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¿Cómo influyen los bosques en el clima?

Por J. Julio Camarero (CSIC)*

Seguramente has apreciado alguna vez cómo el clima afecta a los bosques cuando, tras una sequía, una nevada, una helada o una fuerte ola de calor, algunas especies de árboles y arbustos pierden vigor, crecen menos o incluso mueren. Quizá vienen a tu memoria las fuertes olas de calor del verano del 2022, la tormenta de nieve Filomena al inicio del 2021 o las sequías de los años 1994-1995, 2005 y 2016-2017. Los árboles toleran unos márgenes limitados de temperatura y humedad del suelo y del aire, por lo que pueden morir si se superan esos umbrales vitales como consecuencia de fenómenos climáticos extremos. Pero podemos darle la vuelta a la pregunta y plantearnos si la interacción clima-bosque sucede en los dos sentidos: ¿pueden los bosques cambiar el clima? Pues bien: la respuesta a este interrogante es afirmativa. Sabemos que los bosques pueden modificar (amortiguar o amplificar) los efectos del clima sobre la biosfera y que esas modificaciones cambian según las escalas espaciales y temporales a las que se observe esta interacción.

Nimbosilva o bosque mesófilo de montaña en la Reserva de la Biosfera El Triunfo, México. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Los árboles almacenan grandes cantidades de agua y de carbono en sus tejidos, sobre todo en la madera, y conducen y transpiran mucha agua hacia la atmósfera. Esto explica que se hayan observado caídas en el caudal de los ríos en respuesta a los aumentos de la cobertura forestal a nivel de cuenca. Existen datos de este proceso en el Pirineo donde, como en el resto de la península, se ha producido un abandono del uso tradicional del territorio (cultivos, pastos, bosques) desde los años 60 del siglo pasado, cuando la mayoría de la población española emigró a núcleos urbanos. Ese abandono ha favorecido la expansión de la vegetación leñosa y propiciado que bosques y matorrales ocupen más territorio y retengan más agua, la llamada ‘agua verde’, a costa de reducir el caudal de los ríos, la llamada ‘agua azul’.

Hayedo y río (Cataluña). / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Pero tampoco podemos ignorar que al aumentar las temperaturas la vegetación transpira más y se evapora más agua. Ese aumento de temperaturas incrementa también la demanda de agua por parte de grandes usuarios como la agricultura, a veces centrada en cultivos que requieren mucha agua, y esto contribuye a que los caudales de los ríos y el nivel freático de los acuíferos desciendan. Por tanto, a escalas locales se ha comprobado cómo la reforestación conduce a un menor caudal de los ríos. Sin embargo, la historia cambia bastante a escalas espaciales más grandes.

Según la teoría de la bomba biótica, los bosques condensan la humedad y con ello impulsan los vientos y por tanto la distribución de la humedad en el planeta. (1) Si talamos los bosques tropicales, el mecanismo de la bomba biótica se altera y las precipitaciones se trasladan a la costa y en zonas tropicales (2). Según esta teoría los bosques extensos y diversos permiten captar y generar precipitación tierra adentro, especialmente cerca de la costa (3). / Irene Cuesta (CSIC)

Bomba biótica y bosques tropicales

A escalas regionales y continentales, gracias a un mecanismo llamado bomba biótica, la evapotranspiración de los bosques aumenta los flujos de humedad atrayendo más aire húmedo. Esta teoría defiende que los bosques atraen más precipitaciones desde el océano, tierra adentro, mientras generen suficiente humedad a nivel local. Fueron Anastassia Makarieva y Víctor Gorshkov, del Instituto de Física Nuclear de San Petersburgo (Rusia), quienes propusieron la hipótesis de la bomba biótica en 2006. Además, sugerían reforestar algunas zonas para hacerlas más húmedas aumentando así la precipitación y el caudal de los ríos. La bomba biótica explica en gran medida la existencia de las elevadas precipitaciones y los grandes bosques en las cuencas tropicales más extensas, como las de los ríos Amazonas y Congo. Por tanto, nos alerta sobre la posible relación no lineal entre deforestación y desertificación ya que, según esta teoría, una región o un continente que cruzara un determinado umbral de deforestación podría pasar muy rápidamente de condiciones húmedas a secas.

Bosque nublado en Cundinamarca, Colombia. / Juan Felipe Ramírez (Pexels.com)

También se observan grandes diferencias en la relación clima-bosque entre los distintos biomas forestales. Los bosques tropicales pueden mitigar más el calentamiento climático mediante el enfriamiento por evaporación que los bosques templados o boreales. Además, los bosques templados tienen una gran capacidad de captar dióxido de carbono de la atmósfera, reduciendo en parte el calentamiento climático causado por el efecto invernadero. Sin embargo, si el calentamiento climático favorece la expansión de bosques boreales en las regiones árticas favoreciendo su crecimiento y reproducción, la pérdida de superficie helada disminuirá el albedo (el porcentaje de radiación solar que cualquier superficie refleja), ya que los bosques reflejan menos radiación que la nieve y, en consecuencia, aumentarán las temperaturas en esas regiones frías. Además, gran parte del carbono terrestre se almacena en suelos y turberas de zonas frías, que podrían liberarlo si aumentan las temperaturas, con el consiguiente impacto sobre el efecto invernadero, generando más calentamiento a escala global.

Nubes sobre bosque templado en el Bosque Nacional Tongass, Alaska. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

A nivel global, nuestro conocimiento de las interacciones entre atmósfera y biosfera proviene de modelos, pero nos faltan aún muchos datos para mejorar esas simulaciones y saber cómo interaccionan el clima y los bosques con los ciclos del carbono y del agua. Por ejemplo, no sabemos cómo los bosques boreales y tropicales responden a la sequía y al calentamiento climático en términos de crecimiento y retención de carbono. Necesitamos más investigación para mejorar esas predicciones en el contexto actual de calentamiento rápido.

Picogordo amarillo (‘Pheucticus chrysopeplus’) y bromelias bajo la lluvia, nimbosilva o bosque nuboso Reserva de la Biosfera El Triunfo, México. / Luis Felipe Rivera Lezama (mynaturephoto.com)

Todos los papeles que juegan los bosques como reguladores del clima a escalas locales, regionales y continentales, pueden verse comprometidos si la deforestación aumenta en algunas zonas, especialmente los bosques tropicales, o si extremos climáticos como las sequías reducen el crecimiento de los árboles y los hacen más vulnerables causando su muerte, como observamos en la cuenca Mediterránea y en bosques de todos los continentes.

Pinos rodenos o resineros (‘Pinus pinaster’) muertos en un bosque situado cerca de Miedes de Aragón (Zaragoza) tras la sequía de 2016-2017. En primer plano, las encinas (‘Quercus ilex’), árboles más bajos, apenas mostraron daños en sus copas. / Michele Colangelo

* J. Julio Camarero es investigador en el Instituto Pirenaico de Ecología (IPE) del CSIC.

**Ciencia para llevar agradece especialmente al fotógrafo Luis F. Rivera Lezama por su generosa colaboración con las imágenes que acompañan al texto.

Alimentación agroecológica para enfriar el planeta

Por Daniel López García (CSIC)*

El sistema agroalimentario global está en el centro del actual cambio climático y de la pérdida de biodiversidad en el planeta. Emite un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero, consume el 80% del agua disponible y ocupa el 80% del suelo en nuestro territorio. Por otro lado, pensemos, por ejemplo, en las sequías e inundaciones provocadas por el cambio climático o en la disminución de la fertilidad y la capacidad de los suelos de retener agua y CO2 que trae consigo la pérdida de biodiversidad. Todo ello pone en riesgo la propia producción de alimentos.

Urge buscar soluciones y cambiar el modelo alimentario, pero, ¿hacia dónde? ¿Cómo puede alimentarse la humanidad sin hacer cada vez más difícil la vida en el planeta?

