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Las dos caras del ozono: ¿cuándo es beneficioso y cuándo perjudicial?

Por Pedro Trechera Ruiz * y Mar Gulis (CSIC)

El ozono es un gas incoloro formado por tres átomos de oxígeno (O3). Tiene un gran poder oxidante, por lo que resulta útil para desinfectar superficies o espacios interiores. Pero, ¿qué ocurre cuando los seres humanos respiramos este oxidante? ¿Y qué les sucede a las plantas?

En la troposfera, el ozono (O3) es un gas que se forma a partir de la reacción entre otros contaminantes y la radiación solar. / Pixabay

En la troposfera, el ozono (O3) es un gas que se forma a partir de la reacción entre otros contaminantes y la radiación solar. / Pixabay

Ozono ‘bueno’ y ozono ‘malo’

En la estratosfera (la capa de la atmósfera situada entre los 10 y los 50 km de altura), el ozono es esencial, ya que absorbe la radiación ultravioleta del sol, la que comúnmente entendemos como dañina. Gracias a esta capa estratosférica de ozono, la vida, tal como la conocemos, pudo evolucionar fuera de los océanos. Sin esta capa, la superficie terrestre sería arrasada por la radiación solar. Es lo que se conoce como ‘ozono bueno’.

El ‘ozono malo’ es el que se encuentra en la troposfera, la capa que va desde la superficie hasta los 10 km de altura. En este caso, el ozono se forma a partir de otros gases contaminantes, principalmente óxidos de nitrógeno y compuestos orgánicos volátiles, que provienen en gran parte de actividades humanas como el tráfico y las emisiones industriales. La radiación ultravioleta hace que estos gases sufran reacciones con el oxígeno, que dan lugar al ozono.

Estas reacciones tienen un cierto impacto positivo, ya que eliminan estos gases contaminantes. Sin embargo, generan el ozono troposférico, que tiene un impacto negativo sobre la salud humana y de los ecosistemas.

Según la Agencia Europea de Medio Ambiente, la exposición a O3 puede causar problemas de salud, como tos, dificultad para respirar o daños pulmonares por oxidación. Además, el ozono hace que los pulmones sean más susceptibles a las infecciones respiratorias, puede agravar enfermedades pulmonares, aumentar la frecuencia de los ataques de asma y aumentar el riesgo de muerte prematura por enfermedades cardíacas o pulmonares. El último informe de Calidad del Aire en Europa 2022 de la Agencia Europea de Medio Ambiente estima que, en 2020, los niveles de contaminación por O3 causaron 29.000 muertes prematuras en la Unión Europea.

El ozono en España

La velocidad y el grado de formación de ozono se ven muy incrementados con el aumento de la radiación solar y las emisiones de sus agentes precursores. Por ello sus niveles son más elevados en el sur de Europa y en primavera y verano.

Durante los últimos años, gracias a las políticas ambientales, se ha reducido la concentración de los contaminantes atmosféricos precursores del ozono. Sin embargo, esto no se ha traducido en una reducción proporcional del ozono, debido a la complejidad de su generación (su relación con los precursores no es lineal) y el transporte atmosférico de este compuesto a través de largas distancias.

Promedio anual del máximo diario concentración de ozono en las estaciones de calidad del aire españolas entre 2017 y 2020. Adaptación de los mapas del Plan de Ozono / Bases Científicas para un Plan Nacional de Ozono, MITECO

Promedio anual del máximo diario de concentración de ozono en las estaciones de calidad del aire españolas entre 2017 y 2020. Adaptación de los mapas del Plan de Ozono / Bases Científicas para un Plan Nacional de Ozono, MITECO

En 2021, el 10% de la población europea estuvo expuesta a niveles de ozono superiores al valor objetivo de protección a la salud establecido por la legislación europea (120 µg/m3). Sin embargo, si tenemos en cuenta el valor guía recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que es de 100 µg/m3, más restrictivo que el de la norma europea, entonces el 94% de la población europea respira niveles de ozono superiores a los considerados como seguros.

En España, el 45% de las estaciones de calidad del aire superan el nivel crítico de exposición a la población, y eso que solo el 39% de estas estaciones están situadas en zonas urbanas y suburbanas. No obstante, en 2020 y 2021 por primera vez no se superaron los valores objetivos del ozono en la costa mediterránea. Probablemente esto se debe a condiciones meteorológicas favorables y a la disminución drástica de los contaminantes precursores asociada a la pandemia, que supuso una reducción del tráfico automovilístico y aeroportuario y la ausencia de cruceros.

¿Cómo afecta el ozono a la vegetación?

Además de la salud humana, el ozono troposférico puede dañar a los cultivos, los bosques y la vegetación en general.

Este gas es absorbido por las plantas a través de los estomas, que son unos pequeños poros de las hojas donde se produce el intercambio gaseoso. La planta los abre para absorber el dióxido de carbono (CO2) que necesita para hacer la fotosíntesis, pero también absorbe otras moléculas como el ozono.

Una vez que el ozono está dentro de la planta, se producen una serie de reacciones que oxidan las propias células vegetales, lo que altera su funcionamiento. Para evitar estos efectos negativos, las plantas tienen sistemas de protección celular antioxidantes. Sin embargo, cuando los niveles de ozono superan la capacidad de protección de las células vegetales, se produce una disminución de su crecimiento y productividad, y una aceleración del envejecimiento celular.

En última instancia, esto aumenta la sensibilidad de la planta hacia otros condicionantes como las sequías, las altas temperaturas o las plagas. Incluso es posible que los daños producidos por el ozono puedan llegar a observarse visualmente como pigmentaciones características en hojas de tonos amarronados o rojizos.

Diferentes hojas afectadas por el ozono. Pigmentaciones amarronadas o rojizas en hojas de judía (a) y tomate (c) y necrosis más avanzada en hojas de sandía (b). / CIEMAT-MARM

Diferentes hojas afectadas por el ozono. Pigmentaciones amarronadas o rojizas en hojas de judía (a) y tomate (c) y necrosis más avanzada en hojas de sandía (b). / CIEMAT-MARM

Además, los cultivos pueden sufrir una reducción de la producción y/o la calidad de la cosecha, al igual que adquirir mayor sensibilidad frente al ataque de patógenos. En la Península Ibérica, las cosechas que más se ven alteradas son las que se encuentran en el área mediterránea, debido a las altas concentraciones de ozono y su alta producción agrícola.

Los elevados y prolongados niveles de ozono pueden llegar a disminuir significativamente las cosechas. Cuando sucede un aumento de 60 a 120 µg m-3 de ozono, esa disminución es de un 20-30% en guisantes, judías verdes, boniatos, naranjas, cebollas, nabos y ciruelas; de un 10-19% en lechugas, ciruelas, trigo, cebada, soja, alfalfa, sandía, tomates, oliva y maíz; y entre de un 5-9% en arroz, patatas y uvas. Se estima que las pérdidas económicas globales en 2030 provocadas por el ozono oscilarán entre 15 y 30 mil millones de euros al año.

Plantas como biosensores de la contaminación por ozono

En este contexto de contaminación, el proyecto europeo WatchPlant está desarrollando una nueva tecnología para monitorizar diversas condiciones atmosféricas, como el exceso de ozono. Se trata de un sistema bio-híbrido inteligente basado en sensores que se integrarán con las plantas para detectar las condiciones ambientales adversas a partir de la respuesta temprana de las propias plantas. Capaces de transmitir datos en directo, estos sensores permitirán la monitorización ambiental in situ, sobre todo en áreas urbanas, para establecer una relación entre la contaminación y la salud humana.

