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Ciudad sin árboles: ¿merecemos un cielo sin estrellas?

Por Mariano Sánchez (CSIC)*

Partiendo de la premisa, demostrada por la ciencia y conocida por todo el mundo, de que la presencia de árboles en la ciudad es sanadora, ¿quién puede ir contra esos seres vivos hasta el punto de podarles las ramas periódicamente o incluso talarlos por un muéveme acá esa infraestructura o colgar las luces de Navidad?

Sin embargo, parece que todavía es necesario incidir en que los árboles, con su estructura de ramas y hojas, son un elemento saludable para las personas y otros seres vivos, como las aves que anidan en ellos.

Banco y árboles

Árboles para reducir las islas de calor

Los árboles en entornos urbanos suponen múltiples beneficios: atenúan el efecto isla de calor ofreciendo sombra y evaporando agua, lo que reduce la temperatura ambiente; aportan oxígeno y retienen la contaminación en sus hojas; secuestran carbono en sus ramas, troncos y raíces; sujetan el suelo con sus raíces, evitando avenidas de agua; incrementan la biodiversidad de aves y otras plantas asociadas; y embellecen los paseos con su cromatismo y sus flores.

Como muestra de lo primero, un estudio de modelización realizado con datos de 93 ciudades europeas estimó que un tercio de las muertes atribuibles a las islas de calor podrían evitarse si los árboles cubrieran el 30% del espacio urbano.

Por otro lado, la visión de árboles y vegetación desde las ventanas de hospitales acorta las estancias y mejora las curaciones, como lo confirman estudios realizados en Estados Unidos y cualquier persona que, durante la pandemia, se haya asomado a una ventana desde casa y haya tenido un árbol cerca.

La importancia de los árboles maduros y adaptados

Asimismo, no hay duda de que nos aportan más beneficios los árboles grandes y ya maduros, por su gran número de hojas, que los árboles jóvenes o de menor tamaño. De ahí que, en la medida de lo posible, se deban conservar en su integridad cuando se realizan obras o podas.

Cuando se habla de talar árboles y se añade la coletilla de “es que se van a plantar muchos más de los que había” -se trata de un remedo del conocido “lo que sale por lo que entra”-, hay muchos aspectos que no se tienen en cuenta.

Uno de los más destacables es el cultural y humano. Con la tala, se habrán perdido los beneficios y la historia de los 30 ó 50 años que vivieron los árboles en ese lugar, así como la relación que durante ese tiempo la ciudadanía estableció con ellos: los paseos con charla, la meditación, las palabras perdidas entre las hojas, las lecturas, las miradas y los recuerdos.

Además, en estos momentos en que, tanto en el Real Jardín Botánico del CSIC como en muchas calles y jardines de ciudades españolas, detectamos que algunas especies -como el castaño de indias (Aesculus hippocastanum), el tilo (Tilia platyphyllos), el arce (Acer pseudoplatanus)- están perdiendo vitalidad por el cambio de la pluviometría y de la humedad de la península ibérica, disponer de árboles maduros de 30 o más años, ya adaptados, es un privilegio al que no se puede renunciar.

Plátano de paseo enorme

Mariano Sánchez (RJB-CSIC).

Mejor 50 árboles maduros que 250 jóvenes

En otras ocasiones, sobre todo cuando se habla de tala, se suele hablar de multiplicar la cifra de plantaciones en el espacio ya ocupado por esos árboles a los que se ha sentenciado. Se trata de la cuadratura del círculo; si antes cabían 50, ¿cómo es posible que se puedan plantar en ese mismo lugar 100 ó 250?

Se usan cifras liosas tratando de que sea equivalente cambiar 50 árboles de 50 años por 250 árboles de 10 años. Sin embargo, en arboricultura y para nuestra salud, las cifras y las matemáticas no funcionan de esa manera: 50 árboles grandes y maduros siempre serán mejor que 250 pequeños y jóvenes.

Al plantar árboles en las ciudades, hay que tener en cuenta que los ejemplares deben estar bien separados para que, de adultos, no se molesten. En este sentido, hay que aplicar el mismo razonamiento que se emplea con los vehículos y sus aparcamientos: ¿es que los autobuses pueden usar los aparcamientos de los coches o de las motos? Se ha de ser coherente con los conocimientos de la biología de los árboles y, si la especie es grande, la separación debe ser grande; si su porte es medio, el espacio deberá ser el de un coche; y, si es pequeño, de una moto.

Obras, talas y árboles

Por todo ello, al igual que se buscan soluciones técnicas para determinadas infraestructuras, deben buscarse también soluciones para las obras que afecten al arbolado. De ahí que toda obra que impacte en el arbolado urbano debería tener un informe de impacto obligatorio y vinculante.

Y en todo caso los ejemplares maduros deben permanecer porque suponen un futuro ganado frente a unos árboles jóvenes que no sabemos si se aclimatarán. En caso de que no lo hagan, habremos creado, donde no la había, una zona expuesta al sol, que no retiene la contaminación ni aporta frescor en los meses cada vez más tórridos del verano.

La palabra clave del futuro es CONSERVAR.

* Mariano Sánchez García es conservador del Real Jardín Botánico (RJB-CSIC).

¿Cuál será la primera planta en colonizar el volcán de La Palma? Tenemos una candidata: la lechuga de mar

Por Alberto J. Coello (CSIC)*

Las erupciones volcánicas son uno de los eventos de la naturaleza más increíbles y peligrosos que pueden producirse. Hace poco fuimos testigos de la última, ocurrida en la isla canaria de La Palma y que ha dejado patente el efecto destructivo de estos fenómenos. Durante 85 días, el volcán de Cumbre Vieja expulsó inmensas coladas de lava a más de mil grados de temperatura que alcanzaron la costa, cubriendo más de 1200 hectáreas y arrasando edificaciones, campos de cultivo y ecosistemas. Esta erupción recuerda, en muchos aspectos, a otra que ocurrió hace cinco décadas, la del volcán Teneguía, en el sur de la misma isla y que hoy es un espacio natural protegido.

Volcán de Cumbre Vieja en erupción. / César Hernández

Aquella erupción de 1971 duró varias semanas y dejó coladas de lava que alcanzaron también el océano y ampliaron la superficie isleña. Cabía esperar que la destrucción en la naturaleza producida por el volcán dejase daños irreparables por el efecto de la lava, pero la realidad fue diferente. Las coladas de lava depositaron sobre la superficie de la tierra material capaz de albergar vida al cesar las erupciones.

La llegada de organismos vivos a zonas recientemente bañadas de lava es un proceso lento. De hecho, tras 50 años desde la erupción del Teneguía, la diversidad que podemos observar en esa zona es todavía baja. Muchas especies necesitan la acción de otras con las que establecer estrechas relaciones para poder sobrevivir. Por ello, los primeros organismos que llegan a esos nuevos territorios, conocidos como pioneros, son fundamentales para la explosión de biodiversidad que sucederá más tarde en esas zonas.

Las coladas de lava de la erupción del Teneguía en 1971 cercanas a la costa, en la Punta de Fuencaliente, donde se aprecian individuos de la lechuga de mar (los verdes más brillantes con toques amarillos). / Alberto J. Coello

Pioneras tras la lava

Una de esas especies pioneras que podemos encontrar en abundancia creciendo sobre los depósitos de las coladas de lava del Teneguía es la lechuga de mar o servilletero (Astydamia latifolia). Esta especie de la familia Apiaceae vive en las costas de todas las islas del archipiélago canario y llega a alcanzar incluso la costa de Marruecos. Es una planta de hojas suculentas de un color verde muy brillante y con unas flores amarillas muy vistosas, que forma unos reconocibles paisajes de hasta kilómetros de extensión.

