Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Entradas etiquetadas como ‘genitales’

El gran dilema

Foto: Fake love, de Chihyu Lin

Foto: Fake love, de Chihyu Lin

No era cuestión de preguntar, pero al subir en mi taxi advertí que esa chica tenía, digamos, cierta muestra de semen viscoso sobre su pelo rubio. De hecho, a través del espejo retrovisor pude ver que una densa gota estaba a punto de separarse del resto y caer desde un lateral de su flequillo, fuera de su campo de visión, pero ya digo que era tan densa que no acababa de caer del todo. El caso es que aquello dotaba a la chica de una extraña dualidad: su rostro se me antojaba angelical (no más de diecinueve años, rasgos infantiles y una diadema con una pequeña flor, dios mío, también salpicada). De no haber sido por la muestra de semen en su pelo, pudiera haber pasado por una de esas chicas formales y de escasa o incipiente o nula actividad sexual. En el trayecto llamó por teléfono a su madre para decirle que ya había salido del cine y que llegaría en cinco o diez minutos, a tiempo para cenar con ella y con papá; y todo esto lo dijo envuelta en cierto tono inocente de niña cándida que no ha roto un plato en su vida. También añadió que había estado con su amiga Sandra, lo cual no era cierto. Yo mismo la vi en la puerta del cine, justo antes de tomar mi taxi, despedirse de un chico de su misma edad, aspecto risueño y sonrisa de oreja a oreja (nos ha jodido).

Y aquí llegó mi dilema: sin duda la chica no era consciente de la «prueba» que invalidaba su cita con su amiguita Sandra ante sus padres. Tal vez, al entrar en casa, le daría un beso a mamá o a papá en la mejilla, justo en el perfil de la muestra en cuestión, y aquello se convertiría en el momento más incómodo en lo que va de siglo. Además, al llegar a su destino, pude ver que vivía en un chalet y por lo tanto no tendría oportunidad de mirarse, como hacemos todos, en el espejo del ascensor o del portal y advertir el «recuerdo» que aquel afortunado y vigoroso chico le había dejado en la cabeza.

Yo no soy más que un taxista, no tengo por qué inmiscuirme en la vida privada de nadie. En cualquier caso, no os diré (por ahora) si al final le advertí de aquello o no. ¿Tú qué habrías hecho en mi lugar? ¿Se lo habrías dicho? Y en caso afirmativo, ¿CÓMO se lo habrías dicho?

Amantes y después

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

COLAPSO es ver subir en tu mismo taxi a la mujer que hace lustros compartió conmigo cama y fantasías (y llegó incluso a tocarme con la punta de los celos), y aquello acabara de la forma más brusca y más tensa: puteándonos y odiándonos hasta el punto de matarnos en el mapa del otro. Imagina su cara y mi cara al cerrar la puerta y decirme «Buenas tar…» y quedarse absorta, bloqueada, sin saber qué se debe hacer en estos casos: ¿marcharse?, ¿ser fría?, ¿cortés? ¿Bastarían diecisiete años para enterrar el rencor que nos tuvimos? ¿cuánto tardará una cicatriz en ser obviada o asumida o absorbida por el cuerpo y la memoria?

Tuve que ser yo quien tirara de entereza y sonreír: «¡Ana!, ¡Cuánto tiempo!» para que ella después atajara por el camino fácil: «¡Dani!, ¡no sabía que fueras taxista!» y desplegara un buen racimo de obviedades, y yo aprovechara esa calma neutra (y que no se atreviera a mirarme a los ojos) para observarla en conjunto. Diecisiete años pasaron y en esencia estaba igual excepto dos o cinco arrugas, y unos rasgos más marcados, y unos ojos menos vivos, como velados por una capa de barniz cuarteado. Pero aún conservaba el mismo tono de piel, igual de tersa. Y el mismo pelo rizado, silvestre, aunque más corto. Sé que me pilló bajando la mirada hacia su escote, sin poder evitar preguntarme y comparar la firmeza de sus pechos con aquellos que aún mantengo  intacto en el recuerdo. Qué raro sería volver a observarnos desnudos diecisiete años después, pensé. O besarnos de nuevo después de un abismo de besos con otros (la personalidad del beso a veces se diluye en nuevos labios y cambia, y pierde su esencia). Recuerdo que usaba la lengua como un francotirador acorralado. Recuerdo también la asombrosa humedad de su entrepierna, siempre insaciable.