Biosensores instalados en plantas de tomate. / WatchPlant

Biosensores instalados en plantas de tomate. / WatchPlant

Resultados preliminares del proyecto muestran que sí hay una relación entre la respuesta fisiológica de plantas como el almendro, el olivo, el limonero o el naranjo y la contaminación atmosférica. Ahora el objetivo es producir un sensor bio-híbrido que mida parámetros de la savia de estas plantas que reflejen los niveles de contaminantes como el ozono (O3). Los datos recabados podrán ser utilizados como complemento a las redes de monitoreo de calidad del aire y por la propia ciudadanía.

Más información sobre WatchPlant: https://watchplantproject.eu/ Twitter: @WatchplantP

 

* Pedro Trechera Ruiz es investigador postdoctoral del Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua (IDAEA) del CSIC.

El viento, el elemento olvidado del cambio climático

Por César Azorín-Molina*

El viento es aire en movimiento. Esta definición implica que la expresión “hace aire” –tan común entre el público general y los medios de comunicación– es incorrecta: lo apropiado es decir “hace viento”. Este movimiento de aire se origina por las diferencias de presión atmosférica entre las superficies de la Tierra y los distintos niveles de la atmósfera; y ha sido utilizado por la humanidad desde el pasado hasta nuestros días como fuente de energía para la navegación a vela, el molido del grano o la extracción de agua de pozos subterráneos. La relevancia social, económica y ambiental del viento es múltiple, y tiene una doble vertiente, ya que el viento supone tanto un recurso como un riesgo climático.

El molino de viento convierte la energía eólica en energía rotacional con el fin principal de moler granos. Es un tipo particular de molino que opera por medio de paletas llamadas aspas.​

En un contexto como el actual, en el que nos enfrentamos a las consecuencias del cambio climático, el viento constituye la segunda fuente más importante en la generación de electricidad y la principal fuente de energía limpia. Su comportamiento altera la capacidad de producción de la industria eólica, pero es también clave en procesos muy dispares: la agricultura y la hidrología, pues incide sobre la evaporación y la disponibilidad de recursos hídricos; la calidad del aire, ya que dispersa la contaminación atmosférica; o las catástrofes naturales, por las pérdidas económicas y humanas que producen los temporales. Otros fenómenos afectados por el viento son la ordenación y el planeamiento urbano, las operaciones aeroportuarias, el tráfico por carretera, la propagación de incendios forestales, el turismo, los deportes de viento e incluso la dispersión de semillas, las rutas migratorias de las aves o la erosión del suelo.

Un aerogenerador es un dispositivo que convierte la energía cinética del viento en energía eléctrica.

¿El viento se detiene o se acelera?

La veleta para conocer la dirección del viento fue inventada en el año 48 a. C por el astrónomo Andronicus y el anemómetro que mide la velocidad a la que viaja el aire en movimiento, en 1846 por el astrónomo y físico irlandés John Thomas Romney Robinson. Sin embargo, el estudio de los cambios del viento en escalas temporales largas (periodos de más de 30 años) no despertó el interés de la comunidad científica hasta hace apenas un par de décadas.

La veleta es una pieza de metal, ordinariamente en forma de saeta, que se coloca en lo alto de un edificio, de modo que pueda girar alrededor de un eje vertical impulsada por el viento, y que sirve para señalar la dirección de este.

Fue en Australia, donde el profesor emérito de la Australian National University Michael Roderick, en su afán de cuantificar el efecto del viento en la evaporación, observó un debilitamiento de los vientos superficiales durante las últimas décadas. En 2007, para denominar este fenómeno, acuñó el término anglosajón de ‘stilling’. Pocos años más tarde, en 2012, el también australiano Tim McVicar, de la Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation, concluyó que este descenso de la velocidad de los vientos estaba ocurriendo sobre superficies continentales de latitudes medias, preferentemente del hemisferio norte, desde la década de 1980. En cambio, otras investigaciones detectaron un reforzamiento de los vientos sobre las superficies de los océanos y, en la última década, un cese del fenómeno ‘stilling’ y un nuevo ciclo de ascenso de la velocidad de los vientos o ‘reversal’.

Falta de evidencias

La causa principal que explica ambos fenómenos se ha atribuido a los cambios en la circulación atmosférica-oceánica. Estos cambios se producen tanto por la propia variabilidad natural del clima como por efecto de la acción humana sobre el clima: el calentamiento global consecuencia de las emisiones de gases de efecto invernadero y también los cambios en los usos del suelo, entre los que destaca la rugosidad del terreno provocada por la masa forestal y la urbanización. En cualquier caso, tampoco hay que descartar la posibilidad de errores instrumentales en la medición del viento por el desgaste de los anemómetros, entre otros.

En la actualidad, la ciencia del clima se afana por descifrar el comportamiento del viento y elaborar proyecciones para los próximos 100 años. En un escenario de aumento de emisiones de gases de efecto invernadero y de calentamiento global, es previsible que una nueva fase de ‘stilling’ domine el siglo XXI.

El último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) concluyó que el viento es una de las partes olvidadas del sistema climático dadas las escasas evidencias sobre sus cambios pasados y futuros. Un nuevo ‘stilling’ obligaría a desarrollar nuevas estrategias a medio-largo plazo en el sector de la energía eólica, un motor clave en la descarbonización de la economía establecida en el Acuerdo de París y el Pacto Verde Europeo. El estudio del viento debe ser prioritario para impulsar las energías renovables en la transición hacia una economía global con bajas emisiones de gases de efecto invernadero.

* César Azorín-Molina es investigador del CSIC en el Centro de Investigaciones sobre Desertificación (CSIC-UV-GVA) y pertenece a la Red Leonardo de la Fundación BBVA

 

El Mar Menor y su trayectoria hacia el colapso

Por Juan Manuel Ruiz Fernández* y Mar Gulis (CSIC)

En primavera de 2016 las concentraciones de clorofila en el Mar Menor multiplicaron por más de 100 los valores medios de las últimas dos décadas, habitualmente inferiores a un microgramo por litro. Este excepcional y explosivo crecimiento de fitoplancton (seres vivos capaces de realizar la fotosíntesis que viven flotando en el agua) lo protagonizaba una cianobacteria del género Symbiodinium sp, un conocido disruptor del funcionamiento de los ecosistemas acuáticos.

La ausencia de luz generada por la acumulación de esta cianobacteria causó en los meses siguientes la pérdida del 85% de las praderas de plantas acuáticas (los denominados macrófitos bentónicos) que tapizaban de forma casi continua los 135 km2 del fondo de la laguna.

Las aguas extremadamente turbias del Mar Menor han causado la desaparición del 85% de las praderas de la planta marina ‘Cymodocea nodosa’, fundamental para el funcionamiento del ecosistema lagunar. / Javier Murcia Requena

Esto supuso la movilización de miles de toneladas de carbono y nutrientes por la descomposición de la biomasa vegetal y del stock almacenado en el sedimento durante décadas; un proceso que, a su vez, retroalimentó el crecimiento del fitoplancton y prolongó la duración de este episodio de aguas turbias sin precedentes. Todo apuntaba que se estaban atravesando los umbrales ecológicos, a partir de los cuales los ecosistemas sometidos a una presión creciente colapsan y se precipitan bruscamente hacia un estado alterado que puede incluso ser tan estable como el estado anterior. Pero, ¿cómo ha llegado este singular ecosistema a una situación tan extrema?

Una laguna hipersalina

En primer lugar, es necesario conocer un poco el marco ambiental. El Mar Menor es una albufera hipersalina conectada a una cuenca vertiente de 1.300 km2. Sin embargo, de acuerdo con el carácter semi-árido del sureste peninsular, no hay ríos que desembocan en él. Las únicas entradas de agua dulce son las aportadas por escorrentía superficial durante unos pocos eventos de lluvias torrenciales cada año, y unas entradas más difusas de aguas subterráneas.