A pesar de que la Punta de Fuencaliente, al extremo más al sur de La Palma, no cuenta con un gran número de especies, la lechuga de mar es la más abundante, lo que deja patente su capacidad colonizadora en estos ambientes. De hecho, los análisis genéticos de esta especie han revelado que se ha movido múltiples veces entre las islas de todo el archipiélago. Esta gran capacidad colonizadora parece guardar relación con las estructuras de sus frutos.

La lechuga de mar (Astydamia latifolia) en El Cotillo, Fuerteventura. / Alberto J. Coello

Por un lado, presentan un ala que les permite moverse fácilmente por el aire, lejos de la planta en que se formaron. Por otro, cuentan con tejido corchoso, de tal manera que, una vez caen en el agua del océano, pueden mantenerse a flote y conservar la viabilidad de las semillas tras ser expuestas a la salinidad del agua. La capacidad que tiene la lechuga de mar de sobrevivir al agua marina es fundamental para especies que, como ella, viven en zonas de litoral. Esto le permite moverse entre islas con bastante más facilidad que otras plantas que no cuentan con este tipo de estructuras.

Con todo ello queda claro que la lechuga de mar posee una capacidad de supervivencia y colonización enormes, lo que la convierte en una importante especie pionera de nuevos ambientes como el que podemos encontrar tras las erupciones volcánicas en Canarias, y parece una gran candidata a ser de las primeras plantas en crecer sobre la lava de Cumbre Vieja. Solo el tiempo desvelará si estamos en lo cierto, pero los antecedentes permiten apostar por ella. De lo que no hay duda es que habrá vida después del volcán.

 

*Alberto J. Coello es investigador del Real Jardín Botánico (RJB) del CSIC. Este texto es un extracto del artículo ‘Habrá vida después del volcán’ publicado en El Diario del Jardín Botánico.

La vuelta al mundo de Jeanne Baret

María Teresa Telleria (CSIC)*

Este año, en el que conmemoramos el quinto centenario de la culminación de la primera vuelta al mundo por Juan Sebastián Elcano (1476-1526), nada mejor para celebrar el 8 de marzo que recordar la figura de Jeanne Baret (1740-1807), la primera mujer que completó el viaje de circunnavegación. Lo hizo dos siglos y medio después, disfrazada de hombre, al servicio del botánico Philibert Commerson (1727-1773) y enrolada en la expedición marítimo-científica de Louis Antoine de Bougainville.

Ilustración del proyecto ‘Oceánicas: la mujer y la oceanografía‘, del Instituto Español Oceanográfico (IEO-CSIC). / Ilustradora: Antonia Calafat

La mujer que burló su destino

La historia de Jeanne Baret es la crónica de una mujer valiente que no renunció a sus aspiraciones y luchó por su libertad. Trasgredió las normas de su tiempo y su epopeya es la crónica de un viaje de ciencia y descubrimientos con la botánica –la ciencia que se ocupa del estudio de las plantas– como compañera.

Contra todo pronóstico, Jeanne Baret formó parte del universo de aventura y exploración que, en el Siglo de las Luces, rodeó el mundo de la botánica. Nació en la región de Borgoña, en el centro-este de Francia, mediado el año de 1740. Hija y nieta de campesinos, por generaciones su familia se había ocupado de las labores del campo y a esas faenas parecía predestinada. Una vida a golpe de estaciones, partos, arado, yugo y zapapico era su destino. Pasó la infancia ayudando a su familia en tiempo de siembra y cosecha y, el resto de las estaciones, acompañando a su madre en las de recolección de plantas medicinales.

El conocimiento empírico de las plantas y sus propiedades terapéuticas, heredado de su madre, le abrió sin sospecharlo las puertas del mundo. El botánico Philibert Commerson se fijó en ella y en su experiencia y, al quedarse viudo, la contrató como ama de llaves. Baret le entregó su vida y Philibert compartió con ella su ciencia.

Grabado de autoría desconocida, publicado en ‘Navigazioni di Cook del grande oceano e intorno al globo’, Vol. 2 (1816).

El eunuco de la Étoile

Cuando a Commerson le ofrecieron la posibilidad de enrolarse como naturalista del rey en la expedición que, comandada por Bougainville, se preparaba para dar la vuelta al mundo, ella se aprestó a seguirle. Jeanne Baret no estaba dispuesta a quedarse en París, sola, cuidando de la casa y esperando su regreso. Acompañaría a Philibert en su exploración, aunque para ello tuviera que contravenir las leyes que prohibían a las mujeres embarcarse en los buques de la armada.

Para conseguir su objetivo, preparó un plan. Se disfrazaría de hombre y se enrolaría en el viaje de circunnavegación como criado del botánico. Un plan descabellado al que Commerson se negó rotundamente para, después, acabar claudicando.

Llegaron por separado al puerto de Rochefort de donde partieron, juntos, el 1 de febrero de 1767. Jeanne quería conocer el mundo y las plantas que proliferaban en las costas del inmenso océano, pero las cosas no fueron como imaginaba. A bordo de la Étoile, la urca reducida y claustrofóbica en la que navegaron durante muchos meses, vivió el pánico, la ansiedad, la pesadilla y el horror de sentirse continuamente vigilada y acechada por una tripulación a la que su disfraz de criado no engañaba. Su apariencia, su voz y sus modales la delataban y, para defenderse, además de llevar unas pistolas, tuvo que mentir confesando que era un eunuco.

La travesía fue larga hasta arribar a Port Louis, en Isla de Francia –hoy República Mauricio–, a primeros de noviembre de 1768. Permaneció allí durante seis años, hasta finales de 1774 cuando zarpó rumbo al puerto de L’Orient, en Bretaña, a donde llegó en la primavera de 1775. Había culminado su vuelta al mundo.

En este viaje Baret se probó a sí misma. Trabajó hasta la extenuación, padeció hambre y sed, miedo y soledad. Se codeó con la bondad más noble y la maldad más abyecta y logró sobrevivir tras su bajada a los infiernos.

Recorrido realizado por la circunnavegación de la expedición de Louis Antoine de Bouganville (1776-1779).

Buganvillas y el árbol del pan

Durante el viaje, esta mujer valiente prestó un servicio a la ciencia en el campo de la botánica. A ella le debemos el hallazgo de la buganvilla, que localizó en los alrededores de Rio de Janeiro en julio de 1767.  La historia se cuenta como sigue: Commerson estaba indispuesto, recluido en el camarote de la Étoile. No se podía mover. Una antigua herida en la pierna, que se abría con recurrente asiduidad, le impedía desembarcar y Baret debía realizar sola el trabajo en tierra firme. Comenzó la labor de exploración y, según pasaban los días, debía alejarse más y más de la costa adentrándose en el bosque tropical. Fue allí, donde su esfuerzo obtuvo la recompensa al toparse con una planta, la más hermosa que jamás había recolectado. De vuelta en la urca, al presentarle a Commerson aquel arbusto de coloridas brácteas, este fue consciente de que era una especie desconocida para él y para el resto de sus colegas botánicos. Decidió dedicársela a Louis A. de Bougainville, el comandante de la expedición, y la bautizó como: Bougainvillea spectabilis.

Izquierda: Bougainvillea speciosa, zincograbado de James Andrews (1801–1876), publicado entre 1861 y 1871. / Wellcome Library (Londres). Derecha: portada del libro sobre J. Baret de María Teresa Tellería (RJB-CSIC).

