse a ritmo creciente.

Los paisajes primigenios, los que había antes de la revolución neolítica, se transformaron en ‘paisajes históricos’. En ellos, remanentes muy simplificados de vegetación natural se mantuvieron como manchas forestales de poblaciones de árboles con estructuras muy alteradas, como consecuencia de la explotación de la madera y otros recursos que ofrecen estos hábitats.

Restos del sistema de terrazas agrícolas circulares incas en Moray, Perú, siglos XV-XVI. / McKay Savage (Worldhistory.org)

El caso de la península ibérica

En el territorio peninsular, esos remanentes de vegetación natural coexistían con ecosistemas seminaturales, como los prados de siega. En el interior, se intercalaban zonas en las que la acumulación de agua permitía hábitats con mayores recursos para el ganado con hábitats más degradados, como los campos de cultivo extensivos de secano. La pérdida de especies y el colapso de muchos ecosistemas debió de ser algo generalizado. Los grandes herbívoros y carnívoros fueron los primeros en extinguirse, pero de la mano debieron perderse muchas especies de todo tipo de grupos biológicos que no han dejado su rastro en el registro fósil. Emergieron nuevos paisajes que poco tenían que ver con los que existían durante nuestra época nómada de cazadores recolectores.

‘Cosechadores’, óleo de Pieter Bruegel ‘el viejo’, 1565 / Google Art Project

Afortunadamente, algunos procesos funcionales y evolutivos de aquellos hábitats primigenios se mantuvieron gracias a que los cambios introducidos podían mimetizar procesos que habían existido hasta entonces. Por ejemplo: el pastoreo recordaba la presión de los grandes herbívoros; el manejo del fuego mantenía cierta estructura y dinámica ecológica a la que las especies y sus interacciones se fueron adaptando; el arado de tierras podía recordar a ciertas perturbaciones naturales que dejaban los suelos expuestos para ser nuevamente colonizados por la vida. Todo ello permitió mantener, pese a todo, tasas elevadas de diversidad y buena parte de la funcionalidad ecosistémica de estos paisajes y hábitats; es decir, los procesos biológicos, geoquímicos y físicos que tienen lugar los ecosistemas y que producen un servicio al conjunto. La potencia de la naturaleza para sobreponerse a los impactos es siempre asombrosa.

Con el tiempo y la expansión del modelo mercantilista, surgieron las minas y explotaciones industriales con sus huellas físicas, químicas y biológicas en el paisaje y en los ciclos de la materia y de la energía. Estos ciclos son como una suerte de metabolismo planetario que se apoya en equilibrios dinámicos, donde todo se transforma, pero el conjunto permanece estable. En esta movilización juega un papel vital la biosfera.

Imagen: Pxhere.com

De la superproducción a la escasez

El impacto mayor sobre la biosfera y la alteración de estos ciclos llegó con la agricultura intensiva. Se pasó de una agricultura que eliminaba hábitats, pero mantenía buena parte de las funciones ecosistémicas, a otra que conlleva altos niveles de contaminación, agotamiento de recursos y graves problemas para nuestra salud y la de los ecosistemas.

Y es que pocas cosas son menos sostenibles que la agricultura actual. No sólo por su elevada huella ambiental en forma de ecosistemas eutrofizados, es decir, con un exceso de nutrientes que provoca su colapso, y de emisiones colosales de gases de efecto invernadero, sino también por su necesidad de recursos que ya son limitantes como el fósforo, esencial para los fertilizantes y cuya provisión no se puede asegurar, o el agua de riego, cada día más escasa en cada vez más regiones del planeta. Además, se calcula que sin la ruptura metabólica global que supuso la agricultura del siglo XX, en lugar de ser actualmente casi ocho mil millones de personas en el planeta, apenas llegaríamos a cuatro, es decir, la mitad.

Imagen satélite de El Ejido y sus alrededores (Almería), con capturas de 2015. / Google Earth

Por otra parte, durante estos últimos 100 años el territorio no solo ha visto crecer exponencialmente y a ritmo vertiginoso la población mundial y el consumo de recursos naturales, también las ciudades, las carreteras y las autopistas, y por ende la reducción a mínimos nunca antes conocidos del espacio disponible para la vida silvestre.

Pero este ritmo no se da de la misma manera en todas las partes del globo. En los países desarrollados vivimos sobrecargando los ecosistemas, pero externalizamos las consecuencias a los países sin recursos. Es decir, utilizamos los recursos de otros para mantener nuestras demandas de recursos naturales.

Pocas veces nos paramos a ver todos estos procesos en el paisaje que visitamos o vemos a través de la ventanilla del coche. Vivimos tiempos que requieren reflexión y recuperar otros modos de relacionarnos con las demás especies y con el entorno. Si lo hacemos, seremos los primeros en beneficiarnos.

* Fernando Valladares es investigador del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) y autor, entre otros muchos títulos, del libro La salud planetaria, de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata).

Alimentación agroecológica para enfriar el planeta

Por Daniel López García (CSIC)*

El sistema agroalimentario global está en el centro del actual cambio climático y de la pérdida de biodiversidad en el planeta. Emite un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero, consume el 80% del agua disponible y ocupa el 80% del suelo en nuestro territorio. Por otro lado, pensemos, por ejemplo, en las sequías e inundaciones provocadas por el cambio climático o en la disminución de la fertilidad y la capacidad de los suelos de retener agua y CO2 que trae consigo la pérdida de biodiversidad. Todo ello pone en riesgo la propia producción de alimentos.

Urge buscar soluciones y cambiar el modelo alimentario, pero, ¿hacia dónde? ¿Cómo puede alimentarse la humanidad sin hacer cada vez más difícil la vida en el planeta?

Los huertos comunitarios y familiares cumplen una importante labor en la soberanía alimentaria, recuperan el conocimiento de la naturaleza y los recursos naturales y facilitan comunidades resilientes frente a la crisis climática. / Rawpixel

Lo insostenible sale caro

Vivimos tiempos difíciles. La resaca de la crisis financiera de 2008 se ha solapado con los efectos del calentamiento global (incendios de sexta generación, sequías, inundaciones, etc.), el declive de los combustibles fósiles y otras emergencias, como la pandemia de COVID-19 o la guerra en Ucrania. Esta combinación de distintas crisis empeora nuestra calidad de vida, nos llena de miedo y nos empuja a una huida hacia adelante.

Una de las principales respuestas frente a estas crisis está siendo la suspensión temporal de algunas normativas ambientales y sociales, lo que incrementa los impactos negativos de nuestro modelo económico y productivo. En algunos discursos se opone sostenibilidad ecológica a sostenibilidad económica y se dice que las agriculturas sostenibles, como la agroecología, no pueden alimentar el mundo. Algunas voces plantean que hay que seguir apretando el acelerador con más tecnología, más escala y más inversión para dar de comer a una población creciente con producciones decrecientes. Es como el tren de los hermanos Marx, que iba siendo quemado para poder alimentar la caldera.

‘¿Cómo afecta la crisis climática a la agricultura y a la seguridad alimentaria?’. Infografía del informe ‘Producir alimentos sin agotar el planeta’, de la colección Ciencia para las Políticas Públicas (Science For Policy)* del CSIC. / Irene Cuesta (CSIC)

Sin embargo, presentar la viabilidad económica como opuesta a la sostenibilidad social y ecológica es falso, aunque se repita muchas veces. Los modelos de producción agraria de gran escala, con una agricultura altamente tecnificada, sin agricultores ni agricultoras, generan alimentos de baja calidad y con tóxicos, a menudo vinculados con dietas poco saludables. Además, consumen muchos recursos en forma de agua, nutrientes, energía y maquinaria, producen la pérdida de conocimientos para el manejo sostenible de la naturaleza, y desvinculan la actividad agraria de los territorios. Por el contrario, la agricultura familiar, que produce alimentos de calidad y fija empleo y población en el territorio, lleva décadas con una renta decreciente y cada vez está más endeudada y presionada hacia modelos altamente insostenibles y dependientes de los mercados globales.

Algo falla cuando los modelos de producción más nocivos son los más rentables. Alguien no está pagando sus facturas. Y entre todas las poblaciones del planeta pagamos el cambio climático o las enfermedades relacionadas con la alimentación, como la diabetes, las alergias o el cáncer.

