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¿Qué vemos al contemplar un paisaje?

Por Fernando Valladares* y Mar Gulis (CSIC)

“Verdes montañas” o “campos de cultivo” son expresiones con las que a menudo describimos el paisaje que configura el «campo», un campo que visitamos en nuestros recorridos cotidianos o viajes vacacionales. Apreciamos bosques y plantaciones, pero ¿podemos leer algo más sobre lo que estamos viendo? ¿Qué árboles pueblan esos bosques? ¿Son bosques complejos autóctonos o plantaciones productivas de un solo tipo de árbol? ¿Cuánto tiempo llevan ahí? ¿Qué había antes de las amplias extensiones de regadío? ¿Afectan las redes de autopistas y carreteras a la flora y fauna? Veamos algunos apuntes para entender el paisaje a través de los ojos de la ecología.

Paisaje en Alcubilla de las Peñas, Soria, España (2015). / Diego Delso

El paisaje, como la vida, no es estático: ha ido cambiando a medida que se han modificado la demografía, los hábitos y nuestra interacción con el medio. Claro, que no todas las civilizaciones se han relacionado de la misma manera con su entorno. Algunas culturas en diferentes regiones del globo aún conviven de manera más o menos sostenible con sus territorios. A pesar de ello, se puede decir que, a día de hoy, existen muy pocos ecosistemas sobre la superficie terrestre que no hayan sido modificados. La extensión de un modelo social y económico basado en la extracción desmedida y concentrada de recursos naturales, sumada al alto crecimiento de la población humana, han hecho que hoy podamos afirmar que más del 45% de la superficie terrestre ya está profundamente alterada por el ser humano.

Granja solar. / Anonim Zero, Pexels

Un poco de historia: mucho más que domesticación de especies

Año 7.000 antes de Cristo. En el Levante mediterráneo ya se cosechan los ocho cultivos neolíticos fundadores: farro, trigo escanda, cebada, guisantes, lentejas, yero, garbanzos y lino. Hacia el este, en el interior, entre los ríos Tigris y Éufrates, los pueblos de la antigua Mesopotamia crían cerdos para obtener alimento y pastorean ovejas y cabras en la estación húmeda de invierno. El arroz está domesticado en China. En la actual Nueva Guinea se cultivan la caña de azúcar y verduras de raíz, y en los Andes la papa, los frijoles y la coca, mientras se cría ganado de llamas, alpacas y cuyes. Se trata de la revolución neolítica, que comenzó hace unos 13.000 años: la sedentarización y el surgimiento de las ciudades hecho posible por la agricultura y la ganadería, la domesticación de animales y plantas. Fue el inicio de lo que hoy se conoce como Antropoceno. Desde entonces hasta ahora, el impacto de los seres humanos en el planeta no ha hecho más que aumentar y extenderse a ritmo creciente.

Los paisajes primigenios, los que había antes de la revolución neolítica, se transformaron en ‘paisajes históricos’. En ellos, remanentes muy simplificados de vegetación natural se mantuvieron como manchas forestales de poblaciones de árboles con estructuras muy alteradas, como consecuencia de la explotación de la madera y otros recursos que ofrecen estos hábitats.

Restos del sistema de terrazas agrícolas circulares incas en Moray, Perú, siglos XV-XVI. / McKay Savage (Worldhistory.org)

El caso de la península ibérica

En el territorio peninsular, esos remanentes de vegetación natural coexistían con ecosistemas seminaturales, como los prados de siega. En el interior, se intercalaban zonas en las que la acumulación de agua permitía hábitats con mayores recursos para el ganado con hábitats más degradados, como los campos de cultivo extensivos de secano. La pérdida de especies y el colapso de muchos ecosistemas debió de ser algo generalizado. Los grandes herbívoros y carnívoros fueron los primeros en extinguirse, pero de la mano debieron perderse muchas especies de todo tipo de grupos biológicos que no han dejado su rastro en el registro fósil. Emergieron nuevos paisajes que poco tenían que ver con los que existían durante nuestra época nómada de cazadores recolectores.

