Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La viuda de nadie

cenizas

 

Una mujer vestida de duelo se acercó a mi taxi en la parada del aeropuerto y con gesto de apuro me preguntó:

-Disculpe. Necesito llegar a San Sebastián hoy mismo. ¿Podría llevarme?

-¿Perdió su vuelo? –pregunté extrañado.

-No me dejaron subir al avión con esto –y me enseñó una urna funeraria que llevaba entre las manos.

-De acuerdo, suba -le dije.

El trayecto Madrid-Donosti comprendía algo más de 450 kms. Los cien primeros viajamos en completo silencio. Luego comencé a notarla incómoda.

-¿Se encuentra bien?, ¿necesita que paremos?

-Descuide. Soy fumadora y estoy un tanto nerviosa.

Le dije, como excepción y dada la longitud del trayecto, que podía fumar en mi taxi. De inmediato se encendió un cigarro, me tendió otro, y este simple gesto compartido consiguió que la mujer se relajara y comenzara a hablarme. Y kilómetro a kilómetro fue tomando confianza conmigo hasta acabar confesando el verdadero motivo de aquel viaje.

Esa urna que no soltaba y abrazaba a ratos contenía las cenizas de su amante, hombre a la sazón casado. Falleció tres días atrás en un accidente de tráfico, a la edad de 53 años. Ella, mi usuaria, además de amante era la empleada del hogar de la familia, enamorada en secreto del difunto y él también de ella, compartiendo casa (trabajaba de interna) y a veces, cuando la esposa de él no estaba, cama también, y algún que otro viaje. Fue, precisamente, en uno de esos viajes, paseando por la playa de la Concha, donde se dieron su primer beso hace ahora más de siete años (o daños, según se mire).

Él le había prometido una y mil veces que todo cambiaría. De hecho, ya había iniciado los trámites del divorcio a espaldas de su mujer. Fue, precisamente, en aquel trayecto en coche dirección despacho (o despecho) de su abogado, cuando tuvo el mortal accidente.

Al final, poco antes de llegar a la playa de la Concha, la mujer me confesó que, en realidad, esta misma mañana le había robado a la viuda las cenizas de su amante. Se justificó añadiendo que sólo ella sabía dónde quería que echaran sus restos. Sólo ella se creía dueña de un futuro que nunca tendría, aunque sólo fuera en forma de cenizas esparcidas en el marco secreto de aquel primer beso.

Mundo orgasmo

sexing car

«El mundo gira alrededor del sexo» estoy pensando mientras circulo con mi taxi libre por los labios menores del Paseo de la Castellana. Nacemos fruto del sexo y luego la infancia no es más que un trámite de aprendizaje hasta alcanzar el primer orgasmo. Este sería el punto de inflexión hacia la vida adulta: el orgasmo. A partir de entonces, todo cambia. La vida comienza a cobrar un sentido opuesto al de la tierna e inocente infancia y nos volvemos más cabrones y obsesivos. Buscamos ganar dinero porque es la vía más directa hacia la seducción. Aprendemos a seducir, a gustar, a seleccionar a la presa más indicada que nos ayude a alcanzar tan ansiado orgasmo. Esto vale para hombres como para mujeres, qué duda cabe. Se llama perpetuar la especie, y es la base de todo.

«El orgasmo», estoy pensando mientras rodeo con mi taxi libre la areola del pezón que es Cibeles. Curioso fin es el orgasmo. Todo lo demás, todo fin distinto a ese que tenga como base el placer, no es más que un simulacro, una mala copia del orgasmo. Buscamos escuchar canciones bonitas para sentir lo más parecido al orgasmo. Compramos coches de dimensiones inversamente proporcionales al tamaño de nuestras pollas. Y los que descartan el sexo no son más que fábricas de traumas que acabarán explotando de un modo u otro. Por eso no me fío de los curas. No existen seres vivos más antinatura que los curas.

Conduzco mi taxi libre por el Paseo de las Delicias dirección clítoris de Atocha. En la acera derecha me levanta la mano una mujer que induce al orgasmo. Freno a su altura, y nada más montarse digo:

-¿Follamos?

Pero ella se lo toma a mal, y al instante se baja del taxi espantada.

No lo entiendo.