Las escasas entradas de agua dulce y una limitada tasa de intercambio con el Mediterráneo (en promedio, la tasa de renovación del agua del Mar Menor es de 1 año) explican la elevada salinidad de esta laguna costera. Antes de la década de 1970 la salinidad era incluso superior, pero disminuyó debido a la ampliación del canal del Estacio, una de las cinco golas (o conexiones) naturales entre el Mar Menor y el Mediterráneo. Desde entonces, los valores medios se han mantenido entre 42 y 48 gramos de sal por litro.

Dragados y vertidos de aguas residuales

El flujo a través de este canal gobierna ahora el régimen hidrodinámico de la albufera. Su dragado es considerado uno de los hitos principales de la transformación del Mar Menor por la acción humana.

Básicamente, se argumenta que favoreció la entrada y dispersión de especies mediterráneas y el declive de algunas especies lagunares de flora y fauna. Por ejemplo, uno de los organismos que vio favorecida su dispersión en los fondos de la laguna fue el alga oreja de liebre (Caulerpa prolifera), una especie oportunista capaz de aprovechar los nutrientes de forma muy eficiente y ocupar grandes extensiones en breves periodos de tiempo. Se considera que la oreja de libre tiene la capacidad de desplazar competitivamente a las especies nativas, como Cymodocea nodosa, que también forma praderas en el fondo de la laguna.

La oreja de liebre es un alga verde que cubre todo el fondo de la laguna, y es capaz de realizar grandes desarrollos en muy poco tiempo. En las praderas marinas del Mar Menor abundaba el bivalvo gigante del Mediterráneo o Nacra, especie ahora en peligro de extinción en todo el Mediterráneo. / Javier Murcia Requena

No obstante, alguno de los efectos negativos achacados al cambio de régimen hidrológico sobre las comunidades biológicas podría haber sido exagerado o carente de suficiente evidencia científica. A modo de ejemplo, se ha obtenido nueva evidencia que apunta a que las praderas de C. nodosa no solo no experimentaron un declive tras la propagación de Caulerpa, sino que ambas especies han coexistido con una elevada abundancia durante al menos las cuatro décadas anteriores al colapso ecosistémico.

Este incremento en la abundancia de organismos fotosintéticos implica la existencia de una elevada disponibilidad de nutrientes, condición que se cumplía con creces en el momento de la propagación del alga debido a los vertidos de aguas residuales sin depurar al Mar Menor. Por tanto, no solo el cambio en el régimen hidrológico es clave para entender este proceso de transformación del ecosistema de la laguna, sino también los excesos de nutrientes procedentes del desarrollo urbano y turístico.

Agricultura intensiva

En la década de los 1990 se completan los sistemas de tratamiento de aguas residuales en la zona, que dejan de ser vertidas al Mar Menor (a costa de ser desviadas al Mediterráneo). Pero con esto no desaparecen los problemas relacionados con el exceso de nutrientes en la albufera, sino que persisten, e incluso se intensifican, por el desarrollo de la agricultura de regadío que se inicia den la década de 1950.

Este modelo de agricultura va progresivamente reemplazando a la tradicional agricultura de secano a expensas de la sobreexplotación de las aguas subterráneas. Para soportar y aumentar este desarrollo, en 1979 se crea el transvase entre las cuencas del Tajo y del Segura, el siguiente hito clave en la transformación y el deterioro del Mar Menor.

Los recursos hídricos trasvasados eran insuficientes para sostener el crecimiento de dicha producción y tuvieron que ser complementados con las aguas subterráneas que, al ser salobres debido a la sobreexplotación previa, debían ser tratadas en plantas desaladoras cuyos vertidos, con hasta 600 miligramos de nitrato por litro, acababan en la laguna. Esta intensa actividad agrícola causó además un aumento en la recarga del acuífero y en sus niveles de contaminación por nitratos (150 mg/l), que se tradujo en un aumento de los flujos de aguas subterráneas altamente cargadas en nitrógeno al Mar Menor.

40 años de resiliencia

¿Cómo es posible que esta entrada masiva de nutrientes durante décadas no se haya visto reflejada en un deterioro aparente del ecosistema? Al menos hasta 2016, la laguna mantuvo unas aguas relativamente transparentes y unos fondos dominados por notables comunidades de plantas marinas. ¿Qué hizo que el crecimiento explosivo del fitoplancton se mantuviera ‘a raya’ y las aguas no se enturbiaran?

Uno de los mecanismos que pueden explicar la resiliencia del ecosistema es la función de filtro de partículas y nutrientes que realiza la vegetación del fondo marino. Otro son los desequilibrios en las proporciones de nitrógeno o fósforo.

Cuando los nutrientes no son limitados, la proporción de estos elementos en el fitoplancton suele ser de 16 unidades de nitrógeno por una de fósforo. Las aguas contaminadas por la actividad agrícola están cargadas de nitrógeno, pero apenas tienen fósforo. Y, aunque el fósforo es abundante en las aguas residuales urbanas, este tipo de vertido ya no se realiza en la laguna, al menos intencionadamente. Por tanto, en la actualidad, la principal vía de entrada del fósforo al Mar Menor son las toneladas de tierra arrastradas por la escorrentía superficial desde las parcelas agrícolas durante episodios de lluvias torrenciales. En la DANA de 2019 se estimó que, junto a los 60 hectómetros cúbicos de agua que llegaron a la laguna, entraron también entre 150 y 190 toneladas de fosfato disuelto.

Por ello, mientras que los aportes de nitrógeno son más continuados en el tiempo, los de fósforo son puntuales y esporádicos, limitados a unos pocos eventos anuales. A esto hay que añadir que, una vez entran en la laguna, estos fosfatos son inmediatamente absorbidos por la vegetación y/o fijados en los sedimentos. Estas diferencias en la dinámica de ambos elementos podría explicar que, aunque ambos entran de forma masiva en la laguna, las ocasiones en que sus proporciones son adecuadas para el desarrollo del fitoplancton son limitadas.

Un ecosistema alterado e inestable

El colapso del ecosistema lagunar en 2016 supuso la pérdida y/o el profundo deterioro de buena parte de los mecanismos de resiliencia y de sus servicios ecosistémicos. Así lo sugieren otros importantes hitos, como la pérdida del 85% de la extensión total de las praderas de plantas en el fondo de la laguna y del 95% de la población de Pinna nobilis, una especie de molusco bivalvo endémica del Mediterráneo. Estas pérdidas, que no muestran apenas síntomas de recuperación hasta la fecha, son claros exponentes del grado de alteración del ecosistema.

Antes del colapso ecosistémico las poblaciones de caballito de mar parecían estar recuperándose, pero el deterioro actual del ecosistema las hace estar próximas a la extinción local. / Javier Murcia Requena

Aunque carecemos de datos para valorar esta alteración de forma más global, se ha observado un régimen mucho más inestable respecto a décadas anteriores, más vulnerable a los cambios del medio, con mayores fluctuaciones de sus condiciones ambientales. La frecuencia de eventos de crecimiento explosivo del fitoplancton como el de 2016 ha aumentado claramente, y ahora los periodos de aguas turbias se alternan con los de aguas más turbias y coloreadas.

A diferencia de épocas pasadas, en estos periodos se pueden producir episodios de déficit de oxígeno hasta niveles que comprometen la vida marina y que han resultado en mortalidades masivas de organismos marinos, como se ha observado en episodios muy recientes.

En agosto de 2021 el agotamiento del oxígeno en el agua alcanzó niveles tóxicos para la vida marina, lo que provocó la mortalidad masiva de peces, moluscos y crustáceos. / Javier Murcia Requena

Se trata de eventos muy extremos y propios de sistemas costeros en etapas muy avanzadas del proceso de eutrofización (presencia excesiva de nutrientes). No obstante, desconocemos todavía los factores y mecanismos por los cuales se desencadenan todos estos eventos, algunos de los cuales se producen incluso sin que vayan precedidos de un incremento de las concentraciones de nutrientes en el agua.