‘Cosechadores’, óleo de Pieter Bruegel ‘el viejo’, 1565 / Google Art Project

Afortunadamente, algunos procesos funcionales y evolutivos de aquellos hábitats primigenios se mantuvieron gracias a que los cambios introducidos podían mimetizar procesos que habían existido hasta entonces. Por ejemplo: el pastoreo recordaba la presión de los grandes herbívoros; el manejo del fuego mantenía cierta estructura y dinámica ecológica a la que las especies y sus interacciones se fueron adaptando; el arado de tierras podía recordar a ciertas perturbaciones naturales que dejaban los suelos expuestos para ser nuevamente colonizados por la vida. Todo ello permitió mantener, pese a todo, tasas elevadas de diversidad y buena parte de la funcionalidad ecosistémica de estos paisajes y hábitats; es decir, los procesos biológicos, geoquímicos y físicos que tienen lugar los ecosistemas y que producen un servicio al conjunto. La potencia de la naturaleza para sobreponerse a los impactos es siempre asombrosa.

Con el tiempo y la expansión del modelo mercantilista, surgieron las minas y explotaciones industriales con sus huellas físicas, químicas y biológicas en el paisaje y en los ciclos de la materia y de la energía. Estos ciclos son como una suerte de metabolismo planetario que se apoya en equilibrios dinámicos, donde todo se transforma, pero el conjunto permanece estable. En esta movilización juega un papel vital la biosfera.

Imagen: Pxhere.com

De la superproducción a la escasez

El impacto mayor sobre la biosfera y la alteración de estos ciclos llegó con la agricultura intensiva. Se pasó de una agricultura que eliminaba hábitats, pero mantenía buena parte de las funciones ecosistémicas, a otra que conlleva altos niveles de contaminación, agotamiento de recursos y graves problemas para nuestra salud y la de los ecosistemas.

Y es que pocas cosas son menos sostenibles que la agricultura actual. No sólo por su elevada huella ambiental en forma de ecosistemas eutrofizados, es decir, con un exceso de nutrientes que provoca su colapso, y de emisiones colosales de gases de efecto invernadero, sino también por su necesidad de recursos que ya son limitantes como el fósforo, esencial para los fertilizantes y cuya provisión no se puede asegurar, o el agua de riego, cada día más escasa en cada vez más regiones del planeta. Además, se calcula que sin la ruptura metabólica global que supuso la agricultura del siglo XX, en lugar de ser actualmente casi ocho mil millones de personas en el planeta, apenas llegaríamos a cuatro, es decir, la mitad.

Imagen satélite de El Ejido y sus alrededores (Almería), con capturas de 2015. / Google Earth

Por otra parte, durante estos últimos 100 años el territorio no solo ha visto crecer exponencialmente y a ritmo vertiginoso la población mundial y el consumo de recursos naturales, también las ciudades, las carreteras y las autopistas, y por ende la reducción a mínimos nunca antes conocidos del espacio disponible para la vida silvestre.

Pero este ritmo no se da de la misma manera en todas las partes del globo. En los países desarrollados vivimos sobrecargando los ecosistemas, pero externalizamos las consecuencias a los países sin recursos. Es decir, utilizamos los recursos de otros para mantener nuestras demandas de recursos naturales.

Pocas veces nos paramos a ver todos estos procesos en el paisaje que visitamos o vemos a través de la ventanilla del coche. Vivimos tiempos que requieren reflexión y recuperar otros modos de relacionarnos con las demás especies y con el entorno. Si lo hacemos, seremos los primeros en beneficiarnos.

* Fernando Valladares es investigador del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) y autor, entre otros muchos títulos, del libro La salud planetaria, de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata).

Ojo al ‘data’: un paseo filosófico por las nubes digitales

Por Txetxu Ausín (CSIC)*

Las nubes son la exitosa metáfora para referirnos a la nueva realidad digital en la que vivimos. Una realidad configurada por las redes sociales, la inteligencia artificial y la analítica de los datos masivos o big data que se recogen en la interacción e interconexión creciente de humanos, artefactos e instrumentos que registran, procesan y reutilizan enormes cantidades de información. Las nubes parecen blancas, etéreas, inofensivas, pero están reconfigurando radicalmente nuestro mundo y nuestras relaciones; por ello son tecnologías disruptivas, que impulsan transformaciones radicales y a gran velocidad en esta nueva era de los humanos llamada Antropoceno. Cada vez más nos configuramos como sistemas sociotécnicos donde todas nuestras interrelaciones están mediadas tecnológicamente; mantenemos una interacción física, cognitiva y hasta emocional con la tecnología, difuminándose las fronteras entre sujetos humanos y artefactos.