Jeanne Baret conoció muchas plantas más y, entre ellas, el árbol del pan, que vio por primera vez a su paso por Tahití. Este árbol producía unos frutos del tamaño de las calabazas que con solo hornearlos proporcionaban un pan tierno y esponjoso; debió parecerle creado para satisfacer las necesidades del hombre pues, sin trabajo, suministraba el alimento de cada día. Ahora, evocarlo nos lleva a ponderar el valor de las plantas ayer y hoy y a pregonar la necesidad de su estudio y conservación.

Tras su regreso a Francia, Baret se retiró a Saint-Aulaye y ahí se pierde su rastro. Sabemos que falleció en 1807, a la edad de 67 años.

El recuerdo de Jeanne Baret, este 8 de marzo, nos proyecta una hazaña al servicio de la ciencia que abre caminos de inspiración y esperanza.

 

*M.ª Teresa Telleria es investigadora ad honorem del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Real Jardín Botánico (RJB-CSIC), y autora de Sin permiso del rey (Espasa, 2021), libro donde reconstruye la extraordinaria peripecia de Jeanne Baret. Puedes ver la presentación del mismo en el RJB-CSIC aquí.

El clavo: la especia protagonista de la primera vuelta al mundo

Por Esteban Manrique Reol (RJB-CSIC)*

A principios del siglo XVI, se desató en Europa una verdadera vorágine por el descubrimiento de nuevas tierras y tesoros. Durante las décadas y siglos siguientes, una inmensa cantidad de información cartográfica, semillas de plantas tropicales, especias, plantas medicinales y, sobre todo, especímenes vegetales inundaron los gabinetes de historia natural y los jardines botánicos europeos. Una de las plantas más emblemáticas de este periodo fue el clavo de olor. Sin duda, tenía todos los componentes para ser protagonista de una película de aventuras: intriga, ambición, riqueza, misterio…

Las especias no solo fueron muy importantes económicamente hablando, sino que también sirvieron para impulsar el crecimiento y el desarrollo del conocimiento del mundo natural y de la ciencia botánica en particular. En los siglos venideros, especialmente durante el siglo XVIII, las expediciones a los nuevos territorios ya siempre incluirían a geógrafos, geólogos, botánicos y zoólogos, entre otros naturalistas, pertenecientes a los más prestigiosos gabinetes de historia natural y jardines botánicos. La descripción exacta de la planta o el animal para su posterior reconocimiento, así como de sus hábitats naturales, pasó a ser un elemento importante de las expediciones.

Mapa de las islas Molucas, 1594. / Petrus Plancius/Claesz

El árbol del clavo de olor –conocido popularmente como ‘clavero’ (Sizygium aromaticum)­– puede alcanzar los seis metros de altura y sus flores reúnen una serie de características (sabor, olor, capacidad de conservación de alimentos, propiedades medicinales) que hicieron que esta especia fuera ya objeto de comercio en la Antigüedad. Hay restos arqueológicos del III milenio a. C. en Terqa, Siria, que nos hacen pensar que entonces ya había un activo comercio de clavo de olor entre Oriente Medio, la India y las islas del sudeste asiático, de donde es originaria la planta.

La misteriosa procedencia del clavo

Sin embargo, y a pesar de que las referencias sobre el clavo dadas por Plinio el Viejo en el siglo I apuntaban hacia la India, el origen del clavo fue un misterio durante muchos siglos. Hay que tener en cuenta la cantidad de relatos fantasiosos que transmitían los viajeros en la época de las grandes expediciones. Y, para mayor confusión, se sabe que algunos mapas se falseaban a propósito.

Sizygium aromaticum. Köhler’s Medizinal-Pflanzen (vol II, 1890)

El clavo de olor o aromático es, de todas aquellas especias asiáticas que alcanzaban Europa, por la que se llegaba a pagar los precios más altos. Fluctuaba mucho, pero se dice que el precio del kilo de clavo se tasaba en oro. Había, pues, un gran interés en mantener oculta su procedencia. Ejemplo de ello es el Atlas Miller elaborado en Portugal hacia 1519, que mostraba datos falsos para impedir que otros navegantes, particularmente españoles, pudieran llegar al lugar de las especias.

A mediados del siglo XV, Niccolò Da Conti se convirtió en el primer europeo en informar con cierta precisión sobre la procedencia de la especia. Esta información fue presentada por el monje y cosmógrafo Fra Mauro en su obra maestra, el Mapamundi (1459). De alguna manera, Da Conti estaba poniendo en manos de los portugueses el comercio mundial de las especias y propiciando la caída del monopolio veneciano y otomano en la comercialización de los productos provenientes del Oriente.

Mapamundi o hemisferio circular del Atlas Miller (c. 1519)

El dominio portugués

A partir de 1511, los portugueses se establecieron definitivamente en Asia y así tuvieron acceso directo a los mercados y productos del Lejano Oriente. Pronto, Alfonso de Albuquerque intentó establecer relaciones amistosas con los gobernantes locales y alianzas comerciales con proveedores de drogas y especias, clavo en particular. En 1513 los viajes entre los puertos portugueses en Malaca (en la actual Malasia) y Ternate (islas Molucas, actual Indonesia) llegaron a ser regulares. Jorge de Albuquerque fue nombrado capitán general de Malaca en 1514. En enero de 1515 envió una misiva del rey de Ternate a Manuel I prometiendo lealtad al soberano portugués, y también envió un regalo peculiar: un tronco de árbol de clavo y una pequeña rama con algunas hojas y capullos de flores. A partir de este momento los portugueses conocieron en detalle el aspecto del árbol y con ello se hicieron con el control de la producción y el comercio de clavo de olor.

Eran pues las islas Molucas el misterioso lugar donde crecía de forma exclusiva (endémica) el árbol del clavo de olor, pero solo lo hacía en las montañas de cinco islas del archipiélago. En concreto, los mejores clavos eran los provenientes de la isla de Ternate.

De la primera vuelta al mundo a la expansión del clavo

La lucha por el comercio del clavo no había hecho más que empezar. De hecho, esta especia fue la protagonista absoluta de la primera vuelta al mundo. Fernando de Magallanes, tras la negativa del rey Manuel I a financiar un nuevo viaje a su cargo, pues Portugal ya tenía establecida una ruta por oriente para llegar a las islas de las Especias, presentó en 1519 a Carlos I su audaz plan de una ruta alternativa viajando hacia el oeste: fue la expedición de Magallanes y Elcano (1519-1522). Después del largo viaje transoceánico de tres años de duración, la nave Victoria retornó a Sanlúcar de Barrameda tras realizar la primera circunnavegación de la historia. Aunque Magallanes murió en Filipinas, regresaron Juan Sebastián Elcano y Antonio Pigafetta, relator del viaje. En el informe presentado al emperador, el cronista italiano incluía una muy clara descripción del árbol de clavo.

El navegante Fernando de Magallanes descubrió en 1520 el Estrecho de Magallanes, durante la expedición española a las Molucas. Cuadro del pintor chileno Álvaro Casanova Zenteno (1857-1939)

Posteriormente, debido a la relevancia económica de esta especia, franceses y holandeses consiguieron sacar semillas de clavero de las islas originarias e introdujeron la planta en otras áreas tropicales. Los primeros en plantar el árbol del clavo fuera de su lugar de origen fueron los franceses, quienes lo introdujeron en las islas Mauricio durante el siglo XVIII. Más tarde se introdujo en el suroeste de la India, Sri Lanka, Zanzíbar y Madagascar.

Propiedades químicas del clavo y su uso en la actualidad

Además de los capullos de flores aromáticos, hay otras dos partes del clavero que se utilizan como especias: los pedúnculos florales y los frutos. El aroma proviene de varios compuestos volátiles que constituyen el aceite esencial del clavo y que se obtiene por destilación en etanol. La composición en principios activos y aromas es compleja e interesante ya que es la especia que tiene más cantidad de eugenol, el principal principio activo del aceite esencial.