*Juan Manuel Ruiz Fernández es investigador del CSIC en el Instituto Español de Oceanografía

Las aves de alta mar ‘alertan’ sobre el estado crítico de los océanos

José Manuel Igual (CSIC)*

El cambio global es un hecho. Es una realidad la rápida alteración del clima terrestre a causa del calentamiento por gases de efecto invernadero, y también lo es la pérdida de biodiversidad debida a factores como la explotación no sostenible de recursos, la contaminación de las aguas, la mala gestión del suelo o las invasiones biológicas. Todos ellos constituyen aspectos de este cambio antropogénico. Paradójicamente, en ocasiones pareciera que nos aferramos a pensar que las fronteras pueden contener estos problemas, creando una falsa sensación de seguridad. Pero las fronteras nacionales no sirven para contener las graves consecuencias del cambio global en la naturaleza. La pandemia de COVID-19 es un ejemplo de ello.

Las aves, que no conocen fronteras, son excelentes indicadoras del estado de los ecosistemas; especialmente las más viajeras de todas: los procelariformes, aves de alta mar. Debido a este comportamiento de largo alcance se han convertido en uno de los grupos animales más amenazados del planeta.

Pardela cenicienta del Mediterráneo (Calonectris diomedea) junto a su zona de distribución geográfica. / Ilustración: Irene Cuesta Mayor (CSIC)

Este grupo incluye los grandes albatros, así como los petreles, las pardelas y los pequeños paíños. Hasta hace unos pocos años, este era un grupo bastante desconocido salvo para marinos o pescadores, ya que estas aves solo tocan tierra para reproducirse, en general de forma discreta, en islotes y acantilados poco accesibles.

Para especialistas en ecología de campo, como las investigadoras y los investigadores del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, CSIC-UIB), los procelariformes son objeto de estudio. Al ser aves depredadoras (comen sobre todo peces pelágicos y cefalópodos), están en la parte superior de la pirámide y, por tanto, son receptoras de lo que acontece en los océanos. Gracias al marcaje y la recaptura a largo plazo mediante el anillamiento científico y la utilización de dispositivos portátiles GPS miniaturizados, el estado de sus poblaciones y sus movimientos se conoce cada vez más.

Anillado de ejemplar de pardela cenicienta del Mediterráneo por especialistas del IMEDEA (CSIC-UIB).

Por ejemplo, la pardela cenicienta del Mediterráneo (Calonectris diomedea) es una especie de ave con la que este instituto de CSIC lleva trabajando más de 20 años en sus zonas de reproducción en Baleares. En invierno se desplaza del mar Mediterráneo al océano Atlántico, el cual puede cruzar de Norte a Sur, ida y vuelta, alimentándose en aguas internacionales de ambos hemisferios, acercándose a las costas de África o América y permaneciendo principalmente en áreas marinas de varios países africanos, desde Mauritania a Namibia-Sudáfrica. Por tanto, su seguimiento nos dice muchas cosas de lo que pasa en el Mediterráneo en primavera y verano, o en el Atlántico en invierno.

Esto hace necesaria la colaboración internacional en investigación. Uno de estos estudios en los que han colaborado compartiendo datos varias universidades e instituciones de investigación, entre ellos la Universidad de Barcelona y el CSIC, así como algunas ONG de conservación como SEO-Birdlife, han desvelado que las aves marinas no han conseguido ajustar sus calendarios de reproducción al ritmo al que se están calentando globalmente los mares. Es decir, tienen poca flexibilidad para poder adelantar o retrasar sus fechas de reproducción en relación al cambio climático, que está produciendo un cambio temporal en los picos de abundancia de presas.

Pardela Cenicienta del Mediterráneo en su nido. / Imagen: IMEDEA (CSIC-UIB)

Otra colaboración entre grupos de investigación de varios países ha permitido saber que los grandes petreles pasan casi el 40% de su tiempo en mares donde ningún país tiene jurisdicción, aguas internacionales que suponen un tercio de la superficie terrestre. En estas “aguas de nadie” se pueden producir más interacciones negativas con la pesca, porque hay menos control sobre el cumplimiento de las regulaciones y no existe un marco legal global de conservación de la biodiversidad. Una de las mayores amenazas para este grupo de especies, junto con la sobrepesca que esquilma recursos o las invasiones de mamíferos introducidos (ratas, gatos) en sus zonas terrestres de reproducción, es precisamente la pesca accidental. El problema es grave no solo porque mueren decenas de miles de aves cada año sin ser objetivo de captura, sino que además supone un coste económico para los mismos pescadores.

En general, el grupo de las procelariformes sufre una mortalidad anual muy alta por esta causa. Se ha podido cuantificar que alrededor de un 13% de los adultos reproductores de Pardela Cenicienta Mediterránea se pierden cada año, y de estos al menos la mitad mueren por pesca accidental en palangre (líneas de anzuelos). Gracias a la combinación de las áreas de ‘campeo’ o home range, cuyos datos son proporcionados por el marcaje con GPS, y las áreas de máxima actividad pesquera, se han podido elaborar mapas de riesgo en la costa mediterránea occidental para los planes de gestión y conservación.

Pardela balear (Puffinus mauretanicus), especie endémica de las Islas Baleares en peligro crítico de extinción. / Imagen: Víctor París

Por otro lado, en todos estos años de estudio se ha podido constatar que, en esta especie, como ocurre en otras especies de grandes viajeras, la supervivencia y el éxito reproductor anual varían en relación a los cambios oceánicos y climáticos a gran escala. Estos cambios pueden reflejarse a través de índices que cuantifican las diferencias de presiones entre zonas polares y templadas del Norte del Atlántico o del Sur del Pacífico, como la NAO (Oscilación del Atlántico Norte) y el SOI (Índice de Oscilación del Sur). Este último mide la intensidad de fenómenos como el Niño y la Niña. Estos índices son importantes porque resumen mensual o estacionalmente el clima en grandes áreas y, con ello, ofrecen una idea general de las precipitaciones, los aportes fluviales al mar, la temperatura del mar, la productividad marina o la frecuencia de fenómenos extremos como los huracanes. Por tanto, la relación de la dinámica de las poblaciones de estas aves con la variación de estos índices nos puede ayudar a predecir qué les ocurrirá con el cambio climático.

También hay otros grandes peligros que acechan a esta y otras especies de aves marinas. Este es el caso de la contaminación lumínica, que hace perderse a los animales en tierra durante la dispersión al ser atraídos y confundidos, o la ingestión de plásticos, cada vez más frecuente.

Las proyecciones de la dinámica de la población para las aves marinas pelágicas son poco halagüeñas y predicen la extinción de algunas de estas especies en pocas décadas. Algunas de las colonias de estudio de pardela cenicienta se mantienen todavía, porque reciben inmigración que cubre las pérdidas, lo que conocemos como ‘efecto rescate’, pero esto parece solo un remedio temporal a su estatus de especie en peligro. Otras están todavía más amenazadas, en peligro crítico, como la pardela balear (Puffinus mauretanicus), que es endémica del archipiélago y una gran desconocida para la mayoría.

No nos queda mucho tiempo para evitar su debacle y comprender que su futuro y el nuestro van de la mano.

 

*José Manuel Igual trabaja en el Servicio de Ecología de Campo del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, CSIC-UIB). Este artículo resume alguna de sus colaboraciones con el Animal Demography and Ecology Unit (GEDA), en el Grupo de Ecología y Evolución del mismo instituto.

 

Las dos vías del conocimiento: lo que el saber tradicional y la ciencia nos enseñan de las plantas

Por Carlos Pedrós-Alió (CSIC)*

Los seres humanos somos científicos por naturaleza. Desde hace miles de años hemos estado observando, experimentando y manipulando nuestro entorno para intentar mejorar nuestras condiciones de vida. Gracias a estas investigaciones, basadas sobre todo en el método prueba-error, hemos ido acumulando una cantidad asombrosa de conocimientos sobre las plantas.