Les invito a dar un paseo por las nubes, a pensar este nuevo ecosistema digital de la mano de la filosofía, para indagar y preguntarnos por su esencia, por la concepción del ser humano que entrañan, por el tipo de conocimiento que generan, por su impacto medioambiental, por su ética y su política.

Ilustración de Irene Cuesta (CSIC).

Empecemos por la realidad de los datos

Los datos están en todas partes (“data is all around”), son ubicuos, de modo que se está produciendo una ‘datificación’ de la vida, una representación digital de la realidad, una ontología de datos donde se pretende poner en un formato cuantificado todo, para que pueda ser medido, registrado y analizado. Es decir, todo se transforma en información cuantificable. Así que el tamaño importa, ya que, cambiando el volumen y la cantidad de datos manejados, se está cambiando en cierto modo la esencia de la realidad.

Esta antigua búsqueda de la humanidad se desarrolla hoy exponencialmente por medio de la digitalización y los sistemas de Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC). Se cuantifica el espacio (geolocalización), se cuantifican las interacciones humanas y todos los elementos intangibles de nuestra vida cotidiana (pensamientos, estados de ánimo, comportamiento) a través de las redes sociales, se ha convertido el cuerpo humano en una plataforma tecnológica y se monitorizan los actos más esenciales de la vida (sueño, actividad física, presión sanguínea, respiración…) mediante dispositivos médicos, prendas de vestir, píldoras digitales, relojes inteligentes, prótesis y tecnologías biométricas, en espacios públicos y privados (lo que se conoce como ‘internet de los cuerpos‘). Se datifica todo lo que nos rodea mediante la incrustación de chips, sensores y módulos de comunicación en todos los objetos cotidianos (‘internet de las cosas‘).

Si pensamos en términos ontológicos, no son ya los átomos sino la información la base de todo lo que es (‘internet del todo‘). Un universo compuesto esencialmente de información (infosfera). Una nueva perspectiva de la realidad, del mundo, como datos que pueden ser explorados y explotados. Además, la llamada ideología del ‘dataísmo’ es una nueva narrativa universal que regula nuestra vida y que viene legitimada por la autoridad de los datos masivos: el universo consiste en flujos de datos y el valor de cualquier fenómeno social o entidad está determinado por su contribución al procesamiento de datos. Y esto no es una teoría científicamente neutral porque pretende determinar lo que está bien y está mal con relación a un valor supremo, el flujo de información: será bueno aquello que contribuya a difundir y profundizar el flujo de información en el universo y malo, lo contrario; la herejía es desconectarse del flujo de datos.

     Ilustración de Irene Cuesta (CSIC).

El ser humano de la realidad de los datos

Dicho lo anterior, este paseo nos lleva a la antropología, a la concepción de ser humano y de su identidad que encierran las nubes. Se datifican todos los aspectos de nuestra vida (yo-cuantificado) y, no solo eso, se otorga un valor comercial a esa datificación, de modo que nuestras actividades nos definen como un objeto mercantil (somos el producto). Eso conduce a una constante optimización de uno mismo, donde el tiempo libre se vive igual que el tiempo de trabajo y está atravesado por las mismas técnicas de evaluación, calificación y aumento de la efectividad. Se da una progresiva desaparición de lo privado y una servidumbre voluntaria con relación a las nubes y la ‘mano invisible’ del flujo de datos. El concepto de rendimiento se refiere ya a la vida en su totalidad (24/7) en lo que se ha llamado ‘economía de la atención’ y ‘capitalismo de vigilancia’.

Filosofía del conocimiento

No es más halagüeña la perspectiva desde la filosofía del conocimiento o epistemología. Es cierto que la digitalización ofrece oportunidades de alfabetización científica, de creación de reservas epistémicas, de nuevos espacios formativos y de mayor transparencia y rendición de cuentas de las administraciones, favoreciendo la participación y el compromiso ciudadano con las políticas públicas. Además, las nubes de sanidad digital, educación online o mercados transforman las sociedades de países empobrecidos y contribuyen a la realización de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Sin embargo, la analítica de big data está transformando el método científico privilegiando las correlaciones frente a la causalidad como modelo explicativo de la realidad —recuérdese que una correlación es un vínculo o relación recíproca entre varias cosas—. No obstante, el hecho de que dos eventos se den habitualmente a la vez o de manera consecutiva no implica que uno sea la causa de otro. El big data establece correlaciones muy fuertes entre diferentes eventos o informaciones, pero eso no significa automáticamente que unos constituyan la causa o el origen de los otros, que serían su efecto.