Los huertos comunitarios y familiares cumplen una importante labor en la soberanía alimentaria, recuperan el conocimiento de la naturaleza y los recursos naturales y facilitan comunidades resilientes frente a la crisis climática. / Rawpixel

Lo insostenible sale caro

Vivimos tiempos difíciles. La resaca de la crisis financiera de 2008 se ha solapado con los efectos del calentamiento global (incendios de sexta generación, sequías, inundaciones, etc.), el declive de los combustibles fósiles y otras emergencias, como la pandemia de COVID-19 o la guerra en Ucrania. Esta combinación de distintas crisis empeora nuestra calidad de vida, nos llena de miedo y nos empuja a una huida hacia adelante.

Una de las principales respuestas frente a estas crisis está siendo la suspensión temporal de algunas normativas ambientales y sociales, lo que incrementa los impactos negativos de nuestro modelo económico y productivo. En algunos discursos se opone sostenibilidad ecológica a sostenibilidad económica y se dice que las agriculturas sostenibles, como la agroecología, no pueden alimentar el mundo. Algunas voces plantean que hay que seguir apretando el acelerador con más tecnología, más escala y más inversión para dar de comer a una población creciente con producciones decrecientes. Es como el tren de los hermanos Marx, que iba siendo quemado para poder alimentar la caldera.

‘¿Cómo afecta la crisis climática a la agricultura y a la seguridad alimentaria?’. Infografía del informe ‘Producir alimentos sin agotar el planeta’, de la colección Ciencia para las Políticas Públicas (Science For Policy)* del CSIC. / Irene Cuesta (CSIC)

Sin embargo, presentar la viabilidad económica como opuesta a la sostenibilidad social y ecológica es falso, aunque se repita muchas veces. Los modelos de producción agraria de gran escala, con una agricultura altamente tecnificada, sin agricultores ni agricultoras, generan alimentos de baja calidad y con tóxicos, a menudo vinculados con dietas poco saludables. Además, consumen muchos recursos en forma de agua, nutrientes, energía y maquinaria, producen la pérdida de conocimientos para el manejo sostenible de la naturaleza, y desvinculan la actividad agraria de los territorios. Por el contrario, la agricultura familiar, que produce alimentos de calidad y fija empleo y población en el territorio, lleva décadas con una renta decreciente y cada vez está más endeudada y presionada hacia modelos altamente insostenibles y dependientes de los mercados globales.

Algo falla cuando los modelos de producción más nocivos son los más rentables. Alguien no está pagando sus facturas. Y entre todas las poblaciones del planeta pagamos el cambio climático o las enfermedades relacionadas con la alimentación, como la diabetes, las alergias o el cáncer.

Imagen del informe ‘Producir alimentos sin agotar el planeta’, de la colección Ciencia para las Políticas Públicas (Science For Policy)* del CSIC/ Irene Cuesta (CSIC)

Y lo sostenible cada vez cuesta menos

Sin embargo, los desórdenes climáticos y el alza en los precios de la energía y de los recursos minerales hacen que algunos costes ocultos de la comida barata se hagan cada vez más visibles. Vemos que, frente a la ‘comida basura’, rica en grasas saturadas, sal, azúcares, harinas refinadas y alimentos ultraprocesados, la alimentación fresca cada vez resulta más barata. Y eso que en 2030 tan solo el 29% de la producción agrícola mundial se destinará al consumo humano directo. El resto alimentará a la ganadería industrial (mucho menos eficiente en la producción de alimentos para los humanos que la agricultura) y a la industria agroalimentaria y de otro tipo.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) lleva décadas promoviendo dietas saludables sostenibles, con muy bajo peso de alimentos animales y procesados. El motivo es que una dieta basada en alimentos vegetales frescos y de temporada, que reduce los productos de origen animal y se limita a los de la ganadería extensiva, es más sostenible, más saludable, y también más barata.

Los alimentos ecológicos son más saludables porque carecen de fitosanitarios de síntesis. También son más sostenibles porque no usan fertilizantes químicos contaminantes ni semillas transgénicas y, a través de la fertilización orgánica, fijan carbono y nitrógeno, regeneran los suelos y amplifican y restauran la biodiversidad. También demandan menos agua, algo fundamental en el actual contexto de estrés hídrico.

Además, los alimentos ecológicos frescos y de temporada se pueden adquirir a precios asequibles al mismo tiempo que se remunera de forma adecuada el trabajo de la agricultura familiar ecológica. Si nos abastecemos directamente de los productores y productoras en mercados locales o en grupos de consumo o acudimos a pequeños comercios especializados, los precios se ajustan más y, en muchos casos, resultan más baratos que los alimentos procedentes de la agricultura industrial.

Finca de horticultura ecológica en Sartaguda, Navarra. / Daniel López

Más riqueza natural y social

Una buena alimentación es viable económicamente y posible en nuestros territorios si cambiamos la dieta y el tipo de alimentos, como demuestran estudios recientes. De hecho, la superficie de agricultura ecológica certificada (según el Reglamento EU 848/2018) en España alcanzaba 2,63 millones de hectáreas en 2021, lo que supone un 10,79% de la superficie agraria útil. Esto nos coloca como tercer país del mundo y primero de Europa.

Según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA), la superficie con certificación ecológica ha aumentado un 8% sólo en 2021 y el número de explotaciones agrarias ecológicas casi un 17%. Al mismo tiempo, entre 2010 y 2020 desaparecieron en España el 7,6% de las explotaciones agrarias en términos absolutos. Es decir, frente a un abandono generalizado de las explotaciones agrarias por falta de rentabilidad, la producción ecológica consiguió aumentar el número de agricultores y agricultoras de forma muy sensible.

Viñedo de producción ecológica, Navarra. / Daniel López

El gasto de los hogares en alimentos ecológicos también subió. En un contexto de contracción general del gasto, se incrementó en un 14,3% entre 2020 y 2021, llegando a suponer el 3,4% del gasto alimentario familiar.

Por otra parte, se estima que la producción ecológica es, en líneas generales, más rentable y genera más empleo por hectárea cultivada (entre un 40 y un 70%) que la agricultura convencional. Esto se explica en parte porque los alimentos ecológicos y producidos en iniciativas de pequeña escala requieren menos recursos insostenibles para su producción y se ajustan mejor a las condiciones locales y a los recursos disponibles. Además, la producción ecológica es más rentable a medio y largo plazo, pues ayuda a paliar las consecuencias del calentamiento global y a regenerar los recursos naturales.

Las lombrices de tierra son una indicación de la buena salud del suelo. / Flickr

Hacia sistemas alimentarios de base agroecológica

En el actual contexto de creciente escasez de recursos minerales, incluidos los combustibles fósiles, así como de agua, necesitamos impulsar un sistema alimentario menos consumidor y más regenerador de recursos naturales. Incluso a corto y medio plazo, saldrá más barato a toda la sociedad. Es la única manera de alimentarnos bien y a la vez enfriar el planeta y frenar la desaparición de explotaciones agrarias y empleo rural.

Por ello, la producción y el consumo de alimentos ecológicos ya han sido objeto de dos planes de acción en la Unión Europea. A su vez, la Estrategia ‘De la Granja a la Mesa’ y el Pacto Verde Europeo, aprobados en 2020, establecen como objetivo para 2030 alcanzar un 25% de superficie agraria útil en producción ecológica certificada, así como reducciones del 50% en el consumo de fertilizantes, pesticidas de síntesis y de antibióticos de uso en ganadería.

Las coberturas vegetales y la diversidad de plantas benefician la fertilidad y la salud del suelo y del huerto. / Flickr

Estos objetivos han de convertirse en compromisos legales para los estados miembros de la UE este otoño, durante la presidencia española del Consejo de la Unión Europea. La buena noticia es que ya tenemos decenas de miles de explotaciones agrarias ecológicas y estas nos muestran que el cambio es posible. Merecen el apoyo de la sociedad, y la sociedad se merece sus alimentos de calidad, sostenibles, saludables, generadores de resiliencia ecológica y justos.

* Daniel López García es investigador del CSIC en el Instituto de Economía, Geografía y Demografía (IEGD-CSIC).

