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Claves para entender la escasez de los chips en Europa

Por Luis Fonseca (CSIC)*

Vivimos rodeados de chips. No solo están en productos como los móviles o los ordenadores, sino también en la automoción, la producción industrial de ropa o alimentos y en sectores críticos como el de la instrumentación médica, la seguridad o la defensa. Por eso cuando escasean estos semiconductores, como ocurre en la actualidad, saltan las alarmas. Pero, ¿por qué faltan chips? Aunque en los últimos meses se haya hablado mucho de ello, desde el Instituto de Microelectrónica del CSIC en Barcelona trataremos de aportar nuestro punto de vista.

Antes, apuntalemos algunos conceptos previos

El primero es el de la electrónica, que es la rama de la física que estudia los movimientos de los electrones libres y la acción de las fuerzas electromagnéticas y cómo utilizarlos para controlar la propia electricidad y gestionar todo tipo de procesos de información. No es poca cosa, porque, como predijo Michael Faraday en una difundida aunque oficiosa anécdota en la que señalaba que se acabarían pagando impuestos por la electricidad, hemos hecho de la electricidad y de la información uno de los vectores principales de nuestra sociedad en general y de nuestro sistema productivo y económico en particular. La primera revolución industrial se fraguó en torno al vapor, pero las protagonistas de las posteriores revoluciones han sido la electricidad, la electrónica y la información.

Ilustración del experimento de M. Faraday en 1831 donde muestra la inducción electromagnética entre dos bobinas. /Grabado de J. Lambert (1892)

El transistor, por su parte, es el componente electrónico fundamental que nos puso en el disparadero de la modernidad y de la transición hacia la sociedad de la información. Este abuelo de los microchips cumple 75 años en 2022. Se trata de un dispositivo que actúa como interruptor dejando pasar corriente a través de sí en función de si se le activa una señal de control. Unos y ceros (señal de entrada) generando unos y ceros (señal de salida) son la encarnación del bit y la magia de la lógica binaria que nos lleva desde el modesto transistor hasta un superordenador. La microelectrónica y la nanoelectrónica han permitido hacer esos transistores más pequeños y más rápidos hasta poder integrar en el mismo chip millares, decenas de millares, millones, miles de millones, millones de millones de transistores… Por ello ahora hablamos de memorias de terabytes y de procesadores que ejecutan billones de instrucciones por segundo.

Chip diseñado en el IMB-CNM que permite el registro neuronal de 1024 canales uECoG para aplicaciones de rehabilitación del habla (proyecto Europeo BrainCom FETPROACT-2016-732032).

La micro y nanoelectrónica son, por tanto, la orfebrería extrema que nos permite llegar hasta el “infinito informático” y más allá. Las memorias y los procesadores se hacen en fábricas de semiconductores (foundries) que son, a día de hoy, la sublimación de la complejidad tecnológica y el máximo exponente de la eficiencia y la productividad. Para producirlos se orquestan con precisión centenares de procesos en grandes espacios (clean rooms o ‘salas blancas’) que se mantienen bajo condiciones cuidadosamente controladas: temperatura y humedad estables, ausencia de vibraciones y un aire más limpio que el de un quirófano.

Una crisis de sistema productivo

Aunque la fabricación de chips tiene sus propios retos tecnológicos, ligados a los límites de la miniaturización continua, la crisis de los chips no es tecnológica, sino económica y de sistema productivo. Y no se debe a una única razón, sino a una serie de “catastróficas desdichas”. Esta crisis ha puesto de manifiesto que nuestro sistema hiperespecializado y ultraconectado no se defiende bien ante grandes perturbaciones. Parece evidente que la deslocalización de la producción y los esquemas de just in time en aras de la eficiencia económica suponen un importante riesgo cuando el transporte global no está asegurado y supone un costo elevado, y aquí el coste de la energía juega un gran papel.

Imagen de chip diseñado y fabricado en el IMB-CNM que contiene un sensor electroquímico inteligente para aplicaciones de salud y control de calidad (proyecto Europeo Pasteur CATRENE CT204).

Las grandes perturbaciones que sacuden al sistema productivo han sido la pandemia y, en cierta medida, el cambio climático, que se han aliado con la localización extrema en la producción de chips: aproximadamente el 85% de ellos se fabrican en Asia y hasta dos terceras partes solo en Taiwán, una isla del tamaño de Cataluña con una relación particular con la China continental. Precisamente, Taiwán vio afectada su producción de chips por un episodio severo de sequía, ya que el agua es un recurso importante en su fabricación.