Y aunque el big data se ha planteado como la panacea para la toma de decisiones más acertada, imparcial y eficiente, que evitaría los errores humanos y garantizaría un conocimiento más fiable, ha obviado algo básico, los sesgos. Esto es, los prejuicios y variables ocultas a la hora de procesar la información, las tendencias y predisposiciones a percibir de un modo distorsionado la realidad —sesgos que no desaparecen nunca aumentando el tamaño de la muestra y que están implícitos en los datos o en el algoritmo que los maneja—. Además, disponer de más datos no implica automáticamente un mayor y mejor conocimiento. Tener ingentes cantidades de datos puede conducir a la confusión y al ruido, los datos no son siempre información significativa, y los algoritmos son tremendamente conservadores porque reflejan lo que hay, lo dado, el prejuicio subyacente en la sociedad, escamoteando la discusión acerca de qué valores son preferibles, sin ninguna ambición transformadora. Los algoritmos, que no son sino un conjunto de pasos ordenados empleados para resolver un problema o alcanzar un fin (una codificación de medios y fines), se presentan bajo una apariencia de neutralidad, pero no dejan de ser opiniones encapsuladas.

Ilustración de Irene Cuesta (CSIC).

Ética y ecoética

Ligado a lo anterior, si hablamos de responsabilidad y ética, las nubes digitales presentan riesgos morales importantes en términos de daños a los individuos y a la sociedad:

  • Discriminación por sobrerrepresentación de personas con ciertas características y exclusión de otras; un asunto vinculado a los sesgos, como la discriminación de género o racial. Por ejemplo, las mujeres tienen menos posibilidades de recibir anuncios de trabajo en Google y el primer certamen de belleza juzgado por un ordenador colocó a una única persona de piel oscura entre los 44 vencedores, como señala Cathy O’Neil en Armas de destrucción matemática.
  • Dictadura de datos (políticas predictivas), donde ya no somos juzgados sobre la base de nuestras acciones reales, sino sobre la base de lo que los datos indiquen que serán nuestras acciones y situaciones probables (enfermedades, conductas…).
  • Perfilamiento (configuración de un ‘perfil de riesgo’) y estigmatización, cuando se define y manipula nuestra identidad, invadiéndose la privacidad y espacios íntimos incluso a nivel cognitivo-conductual y emocional.

Pero estas nubes digitales, desde una perspectiva medioambiental y ecoética, tampoco responden a la ‘desmaterialización’ de la economía que prometen. Por un lado, la fabricación de redes y productos electrónicos supera con creces la de otros bienes de consumo en términos de materias primas. Por ejemplo, el gasto en combustibles fósiles utilizados en la fabricación de un ordenador de sobremesa supera 100 veces su propio peso mientras que para un coche o una nevera la relación entre ambos pesos (de los combustibles fósiles usados en su fabricación y del producto en sí) es prácticamente de uno a uno. Por otro lado, los grandes centros de computación y de almacenamiento de datos en la nube requieren enormes cantidades de energía y tienen una alta huella por emisiones de CO2, con un impacto medioambiental muy elevado. El consumo eléctrico es tan grande que las emisiones de carbono asociadas son ingentes, como denuncia el movimiento Green Artificial Intelligence.

   Ilustración de Irene Cuesta (CSIC).

Propiedad y poder

Y es que, para terminar con una reflexión propia de la filosofía política, la que se refiere a la propiedad y al poder, hay que recordar que las nubes digitales son los ordenadores de otros, de esos gigantes tecnológicos, “señores feudales del aire”, como los llama Javier Echeverría, que dominan esta nueva realidad de la internet del todo. Además, las tecnologías digitales, las nubes, modulan la política a través de la manipulación de los mensajes, las fake news, la cultura del espectador o la polarización; los artefactos tienen política, incorporan valores, y la tecnología crea formas de poder y autoridad. Cuando hacemos entrega de (todos) nuestros datos, a cambio de unos servicios relativamente triviales, acaban en el balance de estas grandes compañías. Y, además, esos datos son después utilizados para configurar nuestro mundo de una manera que no es ni transparente (no se conocen los algoritmos de estas grandes compañías) ni deseable, convirtiéndose en un instrumento de dominación.