Imagen del informe ‘Producir alimentos sin agotar el planeta’, de la colección Ciencia para las Políticas Públicas (Science For Policy)* del CSIC/ Irene Cuesta (CSIC)

Y lo sostenible cada vez cuesta menos

Sin embargo, los desórdenes climáticos y el alza en los precios de la energía y de los recursos minerales hacen que algunos costes ocultos de la comida barata se hagan cada vez más visibles. Vemos que, frente a la ‘comida basura’, rica en grasas saturadas, sal, azúcares, harinas refinadas y alimentos ultraprocesados, la alimentación fresca cada vez resulta más barata. Y eso que en 2030 tan solo el 29% de la producción agrícola mundial se destinará al consumo humano directo. El resto alimentará a la ganadería industrial (mucho menos eficiente en la producción de alimentos para los humanos que la agricultura) y a la industria agroalimentaria y de otro tipo.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) lleva décadas promoviendo dietas saludables sostenibles, con muy bajo peso de alimentos animales y procesados. El motivo es que una dieta basada en alimentos vegetales frescos y de temporada, que reduce los productos de origen animal y se limita a los de la ganadería extensiva, es más sostenible, más saludable, y también más barata.

Los alimentos ecológicos son más saludables porque carecen de fitosanitarios de síntesis. También son más sostenibles porque no usan fertilizantes químicos contaminantes ni semillas transgénicas y, a través de la fertilización orgánica, fijan carbono y nitrógeno, regeneran los suelos y amplifican y restauran la biodiversidad. También demandan menos agua, algo fundamental en el actual contexto de estrés hídrico.

Además, los alimentos ecológicos frescos y de temporada se pueden adquirir a precios asequibles al mismo tiempo que se remunera de forma adecuada el trabajo de la agricultura familiar ecológica. Si nos abastecemos directamente de los productores y productoras en mercados locales o en grupos de consumo o acudimos a pequeños comercios especializados, los precios se ajustan más y, en muchos casos, resultan más baratos que los alimentos procedentes de la agricultura industrial.

Finca de horticultura ecológica en Sartaguda, Navarra. / Daniel López

Más riqueza natural y social

Una buena alimentación es viable económicamente y posible en nuestros territorios si cambiamos la dieta y el tipo de alimentos, como demuestran estudios recientes. De hecho, la superficie de agricultura ecológica certificada (según el Reglamento EU 848/2018) en España alcanzaba 2,63 millones de hectáreas en 2021, lo que supone un 10,79% de la superficie agraria útil. Esto nos coloca como tercer país del mundo y primero de Europa.

Según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA), la superficie con certificación ecológica ha aumentado un 8% sólo en 2021 y el número de explotaciones agrarias ecológicas casi un 17%. Al mismo tiempo, entre 2010 y 2020 desaparecieron en España el 7,6% de las explotaciones agrarias en términos absolutos. Es decir, frente a un abandono generalizado de las explotaciones agrarias por falta de rentabilidad, la producción ecológica consiguió aumentar el número de agricultores y agricultoras de forma muy sensible.

Viñedo de producción ecológica, Navarra. / Daniel López

El gasto de los hogares en alimentos ecológicos también subió. En un contexto de contracción general del gasto, se incrementó en un 14,3% entre 2020 y 2021, llegando a suponer el 3,4% del gasto alimentario familiar.

Por otra parte, se estima que la producción ecológica es, en líneas generales, más rentable y genera más empleo por hectárea cultivada (entre un 40 y un 70%) que la agricultura convencional. Esto se explica en parte porque los alimentos ecológicos y producidos en iniciativas de pequeña escala requieren menos recursos insostenibles para su producción y se ajustan mejor a las condiciones locales y a los recursos disponibles. Además, la producción ecológica es más rentable a medio y largo plazo, pues ayuda a paliar las consecuencias del calentamiento global y a regenerar los recursos naturales.

Las lombrices de tierra son una indicación de la buena salud del suelo. / Flickr

Hacia sistemas alimentarios de base agroecológica

En el actual contexto de creciente escasez de recursos minerales, incluidos los combustibles fósiles, así como de agua, necesitamos impulsar un sistema alimentario menos consumidor y más regenerador de recursos naturales. Incluso a corto y medio plazo, saldrá más barato a toda la sociedad. Es la única manera de alimentarnos bien y a la vez enfriar el planeta y frenar la desaparición de explotaciones agrarias y empleo rural.

Por ello, la producción y el consumo de alimentos ecológicos ya han sido objeto de dos planes de acción en la Unión Europea. A su vez, la Estrategia ‘De la Granja a la Mesa’ y el Pacto Verde Europeo, aprobados en 2020, establecen como objetivo para 2030 alcanzar un 25% de superficie agraria útil en producción ecológica certificada, así como reducciones del 50% en el consumo de fertilizantes, pesticidas de síntesis y de antibióticos de uso en ganadería.

Las coberturas vegetales y la diversidad de plantas benefician la fertilidad y la salud del suelo y del huerto. / Flickr

Estos objetivos han de convertirse en compromisos legales para los estados miembros de la UE este otoño, durante la presidencia española del Consejo de la Unión Europea. La buena noticia es que ya tenemos decenas de miles de explotaciones agrarias ecológicas y estas nos muestran que el cambio es posible. Merecen el apoyo de la sociedad, y la sociedad se merece sus alimentos de calidad, sostenibles, saludables, generadores de resiliencia ecológica y justos.

* Daniel López García es investigador del CSIC en el Instituto de Economía, Geografía y Demografía (IEGD-CSIC).

* Puedes encontrar información relacionada en los informes Producir alimentos sin agotar el planeta y Nutrición sostenible y saludable, de la colección Ciencia para las Políticas Públicas (Science For Policy) del CSIC. Recientemente publicados, los informes están elaborados por equipos de investigadores e investigadoras del CSIC y tienen el objetivo de servir de puente entre los centros de investigación y los decisores políticos, a fin de contribuir a la definición de políticas públicas basadas en la evidencia científica. 

Insectos y otros artrópodos: más de un millón de especies imprescindibles para los ecosistemas

Por Jairo Robla Suárez (CSIC)*

A pesar de recibir el apodo de ‘bichos’, en ocasiones con cierto desprecio, la importancia y la repercusión que tienen los insectos y otros artrópodos para la vida en nuestro planeta son desconocidas para muchas personas. Estos organismos con exoesqueleto externo y apéndices articulados suponen más del 50% de toda la biomasa animal actual de nuestro planeta. Aunque actualmente su diversidad dista mucho de ser bien conocida, suman más de un millón las especies de artrópodos que podemos encontrar campando a sus anchas en absolutamente todos los ecosistemas que atesora nuestro cuerpo celeste. Son capaces de vivir en regiones desérticas que parecen propias de un relato sobre el infierno, en paisajes blancos helados por las temperaturas más frías, en las cortinas de intenso color verde de bosques, selvas o praderas, en cursos de agua y volcanes; pero también habitan en ambientes ruderales (muy alterados por el ser humano) y en nuestras propias casas, pueblan las zonas más altas del planeta y hasta ocupan el gran fondo azul. En todos estos ecosistemas hay artrópodos y en todos ellos realizan una función tremendamente importante y vital, aunque esta nos pase desapercibida.

Insecto de la subfamilia phaneropterinae / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

Insecto ‘hoja’, de la subfamilia Phaneropterinae. / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

Mucho más que polinizadores

La polinización es, sin duda, la misión estrella que se ha atribuido a una gran variedad de insectos voladores. No en vano, más del 90% de las plantas con flor que encontramos en todo el planeta necesitan de un agente animal, concretamente un insecto, para fructificar. Quizá nos acordemos más de ellos cuando compramos esas opulentas y brillantes frutas en nuestro mercado de confianza. Abejas, moscas, escarabajos, mariposas, avispas y un sinfín de pequeños organismos más trabajan día a día por transferir el polen entre las flores para continuar con el milagro de la vida vegetal. Todos ellos nos dan mucho sin pedir nada a cambio.