Y en esto no pude contener tantos recuerdos y dije: «Tómate algo conmigo. Charlemos pero no de tu vida o la mía, sino de aquello. ¿Lo recuerdas?».

-Claro que lo recuerdo, pero hoy no puedo. Llevo prisa -me dijo.

-Perdí todo un año por tu culpa. Qué menos que cobrarme unos minutos de tu tiempo -volví.

Aquel argumento la dejó sin excusas. Aparqué el taxi y tomamos café en una de esas terrazas con calor artificial. Y hablamos, más yo. Y fumé, y le ofrecí, pero ella insistía en que había dejado de fumar hace dos años, cinco meses y siete días.

Y charlando con ella me di cuenta de lo mucho que cambia la voz de quien ya no comparte sexo contigo. El timbre, el tono, el color, o la temperatura de la voz no depende tanto de la edad sino del vínculo. Y al final, al despedirnos, me excitó sobremanera comprobar que Ana, en el fondo, seguía sintiéndose igual de contradictoria para conmigo: Justo antes de intercambiarnos los teléfonos y marcharse, se dio la vuelta, volvió a acercarse a mí y con la voz temblante me pidió un cigarrillo.

Lo que sé de lo prohibido

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Hace tres lustros y medio tuve un lío ocasional con mi profesora de inglés. Mi historia con la teacher Ana, bellezón cordobés doce años mayor que yo, surgió de la forma más rara y excitante que cabría imaginar. Todo empezó a mitad de curso de 3º de BUP: Yo andaba haciendo novillos en un parque cercano al instituto, leyendo los Trópicos de Henry Miller y bebiendo vino en tetrabrick, fascinado como de costumbre por el embrujo de la bohemia y la libertad cuando, de repente, la profe y a la sazón tutora Ana apareció de súbito en antológica pillada. Nada más verme fumándome las clases y bebiendo vino tinto se puso hecha una furia, amenazándome incluso con llamar a mis padres y dar el correspondiente parte de expulsión al director del centro (fraile de rectas costumbres, para más señas). Yo me vi entre las cuerdas, sin salida. Y tal vez por eso, como no tenía nada que perder, me dejé llevar por una mezcla de instinto desesperado y la ingesta de medio litro de vino barato, y sin mediar palabra, me acerqué a ella y la besé.

Ana se quedó petrificada. Tardó en reaccionar unos instantes, pero luego de inmediato me apartó y se marchó corriendo. Al día siguiente acudí al instituto en calidad de condenado a muerte, pensando que aquel sería mi último día como alumno de aquel centro. Pero nada más acabar su clase (la hora más tensa que recuerdo haber vivido nunca), justo al sonar la campana, la teacher soltó en castellano y con tono grave: «Pueden marcharse excepto Daniel Díaz. Usted, quédese». Salieron todos mis compañeros, y al quedarnos ya solos en el aula, ella cerró la puerta y, sorprendentemente, me empujó contra la pared y me besó. Apretándome los brazos con las uñas.

Lo siguiente fue citarnos esa misma tarde en su pequeño apartamento, a escasas tres manzanas del colegio. Han pasado muchos años de aquello, pero aún recuerdo con extrema nitidez las imágenes más tórridas de aquel sofá: mi mano abriendo uno a uno los botones de sus ceñidos Levis, tanteando la goma de sus bragas con los dedos y bajando despacio como culebras, rebasando lentamente el pubis hasta notar su humedad, o el impacto que supuso en mí despojarla del sostén lentamente y besar y acariciar sus pechos y sus pezones cálidos y sin embargo duros y sin embargo suaves por vez primera, en esa especie de revelación mística que supone convertir tu más alta fantasía adolescente en realidad palpable y sin mesura.

Nuestros encuentros fueron cada vez más continuos: primero, cada tres o cuatro días máximo, que era el límite soportable de su lucha por salvar las distancias de lo prohibido. Después, todas las tardes a partir de las seis. Lo llamábamos «clases particulares de ingles», sin tilde, y en ellas aprendí muchas de esas palabras que no figuran en el plan educativo tales como pussy, dick, tits, cumshot y demás terminología de la anatomía sucia. No sabría decir si llegué a enamorarme de ella o más bien me dejaba llevar por el contexto adulador del alumno díscolo y la profe pibón y vulnerable. Ella tenía un cuerpo perfecto, y siempre se mostraba insaciable y sin embargo contrariada en esa mezcla de culpa y morbo por lo incorrecto, con ganas de más y mejor y yo abrumado, exhausto, confuso. Meses después aquello se fue de madre y yo quise frenar de la única forma posible: a través de los celos.