* Puedes encontrar información relacionada en los informes Producir alimentos sin agotar el planeta y Nutrición sostenible y saludable, de la colección Ciencia para las Políticas Públicas (Science For Policy) del CSIC. Recientemente publicados, los informes están elaborados por equipos de investigadores e investigadoras del CSIC y tienen el objetivo de servir de puente entre los centros de investigación y los decisores políticos, a fin de contribuir a la definición de políticas públicas basadas en la evidencia científica. 

Praderas marinas: su función en los ecosistemas y su futuro ante el calentamiento global

Por Julia Máñez Crespo (CSIC)*

Alguers, herbeis, praderas o sebaldales… son muchos los nombres que reciben las poblaciones de las diferentes especies de fanerógamas marinas; pero, ¿qué son y cómo se originaron? Las fanerógamas marinas son organismos fascinantes: todos sus géneros, excepto uno, pueden vivir completamente sumergidos en el agua de mar e incluso florecer y ser polinizadas, ya sea con el movimiento de las corrientes o con la ayuda de pequeños invertebrados, como por ejemplo los isópodos o “abejas” del mar. Son plantas superiores de estructura compleja constituidas por un sistema de raíces, rizoma y hojas y que, además, producen flores verdaderas.

Flor femenina, Cymodocea nodosa / L. G. Egea

Su origen se sitúa en un planeta Tierra aún habitado por dinosaurios, cuando estas plantas fueron capaces de colonizar el mar hace aproximadamente 100 millones de años y de adaptarse a unas condiciones mucho más adversas a las del medio terrestre. Por eso, hoy en día se contabilizan solo unas 60 especies diferentes alrededor del mundo, a excepción del continente Antártico, donde no hay. Uno de los atributos más característicos de estas plantas es la gran diversidad de flores y frutos entre todas las especies existentes.

La adaptación al medio marino ha tenido una influencia directa en la morfología y estructura de estas plantas, lo que ha condicionado su distribución geográfica y especiación. Al tratarse de organismos fotosintéticos, su mayor limitación es la luz, lo que restringe su área de distribución costera entre los 0 y los 50 metros de profundidad, y de ahí la importancia de sus hojas, las cuales se encargan de realizar la fotosíntesis. A diferencia de sus parientes terrestres, estas plantas marinas utilizan también sus hojas para captar la mayoría de los nutrientes y utilizan sus raíces principalmente como anclaje al sedimento. En algunas praderas como las de la especie Cymodocea nodosa se ha observado la capacidad de desarrollar un mayor o menor sistema radicular (raíces de una misma planta) en función de la profundidad y la exposición al oleaje al que están sometidas sus poblaciones.

Posidonia oceanica

Las ingenieras ecosistémicas del mar

Las fanerógamas marinas son también conocidas como ‘ingenieras ecosistémicas’, lo que quiere decir que su presencia en un ecosistema modula los flujos de energía y nutrientes y determina la presencia de otras especies en su ecosistema. Por un lado, contribuyen a la geomorfología litoral, es decir, a dar forma al sistema costero, ya que amortiguan el efecto de las olas y de las corrientes, lo que disminuye la energía con la que impactaran sobre la costa. Y favorecen la sedimentación de partículas, que influye en la transparencia de las aguas. Por otro lado son también llamadas ‘pulmones marinos’, ya que especies como Posidonia oceánica forman praderas capaces de producir hasta 20 litros de oxígeno por hectárea y día. Pero no solo eso, sino que además son capaces de captar el dióxido de carbono atmosférico que entra en el mar y utilizarlo para su propio crecimiento, lo que conlleva que las praderas sean grandes sumideros de este gas de efecto invernadero.

Además de su influencia en la regulación de los flujos de materia y energía, su presencia en los ecosistemas es de vital importancia en la preservación de la biodiversidad. Son el principal alimento para algunas tortugas marinas y para dugongos (único representante de su género y el único miembro superviviente de la familia Dugongidae); también para multitud de pequeños invertebrados y para algunas especies de peces. Al conformar una zona altamente productiva, atraen a organismos que a su vez serán presa para otros y ofrecen refugio entre sus hojas para aquellos en primeras fases de desarrollo, como las larvas de peces, gasterópodos o bivalvos.

Banco de salpas en pradera de Cymodocea nodosa / Mallorca Blue

A pesar de su singularidad e importancia y de aportar un sinfín de beneficios ecosistémicos, actualmente las praderas de estas plantas marinas se enfrentan a un gran número de adversidades que están ocasionando el aumento su estado de vulnerabilidad. Todas las problemáticas son consecuencia directa o indirecta de las actividades humanas. De manera directa, la mala gestión de las aguas residuales o la erosión ocasionada por las anclas de las embarcaciones daña las praderas, reduce su producción de oxígeno, y el hábitat disponible para la biodiversidad, y reintroduce el dióxido de carbono que estaba almacenando al sistema. De manera indirecta, la llegada de especies invasoras o la sobrepesca facilita la expansión de poblaciones de otros organismos en detrimento de las de fanerógamas marinas.

No obstante, el calentamiento global es una de las mayores amenazas a las que se enfrentan. Los resultados mostrados en el último informe del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) sobre los océanos prevén una alta probabilidad de olas de calor extremo: de mayor duración e intensidad, siendo las zonas costeras lugares donde estos episodios sucederán con mayor severidad. Y es en esas áreas costeras donde residen estas plantas marinas.

Pradera de Cymodocea nodosa / Mallorca Blue

Episodios de olas de calor sostenidas en el tiempo como las de este verano, que en el mes de noviembre parecía no irse en zonas del Mediterráneo y del Atlántico, han provocado fenómenos de blanqueamiento de las hojas en praderas de la cuenca mediterránea, lo que podría afectar a las respuestas fisiológicas de las plantas. Algunas de estas respuestas las estamos investigando.

Dada la importancia y el actual estado de vulnerabilidad de estos organismos es necesario continuar estudiando su comportamiento ante el nuevo paradigma climático así como reducir las amenazas a las que se enfrentan, a fin de mejorar las políticas de conservación de sus praderas e incrementar la restauración en las zonas más afectadas. Las praderas de fanerógamas marinas son lugares únicos en el mundo, anteriores a nuestra presencia en el planeta y con derecho a seguir en él como hasta ahora.

* Julia Máñez Crespo es investigadora postdoctoral en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, UIB-CSIC), donde investiga el rol ecológico de las praderas de fanerógamas marinas así como los efectos ecológicos de la llegada de especies invasoras.

 

 

 

 

Las aves de alta mar ‘alertan’ sobre el estado crítico de los océanos

José Manuel Igual (CSIC)*

El cambio global es un hecho. Es una realidad la rápida alteración del clima terrestre a causa del calentamiento por gases de efecto invernadero, y también lo es la pérdida de biodiversidad debida a factores como la explotación no sostenible de recursos, la contaminación de las aguas, la mala gestión del suelo o las invasiones biológicas. Todos ellos constituyen aspectos de este cambio antropogénico. Paradójicamente, en ocasiones pareciera que nos aferramos a pensar que las fronteras pueden contener estos problemas, creando una falsa sensación de seguridad. Pero las fronteras nacionales no sirven para contener las graves consecuencias del cambio global en la naturaleza. La pandemia de COVID-19 es un ejemplo de ello.

Las aves, que no conocen fronteras, son excelentes indicadoras del estado de los ecosistemas; especialmente las más viajeras de todas: los procelariformes, aves de alta mar. Debido a este comportamiento de largo alcance se han convertido en uno de los grupos animales más amenazados del planeta.

Pardela cenicienta del Mediterráneo (Calonectris diomedea) junto a su zona de distribución geográfica. / Ilustración: Irene Cuesta Mayor (CSIC)

Este grupo incluye los grandes albatros, así como los petreles, las pardelas y los pequeños paíños. Hasta hace unos pocos años, este era un grupo bastante desconocido salvo para marinos o pescadores, ya que estas aves solo tocan tierra para reproducirse, en general de forma discreta, en islotes y acantilados poco accesibles.