‘Mosca abejorro’, familia Bombyliidae. Sus larvas son predadoras de los huevos y larvas de otros insectos, tales como orugas, abejas y escarabajos. / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

Pero, más allá de la polinización, podríamos decir que los artrópodos son sustento de todos los hábitats y que son muchas más las funciones que desempeñan. Por encima de las plantas, en las cadenas tróficas, están ellos. Sirven de recurso nutricional para todos aquellos animales que nos llaman más la atención, que nos parecen más bonitos o a los que, desde luego, nunca osaríamos llamar ‘bichos’ con tanto recelo. Si los insectos decidieran hoy ponerse en huelga y viajar a un planeta ignoto más allá de nuestro sistema solar, todas las especies animales, incluyendo los seres humanos, no tardaríamos en extinguirnos. Por lo tanto, es innegable pensar que el mundo actual está dominado por los artrópodos y que estos cargan sobre sus hombros el peso de la vida en nuestro planeta.

Hormiga transportando un pétalo. Género ‘Acromyrmex’. / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

Existen muchos insectos y otros artrópodos que participan en la dispersión de semillas. El hecho de que este bosque que hoy llega hasta aquí mañana llegue un poco más allá puede ser obra de pequeños artrópodos que ayudan a otros dispersores más clásicamente estudiados, como las aves. Conocidos son, por ejemplo, los casos de las hormigas, que, en su incesante colecta de semillas para alimentarse, acaban moviendo estos gérmenes de vida más allá de su planta madre, contribuyendo a que la vegetación se extienda cada vez más.

Detalle de escarabajo joya gema (México), género ‘Chrysina’. / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

También realizan una función esencial por debajo del suelo que pisamos: junto a otros muchos organismos, son los principales aireadores, fertilizadores y preparadores del sustrato. Su actividad genera un suelo con unas condiciones óptimas para el crecimiento de los organismos vegetales. Mientras paseamos por un prado cualquiera en el que aparentemente no vemos nada más que hierbas, bajo nuestros pies se encuentra toda una comunidad subterránea que trabaja día y noche para que todo esté en equilibrio: milpiés, bichos bola, escarabajos, larvas de diferentes organismos y muchos más. Los artrópodos son artífices de este equilibrio gracias a que son los mayores expertos en reciclaje: ayudan en la transformación de los excrementos, cadáveres y restos de otros organismos, devuelven los nutrientes al sistema y los ponen a disposición del resto de organismos.

‘Chrysina quetzalcoatli’ (México). Como en el caso del escarabajo joya gema, sus larvas viven en troncos en descomposición. / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

Además, controlan las poblaciones de otros artrópodos, plantas y de grandes vertebrados al evitar que se establezcan como plagas. Son incontables los artrópodos que viven como parásitos sobre la piel de otros animales o sobre los tejidos de otros vegetales. De esta manera son capaces de extraer de los ecosistemas a aquellos organismos peor adaptados y de evitar que las poblaciones de otros organismos se desmadren. Son como los jinetes del apocalipsis, buscando que todo aquello que les rodea funcione a la perfección.

Araña trampera, altos de Chiapas (México). / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

Grandes benefactores para el equilibrio, amenazados 

Los artrópodos son unos de los organismos más importantes de nuestro mundo y, sin embargo, gran parte de lo que hacemos consigue afectarles. Hemos esquilmado la vegetación natural, tan necesaria para que obtengan refugio y alimento; les hemos bombardeado con pesticidas y otros químicos para alejarlos de nuestras tierras, aun cuando nos proporcionan más beneficios que perjuicios; hemos hecho lo posible por convertir nuestros campos en terrenos baldíos para los artrópodos, en los que encontrarse una mariposa es como buscar una aguja en un pajar; hemos desecado lagunas, urbanizado todas las zonas posibles, contaminado aguas e incluso llevado basura a cuevas y hasta las cimas más altas del Himalaya; hemos provocado la llegada de especies invasoras a prácticamente todos los puntos del planeta. Con todo ello, hoy muchos artrópodos tratan de sobrevivir a duras penas. Parece que les hemos declarado la guerra a estos organismos tan importantes para nuestro planeta y para nuestra propia supervivencia, a pesar de que guardan muchas de las claves que nos permitirían solucionar gran parte de los desafíos actuales. Y, sin embargo, durante todo el tiempo que llevan en la Tierra, estos animales de pequeño tamaño no han hecho más que dar beneficios sin pedir nada a cambio.

Conservar, proteger, cuidar y educar sobre los artrópodos es educar en el equilibrio de los ecosistemas, en el perfecto funcionamiento de las cosas. Y es que, ¿cómo no van a ser importantes más de un millón de especies para la vida en la Tierra y para nuestros ecosistemas?

Insecto ‘palo’, orden Phasmida o Phasmatodea. Entre los fásmidos se encuentran los insectos más pesados y los más grandes. / Luis F. Rivera Lezama ©RiveraLezama

*Jairo Robla Suárez es investigador en la Estación Biológica de Doñana (EBD-CSIC), donde estudia la restauración de comunidades vegetales sometidas a degradación en el entorno del Guadiamar, afectado por el desastre de Aznalcóllar en 1998. Es autor de La astucia de los insectos y otros artrópodos (ed. Guadalmazán).

**Ciencia para llevar agradece especialmente al fotógrafo Luis F. Rivera Lezama por su generosa colaboración con las imágenes que acompañan al texto.

La ecología del miedo: cómo el regreso del lobo revitalizó Yellowstone

Por Fernando ValladaresXiomara CanteraAdrián Escudero* y Mar Gulis (CSIC)

En los años 90 del siglo pasado, la reintroducción de un pequeño número de lobos en el Parque Nacional de Yellowstone (Estados Unidos) provocó una transformación radical de los ecosistemas y el paisaje. En pocos años, el bosque recuperó terreno y los árboles volvieron a crecer en la orilla de los ríos.

¿Por qué la vuelta de lobo, que llevaba más de cien años extinto en este espacio natural, tuvo un efecto tan espectacular? La explicación reside en la denominada ‘ecología del miedo’.

Lobo en la nieve

Lobo en Yellowstone. / NPS-Jim Peaco

Como era de esperar, los lobos ayudaron a regular el tamaño de la población de las especies que cazaban: principalmente, dos tipos de ciervos. Sin embargo, lo determinante, y también sorprendente, fue que el lobo modificó los hábitos de alimentación de estos animales con su mera presencia, más que con sus ataques y capturas.

Presionados por el miedo al depredador, los herbívoros dejaron de moverse libremente por el territorio y de comer donde había más plantas o estas resultaban más apetecibles, y comenzaron a dejar de visitar los sitios más expuestos y abiertos. El riesgo de ser cazados allí era demasiado alto. Como consecuencia de este cambio de conducta, se abrieron oportunidades para que las especies de plantas y árboles más forestales pudieran desarrollarse mejor sin la presión de estas dos especies de ungulados.

Suelta de lobo

Suelta de un cachorro de lobo en Yellowstone en 1997. / NPS-Jim Peaco

Especialmente llamativo fue el caso de algunos árboles ligados a los cauces de los ríos, como los sauces, que prosperaron de forma impensable hasta entonces. Las semillas de estos árboles son capaces de desplazarse a grandes distancias transportadas por el viento, dado que son muy ligeras y están cubiertas de pelos que facilitan su viaje. Sin embargo, con el lobo extinto, buena parte de las riberas del parque nacional aparecían completamente peladas y deforestadas por la presión desmedida de los herbívoros.

Gracias a la presencia del depredador, los arboles encontraron una oportunidad para aumentar sus poblaciones. En muy poco tiempo, el patrón de hábitats y paisajes se modificó completamente. Ahora, las zonas boscosas, antiguas o reforestadas de forma natural, coexisten con zonas dominadas por gramíneas y otras especies de pastos donde los herbívoros prefieren pastar por considerarlas seguras. Incluso se ha comprobado que la estructura y la dinámica del suelo ha cambiado en muchos sitios, dando lugar a suelos más fértiles que almacenan mejor el carbono, algo fundamental frente al cambio climático.

Lobo aullando

NPS-Jim Peaco

Los paisajes del nuevo Yellowstone poco tienen que ver con los de hace solo 40 años y esto demuestra que los cambios son posibles. También, la importancia de la ecología del miedo: miedo al predador, quien con su simple presencia cambia comportamientos y desencadena procesos ecológicos en cascada.

 

Fernando Valladares es investigador del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN, CSIC), Xiomara Cantera es la responsable de prensa del MNCN y Adrián Escudero es investigador de la Universidad Rey Juan Carlos. Los tres son autores de La salud planetaria, perteneciente a la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata).

