Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Sexo con los ojos

A mis ojos de taxista les encanta el calor. Y aunque se me acaben derritiendo las córneas siempre habrá merecido la pena: Benditos 40º a la sombra.

Me refiero a las ropas ligeras. A las féminas que se cubren lo justo, que demuestran su piel y sus curvas tal y como Dios (con la inestimable ayuda de su transportador de ángulos) las diseñó. Me refiero a esos pechos amenazantes, a las mirillas de los ombligos (¿qué habrá al otro lado?) o a esas piernas envueltas en carne prieta que terminan y empiezan donde nace y muere todo. Se acoplan al asiento trasero de mi taxi, se cruzan: cierran el candado de las puertas del cielo y se meten la llave entre las tetas, entre esas tetas que siempre parecen ser perfectas aunque en realidad no lo sean, aunque la magia del sostén las moldee, las esculpa, las lime.

Ni siquiera importa que esas tetas, sin sostén, sean feas. No importa que al quitarlo se caigan al suelo o se rompan en mil pezones. No importa, como digo, porque el desnudo y su posterior frote genital acaba siendo lo de menos:

El 90% del sexo está en los ojos de la imaginación. En los Rayos-X del deseo.

Una mujer bien vestida siempre será infinitamente más bella que una mujer mal desnuda. Y la imaginación del hombre siempre será más generosa que la realidad corporal de su objeto de deseo.

Si todos fuéramos por la calle en pelotas, si todas las mujeres se montaran en los taxis completamente desnudas, acabarían perdiendo el interés sexual. Y pocas, muy pocas, demostrarían tener un cuerpo tan espectacular como el que se intuye con ropa.

Vestidas, sin embargo, ganan todas. Extraña cualidad la suya: Siempre saben cómo mejorar, cómo disimular sus defectos o acentuar sus virtudes. Saben cómo sacarle el mejor partido a su cuerpo. Saben qué nos gusta. Saben cómo nos gusta. Tienen el poder de nuestros ojos, y por extensión, de todo lo demás.

¿Cómo, cuándo y dónde lo habrán aprendido?

Taller de caricias

La usuaria de piel autista me dijo que se había apuntado a un Taller de Caricias.

– ¿Y eso existe? – pregunté.

Me dijo que sí.

– Si no me crees, búscalo en internet – añadió justo antes de bajarse del taxi.

Así lo hice. Al llegar a casa Google me dio la respuesta.

Efectivamente, en la red encontré multitud de anuncios de Talleres de Caricias:

«EL TALLER va dirigido a cualquier persona que quiera conocerse un poco mejor y mejorar con ello la calidad de sus relaciones interpersonales, de pareja y de su vida en general», rezaba uno de ellos.

– ¿Nos apuntamos? – le dije a mi pato de goma Made in Hong Kong mientras le acariciaba la cabeza.

– ¡Cuac! – contestó.

Luego, sin saber muy bien por qué, rompí a llorar.

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Reflexión para los adentros de mis lacrimales: Un mundo con demanda de caricias es un mundo que no funciona. O que funciona demasiado.

El adolescente que no sabía si quería crecer

Era mitad niño mitad adulto y estaba muerto de miedo. Había montado solo en un taxi por primera vez, del colegio a casa (donde seguro le estaría esperando su madre para pagarme la carrera; una madre que no pudo ir a buscarle y que llamó en el último momento al colegio para decirle que tomara un taxi, que ya era mayor para eso).

¿Qué tendría?, ¿12 años?, ¿13, quizás? Los suficientes, al menos, para tantear la vida de un adulto, o para comenzar a pensar que los adultos estorban pero sin poder aun vivir sin ellos, sin ese imprescindible consuelo de saber que están o estarán ahí cuando se le pudiera escapar cualquier ramalazo infantil. La adolescencia es una frontera tan fina que se podía permitir pasar de niño a adulto, o viceversa, a su antojo. Y bien es cierto que sus padres ya habían comenzado a darle ciertas responsabilidades de adulto a modo de pruebas que debía superar para ganarse su confianza, como la de subir en un taxi solo, aunque fuera por un trayecto ridículo, del colegio a casa. Desde hace meses habían notado, sus padres, indicios de sobra para creer que su niño ya no era tan niño, como ese mostacho, o los pelillos en las piernas y en las axilas, o su voz cambiante, incontrolable (los malditos gallos que tanto le avergonzaban y que trataba de disimular hacia ellos hablando bajito). Y es que Daniel estaba muerto de miedo en el asiento de atrás de mi taxi porque no sabía si quería crecer o no. Aún estaba a tiempo de decidirlo, pero algo le decía que le quedaba poco, casi nada.

