Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Efecto espejo

Paso con mi taxi delante del escaparate de una tienda de electrónica y mi imagen aparece reflejada en un televisor enorme. Freno en seco y doy marcha atrás hasta quedarme clavado a su altura. Junto a la pantalla hay una videocámara (conectada a la tele, supongo) enfocando a la calle. En el plano aparece medio taxi mío conmigo dentro, saludando con cara de imbécil.

Saco mi cámara y comienzo a grabar las imágenes que aparecen en la tele: me grabo a mí grabando lo que graba la otra cámara (siempre pensé que haciendo esto se generaría una especie de bucle espacio-temporal y acabaría explotando el Universo entero, pero no pasa nada, todo sigue igual).

Hago como que me atuso las cejas con mi mano libre mientras sigo grabando con la cámara en la otra. Saco la lengua, lanzo un beso y al instante me arrepiento y trato de disimular silbando, como en las películas, pero la cámara del escaparate seguro que no capta el audio de fuera aunque sí mis labios. No me gusta esta toma. Me arrepiento. Soy gilipollas.

Borro lo que acabo de grabar en mi cámara. ¿Lo habrá grabado también la del escaparate? ¿me acabará viendo alguien (algún empleado de la tienda o un futuro comprador de esa misma cámara) haciendo el tonto?

Avanzo unos metros, aparco aprovechando un hueco y salgo del taxi en dirección a la tienda.

Dentro hay un hombre con una chaqueta dos tallas más grandes que él.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Quiero esa cámara – digo señalando al escaparate.

– Bien. Ahora mismo le saco una del almacén.

– No, no. Quiero esa. La del escaparate.

– No creo que sea posible.

–  O me vende esa, o me voy a otra tienda.

La broma me cuesta 299€ pero al fin la tengo en mi poder. Nadie más podrá volver a verme haciendo el ridículo. Rebobino la grabación en mi busca para borrarme del mapa (de píxeles), pero se me va la mano y me remonto a seis minutos antes de mi aparición.

En el pequeño monitor de la cámara aparece gente caminando. Paso rápido. Ahora caminan deprisa. Resulta cómico. Aparece una figura que se acerca y se detiene ante el escaparate. Su cara me suena. Le doy al pause. Amplío la imagen. No es posible. Direcciono la imagen a su rostro y lo amplío:

– No puede ser, joder… !Beatriz!

Echar raíces

Se nota que estás disfrutando del sol por primera vez en muchos meses: con tu cabeza apoyada en el cristal de mi taxi y los ojos cerrados. La luz, a través de los párpados, hace que la oscuridad de dentro no sea negra, sino naranja.

Sonríes con los ojos cerrados, como notando las cosquillas de los rayos en tu rostro mientras yo te llevo despacio y suave. A través del espejo te miro así, apoyada en el cristal, sonriéndole al sol con los ojos cerrados y pienso que estás pensando en las plantas, en el milagro de la fotosíntesis, en tu vida receptora, en la fuerza de la luz como terapia.

Y bien querrías quedarte así, para siempre. Alimentarte a base de sol y echar raíces desde tus pies, atravesando el suelo del taxi y luego el asfalto y luego la tierra hasta quedarte anclada, plantada en este mismo instante y en este mismo lugar: Plaza de la Independencia, su nombre. Que las raíces de tus plantas, de las plantas de tus pies, lo perforaran todo hasta encontrar agua para luego absorberla y disociar sus nutrientes con el sol de la flor de tu rostro.

Pero soy taxista, y las únicas raíces que conoce el Reglamento son cuadradas, y en cuanto notas la sombra que proyecta la fachada de tu casa abres los ojos y dejas de sonreír. Hemos llegado a tu destino. Detengo el taxímetro, me pagas, abres la puerta con tus manos que no son ramas, plantas tus pies en la acera y comienzas a caminar. Y mientras veo cómo te marchas reparo en el cerco de sudor que ha dejado tu frente sobre el cristal.

Me acerco al cristal y comienzo a lamer tu sudor. Sabe a clorofila.

El secreto está en la masa

Un hombre vestido de cocinero (redecilla en la cabeza, delantal manchado de harina) salió por una puerta verde a pie de calle con una caja de cartón entre las manos y me mandó parar:

– ¿Podría llevar esta tarta a la dirección de la nota?