En relación a su peso seco, el clavo contiene entre el 15 y el 20% de aceite esencial, en el que el eugenol es el principal componente (entre el 85 y el 95% del aceite esencial). El eugenol también se encuentra en otras especias como la nuez moscada (miristicáceas) y la canela (lauráceas). El químico italiano Ascanio Sobrero (1812-1888), descubridor de la nitroglicerina, aisló el eugenol a mediados del siglo XIX y, a partir de entonces, se empleó en medicina. Una de sus mayores propiedades es la de ser un eficaz antioxidante. De ahí su utilización en la conservación de alimentos.

Hoy el clavo como especia se sigue usando ampliamente en todas las cocinas del mundo. Su mercado no ha disminuido desde el siglo XV, sino muy al contrario. Son muchos los trabajos científicos que han publicado estudios de las propiedades terapéuticas del clavo o de los componentes de su aceite esencial, principalmente del eugenol. El tipo y número de productos en los que se añade el clavo de olor o su esencia ha ido creciendo exponencialmente en todos los sectores, tanto en medicina como en cosmética y, por supuesto, en la alimentación.

 

* Esteban Manrique Reol es doctor en biología y actual Director del Real Jardín Botánico de Madrid (CSIC). Este texto es una adaptación del capítulo que firma dentro del libro de la colección Divulgación En búsqueda de las especias. Las plantas de la expedición Magallanes-Elcano (1519-1522) (CSIC-Catarata), coordinado por Pablo Vargas. El libro se presenta el jueves 13 de mayo de 2021 a las 12:00 horas en el Real Jardín Botánico, en un acto con entrada libre que también podrá seguirse online.

Filomena ha pasado: ¿ahora qué hacemos con los árboles?

Por Mariano Sánchez García (CSIC)*

La borrasca Filomena ha pasado dejando un aspecto desolador en el arbolado de muchas ciudades. Pero hagamos virtud de este terrible acontecimiento –en el que los ciudadanos solo hemos podido ser mudos testigos y los árboles, meros sufridores– y tratemos de sacar alguna conclusión.

RJB

Árboles caídos en el Real Jardín Botánico. / Mariano Sánchez

¿Qué ha pasado? Como era previsible, los árboles perennifolios, los que no pierden la hoja en invierno, han cargado con un peso tan extraordinario sobre sus ramas y hojas que la madera de reacción –la zona ensanchada en la base de ramas y troncos– no ha sido capaz de soportar ese peso. Cada rama, conforme se iba cargando de nieve y llegaba a su límite de carga, iba desgarrándose hasta partirse. Así se fueron fracturando miles de ramas de pinos, encinas, cedros, aligustres, madroños, laureles, etc.; todas ellas especies perennes.

Sin embargo, también han caído ramas e incluso algunos árboles de especies caducifolias, lo cual es una rareza porque, si en verano fueron capaces de soportar el peso de las hojas, de varias tormentas y de las gotas de varias lluvias en sus hojas, deberían haber permanecido en el árbol sin caer.

Tenemos que aprender de estos hechos para mejorar. Por eso, vamos a esbozar unas ideas que pueden dotar a nuestro hábitat futuro de mejor calidad medioambiental y mayor sostenibilidad. Para lograr ese objetivo será necesaria una apuesta por el buen cultivo y la conservación de nuestros árboles en la que confluyan ciudadanía, personal técnico y clase política.

En primer lugar, debemos conservar el mayor número de árboles dañados. No se puede prescindir de ningún árbol ni rama: durante las próximas décadas los necesitamos a todos con sus hojas para mejorar nuestro aire, retener la mayor cantidad de contaminantes y, ya puestos, relajarnos con su belleza y su cambiante cromatismo estacional. Por eso es importante realizar una adecuada evaluación de riesgo con el personal técnico especializado en distintos ámbitos –ciencias biológicas, ingeniería agrícola, agrónoma, forestal, de montes, etc.– y, realizar los trabajos de arboricultura con podadores certificados y arbolistas.

En segundo lugar, hay que mejorar la biodiversidad urbana sin que suponga volcar la flora de otros países en el nuestro, pero tampoco sin despreciarla. Nuestros encinares y pinares con su flora asociada, como los de la Casa de Campo, la Dehesa de la Villa y otras zonas de Madrid que conservamos en la memoria, deben permanecer, pero no hay que olvidar que el cambio climático va a afectar precisamente a las plantas nativas. Como dijo Francis Hallé, las plantas que hoy llamamos nativas fueron alóctonas –originarias de otro lugar– en tiempos remotos. Lo que hay que hacer es investigar que las plantas de fuera que plantemos no sean invasoras ni puedan cruzarse genéticamente con las nativas –lo que podría dar lugar a híbridos que hicieran desaparecer a algunas de las especies autóctonas–.

Árboles caídos

Árboles caídos en la calle Fuencarral de Madrid. / EFE

En tercer lugar, se deben cambiar determinados parámetros de plantación:

  • Ciertas especies perennes, como los aligustres, no tienen cabida en algunas calles. Cuando les falta luz en su desarrollo, sus ramas crecen debilitadas y se parten fácilmente. Además, estos arbolitos no dejan pasar el sol al pavimento después de una helada, por lo que el hielo no se funde durante el día, las aceras se hacen más peligrosas y se producen caídas entre los transeúntes.
  • Tampoco se deben plantar árboles perennes en praderas; sobre todo pinos, por el tipo de copa que tienen en estado adulto. Estos grandes árboles compiten por el agua y los nutrientes con el césped y esto hace que no desarrollen raíces profundas. En algunos casos –imaginemos un pino de 23 metros con viento, oscilando–, la falta de una buena base supone un riesgo de vuelco enorme durante las tormentas. Y todo porque no se los plantó en un lugar similar al de su hábitat.
  • También es fundamental que, si el árbol que se planta es enorme como un plátano de paseo, tenga más espacio que si se planta un arbolito. Sin embargo, lo normal es encontrar alcorques –hoyos en los que se plantan los árboles– cada 4 metros, sea cual sea la especie cultivada. Podemos imaginar que, si vamos a la playa y el espacio asignado para poner la toalla y la sombrilla es el mismo para una persona sola, una pareja, una familia, un grupo de amigos o un colegio, habrá roces y problemas. Pues algo parecido pasa en las calles: los árboles grandes no caben, rozan con otros árboles, entran por las ventanas y ocultan farolas y semáforos. Sin embargo, la única solución que se aporta es la motosierra: aun sabiendo que mejoran nuestra vida, fuera ramas, hojas y estética. ¿No sería más fácil, económico, sostenible e inteligente distanciar los árboles?

En este sentido, por último, no deberíamos olvidar que la poda solo es necesaria como excepción, por seguridad, riesgo o cuando se buscan expresamente formas especiales, como las cabezas de gato.

¿Por qué cayeron las ramas o incluso el árbol entero de especies caducas? Por debilidad estructural propiciada por años y años de podas que generaron pudriciones e hicieron que no fueran capaces de soportar el peso de esa nieve que acumularon solo en la madera.

¿Qué les pasa en su morfología y estructura a los árboles, seres vivos longevos, que sus plantadores han decidido que cada X años han de amputarle las ramas hasta dejarlos a modo de candelabros o patas de araña? ¿Existe en la naturaleza algún ser vivo cuya evolución dependa tanto del ser humano como para que este le quite el 50% de su cuerpo por necesidad de algo? ¿No estamos más bien ante una práctica equivocada y atávica que debe desaparecer como en su momento desapareció el canibalismo? Si un árbol necesita poda sistemática es porque nos equivocamos al plantarlo en ese sitio, a esa distancia de otro árbol o de un edificio o porque sencillamente esa no era la especie adecuada para ese lugar.