No sabemos cuántas personas murieron envenenadas en el pasado intentando averiguar si determinada planta se podía masticar, machacar o hervir como infusión, y si serviría para algo; pero sí que todos estos esfuerzos fueron ampliando nuestro saber. El tratado de farmacopea más antiguo se recopiló en China alrededor del siglo II a. C. En el mundo griego, Pedanio Dioscórides Anazarbeo, que vivió al filo de la nueva era, escribió De materia medica, un texto precursor de la farmacopea moderna en Occidente. También en África o en las Américas fueron acumulándose profundos conocimientos, de la mano de innumerables chamanes, curanderas o brujos, sobre las plantas que nos rodean.

Dos mujeres agricultoras en Camboya. / Pixabay (sasint)

En los últimos tres siglos, en Occidente se ha desarrollado la llamada ciencia experimental. La diferencia con esos conocimientos tradicionales es la realización de experimentos con controles y dobles ciegos –experimentos en los que ni el personal investigador ni quienes participan saben quién pertenece al grupo de control que recibe placebos y quién al grupo experimental–. Este mecanismo tiene un poder extraordinario para separar el grano de la paja, y los avances seguros son constantes y rápidos. En cambio, los conocimientos tradicionales incorporan una gran cantidad de experiencia, es cierto, pero mezclada con una serie de mitos y leyendas que a veces enturbian los resultados.

Por ejemplo, las propiedades estimulantes de la coca (Erythroxylum coca) han sido suficientemente demostradas. Pero en la aldea de Caspana, aguas arriba en la cuenca del río Loa (norte de Chile), también utilizaban las hojas de coca para profetizar cuál sería el carácter de las personas al nacer: las hojas les indicaban si tendrían el signo del sol, y por tanto serían ágiles y activas, o el de la luna, y por tanto serían suaves y tranquilas. Todo el mundo sabe que hay gente más calmada y otra más nerviosa, también bebés, pero no hay ninguna evidencia de que el sol y la luna tengan algo que ver en ello. Desde un punto de vista histórico y cultural, este tipo de creencias son fascinantes, pero desde el punto de vista de la bioquímica y la farmacopea resultan irrelevantes.

Chamanes, hierbateras y naturalistas

Ahora imaginemos a alguien con formación en bioquímica que esté buscando nuevas sustancias con propiedades interesantes. Esta persona llega, por ejemplo, a la selva colombiana, donde se encuentra con miles de especies de plantas por delante. ¿Qué planta elegirá para hacer los estudios bioquímicos pertinentes? De tener que examinarlas todas, podría tardar décadas, y muchas de ellas no producirían ningún compuesto útil. Pero, claro, si consultara al chamán local, la cosa cambiaría. Le diría que este hongo tiene propiedades alucinógenas, que la corteza de ese árbol proporciona alivio contra las fiebres y que los frutos de aquella otra planta sirven, convenientemente machacados, para aliviar el dolor de tripa. ¡Qué indicaciones tan maravillosas! En lugar de miles de plantas, solamente tendrá que estudiar unas cuantas. Estas dos perspectivas son definidas en Canadá como las dos vías del conocimiento’.

Esta actitud me impresionó mucho durante los años que pasé en el océano Ártico colaborando con especialistas canadienses, entre quienes siempre había un gran respeto por los conocimientos de los pueblos inuit. Por una parte, hay que reconocer que en Norteamérica muchas personas de origen europeo se sienten culpables por lo que hicieron sus antepasados con estos pueblos originarios y tratan de compensar. Pero, por otra parte, valorar los conocimientos acumulados por quienes han vivido en el Ártico durante miles de años es una decisión muy sensata.

En el caso de los pueblos inuit, este intercambio de conocimientos se está produciendo todavía en el presente. En otros casos, el intercambio se produjo hace tiempo. Un ejemplo es el del padre capuchino Ernesto Wilhelm de Moesbach y su Botánica indígena de Chile, en la que recogía todos los vocablos y conocimientos sobre plantas que había aprendido del pueblo mapuche a lo largo de su estancia, en la primera mitad del siglo XX, en la Araucanía. El religioso escribió: “Durante casi veinte años de convivencia entre los mapuches, hemos anotado cuanto nombre botánico les oímos pronunciar. (…) En el campo mismo, guiados y aleccionados por prestigiosos indígenas ancianos de profunda intuición natural, y de experimentadas machis y hierbateras, hemos confrontado esas denominaciones con los vegetales que pretendían designar”.

Ernesto Wilhelm agradece a sus informantes los conocimientos transmitidos. No ocurre así en muchas crónicas anteriores. Un ejemplo es el ‘descubrimiento’ del Pacífico por Núñez de Balboa. Es evidente que quienes habitaban la zona hacía siglos que sabían de la existencia de ese océano y que guiaron a los españoles hasta ese lugar. Pero en las representaciones visuales y en las crónicas esos personajes imprescindibles son invisibles.

Dos vías complementarias

Las dos vías del conocimiento son complementarias, pero hay que tener en cuenta varias cosas. El conocimiento tradicional está sobre todo centrado en las plantas que pueden resultarnos útiles y emplearse, por ejemplo, como fibras para tejidos, medicamentos, alimento o combustible (leña). La vía científica, en cambio, se interesa por todo, y busca un punto de vista menos antropocéntrico, que intenta comprender todo el sistema en su conjunto.

Entre las muchas inexactitudes y falsedades de lo políticamente correcto, abunda una veneración por el supuesto ecologismo de los seres humanos en el pasado, contrapuesto a los abusos ambientales que estamos cometiendo en la actualidad. Como si nuestra especie hubiese sido ‘buena’ entonces y ahora fuese ‘mala’. En realidad, esta diferencia tiene mucho que ver con los números. En el pasado había menos personas en el mundo y, aun así, alteraron completamente una buena parte de los ecosistemas en beneficio propio: domesticaron animales y plantas y los promovieron a costa de los que no eran útiles. Como eran pocos, sus destrozos no fueron tan extensos, pero en algunos casos sí fueron devastadores. Mucho antes del surgimiento de la agricultura, nuestra especie exterminó a los grandes mamíferos allí donde llegó: mamuts en Siberia, perezosos gigantes en Sudamérica y la gran fauna marsupial en Australia. Igualmente, hizo desaparecer la tercera parte de especies de aves de Hawái.

Lo cierto es que la supervivencia del ser humano ha dependido siempre de su capacidad de adaptación, incluida la de modificar el medio para su beneficio. La diferencia es que el impacto actual es mucho mayor (porque somos más y porque la lógica de explotación es distinta debido al sistema económico en el que vivimos) y se desarrolla a un ritmo que amenaza con ser catastrófico en unas décadas. Así pues, las dos vías de conocimiento seguirán siendo la mejor garantía de conseguir un mundo mejor que reconozca de forma más equilibrada las aportaciones de las distintas sociedades humanas.

* Carlos Pedrós-Alió es investigador del CSIC en el Centro Nacional de Biotecnología y autor de los libros de divulgación Bajo la piel del océano (Plataforma editorial), Desierto de agua (Amazon), La vida al límite y Las plantas de Atacama (CSIC-Catarata), del que ha sido adaptado este texto.

Viajar en avión, ¿cómo afecta a la calidad del aire?

Por Mar Gulis (CSIC)

¿Cuándo fue la última vez que viajaste en avión? Es posible que tu respuesta se remonte a casi un año (o más) por la situación en la que nos encontramos, pero ahora piensa cuántos vuelos realizaste antes… En 2019, por los aeropuertos españoles pasaron 275,36 millones de pasajeros y las aerolíneas españolas movieron a 113,83 millones de personas, el 41,4% del tráfico total, según datos del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana. Además, como recoge AENA, España recibió 83,7 millones de turistas internacionales, 900 mil más que el año anterior, y de ellos el 82% (más de 68,6 millones) utilizaron el avión como medio de transporte.