Plancton: un mundo en una cucharadita de agua de mar

Por Albert Calbet (CSIC)*

En una pequeña cantidad de agua de mar como la que podemos recoger en la playa con una simple cuchara de café, podemos encontrar unos 50 millones de virus, 5 millones de bacterias, cientos de miles de pequeños flagelados unicelulares, ya sean fotosintéticos, consumidores, o una combinación de ambos, miles de algas microscópicas, unos cinco ciliados o dinoflagelados heterótrofos, y, con mucha suerte, algún pequeño crustáceo, como por ejemplo un copépodo. El plancton, conformado por este vasto acervo de seres diminutos, es fundamental para el funcionamiento de los ecosistemas marinos. Es el responsable de que haya vida en la Tierra, nos ha proporcionado, a escalas geológicas, una buena parte del oxígeno de nuestro planeta y sin él seguro que no comeríamos pescadito frito.

Calanus minor, especie de copépodo del mar Mediterráneo, sobre fondo negro.

Calanus minor. Especie de copépodo del mar Mediterráneo. Si bien en el Mediterráneo el género Calanus no es dominante, en mares más fríos y productivos, como el Mar del Norte o el Océano Ártico representan la mayoría de la biomasa de zooplancton y son claves para el mantenimiento de las pesquerías de la zona. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

Plancton: el motor de la vida marina

Todos estos seres que podemos encontrar en cualquier agua de mar están interconectados en una imbricada red trófica (el conjunto de cadenas alimentarias interconectadas) en la que no solo un organismo se come a otro, sino que, al hacerlo, ayuda a que se liberen los nutrientes acumulados en la materia viva y vuelvan a estar disponibles para que empiece de nuevo el ciclo de la vida. La red trófica marina también ayuda a reducir el CO2 atmosférico gracias a un proceso denominado bomba biológica marina. Mediante este proceso las algas absorben CO2 que ha penetrado en el mar desde la atmósfera y lo incorporan en forma de carbono orgánico en su materia viva. Al ser consumidas por el zooplancton, el carbono contenido en las algas pasa a formar parte de este, o acaba en paquetes fecales que son expulsados y sedimentan hacia las profundidades del océano. Allí, este carbono será reciclado o acabará secuestrado en los sedimentos por cientos o miles de años.

Copépodo marino del género Labidocera sobre fondo negro

Copépodo marino del género Labidocera. Este género habita aguas superficiales y posee tonalidades azules que le confieren sus pigmentos fotoprotectores. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

La mayor migración de la Tierra

Este proceso de transporte vertical de carbono está estrechamente relacionado con las migraciones de zooplancton. Estos desplazamientos diarios son considerados las mayores migraciones que existen en el planeta. Al migrar hacia capas superficiales para alimentarse durante la noche, el zooplancton evita que sus depredadores, los peces, lo puedan ver y devorar. Todo encaja en un orden y un equilibrio marcados por millones y millones de años de evolución conjunta de depredadores y presas.

Ilustración de la red trófica oceánica

Ilustración de Albert Calbet

El plancton no solo muestra ritmos diarios, también los hay anuales y plurianuales. Los ritmos anuales están marcados por las estaciones. En invierno, el fitoplancton, a pesar de tener plenitud de nutrientes, está limitado por la escasa luz y la baja temperatura. Hacia finales del invierno y principios de la primavera la luz es más intensa y la temperatura comienza a subir, lo que favorece la floración explosiva o bloom del fitoplancton, el cual irá acompañado por un crecimiento de las poblaciones de protozoos primero y de zooplancton de mayor tamaño después.

Ciliado tintínido del género Favella. Los ciliados son protozoos y forman parte del microzooplancton, el mayor grupo de herbívoros del mar. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

Cuando el verano está en su máximo esplendor, la ya bien formada termoclina, la capa de separación entre dos masas de agua a temperatura diferente, separa claramente dos zonas: una capa superficial, caliente y pobre en nutrientes, y una más profunda, fría y repleta de nutrientes. El consumo de las algas va agotando lentamente los nutrientes en la capa de mezcla superficial y con la falta de sustento estas van perdiendo empuje. Las algas veraniegas son o bien de pequeño tamaño o bien grandes, pero con capacidad de locomoción (como los dinoflagelados), y esto les permite explorar las micromanchas de nutrientes que puedan quedar. Son estas algas de gran tamaño las que, en condiciones propicias (por ejemplo, dentro de zonas confinadas como bahías, puertos y espigones), pueden multiplicarse hasta formar proliferaciones nocivas. En esta época es cuando aparecen también las medusas y otros tipos de plancton gelatinoso.

Las primeras tormentas del otoño llegan acompañadas de un aumento en la intensidad del viento, lo cual acaba deteriorando la termoclina, que al final se rompe y permite que las aguas ricas en nutrientes lleguen de nuevo a la superficie. En ocasiones, si las condiciones climáticas del año lo permiten, puede haber otro pequeño crecimiento de algas, pero muchas veces las pobres intensidades lumínicas y bajas temperaturas hacen que el fitoplancton no consiga aprovechar la abundancia de nutrientes. Vuelve el invierno y el ciclo comienza de nuevo.

Imagen de alga diatomea al microscopio

Diatomea del género Coscinodiscus. Las diatomeas son algas unicelulares planctónicas o bentónicas que tienen su cuerpo recubierto por dos valvas de sílice, a modo de cajita. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

Ritmos alterados por el cambio climático

Este ciclo se repite año tras año en las zonas templadas, sin embargo, la duración de las estaciones y la magnitud de los parámetros físicos (temperatura, densidad, luz) que se alcanzan en ellas es variable. Debido al cambio climático, el plancton se enfrenta a grandes retos y a fenómenos extremos que están provocando cambios en las comunidades. Estas alteraciones en el plancton se transmiten a través de la red trófica al resto de seres vivos y llegan hasta las pesquerías, de las que tanto dependen algunas zonas del planeta. Desincronización entre el período de aparición de depredadores y presas, desplazamiento y sustitución de especies por otras invasoras, aumento de las proliferaciones algales nocivas (antes conocidas como mareas rojas), incremento en la abundancia de medusas, etc., son algunos de los ejemplos de los retos a los que nos enfrentamos. La red trófica planctónica es compleja y nuestra actividad puede dañarla. Por eso es necesario que se apliquen medidas de contención del cambio climático y de la actividad antropogénica en general, y debemos seguir estudiando cómo evolucionarán las comunidades marinas, pues la incertidumbre ante el futuro no había sido nunca tan grande desde nuestra historia reciente.

Sapphirina sp. o zafiro de mar sobre fondo negro

Sapphirina sp. o zafiro de mar. Esta especie de copépodo de forma deprimida posee cristales de guanina que le confieren iridiscencias que reflejan la luz con diferentes tonalidades. / Imagen capturada al microscopio por Albert Calbet

* Albert Calbet es investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar (ICM-CSIC) y autor del libro El plancton y las redes tróficas marinas (2022), una de las últimas novedades de la colección ¿Qué sabemos de? (Editorial CSIC-Catarata). El libro ofrece una visión clara y amena sobre el plancton y su importancia, desarrolla estos y otros temas en detalle y presenta curiosidades sobre el plancton que difícilmente se encuentran en los libros de texto.

 

Praderas marinas: su función en los ecosistemas y su futuro ante el calentamiento global

Por Julia Máñez Crespo (CSIC)*

Alguers, herbeis, praderas o sebaldales… son muchos los nombres que reciben las poblaciones de las diferentes especies de fanerógamas marinas; pero, ¿qué son y cómo se originaron? Las fanerógamas marinas son organismos fascinantes: todos sus géneros, excepto uno, pueden vivir completamente sumergidos en el agua de mar e incluso florecer y ser polinizadas, ya sea con el movimiento de las corrientes o con la ayuda de pequeños invertebrados, como por ejemplo los isópodos o “abejas” del mar. Son plantas superiores de estructura compleja constituidas por un sistema de raíces, rizoma y hojas y que, además, producen flores verdaderas.