De cara a lo que ocurra en futuras tormentas, si desde ahora aplicamos conocimientos de arboricultura, podremos hacer que los daños sean menores. Esos conocimientos se pueden resumir en estas pocas palabras: calidad frente a cantidad y cada especie en su lugar y con su espacio.

* Mariano Sánchez García es jefe de la Unidad de Jardinería y Arbolado del Real jardín Botánico del CSIC.

 

Una exposición virtual del CSIC te enseña las plantas que vinieron de América y cambiaron nuestra dieta para siempre

Por Mar Gulis (CSIC)

Tomates, pimientos, patatas, cacao, maíz, piña, cacahuetes… ¿Qué tienen en común estos alimentos? Su origen lejano. Porque, aunque hoy sean habituales en nuestra dieta, todos llegaron de las Américas y poco a poco se colaron en los hogares europeos. ¿Cómo se produjo este trasvase de ingredientes? El punto de inflexión tuvo lugar en la noche del 11 al 12 de octubre de 1492, cuando se oyó el grito de “¡Tierra!” y la historia de Europa y de América experimentó un cambio radical. Cristóbal Colón y su tripulación habían descubierto lo que denominarían el Nuevo Mundo.

Papaya y patata

Izquierda: Papaya (Carica papaya L.). 1750-1773, Christoph Jakob Trew; ilustrador: Georg Dionysius Ehret, grabador: Johann Jacob Haid, Real Jardín Botánico-CSIC (CC BY-NC-SA). Derecha: Patatas (Solanum tuberosum L.) 1892-1893, Amédée Masclef, Real Jardín Botánico-CSIC (CC BY-NC-SA).

Las nuevas relaciones entre ambos continentes trajeron grandes transformaciones, pero aquí solo nos vamos a referir a las que tienen que ver con nuestra alimentación. “La manera de comer de los europeos hoy día sería muy diferente si Colón no hubiera tratado de descubrir una ruta más rápida para llegar desde España a las islas de las especias en el sureste de Asia”. Esta idea es el hilo conductor de la exposición Las plantas comestibles que vinieron de América, que te propone un recorrido virtual por los alimentos que, tras viajar miles de kilómetros, cambiaron nuestra dieta para siempre. La muestra, constituida por una selección de grabados del Real Jardín Botánico (RJB-CSIC), da cuenta de cómo algunas plantas que descubrieron los colonizadores “no sólo enriquecieron las cocinas de Europa, Asia y África, sino que tuvieron un enorme impacto en la cultura, economía y política a nivel mundial”.

En la exposición encontrarás varias curiosidades. Por ejemplo, la patata y el tomate, dos alimentos básicos de la dieta mediterránea, inicialmente fueron consideradas plantas tóxicas y se destinaron exclusivamente a usos ornamentales en jardines. Hubo que esperar a finales del siglo XVII para que los tomates fueran incluidos en los menús del sur de Europa. En el caso de la patata, tuvo que transcurrir un siglo más para que el denostado tubérculo fuera ampliamente utilizado en el recetario europeo. La llegada del cacao tampoco generó mucho entusiasmo. En su obra Historia natural y moral de las Indias, de 1590, el jesuita antropólogo José Acosta se refería al chocolate como un brebaje que producía asco, y que sin embargo era muy apreciado en su lugar de origen.

Pimiento y maiz

Izquierda: Pimientos (Capsicum ssp). 1613, Basilius Besler, Real Jardín Botánico-CSIC (CC BY-NC-SA). Derecha: Variedades del maíz (Zea mays L.). 1836, Matthieu Bonafous; ilustradora: Ang.ª Bottione-Rossi; grabador: Dupréel, Real Jardín Botánico-CSIC (CC BY-NC-SA).

Curiosamente, otras plantas traídas por Colón, como el maíz y la batata, fueron bien aceptadas desde el principio. Y algunas especies, como la yuca o la papaya, no llegaron a cultivarse en Europa, pero se llevaron a otros continentes, como África, donde ahora son parte fundamental de la dieta de sus habitantes.

La selección de grabados botánicos que integran la muestra procede de la Colección de libros raros y especiales de la biblioteca del Real Jardín Botánico. Las estampas están dibujadas por conocidos ilustradores y grabadores europeos de diferentes épocas, como Georg Dionysius Ehret (1708-1770), colaborador de Carlos Linneo y uno de los artistas botánicos más importantes del siglo XVIII. O el ilustrador Pierre Jean François Turpin (1775-1840), del que se enseña el grabado de la yuca recogido en la obra Nova genera et species plantarum (1824-1825), donde el naturalista Alexander von Humboldt y el botánico Aimé Bonpland describieron 4.500 plantas recopiladas en su viaje por América del Sur.

La muestra resalta además el trabajo de ilustradoras que, aunque han gozado de un menor reconocimiento, realizaron trabajos de gran calidad y precisión, como la ilustradora y retratista de flores Ernestine Panckoucke (1784-1860) o la acuarelista Angela Rossi Bottione.

Mapa

Mapa de los orígenes de las plantas comestibles americanas. / RJB-CSIC

Las plantas comestibles que vinieron de América se enmarca en las actividades de divulgación del proyecto Linking Biodiversity and Culture Information (LinBi), en el que la biblioteca del Real Jardín Botánico del CSIC participa con otros cuatro socios europeos. Los textos de la muestra, originariamente escritos en inglés, ya están disponibles en castellano.

La ‘trastienda’ del Real Jardín Botánico en primavera

Por Mariano Sánchez García (CSIC)*

Lleva en Atocha desde 1781, fecha en la que Carlos III lo trasladó de Migas Calientes a una zona entonces bien regada y llena de huertas. El Real Jardín Botánico (RJB), ubicado en el Paseo del Arte madrileño, formó parte del proyecto del monarca de crear una colina de la ciencia, junto con el Museo de Ciencias (actual Museo del Prado) y el Observatorio Astronómico. El RJB, actualmente adscrito al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), fue siempre un reducto de ciencia, pero también de jardinería. Juan de Villanueva, arquitecto del Museo del Prado, realizó el diseño de este bello jardín neoclásico, que se caracteriza por los juegos temporales de color.

En la actualidad el Real Jardín Botánico exhibe unas 5.500 especies vivas: una enorme diversidad si se tiene en cuenta que solo en la península ibérica, una de las regiones con más diversidad florística de Europa, hay unas 7.000 especies de plantas. Además, el Botánico mantiene su esencia como jardín histórico; por eso, en los meses de primavera trata de impactar al público con sus gamas cromáticas y su olor. ¿Cómo se consigue esta explosión visual y aromática que llena el Jardín de marzo a junio?

Narcisos dando la bienvenida al Real Jardín Botánico. / Mariano Sánchez

La jardinería es un arte que se desarrolla con conocimiento y previsión, y hay que trabajar durante todo el año para que un jardín luzca pletórico. Un ejemplo es la floración de primavera, para la cual hay que diseñar las plantaciones a finales del verano anterior. Tras el trazado en el papel, toca meter las manos en la tierra. Esta temporada, en el RJB plantamos a finales de noviembre 6.000 bulbos de narciso y 12.000 de tulipán, que han sido cuidados y vigilados durante todo el invierno. Los narcisos se ubicaron a ambos lados del camino principal en macizos compactos para aportar su aroma al visitante.

Para diseñar la distribución de las variedades de tulipán se jugó con un recorrido que iba de los tonos fríos a los cálidos. Esta tarea es como montar un puzle de 800 metros cuadrados en el que tienes que encajar, de forma armoniosa y agradable para la vista, 35 variedades de un mismo género.