El taxista que jugó a dominar el tiempo

Así dispuestas, a ambos lados de mi espejo retrovisor, eran como el antes y el después de la misma persona. Madre e hija: apenas veinte años de diferencia pero los mismos ojos azules, los mismos pómulos rosados e idénticos pares de labios. Sin embargo, aun siendo dos gotas de agua captadas a destiempo, la madre se me antojó más guapa que la hija. Como si el paso de los años hubiera afianzado sus rasgos, marcando aún más una personalidad sin duda arrolladora, macerada al igual que buen vino. La hija era guapa, sí, pero carecía del atractivo maduro y rabioso de la experiencia, ese «cuando tú vas yo ya he vuelto» frente al «me llevas ventaja». La candidez inmadura aún asida al árbol frente a la fruta en bandeja, con fecha de caducidad pero sabrosa.

El caso es que, mientras las dos hablaban de sus cosas en el asiento trasero de mi taxi, me dio por imaginar cómo sería un encuentro sexual con las dos a la vez, modo trío; y aquello, más que excitante, lo imaginé enrarecido, debatiéndome entre dos franjas de tiempo: algo así como follar en diferido o en falso directo, acusado por la extraña decisión de optar por el futuro o el pasado de una misma mujer, o alternar futuro y pasado a intervalos, o pensar en el pasado mientras sucumbo a los encantos del futuro, o viceversa. Tocar a las dos a la vez sería como poner un pie en el lado portugués de la frontera y el otro pie en España, sintiendo que son las diez de la mañana en la mitad izquierda de mi cuerpo y las once en mi derecha. Así que lo excitante, más que el acto sexual en sí, sería su carácter metafísico. Y estaba dispuesto a probar. De hecho, cuando detuve el taxi en su destino y la madre se dispuso a pagarme, estuve a punto de decir: «¿Jugamos los tres a ser Dios?». Pero mi novia me esperaba en casa, había recibido un Whatsapp suyo que decía: «¿Te apetece tortilla de patata?». Y a mí me encanta la tortilla de patata.

Amor propio

Dos gemelos en el asiento trasero de mi taxi. No sólo eran exactos él y él, como dos gotas de agua oxigenada: también se complementaban hasta límites que jamás había visto. Parecía como si el uno respirara con los pulmones del otro y el otro verbalizara los pensamientos del uno. Por fuera, idéntico corte de pelo, y el pantalón de cada cual conjuntaba mejor con la camisa del otro que con la propia (y viceversa). Además, aunque viajaban en mi taxi, no había taxi para ellos, ni calles, ni la música que sonaba por la radio. Sólo estaban solos los dos. Por eso, cuando a través del espejo me dio por calcular su edad (treinta y pocos años cada uno) dudé si, en su caso, el tiempo correría el doble de rápido o tal vez fuera más exacto sumar ambas edades (sesenta y tantos años en total).

Eran gemelos, así que compartieron útero y cigoto, lo cual quiere decir que ya se conocían nueve meses antes de nacer. También, por su conversación, deduje que ahora vivía juntos y solos. Repasaron en mi taxi la lista de la compra que tenían previsto hacer nada más llegar a su destino, justo antes de subir a casa. Uno decía productos y el otro los numerabas levantando uno a uno los dedos de la mano.

Luego sucedió algo insólito; algo que muchos calificarían de atroz, de repugnante incluso. Al menos yo me quedé helado cuando lo vi. Después de acabar de repasar la lista de la compra, se tomaron de la mano y se dijeron:

-Te quiero, Víctor.

-Te quiero, Víctor.

Y dicho esto, se acercaron como ante un espejo, y se besaron en los labios.

La historia oculta de unas tetas de silicona

-Mi padre murió el año pasado y con el dinero de la herencia me operé las tetas. No sé por qué te cuento esto; voy pelín borracha, pero me has parecido un tío majo y además eres joven y seguro que ya habrás escuchado de todo en el taxi. A lo que iba: mi padre murió en julio, arreglamos los papeles en septiembre, y en octubre me aumenté un par de tallas. Me lo gasté íntegro, los 4.215€. Es más, cuando fui a la clínica, le dije al cirujano que me quería poner tetas por valor de 4.215€; que cuántas tallas sería eso más o menos. Yo no tenía ni pajolera idea de lo que costaba la operación, pero me daba remordimiento de conciencia tener ese dinero ahí, pudriéndose en el banco: ese dinero olía a muerto, tú ya me entiendes. Al final me pusieron un par de implantes de silicona y la verdad es que me quedaron unas tetas de fábula. Estoy contenta con el resultado, de veras te lo digo, pero ahora que estamos en confianza te confieso que me acaba de pasar algo muy muy muy heavy. No sé… necesitaba contárselo a alguien y chico, me has venido a huevo. Puedo tutearte, ¿verdad?

