Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Ultra

Hoy estoy ultrasensible. No me toques. Me harás daño.

Hoy mi piel se dio la vuelta. Todo heridas al aire. El aire son cuchillos.

Conducir mi taxi con guantes, sólo de noche: el sol violaría.

Conducir sin clientes. Hoy me dan miedo.

Y escuchar, quizás, alguna canción de Nick Cave, la que sea pero sólo una, siempre la misma, una y otra vez, y otra, y otra. No por su música, ni por sus letras, sino por su voz. La voz de Nick Cave hoy encaja. 

Y llorar suave aunque las lágrimas no me dejen ver el mar. Aquí no hay mar. Todo es mentira.

Que al llegar a casa estés dormida, por favor. Y me tumbe encima de las sábanas, sin cubrirme: Dolerían. 

Y ahí quieto respirar lo justo para no despertarte. No sabría qué decir si despiertas con ganas de abrazos o palabras. Hoy todo duele. Como si las paredes del corazón fueran de velcro y las costillas también, macho y hembra, y en cada latido sonara jjjjjjasssshhhh. Sensación rarísima.

No es que hoy no te quiera, amor. Es que hoy no me soporto.

No me apetece ser. Tal vez mañana.

Ceguera transitoria

Me mandó parar una mujer de bata blanca asida al brazo de otra más joven, abrió mi puerta delantera derecha y tomó asiento, con la ayuda de la otra, tanteando el espacio con las manos:

– Me acaban de dilatar las pupilas para hacerme unas pruebas. Apenas veo nada – me dijo.

La enfermera se esfumó y yo inicié la marcha hacia el destino que me marcó la reciente y transitoria ciega.

– Qué sensación más extraña, la ceguera… – me dijo, a mi lado, sin saber hacia dónde dirigir sus ojos. Luego optó por cerrarlos.

Entonces aproveché para acercarme a ella. Simulando un falso semáforo en rojo detuve mi taxi en el callejón más cercano y me dispuse a observar con detenimiento las suaves líneas de su rostro, de su cuello y de su escote, conteniendo la respiración para no ser delatado. Desde esa distancia de apenas dos centímetros, su piel seguía pareciendo no tener poros como tampoco los tienen los jarrones chinos. Su contorno me recordó a las montañas rusas de mi infancia, de pronunciados descensos y túneles al fondo como el túnel de su escote. Quise jugar, comprar fichas y lanzarme. Sin embargo no hice nada más, aparte de un par de fotos para el recuerdo (una de ellas, arriba del post).

Continué la marcha como si aquel falso semáforo hubiera cambiado del rojo al verde.

Aquella mujer jamás supo ni sabrá nunca de mis ojos clavados en su piel y mis fotos a traición aprovechando su ceguera y un callejón no marcado en su ruta. Para ella fui un taxista cortés y atento que cobró lo justo (en aquel callejón paré el taxímetro). Tampoco lo supo ni sabrá nunca el hombre que esperaba en su destino, el mismo que me pagó la carrera y ayudó a la mujer a salir del taxi con la mano y un beso en la boca. A efectos prácticos no cometí irregularidad alguna: sin cadáver ni testigos no hay crimen. 

No hice nada malo de cara al mundo más allá de husmear en piel ajena y hacer un par de fotos para el recuerdo. Fotos para nadie reconocibles ni comprometedoras (tengo más, muchas más, de mujeres dormidas en mi taxi). Fotos que imprimo y cuelgo en todas las paredes de mi casa. Solo para mí.

Echar raíces

Se nota que estás disfrutando del sol por primera vez en muchos meses: con tu cabeza apoyada en el cristal de mi taxi y los ojos cerrados. La luz, a través de los párpados, hace que la oscuridad de dentro no sea negra, sino naranja.

Sonríes con los ojos cerrados, como notando las cosquillas de los rayos en tu rostro mientras yo te llevo despacio y suave. A través del espejo te miro así, apoyada en el cristal, sonriéndole al sol con los ojos cerrados y pienso que estás pensando en las plantas, en el milagro de la fotosíntesis, en tu vida receptora, en la fuerza de la luz como terapia.