¿Sabes lo que suponen estas cifras en contaminación? En este sentido, un estudio de la revista Global Environmental Change estima que “un 1% de la población del mundo es responsable de más de la mitad de las emisiones de la aviación de pasajeros que causan el calentamiento del planeta”.

Un avión puede llegar a emitir hasta veinte veces más dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero que un tren.

Un motor de avión emite principalmente agua y dióxido de carbono (CO2). Sin embargo, dentro de él tiene lugar un proceso de combustión a muy alta temperatura de los gases emitidos, lo que provoca reacciones atmosféricas que a su vez producen otros gases de efecto invernadero, como el óxido de nitrógeno (NO). Por ello, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) estima que el efecto invernadero de los aviones es unas cuatro veces superior al del CO2 que emiten. Según Antonio García-Olivares, investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar (CSIC), esto eleva el efecto global de los aviones a aproximadamente la mitad del efecto del tráfico global de vehículos.

¿Cuándo contamina más?

Un avión puede llegar a emitir hasta veinte veces más dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero que un tren. Según un estudio de la Agencia Europea del Medio Ambiente de 2014, el tráfico aéreo es el que mayores emisiones produce (244,1 gramos por cada pasajero-km), seguido del tráfico naval (240,3 g/pkm), el transporte por carretera (101,6 g/pkm) y el ferroviario (28,4 g/pkm).

“Esto es, el transporte por avión y por barco emiten en la Unión Europea más del doble de CO2 por pasajero-km que el transporte por carretera, y el transporte por tren es casi 4 veces más limpio que por carretera, y casi 9 veces más limpio que el transporte por avión”, comenta Antonio García-Olivares.

El CO2 y el resto de gases que emite la aviación se añaden a la contaminación atmosférica “que afecta a la salud humana solo en los momentos de despegue, y en menor grado, en el aterrizaje”, señala el investigador. Durante la mayor parte del viaje, el avión vuela en alturas donde al aire está estratificado (en capas) y la turbulencia vertical es mínima. Esto hace que la difusión de los contaminantes hacia la superficie terrestre sea prácticamente nula. Pero, “los contaminantes permanecen en altura, donde sufren distintas reacciones fotoquímicas, contribuyendo algunos de ellos al efecto invernadero”, añade.

En cualquier caso, el tráfico aéreo también incide en el aire que respiramos. En los aeropuertos no solo los aviones emiten gases contaminantes, sino también otros medios de transporte como los taxis, los autobuses y los vehículos de recarga, que en su mayoría son diésel. Al quemar combustible y rozar sus ruedas con el suelo, todos ellos liberan partículas ultrafinas a la atmósfera consideradas potencialmente peligrosas para la salud, explica Xavier Querol, del Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua del CSIC.

El grado en que estas emisiones aumentan los niveles de partículas contaminantes en una ciudad, dependerá de la distancia del aeropuerto con respecto al núcleo de población y al urbanismo. En grandes ciudades con altos edificios (streetcanions), la dispersión es muy mala y el impacto en la exposición humana es mayor que en otras; a diferencia de lo que suele ocurrir en un aeropuerto, donde las emisiones se pueden dispersar y contaminar menos, indica Querol.

En grandes ciudades con altos edificios (streetcanions), la dispersión es muy mala y el impacto en la exposición humana es mayor.

¿Sería posible viajar en avión sin contaminar?

“La tendencia del tráfico aéreo es a crecer en las próximas décadas un 30% más que en la actualidad, pero en la presente década es probable que la producción de petróleo y líquidos derivados del petróleo comiencen a declinar. Ello, unido a la posible presión legislativa por disminuir el impacto climático, podría frenar esa tendencia al crecimiento del tráfico aéreo”, reflexiona Antonio García-Olivares.

Un estudio en el que ha participado el investigador concluye que, si la economía fuese 100% renovable, el coste energético de producir metano o combustibles de aviación a partir de electricidad y CO2 sería mucho más elevado que en la actualidad y desencadenaría una fuerte subida de los precios de los viajes en avión y, por tanto, una reducción del transporte aéreo hacia valores en torno al 50% de los actuales.

Reducir la contaminación implica, como resume el investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar Jordi Solé, cambiar los modos y la logística del transporte, así como reducir su volumen y la velocidad (cuanto más rápido vamos, más energía consumimos y más contaminamos). “La navegación aérea a gran escala y el transporte en general se tienen que rediseñar en un sistema con cero emisiones; por tanto, el transporte aéreo tiene que estar armonizado en un modelo acorde con un sistema socio-económico diferentes y, por supuesto, ambiental y ecológicamente sostenible”, concluye Solé.

Las legumbres, aliadas en la lucha contra el cambio climático

Por Mar Gulis

Las legumbres son un alimento muy popular en nuestro país por su alto valor nutricional (pese a que su consumo está decayendo en los últimos años). Quizás menos conocido es que con ellas se producen harinas como sustituto del cacao, como el algarrobo, o que sus raíces se utilizan como especias (por ejemplo, el regaliz). Muchas legumbres se emplean además como alimento para animales (alfalfa, veza y trébol) o para la producción de principios activos medicinales, aceites, tinturas y fibras, entre otros productos. Como consecuencia, las leguminosas se encuentran entre los cultivos más importantes a nivel mundial, solo detrás de los cereales. Pero además las legumbres pueden ser aliadas en la lucha contra el cambio climático. Tal y como cuentan los autores del libro de divulgación Las legumbres (CSIC-Catarata), la clave está en que ayudan a fijar el nitrógeno orgánico, uno de los nutrientes, después del agua, más necesarios para el crecimiento de las plantas.

Cartel de la FAO realizado con motivo del Año Internacional de las Legumbres 2016.

En agricultura es muy habitual el uso de abonos nitrogenados. Sin embargo, además de su elevado coste, estos abonos tienen consecuencias medioambientales, ya que una cantidad significativa de ellos son emitidos al aire como óxido de nitrógeno, uno de los gases causantes del efecto invernadero y que, mezclado con el vapor de agua, produce la lluvia ácida. Su sustitución no es baladí si recordamos que, según el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU, la agricultura es responsable de cerca del 14% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, un volumen similar al originado por el transporte.

El nitrógeno atmosférico es la forma más abundante de nitrógeno. Los únicos organismos capaces de transformarlo en nitrógeno orgánico son aquellos que poseen la enzima nitrogenasa. Estos organismos pueden realizar la transformación en solitario o en asociación con otros organismos, principalmente con plantas. En este sentido, la asociación simbiótica más importante se da entre unas bacterias del suelo denominadas rizobios y plantas de la familia leguminosae, de las que forman parte las legumbres. Su unión aporta cerca del 80% del total del nitrógeno atmosférico fijado de forma biológica.

La interacción leguminosa-bacteria y el establecimiento de la simbiosis son procesos de gran complejidad en los que intervienen numerosos factores estructurales, bioquímicos y genéticos. El establecimiento de la simbiosis comienza con el reconocimiento entre un rizobio determinado y su planta hospedadora, que consiste en un intercambio de señales químicas que activan recíprocamente programas genéticos específicos. El resultado exitoso de esta interacción es la formación de un órgano nuevo en la planta, el nódulo, donde se lleva a cabo la fijación biológica del nitrógeno atmosférico. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calcula que las leguminosas pueden llegar a fijar entre 72 y 350 kilos de nitrógeno por hectárea y año.

Este proceso, además de ayudar al crecimiento de la planta, mejora la calidad nutricional de los suelos. Ese suelo queda ‘abonado’ y sigue siendo útil para cultivos posteriores, lo que permitirá a su vez reducir el uso de fertilizantes nitrogenados.

Además de enriquecer los suelos, incluir legumbres en los cultivos reduce el riesgo de erosión y aumenta su potencial de absorción de carbono. Igualmente, las leguminosas soportan mejor los climas extremos y son más resistentes que otros cultivos. Por su amplia diversidad genética permiten obtener variedades mejoradas capaces de adaptarse mejor a condiciones climáticas adversas. ¿Se les puede pedir más?