-Por supuesto -dije yo a través del espejo del taxi.

-Bueno, pues el otro día, hace un par de días o tres, fui a un bar con una amiga, un afterwork de esos de gintonics pijus máximus, ya sabes, y en esto me doy cuenta de que al otro lado de la barra hay un hombre super apuesto (aunque algo mayor para mi gusto) que no para de mirarme no sé si a mí o a mis tetas. Se marcha mi amiga un momento al baño y va el hombre, se me acerca, se presenta muy educado él, y nos ponemos a hablar. La verdad es que el tío era, es, un embaucador. Tenía una labia increíble. Bueno, a lo que iba: Vuelve mi amiga del baño, se la presento, y bla, bla, bla, nos invita a otra ronda y al final nos acabamos dando el número de teléfono. El tío, encantador, me llama al día siguiente, y me insiste en quedar para cenar hoy mismo en un restaurante de la de Dios. Y entonces pensé, por qué no. Así que quedamos, cenamos, risas, vino, copas, y va después y me invita a su casa, y al final pasa lo que tenía que pasar. Me lleva al dormitorio, comenzamos, ya sabes, con los sobeteos, me quita el vestido, el sujetador, y justo cuando me está comiendo las tetas, con perdón, comienza a entrarme una paranoia de la leche. Ya te dije que era mayor, pero el caso es que así tan de cerca me dio por pensar que podría ser mi padre. No sé… se daba un aire,incluso tenía la misma cicatriz detrás del cuello, y más o menos tenía la misma edad que mi padre cuando murió. Pero con todo y con eso, me dejé hacer. Y me da mucha vergüenza decirte esto, pero en plena confusión te juro que nunca antes me habían echado semajante polvazo. Imagínate a un tío clavadito a mi padre comiéndome, con perdón, los pezones, y yo mientras imaginando que está intentando succionarme igual que un bebé, pero no la leche materna, sino la silicona que precisamente llevo gracias a la muerte de mi padre. Y ahora no sé si estaría bien volver a quedar con él. ¿tú qué crees?

-¿Yo? Creo sinceramente que necesito unas vacaciones.

La paja en el ojo del ciego

Leyendo en la parada de taxis de Ortega y Gasset una biografía del guionista y director Willy Wilder, me topo con la siguiente anécdota:

Una historia muy querida por Willy relata la desventura de un amiguete cuyo padre lo descubrió mientras estaba masturbándose y le anunció que si lo hacía cincuenta veces más moriría. Aterrorizado, el chico cesó la práctica, pero sólo durante un día o dos; luego ya no pudo aguantar más y volvió de nuevo a las andadas. Acechado por la sensación de su muerte inminente, el chico empezó a señalar cada sesión en una hoja de papel, apuntando sus orgamos igual que un aviador de la primera guerra mundial hacía muescas en su avión, con la diferencia, claro, de que en este caso él era su propia víctima. Al principio, contaba Wilder, el chico se masturbaba un par de veces a la semana, luego sólo una. Finalmente, llegó a la señal cuarenta y nueve. Según Wilder: «Escribió una nota de despedida para sus padres en la que explicaba cómo había resistido; ahora se iba a la muerte y les rogaba que le perdonaran». Tras deslizar la carta bajo la puerta del dormitorio de sus progenitores, volvió al suyo y se masturbó hasta la muerte… pero no la muerte del cuerpo y el alma sino la de su fe en su padre: A partir de entonces, no volvió a creerse una sola palabra de lo que le dijera su padre.

En esto sube a mi taxi un padre con su hijo prepúber. Cierro el libro, el padre me indica un destino y acto seguido comienzan a hablar entre ellos. Por lo que escucho de su conversación el niño aún se encuentra en esa etapa límite de confianza hacia su padre, ese punto de inflexión entre el respeto y la duda. El caso es que aún no demostraba el típico gesto de quien ya conoce el noble arte de la masturbación, ese barniz en los ojos que delata la pérdida de inocencia, esa mueca de asombro suave, ese olor a disimulo.