El cocinero me tendió un papel con el nombre y el número de una calle.

– Ahora les llamo para que estén al tanto cuando llegue. Ellos se encargarán de pagarle la carrera – añadió.

– ¿Qué es? ¿Una pastelería?, ¿un restaurante? – le pregunté.

– Un… restaurante, sí.

Metí la caja en el taxi, sobre el asiento del copiloto, accioné el taxímetro y emprendí la marcha hasta el destino indicado.

Diez minutos después me extrañó comprobar que en esa calle y en ese número no había restaurante alguno, sino un bloque de pisos. Le pregunté al portero:

– Me dijeron que aquí había un restaurante.

– En esta calle sólo hay viviendas y bancos, majo.

– Qué raro… – pensé.

Esperé unos minutos, y como por allí no aparecía nadie, regresé al punto de partida para pedirle explicaciones al repostero.

Al llegar llamé con los nudillos a la puerta verde y esta vez abrió un hombre mayor con bigote y mono azul.

– Un compañero suyo me ha entregado esta tarta para que la llevara a esta dirección y allí no había nadie – le dije con el papel en una mano y la tarta en la otra.

– ¿Una tarta? Imposible. Te has equivocado. Esto es una ebanistería. Aquí no hacemos… tartas – me dijo cerrando la puerta en mis narices.

No entendía nada. Regresé a mi taxi con la tarta y la nota, borré los 12,30€ del taxímetro, y reanudé la marcha.

– Pues te digo una cosa… – me dije en voz alta -. Como nadie me va a pagar esos 12,30€, me los cobraré yo.

Abrí la caja y comencé a comerme la tarta con los dedos (era de nata y chocolate, con un sabor muy peculiar; estaba realmente buena).

Cuando ya llevaba media tarta me empecé a sentir extraño. Bajé la ventanilla y comprobé con asombro que los viandantes de la calle se habían convertido en Teletubbies semidesnudos (cubiertos sólo por fotos de Sánchez Dragó en su zona genital), las papeleras masticaban chicles y hacían globos enormes, y dentro de cada uno de esos globos había una actriz porno distinta, leyendo todas ellas un mismo libro: el mío. Víctima del shock frené en seco y en esto se acercaron un par de Agentes de Movilidad vestidos con tutús reflectantes y zapatillas de ballet y, sin mediar palabra, se pusieron a bailar El lago de los Cisnes alrededor de mi taxi. Por suerte conseguí zafarme de ellos (y de los Teletubbies también) tomando el atajo de una calle pavimentada con vinilos de los Beatles (que se fueron rompiendo a mi paso, pero al menos me ayudaron a escapar de ahí).

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Nota: Escribo este post sentado en la rama de un árbol frondosísssimo. Soy un pájaro. Os quiero a todos mucho, mucho, mucho. En cuanto apague el ordenador (cuyas teclas, dicho sea de paso, ahora son pezones) pienso volar muy alto para encontrarme con mis amigas las nubes. Me apetece abrazarlas y compartir con ellas otro trocito de tarta. Se lo merecen. Son buena gente. Hacen bien su trabajo. Lo de la lluvia, y tal. Y vosotros también sois buena gente. ¿Queréis un trocito de tarta? ¿Un abrazo?

El dentista psicópata

Sus 3x3x3 entraron en mi taxi a duras penas. Aquel hombre de cabeza planetaria y brazos como sacos de patatas bien podría pesar sus 150 kg. Y no sólo eso: también tenía cara de bruto, nudillos de bruto y tatuajes de bruto.

Aun con todo me llamó la atención su gesto y su forma de decirme:

– ¿Me llevas a… Martínez Izquierdo esquina Brasilia?…

…con la voz temblando, como si aquel armario de tres puertas se hubiera tragado a tres o cuatro tímidos a la vez.

Pero también le vi pálido, sudando.

– ¿Se encuentra bien? – no pude evitar preguntarle.

– Voy al… dentista. Y le tengo pánico.

– ¿Pánico? – exclamé escrutando su envergadura a través del espejo retrovisor. No me podía creer que alguien con ese porte, más bien dado a estrangular jabalíes con sus propias manos, pudiera tenerle miedo a nada.