Y digo Daniel porque ese adolescente bien podría haber sido yo muchos años atrás. Daniel viajando en el taxi de Daniel. El pasado y el presente en un mismo espacio. La boca del pasado echándole el aliento, desde atrás, a la nuca del presente.

Rasca y gana

Mientras conducía libre Castellana abajo comenzó a picarme la pierna derecha, justo detrás de la rodilla. Era uno de esos picores insistentes, como si su foco se encontrara bien profundo, al otro lado de la piel. Por eso comencé a rascarme bien fuerte, con todos los dedos, presionando. Pero lejos de mitigar el picor, su epicentro parecía hacerse cada vez más profundo, como queriendo jugar conmigo al ratón y al gato (a Rasca y Pica, pensé). Cuanto más fuerte me rascaba detrás de la rodilla, más se acercaba el picor a la misma rótula.

Por eso comencé a rascarme por delante (para acorralarlo) pero el picor, lejos de contrarrestarse, continuó su viaje de atrás adelante, y lo que comenzó siendo un picor en el envés de la rodilla se acabó convirtiendo en un picor en el salpicadero del taxi. Así que continué rascando el volante, y todo esto mientras conducía, pero el picor no paraba de avanzar hasta alcanzar primero el capó del taxi y después el paragolpes delantero.

Me detuve en pleno Paseo de la Castellana, bajé del taxi y me dispuse a rascarme el faro derecho, porque era justo ahí donde ahora sentía el picor.

Entonces se paró a mi lado un Agente de Movilidad.

– ¿Le sucede algo? – me preguntó quitándose el casco.

– Me pica aquí – le dije rascando la parrilla delantera de mi taxi.

– ¿Le pica a usted el taxi? – me preguntó.

– Raro, ¿eh? – le dije sin poder parar de rascar.

A los pocos minutos se acercó, no me preguntes por qué, una unidad de la Policía Municipal con un alcoholímetro en la mano y me dijeron que soplara. Y al soplar comenzó a picarme también el alcoholímetro.

El aparato marcó 0,0, pero a mí me seguía picando. El policía se lo llevó, y con él, mi picor. Me picaba un alcoholímetro que ahora estaba dentro del coche patrulla. Y el coche patrulla se marchó, y ahora me pica allá donde esté el puto alcoholímetro. Me pica desde la M-30 hasta la calle Princesa, pasando por Génova.

El abrazo fascista

Desde que te conocí no puedo evitar abrazarlo todo. Tú me enseñaste a utilizar el abrazo como moneda de cambio y ahora, ya ves, cada vez que un usuario saca el monedero para pagarme la carrera, me abalanzo sobre él con los brazos extendidos y le abrazo.

Y ningún usuario reacciona como tú:

– ¿Qué le debo? – me preguntó ayer un hombre con bigote.

– Anda, deje, tonto, y venga aquí… – le dije con voz nasal tirándome a su torso.

– ¿Pero qué hace? Quite, coooño… – soltó mientras me golpeaba con su maletín de piel de saña.

¿Cómo explicarle a aquel señor del bigote, amor, que el abrazo es ahora el único lenguaje que conozco? ¿cómo explicarle que me has convertido en un auténtico fascista del cariño? ¿cómo quieres que, después de haber pasado noches enteras abrazado a ti, me comporte ahora como si nada?

¿En qué jodido hechizo carnal me has metido?

Ahora no paro de buscar huecos blandos por todas partes donde poder reposar mi cabeza, cual yonki de peluche. Busco el hueco de tu hombro en los huecos de todos los hombros que se cruzan a mi paso. Pero ninguno encaja como el tuyo: Bendito Tetris dérmico, el nuestro.

Y además, comienzo a estar un poco harto de que todos esos usuarios a los que abrazo (por tu culpa) me acaben pegando o llamando a la policía.

Todos, menos tú.

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Nota a pie de estómago: ¿Serán mariposas, o es que tengo hambre?

Que se joda la NASA

Quiero poner un taxímetro en cada poro de tu piel. Tu piel prieta. Tus poros prietos. Los poros prietos de tu piel prieta. Quiero accionar todos los taxímetros de todos los poros prietos de tu piel prieta a la vez. Que sumen lo que dure todo esto. Y pagarte con besos. A cinco céntimos el beso. Calcula.

Quiero pedir un crédito a interés fijo. Que te intereses por mi interés y me digas que mis labios son más suaves que los labios de los niños que nunca han besado.

Quiero que nuestras lenguas sufran el síndrome de Diógenes y acumulen saliva del otro en bolsas del Carrefour. Durante la hostia de años imaginarios.

Quiero pensar que el piercing de tu ombligo es un planeta orbitando alrededor del Universo. Que tu ombligo absorba mi ombligo. Como aquella vez, pero al revés.

