Una mujer vestida de duelo se acercó a mi taxi en la parada del aeropuerto y con gesto de apuro me preguntó:
-Disculpe. Necesito llegar a San Sebastián hoy mismo. ¿Podría llevarme?
-¿Perdió su vuelo? –pregunté extrañado.
-No me dejaron subir al avión con esto –y me enseñó una urna funeraria que llevaba entre las manos.
-De acuerdo, suba -le dije.
El trayecto Madrid-Donosti comprendía algo más de 450 kms. Los cien primeros viajamos en completo silencio. Luego comencé a notarla incómoda.
-¿Se encuentra bien?, ¿necesita que paremos?
-Descuide. Soy fumadora y estoy un tanto nerviosa.
Le dije, como excepción y dada la longitud del trayecto, que podía fumar en mi taxi. De inmediato se encendió un cigarro, me tendió otro, y este simple gesto compartido consiguió que la mujer se relajara y comenzara a hablarme. Y kilómetro a kilómetro fue tomando confianza conmigo hasta acabar confesando el verdadero motivo de aquel viaje.
Esa urna que no soltaba y abrazaba a ratos contenía las cenizas de su amante, hombre a la sazón casado. Falleció tres días atrás en un accidente de tráfico, a la edad de 53 años. Ella, mi usuaria, además de amante era la empleada del hogar de la familia, enamorada en secreto del difunto y él también de ella, compartiendo casa (trabajaba de interna) y a veces, cuando la esposa de él no estaba, cama también, y algún que otro viaje. Fue, precisamente, en uno de esos viajes, paseando por la playa de la Concha, donde se dieron su primer beso hace ahora más de siete años (o daños, según se mire).
Él le había prometido una y mil veces que todo cambiaría. De hecho, ya había iniciado los trámites del divorcio a espaldas de su mujer. Fue, precisamente, en aquel trayecto en coche dirección despacho (o despecho) de su abogado, cuando tuvo el mortal accidente.
Al final, poco antes de llegar a la playa de la Concha, la mujer me confesó que, en realidad, esta misma mañana le había robado a la viuda las cenizas de su amante. Se justificó añadiendo que sólo ella sabía dónde quería que echaran sus restos. Sólo ella se creía dueña de un futuro que nunca tendría, aunque sólo fuera en forma de cenizas esparcidas en el marco secreto de aquel primer beso.