Colección de tulipanes. / Mariano Sánchez

Cuando este año llegó el color y aroma de los narcisos, nos tuvimos que retirar a casa para cuidar y cuidarnos de la pandemia. Pocas semanas después se abrieron los tulipanes, y a esa mezcla cromática y olfativa se sumó el silencio, solo roto por el murmullo del agua en los fontines y los casi ya olvidados cantos de los pájaros. El Real Jardín Botánico se convirtió en un jardín de los sentidos que nadie podía disfrutar. ¿Qué hacer con tanta belleza?

Esa espectacular floración que preparamos para los visitantes no podía quedarse sin ser vista ni sentida. Así, gracias a la colaboración de muchas personas del RJB y a la policía municipal de Madrid, conseguimos que todas esas flores de plantas cuidadas con mimo desde noviembre pudiesen alegrar con sus colores y aromas los miles de rostros cansados de trabajadores y pacientes de los hospitales de Madrid y Guadalajara y residencias de mayores.

Jardinera del RJB cortando los tulipanes en marzo pasado para llevarlos a hospitales y residencias de mayores de Madrid. / Mariano Sánchez

En el jardín el espectáculo debía continuar, de modo que, cuando a finales de abril terminó la floración de los tulipanes, llegó el momento de preparar la flor del verano, las dalias, como quien cambia los jerseys por las camisas y las mangas cortas. De esta forma, a primeros de mayo se retiraron todos los bulbos de tulipán, se guardaron por variedades, y se cavó el terreno que ocupaban para plantar en el mismo lugar 1.200 rizomas de 80 variedades de dalia.

Ejemplar de Dahlia `Frigoulet´. / Mariano Sánchez

Mientras se realizaban los trabajos de plantación de las dalias, despuntaron las peonías, de breve pero impresionante floración. Tras estas flores asociadas al amor y la belleza, florecieron a lo largo del mes de mayo 160 variedades de lirios de nuestra colección, así como la rosaleda con las rosas antiguas y silvestres.

Lirios y rosas se abrirán a la espera de la colección de dalias, plantas tropicales originarias de México que Antonio José de Cavanilles, director del RJB, sembró en 1789 por primera vez en Europa. Estas plantas florecen de junio a noviembre, cuando mueren con las primeras heladas.

Ejemplar de lirio Iris ‘Superstition’. / Mariano Sánchez

Otro trabajo esencial en el jardín durante el período primaveral es el de conservar los ciclos de la huerta. Hay que retirar las hortalizas de invierno, como las coles y las lombardas, para plantar la huerta de verano: garbanzos, tomates, calabazas y sandías.

Biofilia: curar con flores

A fecha de hoy, tanto la sanidad española como, en mayor o menor medida, todos necesitamos el efecto terapéutico de la naturaleza. Este fenómeno se denomina biofilia y hace referencia al amor por lo vivo y lo natural. Habitaciones, mostradores y pasillos de hospitales con ese toque de naturaleza que sana, ya sean plantas, madera o flores, ayudan a mejorar al menos un poco el estado anímico de las muchas personas que permanecen en estos espacios.

Ejemplares de Paeonia lactiflora `Flame’. / Mariano Sánchez

Esa naturaleza sanadora puede y debe ser observable también desde las ventanas de las casas. En este período de confinamiento está siendo fundamental que nos podamos asomar a nuestros balcones para ver el paso del tiempo y de la estación a través de las plantas, y, sobre todo, de los árboles: la fructificación de los olmos en marzo, el brotar de los plátanos de paseo a finales marzo y en abril, y la floración de los castaños de indias y las acacias, que comienza pocos días antes del mes de mayo. Además de los espacios primorosamente cuidados como los jardines, los árboles son también parte de la vegetación urbana que evoluciona y nos acompaña en estos días.

* Mariano Sánchez García es jefe de la Unidad de Jardinería y Arboricultura del Real Jardín Botánico del CSIC.

 

SOS polinizadores: sin insectos no hay futuro para muchas plantas

Por Clara Vignolo (CSIC)

Aunque la mayoría nos encontremos confinados en casa, la naturaleza sigue su curso. Solo hay que asomarse por la ventana para darse cuenta de que la primavera ha comenzado y con ella el ir y venir de los insectos. Algunos de ellos, como las abejas, las mariposas o los escarabajos, van de flor en flor en busca de polen y néctar. Son los llamados insectos polinizadores, cuyo trajín resulta fundamental para la reproducción de muchas plantas.

En la actualidad, la supervivencia de estos insectos se encuentra amenazada por fenómenos como el cambio climático, la agricultura intensiva o las especies invasoras. ¿Quieres saber más sobre estos seres esenciales para la biodiversidad terrestre y los riesgos que afrontan? Te lo contamos en este post y en varios materiales educativos de libre descarga preparados por el Real Jardín Botánico del CSIC. Nada más y nada menos que una guía para todos los públicos, otra para docentes y una app.

Polinizadores

Imagen de Antonello Dellanotte (RJB-CSIC)

Plantas e insectos: un flechazo a primera vista

En su búsqueda de alimento, los insectos polinizadores trasladan (unos con más eficacia que otros) el polen entre las flores y hacen así posible su fecundación. Este transporte se conoce como ‘polinización entomófila’ y es el resultado de un ‘flechazo a primera vista’ entre plantas e insectos que se remonta 140 millones de años atrás.

En ese momento, en pleno Jurásico inferior, aparecieron las primeras angiospermas o plantas con flor. Rápidamente, los insectos comenzaron a aprovechar este nuevo recurso –las flores– de forma eficiente. Surgió así una relación entre las angiospermas y los insectos que desde entonces dirigió la evolución de ambos hasta convertirlos en las dos líneas terrestres más exitosas del planeta. Dicho de otra manera, estos dos grupos de seres vivos se vieron beneficiados de su mutua coexistencia, y esta fructífera relación dio lugar a la aparición de multitud de nuevas especies de plantas con flor y de insectos.

España, un lugar clave para la biodiversidad de abejas

Una muestra de este fenómeno la encontramos actualmente en la Península Ibérica, uno de los lugares con mayor diversidad de abejas del mundo. La presencia de más de 1.100 especies de abejas en nuestro territorio está asociada al gran número de plantas con flor que crecen en él, un total de 6.953 especies.

En primavera, el Real Jardín Botánico ofrece una buena muestra de esta biodiversidad. Si estos días pudiéramos pasear por él, no tardaríamos en advertir a las grandes abejas carpinteras (Xylocopa virginica), negras y con un característico brillo violáceo, construyendo su refugio en un tronco; a los abejorros (Bombus), excavando sus nidos en la tierra; o a las solitarias abejas cerdadoras (Anthidium) y albañiles (Osmias), tomando posesión de cañas secas y pajitas como guarida. Tampoco nos costaría encontrar el rastro de las abejas cortadoras (Megachile), cuyas hembras hacen recortes circulares en las hojas de los árboles con los que forrar sus nidos.

Polinizadores

Imagen de Antonello Dellanotte (RJB-CSIC)

La manzana, el tomate o el café, dependientes de los polinizadores

No existen datos exactos, pero estudios recientes estiman que casi el 90% de las plantas angiospermas (unas 308.000 especies) son polinizadas gracias a los insectos. Además, la polinización entomófila es indispensable para la producción global de alimentos, por lo que se considera un servicio ecosistémico esencial. Un dato revelador es que el 75% de los 111 principales cultivos agrícolas del mundo dependen de estos organismos. Entre los más destacados se incluyen la manzana, la cereza, la almendra, el tomate, el melón, la sandía, el café o el cacao.