– No lo puedo evitar – prosiguió -. Soy portero de discoteca y, como militar, estuve dos años destinado en Kosovo. Aun así, te juro que jamás he vivido nada parecido a esto. Y es que en cuanto veo que una aguja entra en mi boca y comienzo a notar cómo se va clavando poco a poco en la encía… ¡ufff! O ese sonidito siniestro del punzón raspándote los dientes, o el ñiii, ñiii, ñiii de la taladradora esa del infierno perforándote una muela mientras la anestesia está empezando a dejar de hacerte efecto justo cuando comienzas a notar que se está acercando al nervio, ñiii, ñiii, y que no puedes hacer nada porque tienes a tres tíos encima y cualquier movimiento en falso podría ser mucho peor… y todo mientras una luz enorme te está enfocando a escasos centímetros de tus narices… ¿conoces algo pero que eso?, ¿conoces peor tortu…? ¿oiga?, ¿se encuentra bien?, ¿oiga?, ¡cuidado con ese coooo…plglkjpjmlsk!

Método friki para curar de una vez por todas la alergia primaveral

El testimonio de mis clientes, desde que la vida es taxi (y los taxis, sueños son) me ha llevado, según el caso, a actuar siguiendo los siguientes parámetros:

a) Me creo todo lo que me cuentan.

b) No me creo nada de lo que me cuentan.

c) Media aritmética, según me salga del píloro, entre a) y b).

d) Someto el testimonio del cliente al escrutinio del lector.

Para el caso que me dispongo a relatar, dado su frikismo y mi nulo conocimiento al respecto, he decidido optar por la opción d) y dejarme llevar por vuestro criterio:

Resulta que de un tiempo a esta parte, desde el primer estornudo primaveral hasta la fecha, le cuento a todos mis clientes lo de mi alergia al polen, las gramíneas o lo que coño sea. Aprovecho que ellos suelen romper el hielo hablando del tiempo para soltarles mi retahíla aprendida de estornudos, picor de ojos, asma, y demás efectos virales por todos conocidos, con la loable intención de sentirme así menos mocoso, ojeroso y lacrimoso, o quizás también para que se apiaden de mí (besos, abrazos o propinas mediante).

Siguiendo este mismo modus operandi, el otro día, una mujer de edad perenne, ojos de koala en apuros y cabello anarquista, tras escuchar lo de mi alergia, me contó su método según el cual consiguió escapar de ella para siempre. Lean, escruten y flipen (por ese orden):

– Te parecerá que estoy loca pero hace tres años conseguí superar esa misma alergia que tú tienes mediante una técnica de visualización que me enseñó un buen amigo mío, experto en estas cosas. El método consiste en imaginarte cada mañana que estás en medio de un campo de amapolas y que te alimentas de ellas. Lo importante de este método es darle la vuelta al concepto y sugestionarte para que te alimente lo que tú crees que te está atacando. Como sabrás, el polen es muy beneficioso para muchos insectos y animales, así que no tienes más que pensar que para ti también lo es. Bueno, pues tras apenas dos meses visionando cada mañana un campo de amapolas y yo comiéndolas, al fin conseguí dejar de sentir alergia, así de fácil, como si trabajándome la sugestión me hubiera inoculado por completo. Y hasta ahora. No he vuelto a estornudar, ni nada.

¿Será cierto el testimonio de aquella mujer?

¿Tan fuerte podría llegar a ser el poder de la sugestión?

¿Me habrá tomado el pelo?

Gran Vía

Nadie alza la vista. Ahora entiendo por qué: el cielo aparece comprimido. El cielo de la Gran Vía no es más que otro archivo visual en Mp4.

A la altura de los ojos de mi taxi transcurre todo lo demás: fachadas y carne. Bolsas de la Fnac y peinados despeinados. Pantalones por las rodillas, culos de mal asiento y bocas precintadas por brackets diciendo a gritos: «soy independiente y en mi casa no lo saben». Gays que salen del guetto a respirar aire hetero y separan sus manos, sin mirarse, mientras cruzan de acera.

Una homeless de 120 kilos. Cuatro Agentes de Movilidad echándose un cigarrito entre pecho y espada. Un limpia-botas filósofo. Dos ancianos caminando con la cabeza gacha. Tres enamorados distraídos. Cinco adolescentes con los ojos en la nuca (que no saben deletrear el nombre de la pastilla que llevan bajo la lengua).