Y bien querrías quedarte así, para siempre. Alimentarte a base de sol y echar raíces desde tus pies, atravesando el suelo del taxi y luego el asfalto y luego la tierra hasta quedarte anclada, plantada en este mismo instante y en este mismo lugar: Plaza de la Independencia, su nombre. Que las raíces de tus plantas, de las plantas de tus pies, lo perforaran todo hasta encontrar agua para luego absorberla y disociar sus nutrientes con el sol de la flor de tu rostro.

Pero soy taxista, y las únicas raíces que conoce el Reglamento son cuadradas, y en cuanto notas la sombra que proyecta la fachada de tu casa abres los ojos y dejas de sonreír. Hemos llegado a tu destino. Detengo el taxímetro, me pagas, abres la puerta con tus manos que no son ramas, plantas tus pies en la acera y comienzas a caminar. Y mientras veo cómo te marchas reparo en el cerco de sudor que ha dejado tu frente sobre el cristal.

Me acerco al cristal y comienzo a lamer tu sudor. Sabe a clorofila.

Tu recuerdo cadáver

Pienso en ti cuando hago zapping. En los semáforos. En las paradas de taxis vacías. Con mis ojos clavados en el rastro de tiza de un cadáver bajo la lluvia. Pienso en ti a cachos, por partes. Tú eres piedra. Yo, papel. Mis manos, tijeras. Trato de recortarte con miedo o párkinson. Difícil tarea para un niño venido a menos.

Son flashes de tu espalda pixelada. Momentos comprimidos, con taras. Tu pubis como el rostro de Dios. Tus pies rabiosos. Tu sangre de aloe vera. Los toldos de tus párpados dando sombra a un H&M. Tu aliento sincero. Tus migrañas. Tu goma del pelo ahorcando el cuello de mi pato de goma Made in Hong Kong. Tus besos suaves como un botellín de Mahou entre mis labios. Pensar en ti es morder con las encías un jersey de lana. Totus tuus.

No es tu tacto, sino el recuerdo que tengo de tu tacto, la imagen mental de tu tacto. El sabor de las yemas de mis huellas sobre tu tacto. El olor a tierra fértil de tu tacto. Las ganas de emitir sonidos indescriptibles a través de tu tacto, de ser un cerdo en el reino de los dedos. Un cerdo pequeño y valiente, pero un cerdo al fin y al cabo.

Tengo ganas de tenerte ganas. Ganas de resucitarte de entre los recuerdos muertos, asesinados a cabezazos. Ganas de desempolvar los píxeles de tu espalda.

Pero hoy no. No me encuentro bien. La gripe porcina, supongo.

El vals del taxidermista

Que se mueran los taxis ateos de amor, los taxistas con bigote, los clientes sin ojeras. Que se pudran los taxímetros de ciencias, los espejos antivaho, los trayectos de vuelta, los recibos sin poemas en el dorso. Que revienten los coches coagulados, las charlas sobre el clima, los bostezos sin resaca, los ojos que no quieren ni pueden ni saben hablar.

Sólo quiero lo mismo pero más suave, que me dejen en paz, pero cerca. Poder besar con los ojos cerrados, poder cantar con los ojos abiertos. Sólo quiero querer quererte sin conocer tu nombre, creer que tu vida es mi vida invertida, que tu sol sea mi sal, que «sea» sea mar en inglés y tus ingles sean mías. Quisiera no dejar de bailar con las mariposas de tu estómago el vals del taxidermista, vivir de tus legañas, matarte a besos para autopsiar tu alma. Que mi ser se convierta en tu estar, que el recibo de la luz que emitamos al rozarnos lo pague su puta madre.

Ahora sólo me faltas tú. (Tú no. Tú tampoco. Tú. Sí, tú). Así que deja lo que estés haciendo, baja a la calle, detente al borde de la acera, levanta el brazo y cruza los dedos. De resto, yo me encargo.