Flor femenina, Cymodocea nodosa / L. G. Egea

Su origen se sitúa en un planeta Tierra aún habitado por dinosaurios, cuando estas plantas fueron capaces de colonizar el mar hace aproximadamente 100 millones de años y de adaptarse a unas condiciones mucho más adversas a las del medio terrestre. Por eso, hoy en día se contabilizan solo unas 60 especies diferentes alrededor del mundo, a excepción del continente Antártico, donde no hay. Uno de los atributos más característicos de estas plantas es la gran diversidad de flores y frutos entre todas las especies existentes.

La adaptación al medio marino ha tenido una influencia directa en la morfología y estructura de estas plantas, lo que ha condicionado su distribución geográfica y especiación. Al tratarse de organismos fotosintéticos, su mayor limitación es la luz, lo que restringe su área de distribución costera entre los 0 y los 50 metros de profundidad, y de ahí la importancia de sus hojas, las cuales se encargan de realizar la fotosíntesis. A diferencia de sus parientes terrestres, estas plantas marinas utilizan también sus hojas para captar la mayoría de los nutrientes y utilizan sus raíces principalmente como anclaje al sedimento. En algunas praderas como las de la especie Cymodocea nodosa se ha observado la capacidad de desarrollar un mayor o menor sistema radicular (raíces de una misma planta) en función de la profundidad y la exposición al oleaje al que están sometidas sus poblaciones.

Posidonia oceanica

Las ingenieras ecosistémicas del mar

Las fanerógamas marinas son también conocidas como ‘ingenieras ecosistémicas’, lo que quiere decir que su presencia en un ecosistema modula los flujos de energía y nutrientes y determina la presencia de otras especies en su ecosistema. Por un lado, contribuyen a la geomorfología litoral, es decir, a dar forma al sistema costero, ya que amortiguan el efecto de las olas y de las corrientes, lo que disminuye la energía con la que impactaran sobre la costa. Y favorecen la sedimentación de partículas, que influye en la transparencia de las aguas. Por otro lado son también llamadas ‘pulmones marinos’, ya que especies como Posidonia oceánica forman praderas capaces de producir hasta 20 litros de oxígeno por hectárea y día. Pero no solo eso, sino que además son capaces de captar el dióxido de carbono atmosférico que entra en el mar y utilizarlo para su propio crecimiento, lo que conlleva que las praderas sean grandes sumideros de este gas de efecto invernadero.

Además de su influencia en la regulación de los flujos de materia y energía, su presencia en los ecosistemas es de vital importancia en la preservación de la biodiversidad. Son el principal alimento para algunas tortugas marinas y para dugongos (único representante de su género y el único miembro superviviente de la familia Dugongidae); también para multitud de pequeños invertebrados y para algunas especies de peces. Al conformar una zona altamente productiva, atraen a organismos que a su vez serán presa para otros y ofrecen refugio entre sus hojas para aquellos en primeras fases de desarrollo, como las larvas de peces, gasterópodos o bivalvos.

Banco de salpas en pradera de Cymodocea nodosa / Mallorca Blue

A pesar de su singularidad e importancia y de aportar un sinfín de beneficios ecosistémicos, actualmente las praderas de estas plantas marinas se enfrentan a un gran número de adversidades que están ocasionando el aumento su estado de vulnerabilidad. Todas las problemáticas son consecuencia directa o indirecta de las actividades humanas. De manera directa, la mala gestión de las aguas residuales o la erosión ocasionada por las anclas de las embarcaciones daña las praderas, reduce su producción de oxígeno, y el hábitat disponible para la biodiversidad, y reintroduce el dióxido de carbono que estaba almacenando al sistema. De manera indirecta, la llegada de especies invasoras o la sobrepesca facilita la expansión de poblaciones de otros organismos en detrimento de las de fanerógamas marinas.

No obstante, el calentamiento global es una de las mayores amenazas a las que se enfrentan. Los resultados mostrados en el último informe del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) sobre los océanos prevén una alta probabilidad de olas de calor extremo: de mayor duración e intensidad, siendo las zonas costeras lugares donde estos episodios sucederán con mayor severidad. Y es en esas áreas costeras donde residen estas plantas marinas.

Pradera de Cymodocea nodosa / Mallorca Blue

Episodios de olas de calor sostenidas en el tiempo como las de este verano, que en el mes de noviembre parecía no irse en zonas del Mediterráneo y del Atlántico, han provocado fenómenos de blanqueamiento de las hojas en praderas de la cuenca mediterránea, lo que podría afectar a las respuestas fisiológicas de las plantas. Algunas de estas respuestas las estamos investigando.

Dada la importancia y el actual estado de vulnerabilidad de estos organismos es necesario continuar estudiando su comportamiento ante el nuevo paradigma climático así como reducir las amenazas a las que se enfrentan, a fin de mejorar las políticas de conservación de sus praderas e incrementar la restauración en las zonas más afectadas. Las praderas de fanerógamas marinas son lugares únicos en el mundo, anteriores a nuestra presencia en el planeta y con derecho a seguir en él como hasta ahora.

* Julia Máñez Crespo es investigadora postdoctoral en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, UIB-CSIC), donde investiga el rol ecológico de las praderas de fanerógamas marinas así como los efectos ecológicos de la llegada de especies invasoras.

 

 

 

 

El viento, el elemento olvidado del cambio climático

Por César Azorín-Molina*

El viento es aire en movimiento. Esta definición implica que la expresión “hace aire” –tan común entre el público general y los medios de comunicación– es incorrecta: lo apropiado es decir “hace viento”. Este movimiento de aire se origina por las diferencias de presión atmosférica entre las superficies de la Tierra y los distintos niveles de la atmósfera; y ha sido utilizado por la humanidad desde el pasado hasta nuestros días como fuente de energía para la navegación a vela, el molido del grano o la extracción de agua de pozos subterráneos. La relevancia social, económica y ambiental del viento es múltiple, y tiene una doble vertiente, ya que el viento supone tanto un recurso como un riesgo climático.

El molino de viento convierte la energía eólica en energía rotacional con el fin principal de moler granos. Es un tipo particular de molino que opera por medio de paletas llamadas aspas.​

En un contexto como el actual, en el que nos enfrentamos a las consecuencias del cambio climático, el viento constituye la segunda fuente más importante en la generación de electricidad y la principal fuente de energía limpia. Su comportamiento altera la capacidad de producción de la industria eólica, pero es también clave en procesos muy dispares: la agricultura y la hidrología, pues incide sobre la evaporación y la disponibilidad de recursos hídricos; la calidad del aire, ya que dispersa la contaminación atmosférica; o las catástrofes naturales, por las pérdidas económicas y humanas que producen los temporales. Otros fenómenos afectados por el viento son la ordenación y el planeamiento urbano, las operaciones aeroportuarias, el tráfico por carretera, la propagación de incendios forestales, el turismo, los deportes de viento e incluso la dispersión de semillas, las rutas migratorias de las aves o la erosión del suelo.

Un aerogenerador es un dispositivo que convierte la energía cinética del viento en energía eléctrica.

¿El viento se detiene o se acelera?

La veleta para conocer la dirección del viento fue inventada en el año 48 a. C por el astrónomo Andronicus y el anemómetro que mide la velocidad a la que viaja el aire en movimiento, en 1846 por el astrónomo y físico irlandés John Thomas Romney Robinson. Sin embargo, el estudio de los cambios del viento en escalas temporales largas (periodos de más de 30 años) no despertó el interés de la comunidad científica hasta hace apenas un par de décadas.

La veleta es una pieza de metal, ordinariamente en forma de saeta, que se coloca en lo alto de un edificio, de modo que pueda girar alrededor de un eje vertical impulsada por el viento, y que sirve para señalar la dirección de este.

Fue en Australia, donde el profesor emérito de la Australian National University Michael Roderick, en su afán de cuantificar el efecto del viento en la evaporación, observó un debilitamiento de los vientos superficiales durante las últimas décadas. En 2007, para denominar este fenómeno, acuñó el término anglosajón de ‘stilling’. Pocos años más tarde, en 2012, el también australiano Tim McVicar, de la Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation, concluyó que este descenso de la velocidad de los vientos estaba ocurriendo sobre superficies continentales de latitudes medias, preferentemente del hemisferio norte, desde la década de 1980. En cambio, otras investigaciones detectaron un reforzamiento de los vientos sobre las superficies de los océanos y, en la última década, un cese del fenómeno ‘stilling’ y un nuevo ciclo de ascenso de la velocidad de los vientos o ‘reversal’.