Para especialistas en ecología de campo, como las investigadoras y los investigadores del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, CSIC-UIB), los procelariformes son objeto de estudio. Al ser aves depredadoras (comen sobre todo peces pelágicos y cefalópodos), están en la parte superior de la pirámide y, por tanto, son receptoras de lo que acontece en los océanos. Gracias al marcaje y la recaptura a largo plazo mediante el anillamiento científico y la utilización de dispositivos portátiles GPS miniaturizados, el estado de sus poblaciones y sus movimientos se conoce cada vez más.

Anillado de ejemplar de pardela cenicienta del Mediterráneo por especialistas del IMEDEA (CSIC-UIB).

Por ejemplo, la pardela cenicienta del Mediterráneo (Calonectris diomedea) es una especie de ave con la que este instituto de CSIC lleva trabajando más de 20 años en sus zonas de reproducción en Baleares. En invierno se desplaza del mar Mediterráneo al océano Atlántico, el cual puede cruzar de Norte a Sur, ida y vuelta, alimentándose en aguas internacionales de ambos hemisferios, acercándose a las costas de África o América y permaneciendo principalmente en áreas marinas de varios países africanos, desde Mauritania a Namibia-Sudáfrica. Por tanto, su seguimiento nos dice muchas cosas de lo que pasa en el Mediterráneo en primavera y verano, o en el Atlántico en invierno.

Esto hace necesaria la colaboración internacional en investigación. Uno de estos estudios en los que han colaborado compartiendo datos varias universidades e instituciones de investigación, entre ellos la Universidad de Barcelona y el CSIC, así como algunas ONG de conservación como SEO-Birdlife, han desvelado que las aves marinas no han conseguido ajustar sus calendarios de reproducción al ritmo al que se están calentando globalmente los mares. Es decir, tienen poca flexibilidad para poder adelantar o retrasar sus fechas de reproducción en relación al cambio climático, que está produciendo un cambio temporal en los picos de abundancia de presas.

Pardela Cenicienta del Mediterráneo en su nido. / Imagen: IMEDEA (CSIC-UIB)

Otra colaboración entre grupos de investigación de varios países ha permitido saber que los grandes petreles pasan casi el 40% de su tiempo en mares donde ningún país tiene jurisdicción, aguas internacionales que suponen un tercio de la superficie terrestre. En estas “aguas de nadie” se pueden producir más interacciones negativas con la pesca, porque hay menos control sobre el cumplimiento de las regulaciones y no existe un marco legal global de conservación de la biodiversidad. Una de las mayores amenazas para este grupo de especies, junto con la sobrepesca que esquilma recursos o las invasiones de mamíferos introducidos (ratas, gatos) en sus zonas terrestres de reproducción, es precisamente la pesca accidental. El problema es grave no solo porque mueren decenas de miles de aves cada año sin ser objetivo de captura, sino que además supone un coste económico para los mismos pescadores.

En general, el grupo de las procelariformes sufre una mortalidad anual muy alta por esta causa. Se ha podido cuantificar que alrededor de un 13% de los adultos reproductores de Pardela Cenicienta Mediterránea se pierden cada año, y de estos al menos la mitad mueren por pesca accidental en palangre (líneas de anzuelos). Gracias a la combinación de las áreas de ‘campeo’ o home range, cuyos datos son proporcionados por el marcaje con GPS, y las áreas de máxima actividad pesquera, se han podido elaborar mapas de riesgo en la costa mediterránea occidental para los planes de gestión y conservación.

Pardela balear (Puffinus mauretanicus), especie endémica de las Islas Baleares en peligro crítico de extinción. / Imagen: Víctor París

Por otro lado, en todos estos años de estudio se ha podido constatar que, en esta especie, como ocurre en otras especies de grandes viajeras, la supervivencia y el éxito reproductor anual varían en relación a los cambios oceánicos y climáticos a gran escala. Estos cambios pueden reflejarse a través de índices que cuantifican las diferencias de presiones entre zonas polares y templadas del Norte del Atlántico o del Sur del Pacífico, como la NAO (Oscilación del Atlántico Norte) y el SOI (Índice de Oscilación del Sur). Este último mide la intensidad de fenómenos como el Niño y la Niña. Estos índices son importantes porque resumen mensual o estacionalmente el clima en grandes áreas y, con ello, ofrecen una idea general de las precipitaciones, los aportes fluviales al mar, la temperatura del mar, la productividad marina o la frecuencia de fenómenos extremos como los huracanes. Por tanto, la relación de la dinámica de las poblaciones de estas aves con la variación de estos índices nos puede ayudar a predecir qué les ocurrirá con el cambio climático.

También hay otros grandes peligros que acechan a esta y otras especies de aves marinas. Este es el caso de la contaminación lumínica, que hace perderse a los animales en tierra durante la dispersión al ser atraídos y confundidos, o la ingestión de plásticos, cada vez más frecuente.

Las proyecciones de la dinámica de la población para las aves marinas pelágicas son poco halagüeñas y predicen la extinción de algunas de estas especies en pocas décadas. Algunas de las colonias de estudio de pardela cenicienta se mantienen todavía, porque reciben inmigración que cubre las pérdidas, lo que conocemos como ‘efecto rescate’, pero esto parece solo un remedio temporal a su estatus de especie en peligro. Otras están todavía más amenazadas, en peligro crítico, como la pardela balear (Puffinus mauretanicus), que es endémica del archipiélago y una gran desconocida para la mayoría.

No nos queda mucho tiempo para evitar su debacle y comprender que su futuro y el nuestro van de la mano.

 

*José Manuel Igual trabaja en el Servicio de Ecología de Campo del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA, CSIC-UIB). Este artículo resume alguna de sus colaboraciones con el Animal Demography and Ecology Unit (GEDA), en el Grupo de Ecología y Evolución del mismo instituto.

 

Incendios forestales: la geometría del fuego

Por Serafín J. González Prieto (CSIC)*

Tradicionalmente se ha considerado que tanto el inicio como la propagación del fuego son una cuestión de triángulos. Para que se inicie un fuego son necesarios tres factores: combustible, comburente y fuente de ignición. Los dos primeros son casi omnipresentes en condiciones naturales, en forma de vegetación y oxígeno de la atmósfera, y el tercero surge con frecuencia variable a partir de rayos o erupciones volcánicas, por ejemplo. La propagación del fuego también está controlada por tres factores: el combustible disponible, la topografía y las condiciones meteorológicas (humedad, viento, temperatura).

Sin embargo, con demasiada frecuencia se olvida que desde hace miles de años a los triángulos anteriores les ha crecido un ‘cuarto vértice’, que condiciona decisivamente a los otros tres vértices en la mayor parte del planeta: las actividades humanas. Con el dominio del fuego los humanos pasamos a ser la principal ‘fuente de ignición’ en la naturaleza. Con la extinción de los mega-herbívoros silvestres en amplísimas zonas (en parte sustituidos por ganado), la agricultura y ciertas plantaciones forestales masivas –con especies pirófitas de interés económico, como eucaliptos y pinos– pasamos a controlar la cantidad y continuidad del combustible, es decir, las posibilidades de inicio y propagación del fuego. Sobre estas posibilidades de inicio y propagación inciden también el cambio climático que estamos provocando y las labores de extinción de los incendios cuando y donde nos interesa, incluso cuando estos son naturales. Por último, con la imparable expansión, a menudo caótica, de las áreas urbanizadas y las infraestructuras, nos hemos metido, literalmente, en la ‘boca del fuego’ que nosotros mismos atizamos. Así, además de la sexta extinción masiva de especies, la actividad humana está generando lo que ya se denomina mega-incendios de sexta generación: humanamente imposibles de apagar; humana y ecológicamente devastadores.