Pensé en la táctica más niñata pero eficaz. En plena clase de inglés escribí una nota subida de tono a la chica guapa de la clase, una tal Sandra, o Claudia, no recuerdo, con la intención de que Ana la acabara interceptando antes de llegar a su destino. Pasé la nota al del pupitre de delante, y éste se la pasó a otro, y éste a otro, y al llegar al empollón previo a la destinataria, en efecto, le acabó pillando. Y después de interceptarla la leyó, por supuesto. Y suspendí la asignatura de inglés sin merecerlo (siempre se me dieron bien los idiomas). Y en septiembre aún debía seguir dolida, porque volvió a suspenderme. Y como había que pasar limpio a COU (al menos antes era así), acabé repitiendo 3º de BUP. Por culpa del inglés. O de las ingles.

Esto, como digo, sucedió hace exactamente diecisiete años. Al año siguiente repetí curso en otro colegio y no volví a saber nada más de Ana. Hasta ayer. Por una de tantas casualidades de la vida, ayer Ana montó en mi taxi. Imaginad el shock al vernos, cara a cara, en el mismo habitáculo. Lo que sucedió después, sin ánimo de alargarme demasiado, os lo cuento el año que viene. 

Feliz 2014 a todos.

Los hombres de Samantha

IMAGEN: Wikipedia

IMAGEN: Wikipedia

Samantha me habló de sus cinco hombres: dos para el sexo (Calmo y Bruto, los llama), otro para ir de compras («Marcos tiene buen gusto e infinita paciencia»), otro para charlar de todo, su confidente, y un último para exhibirse (guapo, elegante, de cuerpo escultural y sin embargo escasa o nula conversación). Los cinco sabían de la existencia del resto y lo asumían sin problema. El «empotrador» del sexo bruto era consciente de que a veces ella necesitaba más caricias, más cariño, para lo cual él no servía y en esos casos Samantha recurría al tierno y sosegado Calmo. El cachas, por su parte, trabajaba su cuerpo pero no su mente; era consciente de las virtudes que a Samantha le interesaban de él y entendía que sólo servía de acompañante para actos sociales (tuvieron un conato de sexo una vez, pero no hubo feeling entre ambos). El «conversador», por su parte, era feo como un demonio y poco o nada entregado para el amor, pero su vasta cultura y su experiencia resultaba de lo más interesante para ella.

Samantha me habló de la diferencia entre los insectos y las personas: «Los insecto, desde un punto de vista evolutivo, son seres perfectos. Las cucarachas, por ejemplo, desempeñan una función concreta y por lo tanto no cambian, no mutan: son físicamente iguales que hace miles de años. Los seres humanos, sin embargo, siguen en constante cambio; de los homínidos bípedos de hace siete millones de años hasta el homo sapiens actual. Luego están las excepciones: hombres que conocen sus virtudes y defectos y por tanto se mantienen ingrávidos, no cambian. Yo soy cambiante: a veces el cuerpo me pide una cosa y a veces otra; así que estos cinco hombres son mis particulares insectos».

Poco antes de llegar a su destino me dijo:

-Por cierto, ¿querrías ser el sexto?

-¿Cómo dices?

-Necesito un taxista de confianza. Uso muchos taxis a lo largo del día, y me vendría bien contar con alguien como tú.

-¿Me estás llamando cucaracha?

-Conmigo no te faltará trabajo… y anécdotas.

……………………………………………………………………………………………………………

Nota: Y así fue cómo me convertí en el sexto insecto de Samantha.

Transboda civil

Venus, Velázquez

Venus, Velázquez

Era raro, lo reconozco. Y me apasiona lo raro.

Ayer montaron en mi taxi tres mujeres, una de ellas transexual a medio operar (su nombre era Edén y lucía unos generosos pechos aunque también se le intuía cierto bulto en los leggins) todas ellas dominicanas, de treinta y tantos años. Iban al juzgado a tramitar los papeles de su boda civil. Las contrayentes eran una de las dos chicas y la transexual, lo cual implicaba que esta segunda, aparte de haberse cambiado de sexo, o cambiado a medias, era lesbiana. O antes era lesbiano y ahora lesbiana. O lesbiana de cintura para arriba y carnalmente heterosexual de cintura para abajo (desconozco qué denominación se emplea en tales casos). La tercera en discordia, acudía con ellas en calidad de testigo.