Un desarrollo justo y socialmente responsable de las nubes digitales exige un empoderamiento tecnológico de la ciudadanía, una alfabetización sobre este nuevo mundo digital, así como un nuevo pacto tecno-social entre usuarios, empresas y estados sobre la base de principios éticos, que evite las injusticias algorítmicas mencionadas (discriminación-perfilamiento-sesgos-exclusión) y que promueva la apropiación social de la tecnología para el bien común. No nos durmamos en las nubes.

* Txetxu Ausín es investigador del Instituto de Filosofía del CSIC (IFS-CSIC), donde dirige el Grupo de Ética Aplicada.

¿Nos encaminamos hacia la sexta extinción?

Por Mar Gulis (CSIC)

“El 25% de las especies de la Tierra desaparecerá en las próximas décadas si el cambio climático persiste. Es decir, en función de las emisiones y del grado de calentamiento global, perderemos de 500.000 a un millón de especies de animales y plantas”. Esta es la respuesta de la bióloga evolutiva Isabel Sanmartín, investigadora en el Real Jardín Botánico (RJB-CSIC), a la pregunta de si hay evidencias científicas suficientes para predecir el impacto del aumento de las temperaturas sobre la biodiversidad.

Invernadero del Real Jardín Botánico del CSIC / Irene Lapuerta

A partir del análisis de fósiles y de reconstrucciones de ADN, Sanmartín investiga cómo se adaptaron las plantas en el pasado a las variaciones climatológicas. Esas indagaciones le dan pistas para entender lo que sucede en el presente y vislumbrar qué sucederá en el futuro. Y las evidencias se acumulan: “El calentamiento global se está produciendo tan rápido que es muy difícil que las especies consigan adaptarse”, señala. Ahí están los datos: “Por ejemplo, en los bosques tropicales, donde vive el 50% de los organismos de la Tierra, calculamos que desaparecerá el 45% de las plantas”.

El aumento de la temperatura y la destrucción de hábitat, en gran medida provocados por la actividad humana, son las principales causas de esta pérdida de biodiversidad que ya se denomina “sexta extinción masiva”, afirma la bióloga.

Las variaciones del clima no son algo nuevo. A lo largo de la historia de la Tierra, factores geológicos como la tectónica de placas han generado cambios climáticos. Las reconstrucciones paleoclimáticas realizadas permiten afirmar que “cuando los continentes estaban juntos, en Pangea, el clima era árido y frío; en cambio, cuando se separaron el clima se hizo tropical. Eso se ve a lo largo de los últimos 600 millones de años”, explica Sanmartin.

¿Qué es entonces lo que hace que el actual calentamiento global dispare las alarmas en la comunidad científica? Básicamente, la velocidad a la que se producen estos cambios y lo que ello implica. “Quizá lo más relevante de esta era del Antropoceno es precisamente lo distinta que es de otras extinciones masivas que se han producido antes. En los cambios climáticos producidos por el movimiento de los continentes, los tiempos son geológicos; estamos hablando de varios de millones de años. El Antropoceno son [como mucho] 10.000 años, desde la aparición de la agricultura, y sin embargo la tasa de extinción de fondo –el número de extinciones por millón de especies por año (background extinction)– ha aumentado entre 100 y 10.000 veces”, detalla Sanmartin.

Más allá del impacto ambiental, la desaparición de tantas especies afectará directamente a la agricultura y por tanto a la obtención de alimentos para el sustento humano, pero también a la economía o incluso a la aparición de conflictos entre comunidades. La Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) de la ONU advierte que estamos ante la primera gran extinción causada por el ser humano, y desde distintos foros científicos, personal investigador de todo el mundo acumula conocimiento y plantea soluciones a este problema.

La pérdida de biodiversidad es uno de los grandes desafíos asociados al cambio global, entendido este como el conjunto de impactos medioambientales provocados por la actividad humana. En el CSIC queremos divulgar lo que dice la ciencia respecto a esta cuestión. Con ese objetivo hemos creado el espacio ‘Científicas y Cambio Global’, donde entrevistamos a Isabel Sanmartin y otras investigadoras que, desde muy diversas disciplinas, tratan de comprender el alcance de este fenómeno, sus causas, sus efectos y qué podemos hacer para afrontarlo.

Científicas y Cambio Global cuenta con la colaboración de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología – Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.