Ilustración: Irene Cuesta (CSIC)

Los riesgos de las quemas controladas o ‘pastorear’ el fuego

Llegados a este punto, ¿qué podemos hacer? Pensando solamente en el primero de los triángulos mencionados, algunos aseguran que únicamente podemos gestionar el ‘combustible’ y propugnan realizar quemas controladas o prescritas, ‘pastorear’ el fuego. Antes de optar por esta alternativa, conviene recordar que la sabiduría popular nos advierte que, si jugamos con fuego, es probable que acabemos quemándonos. Debemos tener presente que tanto las quemas prescritas como los incendios tienen efectos sobre la salud humana, la economía, la atmósfera, el agua, el suelo, la vegetación, la fauna e, incluso, el patrimonio cultural. Estos efectos pocas veces, o nunca, son tenidos en cuenta adecuadamente y en su conjunto.

Como realizar quemas prescritas con las necesarias garantías es laborioso y costoso, con relativa frecuencia se hacen mal y afectan a más superficie de la prevista, llegando incluso a convertirse en grandes incendios forestales. Pero, aún siendo técnicamente bien realizadas y de baja severidad, las quemas controladas o prescritas provocan pérdidas elevadas de nutrientes y organismos del suelo (lo que disminuye su fertilidad) y reducen su capacidad para actuar como una gigantesca ‘esponja’ que se empapa cuando llueve. Gracias a esta función de ‘esponja’, un suelo sano y rico en biodiversidad reduce las inundaciones y libera lentamente el agua después, lo que reduce las sequías.

Pérdida de áreas forestales por la erosión del terreno tras incendio (Ourense, Galicia)

Además, ya sea en un incendio forestal o en una quema prescrita, la combustión incompleta de materia orgánica de los suelos y vegetación genera inevitablemente hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAPs) tóxicos, que la erosión arrastra a embalses y zonas costeras y que afectan a la potabilidad del agua, la riqueza pesquera y marisquera, y, una vez más, a la biodiversidad. Las cenizas suelen también contener concentraciones demasiado elevadas de algunos micronutrientes y metales pesados, con riesgos aún no evaluados para los lugares donde se sedimentan.

Sedimentos de cenizas en costas gallegas

Pastoreo sí, pero de ganado extensivo y sostenible

Entonces, ¿qué otras cosas podemos hacer? En primer lugar, convencernos de que actualmente la figura geométrica del fuego, más que a un triángulo, se parece a un rombo, en cuyo vértice superior está la actividad humana influyendo decisivamente sobre el inicio y la propagación de los incendios. Los datos oficiales indican que el 78% de los incendios en España son de origen antrópico (quemas deliberadas, accidentes y descuidos). Por tanto, nada conseguiremos si no actuamos sobre la principal ‘fuente de ignición’ en los incendios forestales, grandes y pequeños: la actividad humana.

Salamandra calcinada por un incendio (Galicia)

Para dificultar la propagación y facilitar la extinción de los incendios debemos actuar sobre la biomasa vegetal, mal llamada combustible: aunque arde, nadie en su sano juicio llama combustible a una biblioteca, a un retablo barroco o a los tejados de Notre Dame. Una superficie continua de hierba seca, matorral, eucaliptos, pinos o acacias puede facilitar mucho la propagación de un incendio. Para reducirla, debemos generar discontinuidades y crear un mosaico de hábitats diferentes que, además, es muy beneficioso para la biodiversidad. Para eso disponemos básicamente de tres herramientas: diente, hierro y fuego; pastorear, rozar y quemar. Más allá de unos puestos de trabajo coyunturales, las quemas prescritas y el ‘pastoreo de incendios’ no producen bienes o riqueza y tienen en contra los mayores efectos ambientales. En circunstancias parecidas están las rozas, pero con menor impacto ambiental. Y luego está el pastoreo real, trashumante o con ganado en régimen extensivo o semi-extensivo, es decir, en el que este pasa la mayor parte de su vida en libertad. Al suplir a los grandes herbívoros salvajes que hemos diezmado o extinguido, el ganado en semi-libertad controla el crecimiento de la biomasa vegetal, contribuye a conservar un mosaico diverso de hábitats, genera puestos de trabajo estructurales, ayuda a mantener la población rural y produce alimentos.

Por todo ello, la solución del grave problema de los incendios forestales en nuestro país pasa por actuar cuanto antes sobre las causas de origen humano, promocionar un pastoreo semi-extensivo bien gestionado y recurrir a desbroces mecánicos donde sea necesario. Y solo cuando el número, extensión, severidad y frecuencia de los incendios sea más o menos natural podremos plantearnos no extinguir o ‘pastorear’ los incendios naturales.

* Serafín J. González Prieto es experto en restauración de suelos tras incendio e investigador del CSIC en el Instituto de Investigaciones Agrobiológicas de Galicia (IIAG-CSIC).

Agroecología, la agricultura de la biodiversidad

Por Mar Gulis (CSIC)

¿Sabías que los suelos acogen una cuarta parte de la biodiversidad de nuestro planeta? El suelo es uno de los ecosistemas más complejos de la naturaleza y uno de los hábitats más diversos de la Tierra. Cobija infinidad de organismos diferentes que interactúan entre sí y contribuyen a los procesos y ciclos globales que hacen posible la vida.

Sin embargo, el uso que hacemos de él se encuentra entre las actividades humanas que más inciden en el cambio global y climático. Los modelos agrícolas dominantes durante los últimos cien años, junto con el sobrepastoreo y la deforestación, son responsables de un deterioro del suelo que implica la desertificación y la transferencia de grandes cantidades de carbono desde la materia orgánica que se encuentra bajo nuestros pies hacia la atmósfera, lo que contribuye al calentamiento global y, por ende, afecta a la salud de los seres vivos.

¿Es posible un modelo agroalimentario que ayude a regenerar los ecosistemas y que, a su vez, asegure los alimentos y la salud en un planeta con más de 7.700 millones de seres humanos y en pleno cambio climático? De ello se ocupa la agroecología, una disciplina que integra los conocimientos de la ecología, la biología, las ciencias agrarias y las ciencias sociales.

Primeros brotes en la huerta del proyecto agroecológico L’Ortiga, en el Parque Natural de Collserola, provincia de Barcelona.

La agroecología establece las bases científicas para una gestión de los sistemas agrarios en armonía con la salud de los ecosistemas y de las personas. Y esto lo hace estudiando las relaciones entre los organismos biológicos (cultivos, ganado, especies del entorno y, por supuesto, organismos del suelo), los elementos abióticos (minerales, clima, etc.) y los organismos sociales implicados en el proceso (desde las comunidades agrícolas y los hogares hasta las políticas agrarias y alimentarias globales).

También lo hace fomentando la capacidad de los agroecosistemas para autorregularse. Esta capacidad es muy importante, pues tanto las plagas como otras enfermedades son menos frecuentes en los sistemas biológicos equilibrados y este equilibrio es el que asegura la rentabilidad y la estabilidad en la producción. Para ello, la agroecología se preocupa por el mantenimiento de la mayor diversidad posible en el ecosistema, especialmente la diversidad funcional: cuando lo que importa no es tanto el número de especies como su función dentro del agrosistema y lo que cada una aporta al conjunto. Esto es algo que difícilmente se da en la agricultura convencional, ya que, como explican los investigadores Antonio Bello, Concepción Jordá y Julio César Tello en Agroecología y producción ecológica (CISC-Catarata), con el uso generalizado de agroquímicos la biodiversidad queda muy reducida o prácticamente eliminada.

Vegetales agroecológicos. Cooperativa Germinando Iniciativas Socioambientales, Madrid.

Para preservar esta biodiversidad se emplean prácticas agrarias que regulan de forma orgánica tanto las poblaciones de patógenos como de organismos que naturalmente son mejoradores del suelo. Un ejemplo de esto es la extendida tradición de introducir leguminosas en los cultivos. Las plantas de la familia leguminosae, de las que forman parte las legumbres, establecen naturalmente simbiosis con rizobios, bacterias del suelo con el potencial de fijar el nitrógeno atmosférico. Esta unión aporta cerca del 80% del total del nitrógeno atmosférico fijado de forma biológica y proporciona a las plantas el segundo nutriente más necesario, después del agua, para su crecimiento.