En el trayecto estuvieron repasando, con la testigo, las respuestas a las preguntas que podría formular el funcionario. ¿Cuándo y cómo se conocieron las contrayentes?, ¿dónde tienen pensado irse de luna de miel? A simple vista no me pareció un matrimonio amañado o de conveniencia: se conocían bien y era notable que había un cierto vínculo entre las prometidas. Lo que llamó mi atención fue el hecho en sí, la rareza que escondía su historia.

Las tres se mostraron divertidas, tal vez para camuflar sus nervios. Me invitaron a la conversación, y en esto se me ocurrió algo y no pude evitar decírselo:

-¿Me haríais un favor?

-Cuéntanos -me dijo la transexual.

-¿Podríais pedir en el juzgado que os casara Ana Botella? Como oficie una boda entre dos mujeres dominicanas, una de ellas transexual, le da un ictus.

Las chicas rieron. Luego, al llegar, la transexual se santiguó. «Dios de mi vida, deséanos suerte», susurró. Además de transexual y lesbiana, era creyente.

Al bajarse en los juzgados de Pradillo pensé…

Si no fuera por estos contrastes, el mundo sería tan… aburrido.

Borracho. Otra vez

FOTO: @pilurubio

FOTO: @pilurubio

Estoy borracho, otra vez, y no me apetece volver a casa, al menos no a esa casa contigo dentro, esperándome, como el lunes pasado y el miércoles pasado y el domingo. No quiero volver a verme reflejado en tus ojeras.

Reconozco que eres una santa. No entiendo qué pudiste ver en mí, o cómo puedes mantener intacto eso que viste al principio. Hoy he vuelto a gastarme la recaudación del taxi en cervezas y en cubatas. También compré la revista Qué Leer sólo por buscar alguna reseña del libro que aún no he publicado. Ni he escrito. Es la historia de mi vida: doy por hecho el futuro que tengo planteado pero apenas hago nada por conseguirlo. Soy como un viajero que espera en el andén equivocado a que llegue un tren que no me corresponde. Sentado en el andén, sintiéndome culpable, además, por estar fumando justo debajo de un cartel de PROHIBIDO FUMAR. Entiendo que no se permita fumar en un andén, quiero decir. Lo que no entiendo es a mí.

¿Rebelde?, no creo. Tengo 36 años, si este dato añade algo al asunto. También es cierto que nunca nadie me ha dado una buena hostia a tiempo. Soy rápido sorteando hostias, y bastante ágil persuadiendo al contrario. Y beso bien, o al menos doy la impresión de besar bien, sin maldad. Y me gustan, me apasionan, los escotes. Observar o intuir o imaginar pechos. No tengo la culpa de esto. Es innato.

Estoy en un bar de la calle Zurbano, dándole a la tecla en una mesa que dejó de cojear después de calzar la pata díscola con un hueso de aceituna. A veces tengo buenas ideas. En mi infancia aprendí más con MacGyver que en catequesis con el padre Mauro.

A mi lado, junto a la barra, dos parroquianos discuten sobre el derecho a la reinserción de los presos después de haber cumplido su condena. Están hablando de la conveniencia de publicar fotos recientes de exconvictos con la intención de persuadir o alertar a la población ante futuros, presuntos, posibles delitos. ¿Volverá un asesino a matar después de haberse tirado veinte años entre rejas? Uno de los dos dice que sí. El otro dice que no, que no siempre. Que todos, en fin, merecemos una segunda oportunidad.

Tú te sabes mi rostro de memoria, y a la vista queda que contigo he vuelto a incumplir las normas básicas de cualquier convivencia al uso. ¿Cuántas veces me has perdonado? ¿Cuántas veces seguirás perdonándome? ¿Cuál es tu límite? ¿Cuál es el mío? ¿Cuántas veces he asumido, penitente, tus venganzas?¿Acaso alguien ajeno a ti o a mí tiene derecho a juzgarnos sin conocer los detalles?

¿Qué pesa más, un kilo de cebada o un kilo de lo nuestro?