El trayecto fue corto. Pagó el padre, que bajó primero del taxi, y al bajarse el niño le vi fijarse en una chica de uniforme de colegio, falda corta, pechos generosos, y entonces le agarré del brazo y le dije:

-Tranquilo. Diga lo que diga tu padre no morirás. Tampoco te quedarás ciego.

Para mi asombro, en lugar de asustarse, el niño me sonrió. Algo sabía.

 

La vida en un búnker

bunker web

Nos robaron la isla, también, pero ya estoy preparado para el búnker, ya sabría qué llevarme: latas de conserva hasta el fin de los días, vino joven para verlo envejecer, ninguna foto. El espejo retrovisor de mi taxi, cristasol y un trapo, un reloj parado en las ocho y treinta y tres, el cuadro de El Grito, cien mil folios y quinientos bolis Bic. Esos cedés que tú y yo sabemos, esas pelis que tú y yo sabemos, esos libros. Dos macetas con flores de plástico, mi pato de goma Made in Hong Kong y, por supuesto, tú conmigo y tu guitarra.

Y seríamos felices en el búnker, aún más que ahora. Yo escribiendo para ti; tú soñando por los dos. Contándonos historias inventadas. Y a salvo, por fin, de las inclemencias del tiempo (pagaríamos el búnker al contado), sin planes de pensiones ni llamadas a deshoras del 1004, sólo amor. Sin cielos ni celos, sólo amor. Arreglando el mundo sin salir del búnker, jugando al Comunismo tu boca y la mía.

Y por la ventanita del búnker observaría cómo se matan los hombres (se acabarán extinguiendo, no lo dudes), cómo arrasan los campos y mientras tú, abrazándome desnuda, sintiendo los dos el calor del cuerpo a cuerpo. Y tapando la ventana sería de noche cuando tú quisieras. Y contaríamos el paso del tiempo en arrugas, como anillos de árbol. Y mis hijos y tus hijos seguirían escribiendo por mí, cantando por ti y a salvo. Ajenos al mundanal ruido. Mirando por la ventana mientras piensan: los presos son ellos.

 

Los sin rumbo

Un médico de urgencias en mi taxi me cuenta que ahora, entre los chavales, está de moda introducirse tampones mojados en vodka o ginebra por el orto (ellos) o la vagina (ellas). De este modo los efectos del alcohol son más fuertes e inmediatos, y por supuesto es mucho más barato emborracharse. Y también más peligroso, me advierte. De hecho, ya ha tenido que atender a no pocos chavales con desgarros, infecciones y hasta comas etílicos.

A la vista de estas prácticas podríamos pensar que los chavales de hoy en día son directamente gilipollas, o que son más gilipollas que los chavales de antes. Pero el tema va más allá de una simple gráfica gilipollesca, es más complejo. Me refiero a que algo distinto a la gilipollez ha cambiado en apenas media generación. Por supuesto que en mis tiempos existían los tampones y existía el vodka; pero a nadie, que yo sepa, se le pasó por la cabeza mezclar ambos conceptos. Bebíamos, sí. Vía oral. Cerveza y kalimotxo: lo más barato. Como mucho hacíamos los llamados «submarinos» (practicar un agujero en la botella, llenarlo de humo y beber y aspirar a la vez) y eso ya nos parecía una osadía. Algunos se drogaban, claro está. Pero se drogaban por los conductos tradicionales (vía canuto los más soft, y en vena los más hardcore).

Ahora, sin embargo, mezclan conceptos con una amplitud de miras asombrosa. Porque para mezclar concepto tampón con concepto borrachera, hace falta un esquema neuronal sin fronteras entre ambos hemisferios cerebrales. Podría, en fin, tratarse de un problema educacional, pero también de un salto evolutivo. O creativo. O efectos secundarios de haber perdido el rumbo.

¿Tú qué opinas?

Otra vida en imágenes

Circulando con mi taxi libre Castellana abajo, se me cruzó de repente un enorme autobús y suerte que no había bebido (aún), porque tuve reflejos y conseguí frenar en seco y girar brusco el volante; el taxi trompeó y aun así estuve a punto de matarme. Lo raro fue que en ese preciso instante, cuando creí que aquel era el fin, que me mataba, game over, chin pum, pasó por mi cabeza como en imágenes toda una vida. Pero no pasó mi vida delante de mí, sino la vida del conductor de autobús.