Mil japoneses haciendo fotos al chicle que acaba de pisar uno de ellos. Cuatro putas de Tarifa Plana compartiendo un Gelocatil. Un coche que pita a otro coche que pita a otro coche que me pita a mí. Quince taxis libres delante de mi taxi libre.

El útero de un cine convertido en H&M, las cenizas de otro cine comprado por Caja Madrid, un teatro Movistar. Escupideras patrocinadas por la empresa del cuñado de la madre del sobrino bastardo del concejal de Cultura. Y con tu voto, de regalo, una lobotomía.

Ahora pasa una limusina blanca, larguísima, y nadie le hace ni puto caso. Un niño llora porque se le ha caído la bola de su helado al suelo: El niño más triste de toda la calle. Y del mundo.

Bajo la ventanilla y saco la cabeza: huele a piel centrifugada. Huele a ocre. A piedra de mechero. A taxistas con Parkinson. A vida después de la vida.

Gran Vía es la pieza de un puzzle al que le falta una pieza.

Cuando el destino aún podía haberse escrito de su mismo puño y letra

No eran marido y mujer, ni novios, ni nada: Apenas dos compañeros de trabajo condenados por azar a viajar juntos. Él llevaba una alianza de oro en su dedo anular. Ella, no.

Sin embargo algo me dijo que, tras aquellas apariencias formales, había mucho más; un lenguaje no demostrado, secreto, oculto, impotente, que sólo entendía ella (y ni tan siquiera). Y es que mientras él hablaba de temas triviales, ella parecía escucharle con los ojos, mirando fijamente a su boca, como víctima de un extraño hechizo cuyo antídoto sólo pudiera encontrarse tras los labios de él, bajo su lengua o entre esos dientes brillantes y perfectos.

Nota del taxista: Hay que reconocer que él era bueno en el difícil arte de mover los labios, las cejas y la expresión de sus ojos en perfecta (y deliciosa) sincronía. Como si en lugar de hablar, bailara con los pies de su rostro.

Para ella habría sido más fácil que su compañero fuera simplemente guapo. Los hombres guapos sólo entran por los ojos. Los atractivos, no. Y él era atractivo, ¡vaya que si lo era! Tenía la gracia natural de quien seduce sin querer. Una voz suave, sensible, de cuerdas vocales perfectamente peinadas, labios comestibles y retazos de tristeza en su mirada: El típico hombre que no gusta a cualquiera, pero que cuando gusta, atrapa. Y ella no podía evitar sentirse presa. Creía saber evitarlo, al menos desde fuera, pero siempre había algo que sin querer la delataba, que se escapaba y se escapa al control de cualquier gesto entrenado.

Ahora ella, pensé, quiere morirse por una atracción que es de otra: De alguna mujer afortunada que ella no conoce ni querrá conocer: la mujer de él, su esposa. Y se muerde los labios, siempre mirándole la boca, por no haberle conocido algunos años atrás, cuando el destino aún podía haberse escrito de su mismo puño y letra, sin manchas de Tipp-Ex ni Reset ni nada.

Nos despedimos en su oficina, la de ambos, con el taxímetro marcando 7,35€.

Me pagó él, claro. Lo de ella habría sido impagable.

20salivas.es

El caso es que llevaba el 20minutos bajo el brazo, y nada más indicarme su destino lo abrió y comenzó a ojearlo con desinterés gratuito mientras masticaba un chicle a velocidad de esguince. Pasaba una página, luego otra y otra (con ese insoportable ruido de viento sobre mi nuca), se detenía apenas un par de segundos en algún titular que otro, me miraba, miraba a la calle, volvía al periódico (sin dejar de masticar), otra vez a mis ojos a través del espejo… pero no te creas que lanzaba miradas penetrantes, no. Eran más bien miradas de quien usa los ojos sin querer: dudo mucho que quisiera enfocarlos más allá de sus propias pestañas…

Bueno, pues justo antes de llegar a su destino va la tía y recorta un trocito de una página cualquiera del 20minutos, se saca el chicle de la boca, lo cubre con el trocito de papel y se lo mete en el bolsillo. Luego me paga y se marcha dejándome el resto del 20minutos sobre su asiento.

Lo más fuerte viene ahora: Cojo el 20minutos, lo abro por la página mutilada y ¿a que no sabes qué trozo había recortado?

Mi columna, joder… había recortado justo mi columna con mi foto y todo. La misma que me había currado apenas un par de días antes.

