Por Hugo Morán – Exdiputado
Sobre pobreza energética se ha escrito mucho en nuestro país a lo largo de la última década, aunque tengo la impresión de que se ha debatido mucho más sobre sus efectos que sobre sus causas, y quizás sea esa la razón de que aún hoy sigamos explorando más el terreno de los paliativos coyunturales que de las respuestas estructurales.
Cierto que antes de que una persona, o una familia, alcancen el grado de pobreza extrema, o antes incluso el de pobreza severa, su situación habrá ido deteriorándose progresivamente agotando toda capacidad de ahorro y de privación. Así la pobreza energética no es sino una de las terminales de la pobreza en toda su extensión, de tal forma que la primera encontrará respuesta adecuada en el marco en que se resuelva la segunda, porque ante una situación de riesgo habitacional, sanitario, educativo e incluso alimentario, es seguro que una familia recortará antes sus gastos en electricidad o en gas.
Hago esta introducción previa para acotar el alcance de mi reflexión siguiente, dejando claro desde el principio que la pobreza energética no desaparecerá mientras subsista la pobreza como un estado de carencia o de vulnerabilidad. Pero que es posible atemperar en buena medida sus impactos concretos mediante una política sectorial sustentada sobre la idea de la energía como derecho antes que como negocio.
Habría de gestionarse la energía atendiendo a dos cualidades bien distintas a la hora de legislar: la energía como una necesidad vital (esto es un derecho de ciudadanía), y la energía como vector económico. La respuesta a la pobreza ha de abordarse en el terreno del derecho de ciudadanía.
En primer término convendría abordar sin mayor dilación la sustitución de un modelo de mercado que, habiendo sido desbordado por razones fundamentalmente de carácter tecnológico, se ha convertido en un instrumento incentivador de la usura. El precio de la energía ha de ir en consonancia con lo que cueste producirla; es una aberración que la más barata se pague al precio de la más cara.
No debería tener el mismo precio la energía que se necesita para garantizar unos estándares de calidad de vida digna, que la que se destina a actividades de ocio, divertimento u otros usos. Así habría de establecerse por ley un mínimo vital básico para las necesidades que se definan en una primera vivienda, sujeto a un precio social, y una escala ascendente de precios para aquellos consumos que excedan de ese mínimo. De tal manera que mediante una señal destinada al fomento del ahorro y la eficiencia, se consiga además un cierto equilibrio del sistema por la vía de los ingresos.
Hecho lo anterior, es entonces cuando ha de intervenir el Estado Social en auxilio de quienes, por su situación de pobreza, no puedan atender sus necesidades energéticas básicas.
«El precio de la energía ha de ir en consonancia con lo que cueste producirla»
Para lo cual primero habría que saber cuanto cuesta producirla y cambiar el sistema de subasta de energía que se hace en la actualidad.
22 febrero 2017 | 14:40
Ser humano. Un servicio, agua y un techo y arboles. Necesidad antes todo estaba a mano leña agua servicios, costaba el trabajo ahora son todo beneficios que el estado debería manejar para la igualdad de pueblo. No es así cierto seres humanos solo se aprovechan para sí mismo y su familia.
23 febrero 2017 | 07:03
Viniendo de alguien que ha estado cerca del gobierno de la nación, es curioso que estas soluciones, al parecer, sólo se os ocurren cuando no estáis en el gobierno. El sistema de fijación de precios siempre ha sido un mar revuelto que ha beneficiado a las compañías. Y la prueba que no lo han cambiado ¿no?
23 febrero 2017 | 10:22