En esa milésima de segundo vi imágenes del conductor del autobús siendo niño, jugando con un tren eléctrico, y en la siguiente imagen vi al conductor del autobús haciendo la Primera Comunión, y en la siguiente en un parque oscuro, observando escondido a otros niños, y en la siguiente fumando un porro con su amigo Germán. En la siguiente imagen vi su viaje a Tenerife con su novia Laura; en la siguiente jugando al fútbol con su amigo Germán; en la siguiente en el altar, casándose con Laura; en la siguiente compartiendo jabón con su amigo Germán en las duchas del gimnasio; en la siguiente, el vientre de Laura embarazada; en la siguiente acariciando la espalda de Germán, y dándole besos en el cuello en la habitación de un motel; en la siguiente Laura dando a luz; en la siguiente sintiendo el aliento de Germán en la nuca.

Y ahí reaccioné. Comprobé con alivio que al final no habíamos chocado, y respiré profundo.

Salí del taxi. El conductor salió pálido del autobús, se acercó a mí y me dijo:

-¿Estás bien?

-No. No estoy bien. Eres un cabronazo. Lo sabes, ¿no?

-Lo siento de veras. Me despisté y me salté el ceda el paso.

-No me refiero a eso. Si te gustan más los hombres y prefieres a Germán, adelante. Pero no le hagas daño a Laura, tío, que tenéis un hijo en común y se la ve enamoradísima de ti, mamón. ¿No te da vergüenza?

Dicho esto, subí de nuevo al taxi y me marché.

Los peligros de vivir para escribir

club gay

Vivir por y para la escritura a veces duele. Literal. Ahora, por ejemplo, me ha dado por beber crema de whisky porque es lo que bebe el protagonista del relato que tengo entre manos. El germen de la trama surgió a partir de un usuario con pinta de homosexual reprimido que viajó ayer en mi taxi. Me inquietó tanto su aspecto que al bajarse del taxi decidí aparcar y seguirle sin que él me viera. Caminé unos metros detrás de él y después le vi entrar en una academia. Yo entré después, y le pregunté a un tipo con pinta de concertista de oboe que de qué era el curso que estaba a punto de empezar. Cuando el hombre me dijo que se trataba de un curso de reflexología podal, pensé al instante: esta historia se escribe sola.

Ya tenía dos datos clave para armar el personaje. El próximo paso era ahondar en ellos y completar su perfil ampliando el espectro a golpe de lógica. La primera pregunta era obvia: ¿Qué bebe un homosexual reprimido de unos cuarenta años que en sus ratos libres estudia reflexología podal? La respuesta no podía ser otra: crema de whisky.

Para meterme aún más en el personaje entré en un bar de ambiente gay (la academia estaba en el corazón de Chueca), me acodé en la barra y pedí un Baileys. Al sacar mi cuaderno y mi boli Bic, el camarero (metro noventa, torso desnudo) me preguntó nervioso si era inspector de Hacienda. Me tentó decir que sí, pero al final le dije que mañana me iba a Cuba, y que había pensado despedirme del facha de mi padre escribiéndole una carta. Dicho esto me dejó a lo mío.

Tres o cuatro Baileys después alcé la vista del cuaderno y me sorprendió ver al otro lado de la barra, precisamente, al mismo usuario de mi taxi y mi relato, bebiendo Baileys también. Cruzamos las miradas y al instante se acercó a mí, tomó asiento a mi vera y me dijo:

-Perdona. Eres el taxista que me ha llevado antes, ¿verdad?

-Eh… sí.

-¡Virgen santísima, qué coincidencia! Aunque si te digo la verdad, no me sorprende. Desde el mismo momento que subí a tu taxi supe que tú también «entendías».

-¿Cómo dices?

-Me echaste un par de miraditas por el espejo que… bufff. ¡Madre mía! Con el morbo que me dan a mí los taxistas… Y ahora te veo aquí, y es como un sueño…

En ese instante me pregunté qué era más importante para mí, si mi profunda heterosexualidad o mi oficio de escritor buscador de historias. Y al final me decanté por lo segundo.