Simpiel

Mi ahora ex-amigo Omar quiso compensarme ciertos favores regalándome una de esas manoplas exfoliantes, de esparto, para el baño.

– Esta puta manopla es una auténtica genocida para las células muertas, tío. Si te frotas la piel con ella mientras te duchas toda esa mierda cutánea se irá directa al sumidero. Prueba y me cuentas… – me dijo.

– Mmmm… ¿gracias?

Esa misma noche, como todas las noches de domingo, me preparé un relajante baño de espuma con velitas, copa de vino, jazz y mi pato de goma Made in Hong Kong flotando a mi vera. Y de esta guisa, con las palabras de Omar rondándome la cabeza (¿células muertas?, ¿tenemos células muertas en la piel?) decidí hacer uso de la dichosa manopla, enfundándomela y frotándome, tal y como me dijo, todo el cuerpo desde la punta de los pies hasta la calva (proceso harto cansado y doloroso, por cierto).

El caso es que, cuando quité el tapón del desagüe y me deshice de la espuma a golpe de ducha comprobé con estupor que toda la piel de mi cuerpo (exceptuando, por suerte, la zona genital) había desaparecido. No sé qué hice mal: si todas las células de mi piel estaban muertas, o si me cuesta medir mis fuerzas en lo que al frote se refiere. El problema no era ese, sino qué pensaba hacer ahora, más desnudo que cualquier portada de Interviú, sin piel.

– ¿Qué dirán los usuarios de mi taxi cuando me vean así? El cuerpo puedo cubrirlo pero… ¿la cabeza y las manos…? – pensé.

Deprimido como sólo saben deprimirse los exfoliados me metí en la cama (tenía frío; más frío que nunca. Imagínate…) y apagué la luz. Tiritando, me abracé a mí mismo y por primera vez en mi vida no me reconocí; no reconocí mi propio tacto en mi mismo cuerpo, como si en esa cama hubiera ahora dos personas en una. Y en medio de aquella confusión mitad mental mitad táctil me excité sobremanera, y conmigo también se excitó mi zona no exfoliada (cuyas células ahora parecían más vivas que nunca), y una cosa llevó a la otra y…

Los abrazos del frío

Ahí sentada parece un ángel de lana. Indefensa. Congelada. Absorta. Feliz.

Jersey gordo y azul, de cuello vuelto. Guantes pequeños. Pómulos rojos. Al entrar trajo consigo el frío de la calle. Sin embargo ahora, en el calor de mi taxi, parece mirar ese mismo frío del otro lado del cristal con añoranza. Con nostalgia, quizás. Lo digo porque sigue con los hombros encogidos, como si tratara de meterse dentro de sí misma para abrazarse a su propio esqueleto blando y de terciopelo color hueso. Está mirando el frío de la calle con asombro. No hay duda que se siente bien.

Y, seguro, estará pensando en el momento de meterse en la cama, con la ventana abierta para que entre el frío y ella dentro, debajo de su edredón de plumas con flores cálidas estampadas, abrigada hasta los ojos, sólo los ojos, el arco de la nariz y la frente en contacto directo con ese frío gélido, polar, puro, de fuera; o sus deditos también a la intemperie, quizás, sujetando el edredón para que ningún viento lo mueva ni un milímetro. Y esperará a que su cuerpo, su piel, caliente las sábanas para sentirse plena, libre, sosegada, equilibrada y protegida de todo lo que suceda fuera, en la calle, en el mundo, en el cosmos, como si el edredón hiciera las veces de coraza, de muro infranqueable o de nube que separa la borrasca de arriba con el cielo azul de dentro. Y dormirá sin querer dormir para no perderse ese momento.

¿Sabes a qué sensación me refiero?

Tu palabra

No puedo parar de leer mientras me muevo. No puedo evitar transformarlo todo en palabras. Los usuarios de mi taxi tienen letras tatuadas en sus rostros. No los miro; los leo. Mi espejo retrovisor es un eBook analógico.