Mucho más sobre estas plantas en el libro Las legumbres  (CSIC – Catarata), coordinado por Alfonso Clemente y Antonio M. de Ron, de la Estación Experimental del Zaidín del CSIC y la Misión Biológica de Galicia del CSIC, respectivamente.

Neumáticos que se reparan solos: un sueño hecho realidad

Por Marianella Hernández (CSIC)*

Uno de los problemas a los que se enfrenta la sociedad en la actualidad es la cantidad de desechos plásticos. Entre ellos, se encuentra el gran número de cauchos utilizados en la fabricación de neumáticos para aeronaves, vehículos de carga y de pasajeros. Tras una larga vida, los neumáticos se convierten en inservibles y necesitan ser desechados.

Tradicionalmente estos materiales se venían depositando en vertederos al aire libre; con los riesgos medioambientales que esto conlleva debido a que no se descomponen fácilmente. Sin embargo, a partir de julio de 2006 y gracias a la entrada en vigor del Real Decreto 1619/2005 sobre gestión de neumáticos fuera de uso, ha quedado prohibido arrojarlos en los vertederos como medida para paliar el problema medioambiental.

cementerio de neumaticos

Cementerio de neumáticos.

Por ende, se han comenzado a explorar diferentes alternativas para la disposición de desechos de neumáticos, siendo el reciclado una de ellas. No obstante, de cerca de tres millones de toneladas que se lanzan cada año a la basura en Europa, solo en España se reciclan unas 200.000 toneladas. Nos preguntamos entonces ¿por qué es tan difícil reciclar neumáticos? Esta dificultad viene asociada a su complicada estructura y composición. Un neumático está formado por varios tipos de cauchos que han sido vulcanizados con azufre, además de filamentos de acero y fibras de nylon, poliéster o celulosa. Todos estos componentes deben ser separados y clasificados durante el proceso de reciclado. Adicionalmente, los neumáticos son materiales insolubles y estables térmicamente que no pueden ser reprocesados fácilmente, como sí lo son las botellas de agua o de bebidas gaseosas por ejemplo, que comúnmente consumimos y desechamos en los contenedores amarillos de reciclaje.

Es por ello que además de gestionar el reciclado de neumáticos, los fabricantes están investigando nuevos materiales que generen un impacto menor en el medioambiente. Así pues, los materiales auto-reparadores se presentan como otra alternativa para solventar el problema de la disposición de desechos de neumáticos. ¿En qué consisten estos materiales? Para entenderlo de manera sencilla, veamos ejemplos presentes en la naturaleza capaces de auto-repararse. Cuando una persona sufre algún daño en su piel, ésta se regenera mediante el proceso de cicatrización. A los lagartos después de cierto tiempo les crece alguna parte de su cuerpo que haya sido previamente cortada. Mientras que los tallos y ramas de los árboles se regeneran de manera espontánea después de ser podados.

Ciclo de reparación de un caucho natural.

Ciclo de reparación de un caucho natural.

Inspirados en estos mecanismos propios de la naturaleza, los neumáticos auto-reparadores buscan imitarlos, de manera que una vez que se pinchen o se rompan, las fisuras o daños creados se reparen una y otra vez, extendiendo el ciclo de vida regular de los mismos y contribuyendo a disminuir la cantidad de desechos generados. Un estudio reciente de la firma n-tech Research ha identificado el potencial comercial de los materiales auto-reparadores que están emergiendo de laboratorios industriales. La firma ha cuantificado la relevancia económica de estos materiales y ha proyectado un crecimiento de 2.500 millones de euros para el año 2020.

Actualmente, en el Instituto de Ciencia y Tecnología de Polímeros del CSIC estamos desarrollando materiales con inherente capacidad auto-reparadora, y estudiando la integración de materiales reciclados con nuevos sistemas de auto-reparación. La tecnología está basada en los enlaces de azufre presentes en el caucho que han sido previamente dañados y que son capaces de reformarse al aplicar temperatura por un tiempo determinado. Los resultados logrados son muy prometedores, alcanzando actualmente una capacidad reparadora de más del 70%.

En conclusión, creemos que el impacto global de estos desarrollos será extraordinario. El concepto de auto-reparación mejorará significativamente la seguridad y eficiencia energética de los materiales desarrollados por el ser humano. Además, la prolongada vida útil de los productos hechos con estos materiales inteligentes ayudará a solventar el problema de los desechos y disminuirá los costos de mantenimiento. Y quizás, en muy poco tiempo el sueño de tener neumáticos que se reparen solos sea una realidad.

*Marianella Hernández es investigadora del Instituto de Ciencia y Tecnología de Polímeros del CSIC.

Qué es la huella de carbono y cómo puedes reducirla en 9 pasos

Por Mar Gulis (CSIC)

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El uso intensivo de carbón en la producción de electricidad genera importantes emisiones de CO2 a la atmósfera / A. Paul / Wikipedia

Si estás rastreando viajes online para tus vacaciones, puede que hayas visto cálculos sobre tu huella de carbono. En algunas páginas web, al seleccionar un vuelo, además de la información sobre el precio, las tasas, el horario, etc., aparece un dato extra sobre esta cuestión. Cuando volamos, igual que en un sinfín de actividades de nuestro día a día, aumentamos nuestra huella de carbono. Antes de explicar cómo reducirla, vamos a aclarar este concepto.

La huella de carbono es una medida que permite calcular el impacto de las emisiones de gases de efecto invernadero que los seres humanos generamos a diario. Prácticamente cualquier actividad que realicemos –incluso respirar– o cualquier producto o servicio que consumamos lleva asociada una emisión de CO2 y otros gases de efecto invernadero. Dado que existe una relación directa entre la concentración de este tipo de gases en la atmósfera y el cambio climático, conviene saber cómo reducir esa huella y frenar así el aumento de la temperatura global.

Efectivamente, no es comparable la contaminación derivada de una gran industria con lo que cada persona contamina a diario. Según el Informe sobre cambio climático, elaborado por el Observatorio de Sostenibilidad y en el que han participado investigadores del CSIC, unas 10 grandes empresas en nuestro país son responsables del 65% de las emisiones que contaminan la atmósfera. Sin embargo, eso no significa que no podamos aportar nuestro granito de arena a la lucha contra el calentamiento global.

Cualquier persona puede calcular las emisiones de gases de efecto invernadero producidas por sus acciones. En 2014, una familia española de cuatro miembros generaba alrededor de 20 toneladas de CO2 anuales, según un estudio del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente. Este dato es importante, ya que las cifras varían notablemente entre países; mientras en EEUU se disparan, en los países en vías de desarrollo se sitúan muy por debajo.