La milpa tradicional mesoamericana es un cultivo de origen precolombino que incluye maíz (Zea mays L.), calabaza (Cucurbita spp.) y frijol (Phaseolus vulgaris L.). Como explican en el diplomado ‘Alimentación, comunidad y aprendizaje’ del grupo Laboratorios para la Vida (LabVida) de ECOSUR Chiapas (México), la milpa se caracteriza por una sinergia entre estos tres cultivos que favorece su rendimiento en conjunto y genera resiliencia ante perturbaciones externas, además de ofrecer proteínas completas al combinar estos alimentos.

Suelos vivos versus suelos degradados

Con este planteamiento incluso los organismos eventualmente patógenos tienen su función en los cultivos. Al haber una diversidad mucho mayor, estos organismos patógenos no llegan a ser tan invasivos ni a causar grandes daños, y el ecosistema se puede autorregular fácilmente con solo introducir especies adecuadas. Un ejemplo de esto son las mariquitas (coccinélidos) y otros insectos que depredan a los pulgones. Otro ejemplo es el de los nematodos, un grupo de animales mayormente microscópicos y potencialmente patógenos que ocupa el cuarto filo más numeroso del reino animal en cuanto al número de especies. Los nematodos son los principales herbívoros del suelo y, junto con los hongos, son uno de los principales grupos descomponedores de la materia orgánica. La actividad de estos invertebrados es fundamental para la renovación de las raíces, pues permite optimizar su capacidad de absorber agua y nutrientes para el correcto desarrollo de las plantas. Según la agroecología, los nematodos causan problemas solo en los sistemas desequilibrados y hay maneras de controlar su población y los problemas de plagas desde un manejo ecológico, como por ejemplo introduciendo especies con propiedades repelentes o nematicidas.

Huerta agroecológica de Ruth Labad, quien produce para el grupo de consumo Xurumelxs en Ourense, Galicia.

La recuperación ecológica de suelos degradados, cuando es posible, se produce con prácticas que ayudan a la salud de todo el ecosistema agrario: abonando con materia orgánica libre de tóxicos, mediante la gestión de cultivos y utilizando las características funcionales de las plantas, principalmente. Para ello se emplean los policultivos (rotativos e intercalados), así como una mayor variedad de semillas y especies vegetales. También se alternan los pequeños invernaderos dentro del cultivo y las plantas que ejercen de barreras ecológicas naturales frente a posibles agentes patógenos, como algunas hierbas aromáticas. Además, se usan coberturas vegetales, que ayudan en la conservación del agua y del suelo y regulan la temperatura del terreno, así como la presencia de malas hierbas. Con estas y otras estrategias se favorece la salud de la microbiota del suelo y de todos los organismos de los que depende el ciclo de nutrientes y la buena respiración del suelo.

El Concello de Allariz, en Galicia, es pionero en la gestión de residuos orgánicos: recogen y compostan los residuos de los restaurantes para ofrecer abono orgánico a los agricultores de la zona.

Frente a la agricultura industrial, orientada de manera lineal a los insumos y productos, que rompe con los ciclos del agua, los elementos y los nutrientes de la naturaleza, que depende de los insumos fósiles para mantener la producción y que contribuye al cambio climático, la agroecología comprende la complejidad de la naturaleza y la interdependencia entre los organismos. Además, la agroecología considera los sistemas agrarios como ecosistemas que han llegado a ser equilibrados tras años de experiencia y conocimiento campesino, y se enriquece de toda la diversidad de saberes propios de cada región, clima y ecosistema. Por eso, la mayoría de las veces pone en práctica programas de investigación multidisciplinares en los que se integra y armoniza el conocimiento científico con el saber tradicional de las comunidades agricultoras y ganaderas locales.

Huerto escolar del CEIP Venezuela, en Madrid, dinamizado por Germinando Iniciativas Socioambientales.

Por otro lado, como señalan Bello, Jordá y Tello, establece que los ‘problemas del campo’ no son solo asunto de las personas que se dedican a la agricultura y la ganadería, sino que, por sus repercusiones, requieren de la participación y el compromiso del conjunto de la sociedad. Este compromiso debe estar fundamentado en la soberanía alimentaria (entendida como el derecho de la ciudadanía a elegir qué quiere o no quiere comer) y orientado a desarrollar un modelo alimentario justo, responsable y solidario, que se pregunte cómo se producen los alimentos y cuáles son sus implicaciones tanto sociales como ambientales. Por todo ello, se prefieren los pequeños mercados locales y la venta directa por parte de los grupos productores agrarios, lo cual ayuda a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y los costes asociados al transporte internacional de alimentos y a las grandes superficies de producción y venta.

Venta directa de productos de la iniciativa Barazkilo Agroecologiko, en Bizkaia.

Para saber más:

¿Nos encaminamos hacia la sexta extinción?

Por Mar Gulis (CSIC)

“El 25% de las especies de la Tierra desaparecerá en las próximas décadas si el cambio climático persiste. Es decir, en función de las emisiones y del grado de calentamiento global, perderemos de 500.000 a un millón de especies de animales y plantas”. Esta es la respuesta de la bióloga evolutiva Isabel Sanmartín, investigadora en el Real Jardín Botánico (RJB-CSIC), a la pregunta de si hay evidencias científicas suficientes para predecir el impacto del aumento de las temperaturas sobre la biodiversidad.

Invernadero del Real Jardín Botánico del CSIC / Irene Lapuerta

A partir del análisis de fósiles y de reconstrucciones de ADN, Sanmartín investiga cómo se adaptaron las plantas en el pasado a las variaciones climatológicas. Esas indagaciones le dan pistas para entender lo que sucede en el presente y vislumbrar qué sucederá en el futuro. Y las evidencias se acumulan: “El calentamiento global se está produciendo tan rápido que es muy difícil que las especies consigan adaptarse”, señala. Ahí están los datos: “Por ejemplo, en los bosques tropicales, donde vive el 50% de los organismos de la Tierra, calculamos que desaparecerá el 45% de las plantas”.

El aumento de la temperatura y la destrucción de hábitat, en gran medida provocados por la actividad humana, son las principales causas de esta pérdida de biodiversidad que ya se denomina “sexta extinción masiva”, afirma la bióloga.

Las variaciones del clima no son algo nuevo. A lo largo de la historia de la Tierra, factores geológicos como la tectónica de placas han generado cambios climáticos. Las reconstrucciones paleoclimáticas realizadas permiten afirmar que “cuando los continentes estaban juntos, en Pangea, el clima era árido y frío; en cambio, cuando se separaron el clima se hizo tropical. Eso se ve a lo largo de los últimos 600 millones de años”, explica Sanmartin.

¿Qué es entonces lo que hace que el actual calentamiento global dispare las alarmas en la comunidad científica? Básicamente, la velocidad a la que se producen estos cambios y lo que ello implica. “Quizá lo más relevante de esta era del Antropoceno es precisamente lo distinta que es de otras extinciones masivas que se han producido antes. En los cambios climáticos producidos por el movimiento de los continentes, los tiempos son geológicos; estamos hablando de varios de millones de años. El Antropoceno son [como mucho] 10.000 años, desde la aparición de la agricultura, y sin embargo la tasa de extinción de fondo –el número de extinciones por millón de especies por año (background extinction)– ha aumentado entre 100 y 10.000 veces”, detalla Sanmartin.

Más allá del impacto ambiental, la desaparición de tantas especies afectará directamente a la agricultura y por tanto a la obtención de alimentos para el sustento humano, pero también a la economía o incluso a la aparición de conflictos entre comunidades. La Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) de la ONU advierte que estamos ante la primera gran extinción causada por el ser humano, y desde distintos foros científicos, personal investigador de todo el mundo acumula conocimiento y plantea soluciones a este problema.

La pérdida de biodiversidad es uno de los grandes desafíos asociados al cambio global, entendido este como el conjunto de impactos medioambientales provocados por la actividad humana. En el CSIC queremos divulgar lo que dice la ciencia respecto a esta cuestión. Con ese objetivo hemos creado el espacio ‘Científicas y Cambio Global’, donde entrevistamos a Isabel Sanmartin y otras investigadoras que, desde muy diversas disciplinas, tratan de comprender el alcance de este fenómeno, sus causas, sus efectos y qué podemos hacer para afrontarlo.