La pandemia, por su parte, alteró notablemente el equilibrio entre la oferta y la demanda de semiconductores, que ya estaba tensionado por el impulso global y sostenido hacia una mayor digitalización. Una de sus principales consecuencias ha sido el aumento espectacular en la demanda de ocio electrónico y de herramientas de teletrabajo, así como la necesidad de dimensionar al alza toda la mega-infraestructura de interconexión asociada.

Relocalizar (en parte) la producción de chips

Consideremos algunos datos poco conocidos: construir una fábrica avanzada de semiconductores cuesta alguna decena de miles de millones de euros y ponerla en pie requiere mínimo dos años; el tiempo para conseguir un chip-en-mano no es muy diferente de los nueve meses de un embarazo; y, en un escenario de baja oferta, no toda la demanda es igualmente apreciada. En este sentido, los móviles y los ordenadores usan chips de mayor valor añadido, y más caros, que los que se usan en los vehículos. Móviles y ordenadores vieron aumentar sus pedidos durante la pandemia, y los vehículos redujeron y suspendieron los suyos a la espera de que se recuperara su propia demanda… pero, ahora que esta demanda ha aumentado, los productores de chips no tienen tanto aliciente en proporcionarlos cuando aún pasan apuros para cumplir con los pedidos de los primeros. La generación de millennials entiende que un problema en la interconexión digital global puede resolverse en minutos u horas, pero las personas boomers saben que reparar la interconexión física global (léase producir y transportar mercancías) requiere semanas o meses.

De la misma manera que es muy posible que la pandemia haga cambiar ciertos comportamientos para siempre, la crisis de los semiconductores puede alentar cambios duraderos. Tanto Estados Unidos como Europa tienen planes para aumentar su producción de chips. En el caso europeo, ese aumento de producción pasa por atraer empresas americanas o taiwanesas, pues no hay grandes productores locales de memorias y procesadores, y, por supuesto, no hay fabricas públicas de semiconductores ni se las espera. Conviene también no olvidar que los procesadores y las memorias son el rey y la reina en el tablero de los componentes electrónicos, pero hay otras piezas, todas necesarias, cuyo juego debe asegurarse también. Si los chips de los coches son alfiles o caballos, aún hay mucho peón que la crisis de los semiconductores amenaza con dejar atrás. Son chips de menor complejidad, pero igualmente necesarios, que podrían fabricarse en redes de salas blancas más pequeñas, de menor coste, y distribuidas geográficamente de forma que estén sometidas a menores vaivenes político-económicos.

*Luis Fonseca es investigador del CSIC y director en el Instituto de Microelectrónica de Barcelona (IMB-CNM, CSIC).

El cambio climático y la guerra en Ucrania están en nuestro plato

Por Daniel López García (CSIC) *

¿Cómo va a impactar la guerra de Ucrania en nuestra alimentación? La respuesta dependerá de las medidas que tomemos. Y también de si estas tienen en cuenta los efectos que el cambio climático está teniendo sobre el sistema alimentario y la relación entre cambio climático y sistema productivo. Trataré de explicarlo en las siguientes líneas.

Gurra contra la naturaleza

Traspasar las tensiones sociales a la naturaleza

Durante las últimas décadas, las desigualdades sociales se han tratado de aliviar facilitando el acceso a bienes de consumo baratos a toda la población. Esto ha supuesto un incremento creciente de la producción intensiva y el consumo desmesurado, que se ha asentado en una mayor presión sobre los recursos naturales. Por ello podemos decir que las desigualdades se han aliviado en buena medida gracias a traspasar la tensión social hacia la naturaleza… y eso a pesar de que esas desigualdades no han dejado de crecer.

El problema es que la naturaleza está mostrando un elevado nivel de agotamiento: cuanta más presión introducimos, más se desequilibra, lo que a su vez genera nuevas tensiones sociales. La guerra en Ucrania es una buena muestra de ello: un conflicto relacionado con el control de los recursos naturales –el gas ruso atraviesa Ucrania, un territorio rico en minerales y productos agrícolas– provoca un alza de precios y desabastecimiento que dan lugar a tensiones sociales en todo el planeta, como las recientes movilizaciones del sector agrícola y del transporte que hemos vivido en España. Algo similar ocurre con el cambio climático y la pandemia de COVID19, dos fenómenos que tienen su origen en la creciente presión humana sobre los recursos naturales y que han producido ya tensiones sociales a escala global: desempleo, empeoramiento de la calidad de vida, estancamiento de la actividad económica, migraciones, etc.