Quiero que se joda la NASA. Que se joda de verdad.

A contrapelo

Desde que las pastillas dejaron de hacerme efecto, combato los ataques de ansiedad acariciándome el ombligo. Sumerjo mi mano derecha (la del cambio de marchas) bajo la camisa y recorro con el dedo índice sus complejos pliegues hasta que consigo calmarme. No sé… a mí me funciona.

El caso es que el otro día, circulando ocupado por una calle Serrano colapsada por las obras, entre el traqueteo de las máquinas, el atasco y el sopor de aquella usuaria verborréica, me subió el nivel de ansiedad hasta límites estratosféricos. Así que, con disimulo, metí mi mano bajo la camisa y comencé a acariciarme el ombligo con el dedo índice.

Entonces sucedió algo inesperado. El movimiento circular de mi dedo alrededor del ombligo comenzó a crear holgura y se fue abriendo más y más (como si la piel de mi vientre fuera de arcilla fresca, o de chocolate espeso), hasta formarse un agujero en mi propia piel de dimensiones considerables.

Pero ahí no quedó la cosa. De repente, el agujero que yo mismo había creado sin querer comenzó a absorberlo todo, como si de una aspiradora corporal se tratara: Primero absorbió mi propia camisa arrancándola con furia de mi cuerpo. Después, el volante y luego el resto del salpicadero de mi taxi.

La usuaria, absorta por lo que estaba sucediendo, asomó la cabeza a la altura de mi vientre para verlo mejor y entonces ¡sssslup!, también fue absorbida (y con ella, la tapicería, el habitáculo y el resto del taxi).

Y así me quedé: sentado y sin taxi, culetazo mediante, en plena calle Serrano, semidesnudo y con un agujero a la altura del ombligo que no paraba de absorberlo todo.

Me levanté y a medida que giraba el cuerpo, como digo, mi ombligo continuaba absorbiendo todo cuanto se cruzara en mi camino. Desde coches, hasta farolas, aceras y árboles, así como un par de Agentes de Movilidad asidos a un semáforo que tampoco pudieron resistirse a la fuerza de succión de mi ombligo. Con estos últimos, de hecho, comencé a sentir un extraño ardor de estómago que apacigüé enseguida absorbiendo también una boca de riego y un camión cisterna que, para mi fortuna, pasaba por ahí.

Y cuando ya creía desaparecida la calle Serrano, mi ombligo continuó succionando el resto de los edificios, los coches, los viandantes y el asfalto de toda la ciudad. Y con ello, el agua del río Manzanares (con sus peces radiactivos) y con él, el agua del resto de los ríos de España. Así, Madrid desapareció antes de que nadie pudiera hacer nada (ni siquiera yo mismo), y sin embargo mi ombligo parecía no saciarse nunca, absorbiendo después el resto de las ciudades de España, y luego Europa entera, y los mares, y los océanos, hasta acabar absorbiendo el mundo entero.

Me quedé, pues, flotando en la atmósfera, aunque por poco tiempo: la atmósfera también acabó desapareciendo por el agujero de mi ombligo y con ella, el Sistema Solar, el Sol, las Estrellas y el Universo entero. Todo, en fin, se esfumó succionado por el hueco de mi vientre.

Y así continué un buen rato. Flotando en medio de la nada. Y flipándolo, claro.

Pero entonces mis piernas comenzaron a sentir una fuerte atracción hacia el agujero de mi propio ombligo y, tras doblarse hacia delante, desaparecieron engullidas por mi mismo hueco. Y de seguido, me desaparecieron también mis brazos y mi cadera (como si buscara hacerme reversible).

Pero al llegarle el turno a mi cabeza, cuando ya pensaba que absolutamente todo desaparecería por ese agujero, y pese a todo pronóstico, se me quedaron las orejas encajadas en el borde del agujero, a contrapelo.

Y así estoy ahora. Flotando mi cabeza en medio de la nada con las orejas de soplillo, y una cara de gilipollas que ni te cuento.

Cualquier resquicio de humanidad o de vida ha desaparecido por completo (excepto mi cabeza), y todo por tratar de evitar tomarme un simple Trankimazin.

Lo siento por vosotros allá donde estéis (dentro de mí, supongo). Fue sin querer. Os devolveré sanos y salvos en cuanto sepa cómo.

Mimetizada

Toco el claxon, y me duele el abdomen. Giro el volante, y me da vueltas la cabeza. Acelero y y me aumenta el pulso. Paro el motor y me desmayo: Demasiadas horas en mi taxi. Mimetismo, se llama.

Ahora bien. ¿Me podría pasar eso mismo contigo?: Pensar en ti tanto, tanto, que me acabaran creciendo en el pecho tus mismas tetas, se me tiñeran los ojos de tu mismo color, me creciera el pelo hasta los hombros, y echara caderas y redujera cintura hasta alcanzar tus mismas medidas.