Cuando se considera la producción total de alimentos vegetales como biomasa, la importancia relativa de la polinización entomófila disminuye, ya que los principales cultivos vegetales del mundo (arroz, trigo y maíz) son polinizados por el viento. No obstante, los alimentos que proceden de cultivos polinizados por animales son ricos en micronutrientes y fundamentales en nuestra dieta. Con todos estos datos, podemos afirmar que los insectos polinizadores tienen un papel crucial en el mantenimiento de la biodiversidad terrestre y en nuestra vida.

Desaparición de insectos

Sin embargo, el grupo de seres vivos más numeroso del planeta, los insectos, se encuentra seriamente amenazado. Una reciente publicación revela que el 40% de las especies pueden desaparecer en los próximos 100 años. Entre ellas se incluyen todos los grupos de polinizadores: mariposas, polillas, abejas, moscas y escarabajos. Parece que la fatídica “primavera silenciosa” de Rachel Carlson está a la vuelta de la esquina… ¡y eso que ella dio la alarma en 1962!

Las poblaciones de polinizadores están reguladas por varios factores: la abundancia de flores, la disponibilidad de ambientes de nidificación, los depredadores y patógenos, y los pesticidas. Las prácticas agrícolas intensivas tienen un efecto negativo en al menos dos de estas variables: por un lado, al transformar los hábitats de los insectos en monocultivos hacen que los recursos florales disminuyan; y, por otro, conllevan el uso generalizado de plaguicidas. Otros fenómenos que contribuyen a la pérdida de biodiversidad de insectos son la incidencia de parásitos, las especies invasoras o el cambio climático.

Polinizadores

Imagen de Antonello Dellanotte (RJB-CSIC)

¿Qué hacer?

Para evitar este colapso anunciado es necesario comenzar a tomar medidas de forma urgente, principalmente sobre la forma de realizar las prácticas agrícolas. Favorecer la agricultura ecológica frente a la agricultura intensiva tiene grandes beneficios para las poblaciones de polinizadores.

Por una parte, la agricultura ecológica produce alimentos sin emplear pesticidas y fertilizantes sintéticos, lo que permite mantener la fertilidad del suelo y conservar la biodiversidad. Además, promueve un menor laboreo de la tierra y, por tanto, disminuye las perturbaciones en el suelo y el riesgo de destrucción de nidos de abejas.

Por otro lado, la producción ecológica trata de diversificar los cultivos formando una heterogeneidad de parcelas en una misma explotación. Esto ofrece recursos de polen y néctar en distintas cantidades y en diferentes momentos del año. Asimismo, cuando un paisaje agrícola está formado por campos de cultivos de tamaño pequeño y forma irregular, hay más márgenes entre los cultivos. Estos espacios, los márgenes o lindes, son vitales para la supervivencia de los polinizadores ya que representan un refugio para las plantas silvestres y, por lo tanto, una rica fuente de alimento y un lugar para la reproducción. Funcionan como pasillos que conectan los campos y generan el intercambio de polen en largas distancias. Se ha comprobado, además, que un aumento de estos espacios repercute en una mayor producción de frutos y semillas de los propios cultivos.

Si queremos seguir escuchando el zumbido de las abejas y el canto de las aves, debemos pensar en otras formas de manejar el campo más respetuosas con la vida silvestre. Es posible una convivencia más amable con estos seres que, además de realizar un servicio ecosistémico fundamental, son fuente de alimento de miles de especies.

Polinizadores

Imagen de Antonello Dellanotte (RJB-CSIC)

Para saber más desde casa

El conocimiento de los insectos polinizadores nos permitirá abordar su problemática y pensar en un futuro más halagüeño para nuestro planeta. Por eso en el Real Jardín Botánico, en colaboración con la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT), hemos preparado varios materiales sobre la importancia de estos seres vivos, sus beneficios para nuestra vida y las amenazas a las que están sometidos:

 

* Clara Vignolo forma parte de la Unidad de Programas Educativos del Real Jardín Botánico del CSIC. Ha desarrollado proyectos educativos en torno al tema de los insectos polinizadores.

Cuando el arsénico se usaba para decorar los hogares

Por M. Teresa Telleria (CSIC)*

En el siglo XIX se puso de moda el color verde intenso que proporcionaban algunos pigmentos elaborados a base de arsénico y cobre. Primero fue el verde Scheele (arsenito cúprico), sintetizado por el químico sueco Karl W. Scheele en 1775, y después, en 1814, el verde Scheweinfurt (acetoarsenito de cobre), también conocido como verde París, verde Veronese, verde Viena y, sobre todo, como verde esmeralda. Su fabricación, sencilla y barata, lo hizo asequible a todos los bolsillos y su uso trascendió al del mundo del arte. Pasó así de los paisajes de Joseph Turner y la obra de Edouard Manet a la manufactura de papeles pintados, envoltorios, tapicerías, cortinas, vestidos, juguetes e incluso a los alimentos. Todo se vistió de verde esmeralda, un verde que en su fórmula llevaba más de un 40% de arsénico. Tal fue la magnitud de su uso, que llegó a estimarse en varios millones de km2 la superficie de pared en los hogares británicos que, allá por 1860, estaba recubierta por papeles pintados con verde Scheweinfurt.

Detalle de papel pintado, según diseño de William Morris, hacia 1880. Denisbin/Flickr.

El arsénico nunca ha gozado, y con razón, de buena fama y, poco a poco, diferentes casos de indisposición, enfermedad y alguna que otra muerte comenzaron a ser atribuidos a las paredes empapeladas con trazos de este temible elemento; el peligro se había filtrado en los hogares europeos de la mano de su decoración. No tardó el químico alemán Leopold Gmelin en percatarse de que las habitaciones así decoradas, máxime si eran húmedas y mal ventiladas, despedían un olor desagradable que definió como “olor a ratón”. Gmelin atribuyó este tufo a un componente volátil del arsénico, que llamó “alkorsin”. En noviembre de 1839, el científico remitió una carta al Karlsruher Zeitung dando cuenta del hecho. No fue casual el medio utilizado para hacer circular la noticia, ya que lejos de elegir una publicación científica optó por un periódico y, además, en su edición dominical.

Los hongos hacen su entrada en esta historia de la mano de Bartolomeo Gosio, médico y microbiólogo italiano que entre 1899 y 1944, fue director de los laboratorios científicos de la Direzione di Sanità en Roma. Conocía Gosio algunas teorías previas sobre el posible origen de los gases volátiles del arsénico; teorías que postulaban la capacidad de determinados microorganismos para volatilizar los compuestos de arsénico. Sobre esta base, Gosio propuso la siguiente hipótesis: la humedad y temperatura de las estancias favorecían el crecimiento de hongos y bacterias en las paredes forradas con papeles pintados; en su crecimiento, estos organismos producían hidrógeno que, al reaccionar con el arsénico del pigmento, lo transformaban en trihidruro de arsénico (AsH3), también conocido como arsano o arsina, un gas incoloro, inflamable, reductor y altamente tóxico que despide un ligero olor a ajo.

Hongo Scopulariopsis brevicaulis. J. Scott/EOL.

Gosio se encargó de demostrar que, en estos menesteres, era particularmente activo un hongo que identificó, en principio, como Penicillium brevicaule y que hoy conocemos como Scopulariopsis brevicaulis. Para llegar a esta conclusión diseñó el siguiente experimento: en un sótano colocó distintos medios de cultivo expuestos al aire que contenían patata y diferentes compuestos de arsénico, incluidos los pigmentos; hizo crecer en ellos las especies de hongos y bacterias que pretendía testar y quedó a la espera de que estas prosperaran y produjeran el buscado material volátil. Él lo detectaría gracias a su característico olor a ajo. El ensayo resultó un éxito; el cultivo de Scopulariopsis brevicaulis emanaba este particular olor, lo que claramente demostraba, en opinión de Gosio, la presencia del arsénico volatilizado.