Científicas y Cambio Global cuenta con la colaboración de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología – Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.

¿Qué sabemos del cambio climático? Respuestas científicas a 5 preguntas frecuentes

Por Armand Hernández (CSIC)*

Aunque ha habido muchos cambios climáticos a lo largo de la historia de nuestro planeta, sabemos que ahora la Tierra se está calentando a un ritmo sin precedentes.  Ya no hay duda de que el cambio climático actual es un hecho reconocido por la ciencia. Sin embargo, la sociedad sigue haciéndose preguntas al respecto. En este post respondemos a algunas de las más frecuentes.

¿Cómo sabemos que el clima está cambiando?

 Los registros instrumentales a nivel global nos muestran que estamos experimentando las temperaturas más altas desde que se empezaron a medir hace algunos siglos. Diecisiete de los dieciocho años más cálidos desde que existen registros instrumentales se han producido durante el siglo XXI. Además, las observaciones indirectas de registros naturales como el hielo de los casquetes polares, las estalagmitas, los anillos de los árboles, los corales y los sedimentos marinos y lacustres sugieren que este calentamiento no tiene precedentes en los últimos cientos de miles de años.

Gráfica calentamiento

Temperaturas globales anuales entre 1850 y 2017. La escala de colores representa el cambio en las temperaturas en un rango de 1.35°C. / Autor: Ed Hawkins (University of Cambridge). Datos: HadCRUT4 (Climatic Research Unit-University of East Anglia y Hadley Centre-Met Office).

¿Qué está causando el cambio climático actual?

La fuente principal de la energía que consumimos en la actualidad proviene de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas, que producen emisiones de gases de efecto invernadero.

Cuando la comunidad científica trata de reproducir el calentamiento global actual con modelos climáticos, solo se obtienen resultados satisfactorios si se tienen en cuenta las concentraciones de gases de efecto invernadero procedentes, principalmente, de la quema de combustibles fósiles. De esta manera, se descarta que esta tendencia sea causada sólo por procesos naturales.

¿Qué va a pasar?

Con el aumento de la temperatura global, podemos esperar cambios más rápidos y de mayor magnitud en el medio ambiente, con diversas implicaciones para las diferentes regiones del planeta.

El deshielo en los polos, así como la expansión del agua debido a las mayores temperaturas, provocarán un aumento del nivel del mar, que se prevé que alcanzará más de 1 metro a finales del siglo XXI. Esto es muy importante, ya que la mayor parte de la población mundial vive en zonas costeras.

También se espera que los fenómenos climáticos extremos se hagan más frecuentes, duraderos, intensos y devastadores. Una consecuencia de todos estos cambios podría ser un aumento de los movimientos migratorios y la generación de una inestabilidad geopolítica creciente.

¿Cuánto tiempo tenemos hasta que el cambio climático sea irreversible?

Es casi imposible saber cuánto tiempo nos queda para que el cambio climático sea irreversible. En realidad, algunos de los impactos causados por el cambio climático ya no tienen vuelta atrás, mientras que otros se reducirían si se detuvieran de inmediato las emisiones de gases de efecto invernadero de origen humano.

Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC, siglas en inglés), deberíamos reducir a la mitad las emisiones de dióxido de carbono para el año 2030 y alcanzar el “cero neto” para el año 2050, para así poder mantener el calentamiento global en 1,5 °C a finales del siglo XXI.

Esto es importante, ya que mantener el aumento de la temperatura global por debajo de 2°C es vital para reducir los impactos asociados a los efectos de larga duración, como la pérdida de algunos de los ecosistemas más sensibles (los arrecifes coralinos, por ejemplo) o la capacidad de cultivar ciertos alimentos básicos, como el arroz, el maíz o el trigo.

Estas y otras preguntas, así como sus respuestas, las puedes encontrar en el audiovisual “Climate Change: the FAQs” elaborado por un grupo de científicos/as internacionales (entre los que se encuentran dos integrantes del CSIC) para resolver las dudas planteadas por estudiantes de secundaria y bachillerato.

¿Qué están haciendo las instituciones al respecto?

A menudo se hace hincapié en que los pequeños cambios, como por ejemplo el uso del transporte público o la bicicleta, pueden ayudar a reducir las emisiones de CO2. Sin embargo, para que estas acciones sean suficientes, deben ir acompañadas de cambios drásticos en los sistemas de producción y consumo promovidos por los gobiernos e instituciones a nivel internacional.

La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) es el principal acuerdo internacional sobre el clima. Entró en vigor en el año 1994 como medio de colaboración entre los países para limitar el aumento de la temperatura mundial y hacer frente a sus consecuencias.

Veinte años después, en el famoso Acuerdo de París 2015, y siguiendo las directrices del IPCC, se alcanzó un consenso político mundial para detener el incremento de temperaturas por debajo de los 2ºC respecto a los niveles preindustriales. En virtud de ese acuerdo, cada país decide su contribución a la mitigación del calentamiento global. Como no existe ningún mecanismo que obligue a un país a fijar o cumplir objetivos específicos en fechas concretas, el acuerdo tiene un impacto limitado.

A modo de ejemplo tenemos los resultados de la reciente Cumbre sobre la Acción Climática de las Naciones Unidas, en la que sólo 77 países se comprometieron a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero a “cero neto” para el año 2050. Además, únicamente 70 países anunciaron que impulsarán sus planes de acción nacionales para 2020 (en el marco del Acuerdo de París) o que han comenzado el proceso para hacerlos realidad.

Si es suficiente o no, sólo el futuro nos los dirá, pero de lo que no hay duda es que nos enfrentamos a un reto global sin precedentes.

 

* Armand Hernández (@armandherndz) es paleoclimatólogo e investigador en el Instituto de Ciencias de la Tierra Jaume Almera del CSIC.

¿Qué nos dicen los anillos de los árboles sobre el calentamiento global?

Por Elena Granda (Universitat de Lleida) *

Una de las características más increíbles de los árboles es su longevidad; son seres vivos capaces de vivir muchísimos años. Sin ir muy lejos, en el Pirineo se pueden encontrar pinos de alta montaña que tienen más de 800 años y que, por tanto, germinaron en el siglo XIII. Incluso se han encontrado en Estados Unidos árboles con unos 5.000 años. Dado que los árboles son capaces de almacenar información (ecológica, histórica y climática) en cada año de crecimiento, encontrar un árbol viejo es como descubrir un archivo muy antiguo repleto de información. La dendroecología (rama de la biología especializada en el estudio de la ecología de los árboles a través del análisis de los anillos de crecimiento) se encarga de recopilar esa información para responder preguntas de ecología general y abordar problemas relacionados con los cambios ambientales a nivel local y global.

Para poder acceder a dicha información se obtiene un testigo de madera (o core en inglés), ”pinchando” el tronco con una barrena desde la corteza hasta el centro del árbol (médula). Así, se extrae un cilindro de madera en el que se ven todos los anillos de crecimiento. El estudio de estos cilindros ayuda a desvelar cómo ha sido el funcionamiento de distintos individuos y especies durante toda su vida.

De estos análisis se obtiene una valiosísima información que nos ayuda a comprender a qué peligros están expuestos actualmente nuestros bosques, cómo han actuado en el pasado ante factores de estrés y qué peligro corren en el futuro si no conseguimos reducir sus principales amenazas, como las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera, los incendios provocados, las especies invasoras o la desaparición de sus hábitats.

Gracias a la dendroecología podemos estudiar las causas de la mortalidad de los árboles, como el pino albar de las siguientes fotografías, a través de la comparación de árboles muertos (primera imagen) con aquellos vivos, mediante la extracción y posterior análisis de los anillos de crecimiento que se pueden observar en los testigos de madera (segunda imagen).