Falta de evidencias

La causa principal que explica ambos fenómenos se ha atribuido a los cambios en la circulación atmosférica-oceánica. Estos cambios se producen tanto por la propia variabilidad natural del clima como por efecto de la acción humana sobre el clima: el calentamiento global consecuencia de las emisiones de gases de efecto invernadero y también los cambios en los usos del suelo, entre los que destaca la rugosidad del terreno provocada por la masa forestal y la urbanización. En cualquier caso, tampoco hay que descartar la posibilidad de errores instrumentales en la medición del viento por el desgaste de los anemómetros, entre otros.

En la actualidad, la ciencia del clima se afana por descifrar el comportamiento del viento y elaborar proyecciones para los próximos 100 años. En un escenario de aumento de emisiones de gases de efecto invernadero y de calentamiento global, es previsible que una nueva fase de ‘stilling’ domine el siglo XXI.

El último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) concluyó que el viento es una de las partes olvidadas del sistema climático dadas las escasas evidencias sobre sus cambios pasados y futuros. Un nuevo ‘stilling’ obligaría a desarrollar nuevas estrategias a medio-largo plazo en el sector de la energía eólica, un motor clave en la descarbonización de la economía establecida en el Acuerdo de París y el Pacto Verde Europeo. El estudio del viento debe ser prioritario para impulsar las energías renovables en la transición hacia una economía global con bajas emisiones de gases de efecto invernadero.

* César Azorín-Molina es investigador del CSIC en el Centro de Investigaciones sobre Desertificación (CSIC-UV-GVA) y pertenece a la Red Leonardo de la Fundación BBVA

 

El cambio climático y la guerra en Ucrania están en nuestro plato

Por Daniel López García (CSIC) *

¿Cómo va a impactar la guerra de Ucrania en nuestra alimentación? La respuesta dependerá de las medidas que tomemos. Y también de si estas tienen en cuenta los efectos que el cambio climático está teniendo sobre el sistema alimentario y la relación entre cambio climático y sistema productivo. Trataré de explicarlo en las siguientes líneas.

Gurra contra la naturaleza

Traspasar las tensiones sociales a la naturaleza

Durante las últimas décadas, las desigualdades sociales se han tratado de aliviar facilitando el acceso a bienes de consumo baratos a toda la población. Esto ha supuesto un incremento creciente de la producción intensiva y el consumo desmesurado, que se ha asentado en una mayor presión sobre los recursos naturales. Por ello podemos decir que las desigualdades se han aliviado en buena medida gracias a traspasar la tensión social hacia la naturaleza… y eso a pesar de que esas desigualdades no han dejado de crecer.

El problema es que la naturaleza está mostrando un elevado nivel de agotamiento: cuanta más presión introducimos, más se desequilibra, lo que a su vez genera nuevas tensiones sociales. La guerra en Ucrania es una buena muestra de ello: un conflicto relacionado con el control de los recursos naturales –el gas ruso atraviesa Ucrania, un territorio rico en minerales y productos agrícolas– provoca un alza de precios y desabastecimiento que dan lugar a tensiones sociales en todo el planeta, como las recientes movilizaciones del sector agrícola y del transporte que hemos vivido en España. Algo similar ocurre con el cambio climático y la pandemia de COVID19, dos fenómenos que tienen su origen en la creciente presión humana sobre los recursos naturales y que han producido ya tensiones sociales a escala global: desempleo, empeoramiento de la calidad de vida, estancamiento de la actividad económica, migraciones, etc.

Un modelo agrícola en crisis

En estos bucles de insostenibilidad social e insostenibilidad ecológica nuestra alimentación juega un papel relevante. Por un lado, la producción de alimentos a gran escala se encuentra en crisis por su elevada dependencia de materias primas que han alcanzado o se encuentran cerca de su pico de extracción: el petróleo que mueve la maquinaria o el gas, los nitratos y los fosfatos que se utilizan en la producción de fertilizantes y pesticidas. Por otro lado, los rendimientos agrícolas generan y a su vez se ven afectados por algunos de los procesos ecológicos y geológicos en los que los límites planetarios están desbordados en mayor grado, como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de los ciclos geoquímicos de nitrógeno y fósforo o el cambio en los usos del suelo. Y, por último, los flujos globales de alimentos baratos entre unas partes del mundo y otras han quedado en entredicho después de que la pandemia dificultara los transportes internacionales y el alza de precios del petróleo los haya encarecido sobremanera. Todo ello amenaza nuestra seguridad alimentaria, algo que se deja ver en parte en el alza de los precios de los alimentos.

En este contexto, ¿cómo deberíamos gestionar los impactos de la guerra en Ucrania sobre nuestra alimentación? Para intentar que el sector alimentario europeo no colapse, algunas voces están proponiendo rebajar los estándares ambientales en la producción de alimentos. Se plantea, por ejemplo, importar piensos transgénicos y alimentos cultivados con pesticidas prohibidos en la UE; o incrementar las superficies de cultivo en detrimento de los barbechos.

Esto supone un auténtico paso atrás con respecto a la estrategia “De la granja a la mesa”, aprobada en 2020 por la Comisión Europea tras un arduo debate, y que entre otras cosas establece reducciones en los usos de antibióticos en ganadería y de fertilizantes y pesticidas químicos en agricultura, así como el objetivo de que un 25% de la superficie cultivada europea en 2030 sea de producción ecológica. No nos podemos permitir retrasar los cambios a los que ya estamos llegando tarde, como evidencia el último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), que asigna un tercio de las emisiones de efecto invernadero al sistema alimentario, o las elevadas cifras de enfermedades no transmisibles (y el gasto sanitario asociado), relacionadas con pesticidas y con dietas insostenibles y poco saludables.

La hora de actuar

El cambio climático será (y en buena medida ya lo está siendo) mucho más destructivo que una guerra, y sus impactos durarán mucho más que la guerra más larga. El último informe del IPCC, presentado el 28 de febrero, hace hincapié en la necesidad urgente de adoptar medidas inmediatas y más ambiciosas para hacer frente a los riesgos climáticos. “Ya no es posible continuar con medias tintas”, asegura su presidente.

La gravedad del cambio climático y los últimos informes del IPCC han alentado a parte de la comunidad científica a movilizarse para demandar cambios urgentes. Durante la segunda semana de abril de 2022, científicos y científicas de todo el mundo llevarán a cabo acciones de desobediencia civil aliados con diversas organizaciones ambientalistas, como Extinction Rebellion.

La comparación entre cambio climático y guerra es muy clarificadora. A lo largo de los últimos siglos, y especialmente desde el siglo XX, nuestras sociedades han entendido la relación con la naturaleza a través de la dominación, como una guerra contra la naturaleza que ahora parece que vamos perdiendo. Pero ni la naturaleza está en guerra contra la humanidad ni esa guerra es posible, porque somos parte de la naturaleza y esta vive en cada uno de nosotros y nosotras. De hecho, para poder superar ambos problemas –la guerra en Ucrania y el cambio climático– será necesario salir del escenario bélico entre sociedad y naturaleza, plagado de ‘daños colaterales’, como la idea de que para enfrentar los impactos de la guerra podemos presionar más sobre los recursos naturales. Esta idea de guerra sociedad-naturaleza solo generará nuevas crisis que se solaparán con las actuales.

El caso es que hay un consenso elevado acerca de qué camino tomar respecto a la alimentación entre los estados nacionales y las instituciones globales, como la UE, el IPCC o las agencias de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), el Medio Ambiente (UNEP) o la Salud (OMS). Recientes informes y acuerdos globales coinciden en que es urgente, posible y necesario alimentar al mundo a través de sistemas alimentarios agroecológicos; basar nuestra alimentación en alimentos locales, frescos, sostenibles (ecológicos) y de temporada; y modificar la dieta para reducir la ingesta de carnes (y limitarla a aquellas procedentes de la ganadería extensiva) y de alimentos procesados. La combinación de crisis sociales y ecológicas que hoy nos asola debe servir para iniciar ya los cambios necesarios, y no para seguir echando leña al fuego.

* Daniel López García es investigador del CSIC en el Instituto de Economía, Geografía y Demografía (IEGD-CSIC).