Alzo la vista al cielo y aparecen mensajes subtitulados entre el horizonte y las nubes. Escribo un sms, con la palabra CIELO, al 5575: «¿Subes o bajo?», y al rato aparece mi mensaje sobreimpresionado, con fondo azul. Y ahora, la «o» final de mi mensaje está siendo violada por una avioneta sin motor. Y me cago en la estela del intrusismo literario.

Imagina que todos tuviéramos una palabra tatuada en la frente. Imagina una palabra que fuera sólo tuya, irrepetible, que te persiguiera hasta el fin de tus días. Una palabra cuya lectura te definiera, o dijera todo cuanto necesitaras demostrarle al mundo sobre ti y a simple vista.

Mi palabra sería: PERPLEJO

¿Y la tuya?

Tumor benigno

Sin querer quererlo me has convertido en un tío frágil, miedica y acomplejao. Ya sólo soy fuerte cuando estoy a tu lado: Contigo me como el mundo sin pan, camino de tu mano como un chulito quinceañero, miro a las nubes por encima del hombro y dejo propina en los bares.

Luego te vas un rato a trabajar, o a vivir tu trozo de vida, y entonces me convierto en sapito que no sabe flotar (pidiendo auxilio en medio de un estanque sin orillas). Me siento turista en mi propia ciudad, o en mi misma cama. Sucio bajo una ducha que no calienta.

Y cojo mi taxi y el volante me queda grande, y los pasos del taxímetro corren tan despacio que prefiero apagarlo y no cobrar. No estás ni te veo ni te siento. Y me levantan la mano y no paro si no eres tú. Y nunca eres tú: Los taxis sin amor urgente no tienen sentido.

Y quiero creer que las rotondas son tus pezones, y doy vueltas y vueltas como un gilipollas intentando excitarte, llamar tu atención, pero sólo consigo cabrear al tráfico y marearme y gastar combustible a 0,97€ el litro.

O me imagino que tu piel está en el salpicadero, que tu ombligo es el mechero del coche que presiono y se enciende y me prende los cigarros que me llenan, al menos, de humo.

O acciono el limpiaparabrisas para que tus brazos me hagan la ola.

O hago zapping con la radio para encontrar tu voz anunciando lo que sea, para comprar lo que sea que anuncies. Pero no trabajas en la radio, ni vendes más que besos gratis debajo del edredón del cielo de casa. Y a esos ya estoy abonado.

Y es que te amo (desde lo más profundo del píloro) cuando estás. Y cuando te marchas, me odio.

Tu inevitable ausencia me tizna el alma, Bea.

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NOTA: El sábado compré quince ejemplares de EL PAÍS para cubrirte, mientras dormías, el cuerpo entero con el repor de Ana Alfageme. Y aun así te constipaste. Compleja eres, cielo.

Frágil

Piel de leche desnatada. Ojos de cristal de bohemia azul, pómulos de pomelo, labios cárnicos y sedados de seda. Una trenza morena a un lado del hombro derecho, unos hombros desnudos, codificados por sendos tirantes. Un vestido color montaña, unos brazos como ríos que se dejan caer, en cascada, al mar de sus piernas. Unas manos que se entrelazan, como rezando sin querer al dios de los tembleques y los miedos. Un cuerpo vivo pero deliciosamente inerte, en fin, que viaja ahora en el asiento trasero de mi taxi.

Mira sin mirar a través de la ventanilla, muy cerca de la ventanilla, de un cristal mucho más grueso que ella, casi pegada a él pero sin apenas aliento, ni vaho, ni esencia de saliva, ni nada: Ella podría romperse en cualquier momento. Y tengo miedo.

Por eso conduzco despacio, alargando cada curva lo más suave posible, frenando con los pies en el suelo y acelerando después con las manos para que no note el sonido del motor, ni vibración alguna que pudiera quebrarla o romperla en mil poros.

Y si llegara a romperse dentro del taxi, algo dentro de mí también se rompería. Aunque no nos conozcamos de nada, aunque no volvamos a vernos jamás, yo también me rompería. No sabría explicar por qué, pero así es.