 

Los beneficios que aportan las plantas terrestres son incontables: dan cobijo a los animales, absorben contaminantes, favorecen las características del suelo, evitan la erosión, etc. Pero, sobre todo, son las responsables de generar gran parte del oxígeno (O2) que respiramos y de absorber de la atmósfera el dióxido de carbono (CO2), que es uno de los principales causantes del calentamiento global. Y, en el caso particular de las plantas leñosas, árboles y arbustos, su importancia radica en que son perennes; es decir, que no mueren tras la estación de crecimiento y reproducción. Esto implica que la cantidad de CO2 que pueden captar es muy grande y que este queda almacenado en los bosques, retenido en la madera, raíces, ramas y hojas durante mucho tiempo.

Durante las últimas décadas, y debido al aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera como el CO2 , se han producido alteraciones de la temperatura y las precipitaciones a nivel global. En países de clima mediterráneo, por ejemplo, se han registrado aumentos de temperatura en torno a 1,3 grados centígrados desde la revolución industrial, cuando se aceleró la emisión de estos gases a la atmósfera. Además han aumentado recientemente las condiciones extremas de sequía y hay mayor riesgo de incendios y lluvias torrenciales.

Cabría pensar que un aumento de CO2 atmosférico podría ser beneficioso para los árboles, ya que son organismos que se alimentan de dióxido de carbono. Sin embargo, esto normalmente no ocurre porque el aumento de CO2 está asociado a la sequía y al calentamiento global, y estos son factores que pueden producir estrés en las plantas. Dicho estrés da lugar al cierre de los estomas (poros que hay en las hojas por donde entran y salen moléculas de CO2 y agua) y, como consecuencia, no pueden aprovechar esa mayor cantidad de alimento. Si lo comparamos con los humanos, sería como si nos encontráramos ante una mesa llena de comida pero tuviéramos la boca cerrada y no pudiésemos comer nada. Dado que el cambio climático y la alteración de la atmósfera pueden perjudicar al funcionamiento de las especies leñosas, se esperan cambios en la composición de los bosques como los conocemos en la actualidad.

Por eso es importante conocer qué árboles están estresados, las causas y consecuencias, así como la forma en la que actúan ante ese estrés. Con el fin de predecir qué va a pasar en el futuro con nuestros bosques para poder minimizar las consecuencias del cambio climático, es de gran utilidad el estudio del crecimiento de los árboles a lo largo del tiempo: cuánto carbono han consumido y utilizado cada año, cómo han influido en ellos los cambios de temperaturas, las plagas, las sequías o los incendios, de manera que podamos desarrollar modelos de evolución de los futuros bosques.

Ilustración que representa las distintas fases en el estudio de los anillos de crecimiento: extracción del testigo de madera con una barrena (a); datación de los anillos para saber a qué año corresponde cada uno (b) y análisis de la información contenida en los mismos (c)

Gracias a la dendroecología podemos estudiar las causas de la mortalidad de los árboles, como el pino albar en la fotografía, a través de la comparación de árboles muertos (a) con aquellos vivos (b), mediante la extracción y posterior análisis de los anillos de crecimiento que se pueden observar en los testigos de madera.

 

Elena Granda es investigadora postdoctoral de la Universitat de Lleida y colaboradora del Instituto Pirenaico de Ecología (CSIC).

 

¿Qué son y cómo funcionan los mercados de emisiones de CO2?

Por Mar Gulis (CSIC)

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Emisiones de gases sobre el cielo de Madrid / M. Rodríguez Gutiérrez

En 2015, nuestro país aumentó las emisiones de C02 a la atmósfera, incumpliendo así sus compromisos internacionales en esta materia. Esta es una de las conclusiones del Informe sobre Cambio Climático elaborado por el Observatorio de Sostenibilidad. Uno de sus autores, el biólogo del CSIC Jorge Lobo, considera que esta situación se debe a nuestro “uso intensivo y abusivo de los combustibles fósiles”, sobre todo del carbón, mientras las energías renovables no acaban de despegar. Junto a ello, el investigador señala la ineficiencia del mercado de los derechos de emisión, un mecanismo que funciona a nivel internacional y que, aunque se concibió para luchar contra el calentamiento global, ha cosechado escasos resultados.

La web del Ministerio de Agricultura (MAGRAMA) explica que “el comercio de derechos de emisión es un instrumento de mercado persigue un beneficio medioambiental: que un conjunto de plantas industriales reduzcan colectivamente las emisiones de gases contaminantes a la atmósfera”.

Para que el mecanismo funcione tiene que haber una autorización de emisión, es decir, un permiso otorgado a una instalación para que pueda emitir gases. Pero también existe el derecho a emitir, que se refiere a la cantidad de gases que podrán emitirse. Este derecho de emisión es transferible: se puede comprar o vender. Ahí está la clave.

Tal y como explica el MAGRAMA, “actualmente existen mercados de emisiones que operan en distintos países y que afectan a diferentes gases”.  La Unión Europea puso en marcha en 2005 un mercado de CO2 que cubre, en los 28 Estados miembros, las emisiones de este gas de instalaciones como centrales térmicas, refinerías, cementeras o papeleras. Este régimen afecta a más de 10.000 instalaciones y a más de 2.000 millones de toneladas de CO2, según cifras del MAGRAMA, lo que supone “en torno al 45% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero en la UE”.

Sin embargo, en Bruselas se debate desde hace tiempo sobre cómo reformar este mercado. Teóricamente su objetivo es reducir las emisiones de gases con efecto invernadero y combatir así el cambio climático. Pero el propio Parlamento Europeo (PE) señala que “los desequilibrios entre la oferta y la demanda de los derechos de emisión está desincentivando las inversiones verdes”, es decir, la inversión de los Gobiernos en energías limpias que nos lleven a un modelo más sostenible y menos basado en los combustibles fósiles. Para que fuera eficaz, la compra-venta de derechos de emisión se debería realizar a un precio que anime a la industria “a buscar alternativas para ahorrar energía y reducir sus emisiones”, afirma el PE en su página web.

El PE afirma también que en la actualidad “el precio de mercado de estos permisos es muy bajo” porque la demanda se ha desplomado a raíz de la crisis económica. Por ejemplo, “en 2013 había un exceso de unos 2.000 millones de licencias comparado con las emisiones reales, que podría alcanzar los 2.600 millones en el horizonte de 2020”. Cada licencia concede a su titular el derecho de emitir una tonelada de CO2.

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La apuesta por las energías renovables, como la eólica, es clave para ir hacia un modelo energético más sostenible / Steve Wilson

El investigador Jorge Lobo explica que “en las cumbres del clima se establecen unos derechos de emisión para cada país y después se deja operar al mercado libremente. Por ejemplo, un país concreto, con una cantidad de población, un PIB, etc., tiene unas capacidades de emisión determinadas; pero si por tener un desarrollo escaso o por hacer un uso intensivo de renovables o por la razón que sea no tiene esa capacidad de emisión, puede vender los derechos. Es decir, las toneladas de CO2 que puede emitir pero que no emite, se las puede vender a otro Estado”. Y añade: “Si esos derechos de emisión se ponen en el mercado y cotizan alto, a muchos países no les rentará adquirirlos, sino que preferirán reconvertir su industria o invertir en renovables. Pero si  valen poco, puede compensar emitir CO2 porque luego compras esos derechos fuera”. Lobo considera que en el actual escenario de bajos precios, el comercio de emisiones, lejos de desincentivar a las industrias en el uso de combustibles fósiles, facilita el mantenimiento del modelo actual y con él las elevadas emisiones de CO2 a la atmósfera.

Para salir de esta situación ya en 2013 el PE votó a favor de una medida temporal para que algunas licencias programadas para 2014-2016 se retrasaran hasta 2019-2020. También se ha contemplado la creación de una reserva que reequilibre la oferta y la demanda. Si el exceso de oferta supera un determinado umbral, se retirarán licencias del mercado y se depositarán en la citada reserva hasta que, si cambian las circunstancias, se pongan de nuevo en circulación.

Sin embargo, investigadores como Lobo y otras voces críticas se muestran escépticos ante este tipo de medidas. En su opinión, la solución pasaría por incrementar la inversión en  energías renovables para, poco a poco, ir hacia un modelo de economía baja en carbono y más sostenible a largo plazo.