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Exposición del CSIC ‘La energía nos mueve’

Conozcamos o no con exactitud la dimensión de nuestra huella de carbono, a través de diferentes acciones podemos reducirla. ¿Qué tipo de calefacción tienes? ¿A qué temperatura mantienes tu casa en invierno? ¿Dispones de aire acondicionado? ¿Cuántos electrodomésticos utilizas? ¿Cómo realizas tus desplazamientos? En función de cómo respondas a estas preguntas generarás una huella mayor o menor. Pero casi siempre será posible minimizarla adoptando hábitos de consumo más sostenibles, ahorrando energía, reutilizando objetos y envases y, por supuesto, utilizando el transporte público o la bicicleta. Para facilitar la tarea, vamos a enumerar 9 medidas (obviamente, hay muchas más) para lograr que nuestra huella de carbono se haga más pequeña. Son recomendaciones sencillas que proceden tanto de estudios del Centro Nacional de Educación Ambiental como de la exposición del CSIC ‘La energía nos mueve’:

  1. Elige electrodomésticos de clase A+ (o más) y prescinde de aquellos en los que puedas realizar el trabajo manualmente, como cepillos de dientes, abrelatas o exprimidores eléctricos.
  1. Cuando termines de trabajar con el ordenador, no lo dejes en suspensión o con la pantalla encendida, asegúrate de apagarlo completamente.
  1. Cuando hayas acabado de cargar tus aparatos electrónicos (teléfono móvil, teléfono inalámbrico, cámara de fotos, etc.), desconéctalos de la toma de corriente. Si los dejas enchufados, además de seguir consumiendo electricidad, puede estropearse la batería.
  1. Mantén el frigorífico a 5 ºC y el congelador a –18ºC (cada grado adicional de enfriamiento supone un aumento del 5% en el gasto energético) y cierra la puerta cuanto antes. Por cada 10 segundos que la dejes abierta, se perderá una cantidad de frío que necesita 40 minutos para recuperarse.
  1. Lava la ropa con agua fría (entre el 80 y 85% del consumo energético de una lavadora se invierte en calentar el agua) y utiliza programas cortos y económicos en el lavavajillas y la lavadora.
  1. En la cocina, no pierdas el calor: aprovecha el residual y utiliza la olla a presión (¡ahorra hasta el 50% de la energía!).
  1. Siempre que puedas, usa la luz natural. Para la iluminación artificial, sustituye las bombillas tradicionales por lámparas de mayor eficiencia energética, como fluorescentes de bajo consumo o lámparas LED.
  1. Vigila la temperatura del hogar: 20ºC en invierno y 25ºC en verano es suficiente para mantener el confort. En los dormitorios, la temperatura debe rebajarse unos 3º C. Ah, y procura no escatimar en aislamiento al construir o rehabilitar una casa; te ahorrarás dinero en una buena climatización.
  1. Utiliza siempre que sea posible el transporte público, la bicicleta o bien camina para llegar a tu destino (esto último no solo lo agradecerá el planeta, también tu salud). Si solo puedes desplazarte en coche, toma nota de este dato: conducir eficientemente supone un ahorro de la mitad del carburante necesario y, por tanto, de las emisiones de CO2.

Una de las conclusiones del Informe sobre cambio climático es que, más allá de gobiernos, poderes públicos, multinacionales y demás actores influyentes, la sociedad –o sea tú, yo y cada una de las personas con las que hablamos cada día– también tiene un papel importante para frenar este problema medioambiental. Si el compromiso se extendiera, “los lobbies de las grandes empresas energéticas y de muchas industrias altamente contaminantes no tendrían más remedio que adaptarse a esa reacción ciudadana e incorporar la preocupación por el medio ambiente y la sostenibilidad en sus prácticas”, concluye el informe.

No hay que temer al lobo: un depredador necesario

xiomaraF PalaciosPor Fernando Palacios y Xiomara Cantera (CSIC)*

Para que un ecosistema funcione es necesario que haya una buena cobertura vegetal de la que se alimenten gamos, ciervos, cabras montesas, corzos o jabalíes. Pero también se requiere la presencia de depredadores naturales que regulen sus poblaciones y eviten que los herbívoros lleguen a esquilmar la flora. Ese es el papel del lobo ibérico –Canis lupus signatus– en los hábitats de la Península Ibérica.

La conservación del lobo es un tema complejo que levanta pasiones a favor y en contra. Hay asociaciones que reivindican medidas para su conservación y también sectores, como el de los ganaderos, que se ven obligados a lidiar con su presencia. Pero, ¿hasta qué punto los lobos les perjudican?

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En la actualidad la caza del lobo está permitida en Galicia y el territorio de Castilla y León situado al norte del Duero. / Fernando Palacios.

Analicemos los datos. Según la Consejería de Fomento y Medio Ambiente de Castilla y León, en 2014 se documentaron 940 ataques de lobos al ganado. El acercamiento inusual de estos mamíferos carnívoros a los rebaños de animales domésticos se produce porque en los espacios donde aún sobreviven también hay actividad ganadera y una fuerte presión para aumentar las áreas de pasto. Además existe una gestión forestal que prima la producción de madera, lo que hace que los bosques pierdan productividad primaria (por ejemplo, en los pinares se elimina el  matorral). Así, los ungulados salvajes, especialmente los herbívoros, cada vez escasean más, por lo que el lobo se alimenta de animales domésticos.

Pero también existen áreas sin lobos donde hay exceso de herbívoros salvajes que, al entrar en contacto con el ganado, actúan como vector trasmisor de enfermedades. Según la Junta de Extremadura, en 2015 hubo que sacrificar 7.526 reses por un brote de tuberculosis bovina, cada vez más extendida por el aumento de jabalíes y ciervos en la región. Si se comparan las cifras, ¿hasta qué punto es cierto que los lobos perjudican a los ganaderos? Hay territorios en los que hay tal cantidad de ciervos y cabras montesas que incluso los Parques Nacionales programan batidas de caza para reducir su número. Son lugares en los que ya no quedan lobos que regulen el crecimiento desmedido de estas poblaciones.


El Duero: una frontera para la caza

El Proyecto LOBO propone la elaboración de un censo ciudadano independiente. / Mauricio Antón.

El Proyecto LOBO propone la elaboración de un censo ciudadano independiente. / Mauricio Antón.

Aunque la especie goza del máximo nivel de protección según la normativa europea, en cada comunidad autónoma se aplican normas diferentes para la gestión del lobo. En Madrid y Castilla La Mancha las administraciones no permiten su caza. También en Portugal está estrictamente protegido. Sin embargo, en Galicia y al norte del río Duero en Castilla y León el lobo es una especie cinegética, por lo que, si su estado de conservación es favorable, pueden cazarse ejemplares. La caza se regula a través de cupos que no tienen en cuenta el furtivismo, ni la estructura social de las manadas, ni el número real de ejemplares vivos –Castilla y León estableció un cupo de 143 lobos para 2015-2016–.

Para mantener un ecosistema y las especies que lo pueblan, la caza no debería ser una herramienta de conservación. La gestión tendría que dirigirse a proteger las especies y su equilibrio, lo que pasaría por dejar que creciera una cobertura de vegetación natural que albergara presas salvajes para el lobo. Sin embargo, lo que se está haciendo es convertir al ser humano en el depredador de los grandes herbívoros y también del lobo.

El censo de 2013-2014 de la Junta de Castilla y León señala que se han detectado en esa comunidad 179 grupos de lobos, 152 al norte del Duero y 27 al sur. La Administración calcula que cada grupo está compuesto por 9 miembros, pero según los científicos las manadas en la península raramente llegan a tener 6. Esto hace suponer que los resultados del censo son excesivamente optimistas sobre el aumento de lobos en la última década. Se da también la paradoja de que los encargados de elaborar estos censos son los mismos que establecen los cupos de caza, hecho por el que han surgido voces que denuncian la manipulación de las cifras. Por su parte, el último censo publicado por el Ministerio de Medio Ambiente tampoco recoge el número de individuos. Según el documento, actualmente hay 297 manadas en toda España. Esta cifra y los ataques al ganado justifican para la ministra en funciones, Isabel García Tejerina, retirar la protección al lobo y permitir su caza en todo el territorio.

Un primer paso para proteger al lobo ibérico es conocer el número real de ejemplares existentes. A ese propósito responde la iniciativa Proyecto LOBO que propone la elaboración de un censo independiente con la colaboración de ciudadanos y diferentes actores implicados. El objetivo no es solo contar los ejemplares que habitan nuestras montañas, sino analizar el estado de conservación de los lobos y de los hábitats naturales que aún recorren estos supervivientes de la persecución humana.

 

* Fernando Palacios es investigador del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN). Xiomara Cantera trabaja en el área de comunicación del MNCN y dirige la revista NaturalMente. Para saber más, consulta el artículo Lobos para recuperar la biodiversidad’.