Las aves de alta mar ‘alertan’ sobre el estado crítico de los océanos

José Manuel Igual (CSIC)*

El cambio global es un hecho. Es una realidad la rápida alteración del clima terrestre a causa del calentamiento por gases de efecto invernadero, y también lo es la pérdida de biodiversidad debida a factores como la explotación no sostenible de recursos, la contaminación de las aguas, la mala gestión del suelo o las invasiones biológicas. Todos ellos constituyen aspectos de este cambio antropogénico. Paradójicamente, en ocasiones pareciera que nos aferramos a pensar que las fronteras pueden contener estos problemas, creando una falsa sensación de seguridad. Pero las fronteras nacionales no sirven para contener las graves consecuencias del cambio global en la naturaleza. La pandemia de COVID-19 es un ejemplo de ello.

Las aves, que no conocen fronteras, son excelentes indicadoras del estado de los ecosistemas; especialmente las más viajeras de todas: los procelariformes, aves de alta mar. Debido a este comportamiento de largo alcance se han convertido en uno de los grupos animales más amenazados del planeta.

Pardela cenicienta del Mediterráneo (Calonectris diomedea) junto a su zona de distribución geográfica. / Ilustración: Irene Cuesta Mayor (CSIC)

Este grupo incluye los grandes albatros, así como los petreles, las pardelas y los pequeños paíños. Hasta hace unos pocos años, este era un grupo bastante desconocido salvo para marinos o pescadores, ya que estas aves solo tocan tierra para reproducirse, en general de forma discreta, en islotes y acantilados poco accesibles.

Para especialistas en ecología de campo, como las investigadoras y los investigadores del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, CSIC-UIB), los procelariformes son objeto de estudio. Al ser aves depredadoras (comen sobre todo peces pelágicos y cefalópodos), están en la parte superior de la pirámide y, por tanto, son receptoras de lo que acontece en los océanos. Gracias al marcaje y la recaptura a largo plazo mediante el anillamiento científico y la utilización de dispositivos portátiles GPS miniaturizados, el estado de sus poblaciones y sus movimientos se conoce cada vez más.

Anillado de ejemplar de pardela cenicienta del Mediterráneo por especialistas del IMEDEA (CSIC-UIB).

Por ejemplo, la pardela cenicienta del Mediterráneo (Calonectris diomedea) es una especie de ave con la que este instituto de CSIC lleva trabajando más de 20 años en sus zonas de reproducción en Baleares. En invierno se desplaza del mar Mediterráneo al océano Atlántico, el cual puede cruzar de Norte a Sur, ida y vuelta, alimentándose en aguas internacionales de ambos hemisferios, acercándose a las costas de África o América y permaneciendo principalmente en áreas marinas de varios países africanos, desde Mauritania a Namibia-Sudáfrica. Por tanto, su seguimiento nos dice muchas cosas de lo que pasa en el Mediterráneo en primavera y verano, o en el Atlántico en invierno.

Esto hace necesaria la colaboración internacional en investigación. Uno de estos estudios en los que han colaborado compartiendo datos varias universidades e instituciones de investigación, entre ellos la Universidad de Barcelona y el CSIC, así como algunas ONG de conservación como SEO-Birdlife, han desvelado que las aves marinas no han conseguido ajustar sus calendarios de reproducción al ritmo al que se están calentando globalmente los mares. Es decir, tienen poca flexibilidad para poder adelantar o retrasar sus fechas de reproducción en relación al cambio climático, que está produciendo un cambio temporal en los picos de abundancia de presas.

Pardela Cenicienta del Mediterráneo en su nido. / Imagen: IMEDEA (CSIC-UIB)

Otra colaboración entre grupos de investigación de varios países ha permitido saber que los grandes petreles pasan casi el 40% de su tiempo en mares donde ningún país tiene jurisdicción, aguas internacionales que suponen un tercio de la superficie terrestre. En estas “aguas de nadie” se pueden producir más interacciones negativas con la pesca, porque hay menos control sobre el cumplimiento de las regulaciones y no existe un marco legal global de conservación de la biodiversidad. Una de las mayores amenazas para este grupo de especies, junto con la sobrepesca que esquilma recursos o las invasiones de mamíferos introducidos (ratas, gatos) en sus zonas terrestres de reproducción, es precisamente la pesca accidental. El problema es grave no solo porque mueren decenas de miles de aves cada año sin ser objetivo de captura, sino que además supone un coste económico para los mismos pescadores.

En general, el grupo de las procelariformes sufre una mortalidad anual muy alta por esta causa. Se ha podido cuantificar que alrededor de un 13% de los adultos reproductores de Pardela Cenicienta Mediterránea se pierden cada año, y de estos al menos la mitad mueren por pesca accidental en palangre (líneas de anzuelos). Gracias a la combinación de las áreas de ‘campeo’ o home range, cuyos datos son proporcionados por el marcaje con GPS, y las áreas de máxima actividad pesquera, se han podido elaborar mapas de riesgo en la costa mediterránea occidental para los planes de gestión y conservación.

Pardela balear (Puffinus mauretanicus), especie endémica de las Islas Baleares en peligro crítico de extinción. / Imagen: Víctor París

Por otro lado, en todos estos años de estudio se ha podido constatar que, en esta especie, como ocurre en otras especies de grandes viajeras, la supervivencia y el éxito reproductor anual varían en relación a los cambios oceánicos y climáticos a gran escala. Estos cambios pueden reflejarse a través de índices que cuantifican las diferencias de presiones entre zonas polares y templadas del Norte del Atlántico o del Sur del Pacífico, como la NAO (Oscilación del Atlántico Norte) y el SOI (Índice de Oscilación del Sur). Este último mide la intensidad de fenómenos como el Niño y la Niña. Estos índices son importantes porque resumen mensual o estacionalmente el clima en grandes áreas y, con ello, ofrecen una idea general de las precipitaciones, los aportes fluviales al mar, la temperatura del mar, la productividad marina o la frecuencia de fenómenos extremos como los huracanes. Por tanto, la relación de la dinámica de las poblaciones de estas aves con la variación de estos índices nos puede ayudar a predecir qué les ocurrirá con el cambio climático.

También hay otros grandes peligros que acechan a esta y otras especies de aves marinas. Este es el caso de la contaminación lumínica, que hace perderse a los animales en tierra durante la dispersión al ser atraídos y confundidos, o la ingestión de plásticos, cada vez más frecuente.

Las proyecciones de la dinámica de la población para las aves marinas pelágicas son poco halagüeñas y predicen la extinción de algunas de estas especies en pocas décadas. Algunas de las colonias de estudio de pardela cenicienta se mantienen todavía, porque reciben inmigración que cubre las pérdidas, lo que conocemos como ‘efecto rescate’, pero esto parece solo un remedio temporal a su estatus de especie en peligro. Otras están todavía más amenazadas, en peligro crítico, como la pardela balear (Puffinus mauretanicus), que es endémica del archipiélago y una gran desconocida para la mayoría.

No nos queda mucho tiempo para evitar su debacle y comprender que su futuro y el nuestro van de la mano.

 

*José Manuel Igual trabaja en el Servicio de Ecología de Campo del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, CSIC-UIB). Este artículo resume alguna de sus colaboraciones con el Animal Demography and Ecology Unit (GEDA), en el Grupo de Ecología y Evolución del mismo instituto.

 

Almacenamiento geológico de carbono: el patito feo de la descarbonización

Por Víctor Vilarrasa (CSIC)*

Ahora que aprieta el calor, no puedo dejar de pensar en el cambio climático. Los registros nos indican que aumenta el número de olas de calor, de noches tropicales y de episodios de gota fría o DANAs –depresiones aisladas en los niveles altos de la atmósfera que provocan fuertes tormentas–. Para mitigar estos y otros efectos del cambio climático, debemos conseguir un balance neto de emisiones de dióxido de carbono (CO2) igual o menor que cero en un futuro cercano. Es decir, la cantidad de CO2 que emitamos a la atmósfera tendrá que ser igual o inferior al CO2 que extraigamos de ella. En España, con unas emisiones de gases de efecto invernadero de 334 millones de toneladas equivalentes de CO2 en 2018, todavía nos queda un largo camino para conseguirlo. Aunque las hemos disminuido un 25% con respecto a 2005, siguen siendo un 15% mayores que las de 1990, año que se toma como referencia para cuantificar las reducciones en las emisiones.