¿Pero sabes lo que te digo?, que en parte me gustó, me hizo sentir bien. Porque al fin y al cabo para mí la literatura es eso: cubrir palabras con muestras de saliva. Ahora mi columna estará en cualquier papelera pegada al chicle, a la saliva y al ADN de esa mujer (y puede que de muchas otras mujeres también). Tiene su toque poético, ¿no crees?

Lo confieso: Estoy borracho

Nunca antes había escrito un post completamente borracho. Había escrito unos cuantos un poco borracho, y muchos otros bastante borracho. ¿Pero completamente borracho?: Nunca.

Resulta que esta tarde comencé a hablar con una usuaria (de nombre Sara, casi tan guapa como culta) y una cosa llevó a la otra: antes de alcanzar su destino me pidió que continuáramos la conversación con un café.

– ¡Vale!

Y después de los cafés y de una interesantísima discusión repleta de gestos y de muecas sobre la decadencia del Comunismo ella pidió unas cañas.

– La mía sin alcohol, que tengo que conducir… – le dije al camarero.

– Póngala con alcohol, que este chico se va a volver a casa en un taxi que no es el suyo – dijo ella.

De la decadencia del Comunismo pasamos a hablar de los peces de colores, y de ahí a no me acuerdo. Por cada tema, un par de cañas (ni te imaginas la cantidad de temas que surgieron).

Cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde: Estaba borracho. Luego pedimos un taxi cada uno, y nos dimos dos besos. Ninguno le pidió el teléfono al otro. Tampoco quedamos en vernos.

El taxista me reconoció:

– Tú eres el tío ese del blog, ¿verdad?

– No me acuerdo – le dije.

Ahora estoy en casa (moooola eso de que te lleve un taxi a la mismísima puerta), con la penúltima cerveza a mi vera (y el resto en la nevera…) y mogollón de estrellas ridículas sobre mi cabeza. Los del chalet de enfrente parecen estar jugando al parchís en el jardín, porque oigo el tintineo de dados y cubiletes. Me encanta la palabra ‘cubilete’.

Y las palabras que escribo ahora están bailando sobre la pantalla (algo de los Beach Boys, seguro), y cada tecla parece una hormiga en busca de su último beso dactilar.

Y siempre que bebo me pongo cariñoso. Y mi patito de goma Made in Hong Kong está durmiendo EN MI LADO de la cama (¡hijopata!).

Así que, a falta de pato, os mando un cyberabrazo a todos. ¿Os he dicho alguna vez que os quiero?

Espero que mañana alguien me recuerde que tengo que ir a recoger mi taxi a la calle San Bernardo (soy muy despistado y seguro que me llevaré un buen susto cuando baje al garaje y lo encuentre vacío).

¿Os he dicho alguna vez que os quiero?

Pues eso, que cheers… (y que la resaca me pille durmiendo)

Miedo en el cuerpo

Por culpa de un cochino frenazo inesperado me tragué el Bluetooth del salpicadero de mi taxi y ahora cuando acciono cualquier mando del coche mis órganos reaccionan como si la función fuera con ellos:

Si acciono el intermitente izquierdo del taxi, de inmediato el ventrículo derecho de mi corazón comienza a latir siguiendo el mismo tick tack tick tack del piloto naranja. Con las escobillas limpia parabrisas me da por parpadear, más deprisa o más despacio según la intensidad pluvial, y si subo la temperatura del climatizador suelto un aliento como sacado del mismísimo infierno.

Acelerando grito, y cada vez que piso el pedal del freno rompo a llorar cual niño de juguete roto.

Tragarme el Bluetooth del taxi también me ha afectado la conciencia: Cuando me habla un usuario creo que la voz viene de dentro, de algún lugar recóndito de mi cabeza que no alcanzo a localizar:

– ¿Me lleva a la calle Guzmán ‘El Bueno’? – me dice la voz de dentro.

Y yo lo entiendo como una señal, como si mi conciencia quisiera encauzarme por el ‘buen’ camino, y entonces conduzco raudo al destino, babeando por demostrar que quiero superarme, y mejorar, y toda esa mierda.

Lo peor es que llevo dos días completos con el motor en marcha. Tengo miedo que al desconectar la llave el Bluetooth que llevo dentro se apague y mande mi vida a tomar por culo.

Necesito un consejo, o un cirujano electrónico, o algo…