Siete citas siete

siete citas

Un hombre de mirada triste me contó en mi taxi su plan fallido de esta noche. Venía de una suerte de cita a ciegas grupal, organizada por un café del centro. La cita consistía en lo siguiente: siete hombres solos, siete mujeres solas y siete mesas. Cada hombre tenía un total de siete minutos para charlar en una mesa, frente a frente, con cada una de las siete mujeres. Pasados los siete minutos, sonaba un gong y entonces rotaban a la siguiente mesa. La idea era que todos acabaran hablando con todas en dos rondas de siete minutos. Después de esto, anotaban en secreto en un papel con quién habían sentido mayor afinidad, y si el nombre escrito por ella coincidía con el nombre escrito por él, podían seguir charlando durante un tiempo indefinido (y lo que después surgiera). Los demás, los no afines, habrían de marcharse del café cada cual por su camino.

El usuario de mi taxi, como digo, venía de una de esas citas. Y venía solo. Me confesó que era demasiado tímido y no podía evitar comportarse torpe y tenso. No era fácil romper el hielo con mujeres que buscaban, como él, la misma chispa forzada a prenderse en apenas catorce minutos, siete en cada turno. Para él los primeros minutos eran clave: ¿De qué hablar sin parecer demasiado obvio? ¿Qué será mejor, tomar la iniciativa o dejar que empiece ella? ¿Mirar a los ojos, a las manos, o a la boca? Lo curioso, y ahí su fallo, fue que acabó sintiendo mayor afinidad por la mujer, a priori, menos atractiva de las siete congregadas. De hecho, a medida que hablaba con ella, le iba pareciendo más y más interesante, y fue la única con la que verdaderamente llegó a sentirse cómodo. Sin embargo acabó escribiendo el nombre de la más atractiva pero menos afín de las siete, una tal Teresa de preciosos ojos verdes y labios sensuales aunque parca en palabras, tirando a seca. La menos atractiva pero mucho más afín, por su parte, había escrito el nombre de él, y la guapa escribió el nombre de otro, así que al final, los dos más bien feuchos pero afines cien por cien se marcharon cabizbajos hasta perderse de vista. Y ahora aquel hombre se arrepentía, en fin, de haber pensado sólo con los ojos. Si hubiera escrito el nombre de Lucía, la afín e interesante Lucía, ahora seguirían charlando y no habría tomado mi taxi solo en su viaje de vuelta a casa. El mismo taxi en soledad que la semana pasada. El mismo taxi en soledad que la anterior.

Dilema laboral

club web

Me sucedió anoche. Un grupo de cuatro adultos tomaron mi taxi y el líder, algo borracho y crecido, me pidió que les llevara a un club de putas. Los cuatro estaban de paso por Madrid, en viaje de negocios, y el motivo del negocio debió de resultar satisfactorio, ya que el jefe del grupo decidió premiar a sus tres empleados con una buena juerga a cargo de la empresa. Esa juerga, anotada en concepto de «gastos de representación» incluiría copas, putas y desconozco si algo más.

De los tres empleados del jefe, dos parecían moderadamente entusiasmados con su plan (uno de ellos incluso guardó en la cartera su anillo de casado; típico gesto de quien intenta ocultar cualquier rastro de culpa). Sin embargo, el cuarto en discordia, no podía evitar sentirse realmente incómodo. Era el más nuevo en la empresa, y aquellas prácticas tal vez no conjugaran con su estilo de vida, ni por supuesto figuraban en la letra pequeña de su contrato, tal vez mileurista (con lo que jode, además, ver cómo tu jefe se gasta en putas en una noche lo que ganas en un mes con sacrificio). Además, el incómodo en discordia dijo que tenía novia, y que con ella se bastaba y se sobraba para satisfacer todas sus fantasías sexuales. Pero claro, era el nuevo y los demás, los tres restantes con su jefe a la cabeza, le tomaban por triste y no hacían más que llamarle «corta rollos». 

No sé vosotros, pero yo entendí perfectamente su dilema: ¿Cómo mantenerse íntegro sin perder puntos ante un jefe putero y unos compañeros, todos ellos, pelotas con el jefe y puteros también? Al final entró con ellos en el club, desconozco si dispuesto a la cópula infiel o sólo a tomarse una copa en la barra, zafándose de las putas a la espera de que el resto consumara.

Expuestos los hechos, os traslado la pregunta: ¿Cómo actuarías en su misma situación?