En 1901, Gosio y su colega, el químico Pietro Biginelli, lo identificaron como dietilarsina. Treinta años después, Frederick Challenger y colaboradores lo identificaron definitivamente como trimetilarsina. Así quedó ya desvelada definitivamente la naturaleza química de este arsénico volatilizado que se conoce como “gas Gosio”, en honor a su descubridor. Bartolomeo Gosio siempre estuvo convencido de la toxicidad del gas que lleva su nombre y, aunque las pruebas realizadas para demostrarlo nunca fueron del todo concluyentes, la balanza acabó decantándose de su lado.

Las paredes de las estancias decoradas con llamativos tintes esmeralda y, por tanto, cargadas de acetoarsenito de cobre, un ambiente húmedo que favorecía el crecimiento de S. brevicaulis y el proceso de biometilación que este hongo era capaz de generar eran los elementos y circunstancias necesarios para que el gas hiciera acto de presencia. Los culpables de los envenenamientos ya estaban identificados: el verde Scheweinfurt y S. brevicaulis.

XYZ Buildings en la 6th Avenida de
Nueva York. Wally Gobetz/Flickr.

Pero en el relato de la funesta conjunción del verde esmeralda y S. brevicaulis quedaban aún algunos cabos sueltos. En un trabajo publicado en 1914 se plasmaban los resultados de un detallado estudio sobre varios microorganismos que volatilizaban el arsénico utilizando para ello diferentes sustratos. Su autor R. Huss, del Pharmaceutical Institute de Estocolmo, realizó además una serie de pruebas clínicas sobre el posible efecto que estos gases producían en ratones, conejos y cobayas. Tras el estudio, demostró la falta de efecto nocivo que tenían los gases sobre los animales e incluso sobre él mismo, que durante medio año había estado expuesto diariamente en el laboratorio a los nocivos vapores. Gracias a las conclusiones de este y otros estudios contemporáneos, la hipótesis del gas tóxico comenzó a desinflarse por la evidencia de los hechos. Que muchos de los compuestos de arsénico sean altamente tóxicos no quiere decir, necesariamente, que lo sean todas sus formas gaseosas. Hoy se sabe que la trimetilarsina es un genotóxico, pero también se sabe que su tasa de letalidad por inhalación es relativamente baja.

Casi un siglo después, una publicación de William R. Cullen y Ronald Bentley (2005) desmontó lo que ellos consideraron una leyenda urbana, la toxicidad del gas Gosio y la relación entre el verde esmeralda (acetatoarsenito de cobre), los hongos y las muertes por envenenamiento. En su opinión, estas bien pudieron estar más relacionadas con los desórdenes que origina lo que hoy se conoce como “síndrome del edificio enfermo”, un conjunto de afecciones de etiología desconocida como ronquera, erupciones cutáneas, náuseas o vértigos, que afecta a ocupantes de edificios no industriales, siendo los síntomas difícilmente objetivables mediante pruebas diagnósticas. De nuevo la mezcla de un mal sistema de ventilación, humedad y  la consecuente proliferación de hongos y bacterias podría ser un cóctel nocivo para la salud. En este caso también se quiso establecer, no sin controversia, una relación directa entre Stachybotrys chartarum y el mencionado síndrome. Un hongo volvía a ser el culpable, ahora sin el arsénico, y como en otro tiempo, también sin pruebas concluyentes.

María Teresa Telleria es investigadora del CSIC en el Real Jardín Botánico y autora del libro Donde habitan los dragones y de Los hongos, disponibles en la Editorial CSIC Los Libros de la Catarata.

Ginkgo, el árbol que sobrevivió a la bomba de Hiroshima

Gingko en el Real Jardín Botánico

Gingko en el Real Jardín Botánico (CSIC). / Marisa Esteban.

Por Mar Gulis (CSIC)

Una altura de 17 metros, un tronco de 0,52 metros de diámetro, entre 90 y 110 años de antigüedad y unas inconfundibles hojas en forma de abanico. Estas son las características del ginkgo que puede contemplarse en el Real Jardín Botánico (RJB-CSIC) de Madrid. Más allá de su evidente atractivo, este árbol tiene una historia llena de curiosidades, como su sorprendente resistencia a la radiación.

El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos lanzó una bomba atómica contra su enemigo japonés. El blanco fue Hiroshima, una ciudad portuaria que quedó absolutamente devastada tras la explosión. Decenas de miles de personas murieron y en un radio de más de 10 kilómetros todo –edificios, templos, parques, etc.– quedó arrasado. Sin embargo, a unos mil metros del epicentro de la explosión ocurrió algo extraordinario. Un ejemplar de ginkgo, situado en el templo Housenbou, logró sobrevivir. “Seguramente en el momento de la explosión tenía yemas latentes que no murieron, y eso le permitió rebrotar apenas un año después”, explica Mariano Sánchez, conservador del RJB. Por eso hoy este veterano superviviente es un árbol venerado; tanto que ha sido mantenido a la entrada del templo, pese a las obras de remodelación que se han llevado a cabo a lo largo de los años. Junto al árbol, el visitante puede leer: “No más Hiroshima”.

¿Cómo pudo un ser vivo soportar las enormes cantidades de radiación? Sánchez subraya que se trata de “una especie con una capacidad de rebrote muy grande. Además, tiene una corteza bastante blanda, gruesa y húmeda, lo que pudo contribuir a protegerlo”. Hay otro dato interesante: la bomba se lanzó en agosto, “una fecha en la que el árbol probablemente estaría acumulando reservas y tendría mucha agua y almidón en el tronco, las ramas y las raíces. Esto seguramente aumentó su resistencia”, apunta el conservador.

Hojas

Las características hojas en forma de abanico hacen del gingko un árbol muy reconocible. / James Field (CC-BY-SA-3.0) vía Wikimedia Commons.

Según este experto, el ginkgo es un género único, “un fósil viviente que no padece plagas ni enfermedades porque ha ido sobreviviendo a todas ellas”. Algo así como una reliquia botánica que fue descrita por primera vez en 1691 en Japón. “Hasta ese momento había fósiles de sus hojas, pero no se conocía ningún ejemplar vivo”, afirma Sánchez. La explicación más extendida es que, aunque se extinguió en la naturaleza, al ser un árbol sagrado para el budismo, muchos templos hicieron notables esfuerzos para conservarlo. A raíz del hallazgo de varios ejemplares en Asia, se empezó a comerciar con semillas y así se reprodujo en otros continentes.

Conocido también como el árbol vivo más viejo del mundo (su existencia se remonta al Cretácico o incluso a épocas precedentes), el ginkgo puede alcanzar los 2.000 años de edad. Su madera se utiliza en ebanistería y tiene propiedades medicinales: es vasodilatador cerebral, antivaricoso y aporta beneficios para el tratamiento de los problemas de memoria y la alteración de las funciones cognitivas asociadas al envejecimiento.

En el Extremo Oriente se cultiva además como árbol frutal por sus semillas, que se consumen cocidas o tostadas a pesar de que, cuando se machacan, desprenden un olor desagradable, parecido al del pescado podrido.

Aviso para paseantes: además del ejemplar del Real Jardín Botánico, los madrileños parques del Oeste y de la Fuente del Berro también albergan una buena representación de ginkgos. El Parque de la Ciudadela, en Barcelona; el paseo de la Isla, en Burgos; o los Jardines de Alfonso XXII de Málaga son también lugares donde se puede contemplar este árbol milenario.