Planta de almacenamiento de carbono. / Pexels

Planta de almacenamiento de carbono. / Pexels

Descarbonizar la economía

El primer paso para la neutralidad de carbono consiste en descarbonizar todos los sectores de la economía. El sector que emite más CO2 es el energético, ya que en la actualidad el 85% de la energía que consumimos se genera a partir de hidrocarburos. Las grandes petroleras y empresas energéticas se están comprometiendo a lograr el balance neto de emisiones de CO2 igual a cero en 2050. Esta transición implica basar la producción de energía en fuentes renovables; mayoritariamente las energías solar, eólica e hidroeléctrica, pero complementadas por la geotérmica, la mareomotriz (que aprovecha las mareas) y la undimotriz (que se obtiene del movimiento de las olas). También se plantea sustituir los hidrocarburos por biomasa en la producción de electricidad, dado que el carbono que se emitiría al quemarla sería el mismo que habrían capturado previamente las plantas. Igualmente, la energía nuclear, que no tiene emisiones de CO2 asociadas, seguirá formando parte del mix energético con gran probabilidad.

Esta transformación es más compleja que instalar una capacidad de producción igual a la demanda, dado que las fluctuaciones que se producen en la mayoría de las fuentes de energías renovables (luz solar, viento, caudal hidrológico, etc.) requieren la capacidad de almacenar cantidades ingentes de energía para compensar los déficits de producción con los excedentes. Cómo almacenar esta energía no es trivial, dado que las baterías no tienen suficiente capacidad y la producción de combustibles sin carbono para su uso posterior, como el hidrógeno, conlleva una eficiencia bastante baja. A pesar de estos retos, se considera que la descarbonización del sector energético es viable.

Al sector energético le siguen en emisiones de CO2 los sectores del transporte e industrial. Para reducir sus emisiones, estos sectores se tendrán que electrificar, lo que aumentará la demanda del sector energético. No obstante, al contrario que el sector de la energía, estos sectores difícilmente se podrán descarbonizar por completo. En el sector del transporte, el transporte marítimo y, sobre todo, el aéreo no cuentan, por el momento, con combustibles alternativos a los actuales. Por otra parte, aunque el sector industrial se abastezca de energías renovables, seguirá emitiendo millones de toneladas de CO2, porque la fabricación de ciertos productos, como el cemento, el acero y el etanol, conlleva la emisión de CO2 por las reacciones químicas que tienen lugar en su proceso de producción. En algunos casos, la investigación, desarrollo e innovación (I+D+i) podrá permitir la descarbonización de alguno de estos procesos mediante procedimientos alternativos, como en el caso del acero, que en la actualidad es responsable del 8% de las emisiones de CO2 a escala global. Sin embargo, otros procesos industriales solo se podrán descarbonizar mediante la captura del CO2 antes de ser emitido a la atmósfera y su posterior almacenamiento geológico. En España, 16 millones de toneladas de CO2 al año (Mt/a) son emitidas por 23 industrias que, a largo plazo, solo se podrán descarbonizar con la captura y almacenamiento de CO2 (CCS, por sus siglas en inglés); y 53 Mt/a, por 38 plantas de producción de energía, en las que se podría aplicar CCS a corto plazo para acelerar la transición hacia la neutralidad de carbono.

Devolver el carbono al subsuelo

El almacenamiento geológico de carbono tiene como objetivo devolverlo a su lugar de origen: bajo tierra. Tecnológicamente, este procedimiento está probado con éxito con caudales de inyección de 1 Mt/a. El Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) estima que la cantidad de CO2 almacenado en formaciones geológicas profundas debe aumentar de los 40 Mt/a actuales a 8.000 Mt/a en 2050. Esto implicaría tener unos 8.000 pozos inyectando 1 Mt/a de CO2. Puede parecer un número muy grande, pero es pequeño en comparación con los 8 millones de pozos que se han perforado para extraer gas y petróleo. No obstante, multiplicar por 200 el almacenamiento de CO2 en 30 años es sin duda un gran reto que implica un aumento del CO2 almacenado del 6% anual.

Víctor Vilarrasa

Víctor Vilarrasa

El almacenamiento se realiza a profundidades mayores de 800 metros en acuíferos salinos o en yacimientos agotados de gas o petróleo. A medida que aumenta la profundidad, como el subsuelo está saturado, es decir, los poros de las rocas están llenos de agua, la presión del agua que llena estos poros aumenta de forma equivalente al peso de la columna de agua que hay por encima. De manera similar, la temperatura también aumenta con la profundidad una media de 30°C por kilómetro. A profundidades mayores de 800 metros, la presión y la temperatura son suficientemente elevadas para que el CO2 se encuentre en su estado supercrítico. A pesar de lo extraño que pueda parecer el nombre de este estado, lo que nos indica es que el CO2 tiene propiedades tanto de un gas como de un líquido. Por un lado, su viscosidad es como la de un gas, es decir, muy baja, por lo que va a poder fluir con facilidad. Por otro, su densidad es como la de un líquido, es decir, elevada, y, por lo tanto, su almacenamiento va a ser eficiente porque ocupará un volumen relativamente pequeño. A pesar de presentar una densidad elevada, el CO2 es más ligero que el agua, por lo que tiende a flotar. Por este motivo, se necesita la presencia de una roca impermeable ubicada encima de la formación almacén, que se conoce como roca sello y que impide que el CO2 vuelva a la superficie. La formación almacén, al contrario que la roca sello, se caracteriza por una alta permeabilidad y porosidad, para albergar grandes cantidades de CO2 sin generar sobrepresiones elevadas.

Las posibilidades del CO2 almacenado

Socialmente, el almacenamiento geológico de carbono no acaba de estar bien aceptado, al menos en algunos países. Existe el efecto NIMBY (no en mi jardín trasero, por sus siglas en inglés), por el que se puede llegar a rechazar el desarrollo de proyectos de este tipo en ciertas zonas. Una posible solución es el almacenamiento en alta mar, como sucede en Noruega, donde llevan 25 años inyectando CO2 con éxito en acuíferos marinos, lo que convierte al país nórdico en líder mundial en almacenamiento de este gas. La manera en que esta tecnología es vista por la sociedad también puede mejorar cuando se aplica al CO2 que se genera en la combustión de biomasa para producir electricidad, ya que de esta forma conseguimos extraer CO2 de la atmósfera, en lo que se conoce como BECCS (por sus siglas en inglés).

Otra estrategia que puede ayudar a mejorar la imagen del almacenamiento geológico de carbono es utilizar el CO2 inyectado de alguna forma, para darle valor y que el proceso no se limite a deshacerse de un residuo. La opción más viable consiste en utilizar el CO2 inyectado para producir energía geotérmica, dado que, por sus propiedades, es un fluido mucho más eficiente que el agua en la extracción del calor de las profundidades de la Tierra. El CO2 inyectado se calienta cuando entra en contacto con la roca almacén, por lo que, si se extrae, se puede aprovechar la alta temperatura que ha adquirido para producir electricidad. Este ciclo es muy eficiente porque apenas se requiere energía para bombear el CO2: como tiende a flotar, sube hasta la superficie por sí solo. El CO2, una vez enfriado después de aprovechar la energía geotérmica, puede reinyectarse junto con más CO2 para su almacenamiento geológico. De esta forma, se reduciría la cantidad de CO2 en la atmósfera y se generaría energía limpia.

El tratamiento del CO2 debe seguir una evolución similar a la que ha tenido la gestión de nuestros residuos domésticos. Antiguamente se desechaban en cualquier parte, que es lo que hacemos ahora con el CO2. Posteriormente se recogían y se llevaban a vertederos, que es lo que se está empezando a hacer con el almacenamiento geológico de carbono. En la actualidad, reciclamos la mayoría de nuestros residuos y solo una fracción pequeña va a parar a los vertederos. En un futuro próximo deberemos hacer lo mismo con el CO2: almacenarlo y utilizarlo para conseguir que el balance neto de emisiones sea cero y así podamos mitigar los efectos del cambio climático.

 

* Víctor Vilarrasa es investigador del Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua (IDAEA-CSIC) y del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, CSIC-UIB). Actualmente dirige un proyecto del European Research Council (ERC) para conseguir que los recursos de la Tierra contribuyan a la descarbonización.