Un modelo agrícola en crisis

En estos bucles de insostenibilidad social e insostenibilidad ecológica nuestra alimentación juega un papel relevante. Por un lado, la producción de alimentos a gran escala se encuentra en crisis por su elevada dependencia de materias primas que han alcanzado o se encuentran cerca de su pico de extracción: el petróleo que mueve la maquinaria o el gas, los nitratos y los fosfatos que se utilizan en la producción de fertilizantes y pesticidas. Por otro lado, los rendimientos agrícolas generan y a su vez se ven afectados por algunos de los procesos ecológicos y geológicos en los que los límites planetarios están desbordados en mayor grado, como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de los ciclos geoquímicos de nitrógeno y fósforo o el cambio en los usos del suelo. Y, por último, los flujos globales de alimentos baratos entre unas partes del mundo y otras han quedado en entredicho después de que la pandemia dificultara los transportes internacionales y el alza de precios del petróleo los haya encarecido sobremanera. Todo ello amenaza nuestra seguridad alimentaria, algo que se deja ver en parte en el alza de los precios de los alimentos.

En este contexto, ¿cómo deberíamos gestionar los impactos de la guerra en Ucrania sobre nuestra alimentación? Para intentar que el sector alimentario europeo no colapse, algunas voces están proponiendo rebajar los estándares ambientales en la producción de alimentos. Se plantea, por ejemplo, importar piensos transgénicos y alimentos cultivados con pesticidas prohibidos en la UE; o incrementar las superficies de cultivo en detrimento de los barbechos.

Esto supone un auténtico paso atrás con respecto a la estrategia “De la granja a la mesa”, aprobada en 2020 por la Comisión Europea tras un arduo debate, y que entre otras cosas establece reducciones en los usos de antibióticos en ganadería y de fertilizantes y pesticidas químicos en agricultura, así como el objetivo de que un 25% de la superficie cultivada europea en 2030 sea de producción ecológica. No nos podemos permitir retrasar los cambios a los que ya estamos llegando tarde, como evidencia el último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), que asigna un tercio de las emisiones de efecto invernadero al sistema alimentario, o las elevadas cifras de enfermedades no transmisibles (y el gasto sanitario asociado), relacionadas con pesticidas y con dietas insostenibles y poco saludables.

La hora de actuar

El cambio climático será (y en buena medida ya lo está siendo) mucho más destructivo que una guerra, y sus impactos durarán mucho más que la guerra más larga. El último informe del IPCC, presentado el 28 de febrero, hace hincapié en la necesidad urgente de adoptar medidas inmediatas y más ambiciosas para hacer frente a los riesgos climáticos. “Ya no es posible continuar con medias tintas”, asegura su presidente.

La gravedad del cambio climático y los últimos informes del IPCC han alentado a parte de la comunidad científica a movilizarse para demandar cambios urgentes. Durante la segunda semana de abril de 2022, científicos y científicas de todo el mundo llevarán a cabo acciones de desobediencia civil aliados con diversas organizaciones ambientalistas, como Extinction Rebellion.

La comparación entre cambio climático y guerra es muy clarificadora. A lo largo de los últimos siglos, y especialmente desde el siglo XX, nuestras sociedades han entendido la relación con la naturaleza a través de la dominación, como una guerra contra la naturaleza que ahora parece que vamos perdiendo. Pero ni la naturaleza está en guerra contra la humanidad ni esa guerra es posible, porque somos parte de la naturaleza y esta vive en cada uno de nosotros y nosotras. De hecho, para poder superar ambos problemas –la guerra en Ucrania y el cambio climático– será necesario salir del escenario bélico entre sociedad y naturaleza, plagado de ‘daños colaterales’, como la idea de que para enfrentar los impactos de la guerra podemos presionar más sobre los recursos naturales. Esta idea de guerra sociedad-naturaleza solo generará nuevas crisis que se solaparán con las actuales.

El caso es que hay un consenso elevado acerca de qué camino tomar respecto a la alimentación entre los estados nacionales y las instituciones globales, como la UE, el IPCC o las agencias de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), el Medio Ambiente (UNEP) o la Salud (OMS). Recientes informes y acuerdos globales coinciden en que es urgente, posible y necesario alimentar al mundo a través de sistemas alimentarios agroecológicos; basar nuestra alimentación en alimentos locales, frescos, sostenibles (ecológicos) y de temporada; y modificar la dieta para reducir la ingesta de carnes (y limitarla a aquellas procedentes de la ganadería extensiva) y de alimentos procesados. La combinación de crisis sociales y ecológicas que hoy nos asola debe servir para iniciar ya los cambios necesarios, y no para seguir echando leña al fuego.

* Daniel López García es investigador del CSIC en el Instituto de Economía, Geografía y Demografía (IEGD-CSIC).