Imagina que el amor fuera eso: Pensar tanto en alguien que acabaras siendo físicamente idéntico a esa persona. Con su misma cara, sus mismos ojos, su misma piel, sus mismas curvas. Despertar un día, y ser igual que ella. Ser, físicamente, la mujer que amas. Te tocarías y sentirías lo mismo que siente ella. Te pasarías la vida delante de un espejo. Besando al espejo (o el reflejo de sus labios que son los tuyos).

Imagina ahora que ese amor mimetizado al que me refiero no fuera correspondido. Que tú te transformaras en ella, pero ella siguiera siendo ella. Que la visitaras con su mismo cuerpo, llamaras a su puerta con sus mismos nudillos y ella, al abrir la puerta, creyera encontrarse delante de un espejo, y que tú aprovecharas su shock para decirle a la cara:

– Mira en lo que me has convertido.

Que ella, en realidad, fuera lesbiana y se gustara (desde fuera). Que al verme/verse se lo acabara montando con ella misma sin saber que, en realidad, eres tú pero con su mismo cuerpo. Que, al final, con el roce y el tiempo, se acabara enamorando de ella misma que en realidad eres tú con su mismo cuerpo.

A mí no me importaría en absoluto. Me sentiría raro, o rara. Pero no me importaría en absoluto.

Quiero depilarlo todo

Los límites de mi espejo retrovisor me ofrecen siempre el marco justo de las cejas, los ojos, la nariz y la boca de cada usuario. Los ojos, la nariz y la boca corresponden al apartado genético. Por mucho que llamen mi atención no puedo evitar pensar en su falta de mérito. Las cejas, sin embargo, me apasionan de otro modo, porque en ellas interviene la mano y el arte de quien las moldea.

Unas cejas bien depiladas pueden transformar cualquier mirada: de triste a altiva, de insignificante a interesante. Siempre a mejor. He de reconocer que las mujeres, para eso, tienen un don especial. Admiro su capacidad de manejar las pinzas como si de un pincel se tratara. Admiro su cualidad innata de conseguir que ambas cejas queden simétricas. Con unos cuantos pelos de menos aquí, y los mismos allá, son capaces de convertir su expresión en lo que quieran que sea. Las mujeres tienen el control porque saben moldearse. Saben cómo sacarle el mayor partido posible a esa comercial que todas llevan dentro. Y siempre quitándose pelos. Nunca al revés.

Ahora que la depilación lo domina todo, ahora que no podemos concebir unas piernas de mujer velludas o unas axilas pobladas, ahora que la moda también ha sucumbido al maravilloso mundo de las ingles, ahora, como digo, al fin comienzo a sentirme realmente cómodo en el siglo que me ha tocado vivir. Porque creo que ya no habrá vuelta atrás.

Y que viva el arte de la deforestación cutánea.

PELIGRO: Tatuaje a la vista

Sorprendente testimonio el de aquel usuario (35 años, alto, grueso, pelo rubio a cepillo) desde Tetuán hasta la Latina.

– Me separé de mi mujer hará ya siete meses. Estaba muy enamorado de ella, ya ves, creí haber encontrado a la mujer de mi vida. Así que, en su día, no me pareció tan mala idea tatuarme su nombre en un brazo – se remangó y me enseñó el nombre de Daniela bien grande, tatuado desde el codo hasta la muñeca -. A ella le pareció muy romántico, y eso. Sin embargo, apenas dos años después de casarnos, llegué a casa antes de lo previsto y la pillé en la cama con mi jefe. Ni te imaginas la que se lió. Y claro, me separé de ella (y cambié de curro). Pero bueno, he estado un tiempo bastante jodido, y ya está. Se acabó, y punto. Creo que me merezco volver a empezar, conocer a otras mujeres, y todo eso. Hasta ahora no me había atrevido a conocer a ninguna otra mujer por culpa del maldito tatuaje. Pero hará un par de meses, un amigo me dio la solución. Me dijo que me apuntara a una web de esas para buscar pareja y que buscara mujeres que se llamaran Daniela. Y así lo hice. Me apunté, y comencé a buscar Danielas. En Madrid, encontré a cinco; otra en Toledo, y dos más en Segovia. Ahora, precisamente, voy a una cita con la primera. Hemos quedado en un bar, en la dirección que te he dicho. Por sus fotos, parece guapa. Espero tener suerte. Haré todo lo posible para que no me vea el tatuaje y si todo sale bien, si lo nuestro funciona, se lo enseñaré como si me lo acabara de hacer por ella. Tendrá que ser antes del verano, porque luego viene el calor y…