Matar dos pájaros de un trío

dos pajaros

Hace cuatro o cinco años me llamó una vieja amiga para contarme que Laura, mi exnovia Laura, se había suicidado. Según me dijo, saltó por la ventana de un séptimo piso y después, en fin, nadie pudo hacer nada por salvar su vida. Hacía mucho que no sabía de Laura, perdí su pista nada más romper con ella, pero aquella noticia cayó en mí como un jarro de agua fría. No pude evitar recordar, por ejemplo, todas esas noches que pasamos en su cuarto de aquel séptimo piso, la única estancia, por cierto, con ventana a la calle. Recordé también que tenía la cama pegada a la ventana y a veces, cuando alguno de los dos soltaba un chiste malo, amagaba el otro con saltar al vacío y jugábamos al drama, al heroico rescate en el último momento y después a las cosquillas, y a los besos, y otra vez al sexo dulce.

Tardé mucho en asimilar aquello. De hecho, llevaba un tiempo sin acordarme de Laura hasta que ayer, circulando con mi taxi libre por la calle Alcalá, me la encontré caminando. Imaginaos el shock. En un principio pensé que se trataba de una chica muy parecida a ella, pero luego frené en un semáforo, ella cruzó justo delante de mí, y de súbito reconocí su inequívoco tatuaje (un reguero de notas musicales que nacía detrás de su oreja izquierda y seguía por el hombro hasta morir en su escote).

Ahí toqué el claxon, anonadado, y Laura se giró. Me reconoció en seguida y se acercó a mi taxi sonriente. Yo estaba pálido.

-¡Dani!, ¡qué sorpresa!

-¿No estabas… muerta? -me salió decir.

-¿Muerta? ¡Vaya! Ya veo que sigues con tu adicción a las metáforas.

-No, no. Me refiero a que… Hace unos años me llamó Eva, ¿te acuerdas de Eva? Y me dijo que te habías suicidado.

-¿Eva? ¿La misma Eva a la que destrozaste el corazón? ¿La Eva que me odiaba a muerte?

-¿Perdón?

-La pobre Eva siempre estuvo enamorada de ti y lo sabes, Daniel. Supongo que con esa llamada sólo pretendía matar dos pájaros de un tiro.

Empezó a parpadear el muñequito del semáforo y dije rápido:

-En fin, que me alegro mucho de verte, ya sabes… viva. ¿Sigues conservando el mismo número? ¿Te llamo y hablamos?

-No, Daniel. Vale que Eva me matara de mentira, pero yo hace mucho tiempo te maté de verdad.

Y se marchó para siempre. Otra vez.

La puta que llevo dentro

lujo web

«Arranca. Le acabo de sacar otros tres mil a ese. Tira, tira» me dijo la mujer en referencia a un hombre de unos cincuenta años que recién se había montado en otro taxi. Yo aceleré y abandonamos la terminal del aeropuerto.

Su destino me lo dijo después, ya en marcha. También me dijo que venía de Zurich, de un servicio express que contrató aquel hombre la noche anterior. Simplemente la llamó, le dijo «Estoy en Zurich. Toma el primer avión y luego un taxi hasta el Hotel Tal, habitación 303. Te pagaré lo de siempre más gastos». Lo de siempre significaba que aquel hombre contrataba sus servicios con frecuencia. Solía llamar a la mujer a cualquier hora y desde cualquier punto del globo, ella tomaba el primer vuelo, se plantaba allí, echaban un par de polvos deluxe y después de cobrar siempre en metálico, tomaba otro vuelo de vuelta a casa. En esta ocasión él tuvo que volver con ella a Madrid por un asunto de negocios, pero anoche, en Zurich, no podía esperar, quería verla cuanto antes: un capricho urgente. Y tres mil por servicio más gastos de desplazamiento no era nada para uno de los hombres más ricos de la City, un auténtico tiburón de las finanzas.

Ella, por su parte, se sentía la mujer más envidiada de la tierra. Cito textual de su boca: «Todas, en el fondo, querrían llevar la vida que yo llevo. La moral, o la ética, o como quieras llamarlo, no es más que un invento cultural para tapar lo que en verdad mueve el mundo: la hipocresía».

Luego, cuando frené el taxi en su precioso chalet y me pagó la carrera, añadió antes de irse: «Gano de treinta a cuarenta mil al mes por abrirme de piernas. No te ofendas, pero los hombres, desde el principio de los tiempos, sois y seréis siempre tontos».

Y con estas se fue. Y yo me quedé pensativo, acariciando el billete de 50€ que me había tendido. Un billete que antes era suyo y antes que suyo fue de aquel tipo de Zurich, el tiburón de las finanzas.