Desde que las pastillas dejaron de hacerme efecto, combato los ataques de ansiedad acariciándome el ombligo. Sumerjo mi mano derecha (la del cambio de marchas) bajo la camisa y recorro con el dedo índice sus complejos pliegues hasta que consigo calmarme. No sé… a mí me funciona.
El caso es que el otro día, circulando ocupado por una calle Serrano colapsada por las obras, entre el traqueteo de las máquinas, el atasco y el sopor de aquella usuaria verborréica, me subió el nivel de ansiedad hasta límites estratosféricos. Así que, con disimulo, metí mi mano bajo la camisa y comencé a acariciarme el ombligo con el dedo índice.
Entonces sucedió algo inesperado. El movimiento circular de mi dedo alrededor del ombligo comenzó a crear holgura y se fue abriendo más y más (como si la piel de mi vientre fuera de arcilla fresca, o de chocolate espeso), hasta formarse un agujero en mi propia piel de dimensiones considerables.
Pero ahí no quedó la cosa. De repente, el agujero que yo mismo había creado sin querer comenzó a absorberlo todo, como si de una aspiradora corporal se tratara: Primero absorbió mi propia camisa arrancándola con furia de mi cuerpo. Después, el volante y luego el resto del salpicadero de mi taxi.
La usuaria, absorta por lo que estaba sucediendo, asomó la cabeza a la altura de mi vientre para verlo mejor y entonces ¡sssslup!, también fue absorbida (y con ella, la tapicería, el habitáculo y el resto del taxi).
Y así me quedé: sentado y sin taxi, culetazo mediante, en plena calle Serrano, semidesnudo y con un agujero a la altura del ombligo que no paraba de absorberlo todo.
Me levanté y a medida que giraba el cuerpo, como digo, mi ombligo continuaba absorbiendo todo cuanto se cruzara en mi camino. Desde coches, hasta farolas, aceras y árboles, así como un par de Agentes de Movilidad asidos a un semáforo que tampoco pudieron resistirse a la fuerza de succión de mi ombligo. Con estos últimos, de hecho, comencé a sentir un extraño ardor de estómago que apacigüé enseguida absorbiendo también una boca de riego y un camión cisterna que, para mi fortuna, pasaba por ahí.
Y cuando ya creía desaparecida la calle Serrano, mi ombligo continuó succionando el resto de los edificios, los coches, los viandantes y el asfalto de toda la ciudad. Y con ello, el agua del río Manzanares (con sus peces radiactivos) y con él, el agua del resto de los ríos de España. Así, Madrid desapareció antes de que nadie pudiera hacer nada (ni siquiera yo mismo), y sin embargo mi ombligo parecía no saciarse nunca, absorbiendo después el resto de las ciudades de España, y luego Europa entera, y los mares, y los océanos, hasta acabar absorbiendo el mundo entero.
Me quedé, pues, flotando en la atmósfera, aunque por poco tiempo: la atmósfera también acabó desapareciendo por el agujero de mi ombligo y con ella, el Sistema Solar, el Sol, las Estrellas y el Universo entero. Todo, en fin, se esfumó succionado por el hueco de mi vientre.
Y así continué un buen rato. Flotando en medio de la nada. Y flipándolo, claro.
Pero entonces mis piernas comenzaron a sentir una fuerte atracción hacia el agujero de mi propio ombligo y, tras doblarse hacia delante, desaparecieron engullidas por mi mismo hueco. Y de seguido, me desaparecieron también mis brazos y mi cadera (como si buscara hacerme reversible).
Pero al llegarle el turno a mi cabeza, cuando ya pensaba que absolutamente todo desaparecería por ese agujero, y pese a todo pronóstico, se me quedaron las orejas encajadas en el borde del agujero, a contrapelo.
Y así estoy ahora. Flotando mi cabeza en medio de la nada con las orejas de soplillo, y una cara de gilipollas que ni te cuento.
Cualquier resquicio de humanidad o de vida ha desaparecido por completo (excepto mi cabeza), y todo por tratar de evitar tomarme un simple Trankimazin.
Lo siento por vosotros allá donde estéis (dentro de mí, supongo). Fue sin querer. Os devolveré sanos y salvos en cuanto sepa cómo.