Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Asumir que soy gilipollas me salvó la vida

Lo siento, pero no tengo problemas. Y los únicos problemas que he tenido a lo largo de mi vida, que han sido muchos aunque todos reversibles, me los he buscado yo. Vale que nunca he caído enfermo (se dice que los Autónomos y los chinos somos inmunes a todo excepto a la muerte). Vale que las mujeres me han tratado mejor de lo que merezco. Vale que ahora tengo una esposa perfecta, una hija preciosa, y que nunca me ha faltado curro y dinero para ir tirando. Sin pretensiones, eso sí (los millonarios o los que ansían serlo, a parte de insatisfechos crónicos, me parecen, en general, una panda de cretinos). Por eso reconozco que no soy objetivo cuando escucho a usuarios de mi taxi soltarme sus dramas. Algunos, bien es cierto, parece que han tenido muy mala suerte en la vida (enfermedades o accidentes imprevistos, desempleo, parejas que les salieron rana), y en esos casos no me meto: sólo escucho y ofrezco mi hombro. Pero otros, en fin, parece que han nacido al calor del fango y les «pone», en cierto modo, meterse en líos. Quiero decir que si te gastas tu subsidio de desempleo en el bingo, es normal que tengas problemas. O si tienes la mano floja y a la mínima te lías a hostias, es normal que acabes acumulando juicios y sentencias en tu contra. O si no eres capaz de controlarte cuando bebes, es normal que la acabes liando. O si tiendes a la depresión o a la ansiedad y no te tratas (hay pastillas mágicas, os lo aseguro) es normal que se agrave tu problema y por ende, acabes arrastrando a todo tu entorno. Acción-reacción, se llama. Efecto dominó, se llama.

Lo curioso es que nadie parece reconocer su parte de culpa. Raro es el caso de algún usuario de mi taxi que me acabe confesando que en verdad la cagó él solito, sin ayuda de terceros. Siempre es culpa de la empresa, de su pareja, de su casero, de Hacienda, de un poli cabrón o del portero del bar de marras. Y así es difícil dejar atrás los problemas y no agravarlos cual bola de nieve pendiente abajo. Imposible, diría yo.

Yo escapé de mis problemas reconociendo que soy gilipollas. No hay nada de malo en ello. Es más, asumir que soy gilipollas me salvó la vida. Así que piénsalo. Tal vez tú también lo seas.

Vivir en un perpetuo ensimismamiento

FOTO: Gabriel Flores Romero

FOTO: Gabriel Flores Romero

Estoy en el semáforo que une Serrano y Juan Bravo, justo donde comienza una hilera de luces de navidad con forma de escobas torcidas —o tal vez racimos de penes escuálidos— cuando de repente me percato de la usuaria que llevo detrás de mí, ocupando la franja derecha de mi espejo retrovisor, y no recuerdo bien en qué momento y lugar subió en mi taxi —y lo que es peor: no recuerdo qué destino me dijo—, pero finjo sabelo y al abrirse el semáforo acelero y continúo calle abajo. Me sucede cada vez con más frecuencia: tal es a veces mi grado de ensimismamiento que olvido que soy taxista y, o bien me paso de largo clientes, o bien me paso de largo destinos, o les llevo sin querer al destino al que me apetecería ir a mí. Lo más normal es que se enfaden, aunque cierto es que en sólo una ocasión una chica se dejó llevar después de percatarse de que pasábamos de largo su destino. Acabé llevándola a Lavapiés, a las puertas de un café-librería.

—¿Por qué me has traído aquí? —me preguntó la chica una vez detuve el taxímetro.

—Joder, perdona. Se me fue la pinza –dije pecatándome del fallo.

—¿Y ahora?

—¿Un café?

—Ni hablar. Yo soy más de cerveza.

Acabamos entrando en la librería y para enmendar mi culpa le regalé mi libro. En realidad lo robé de un estante y se lo metí en el bolso sin que el dueño se diera cuenta. Me daba tanta vergüenza comprar mi propio libro que al final se me ocurrió robarlo. Desde aquel momento dejé de tener una opinión formada y firme de la piratería.

¿De qué estaba hablando? Ah, sí. La usuaria. La de ahora. ¿A dónde irá? A veces adivino el destino según el lenguaje gestual del usuario. Veamos: Piernas juntas pero no cruzadas, sendas manos agarrando el cierre de su bolso, mirada altiva, orejas con perlitas, maquillaje sencillo, leves briznas de perfume caro, abrigo fino con solapas. Tiene pinta de ir a El Corte Inglés.

De modo que detengo el taxi a las puertas del El Corte Inglés de Serrano. Aprieto los dientes.

La mujer abre su bolso y me tiende un billete de 10€.

Et voilà!

La gran estafa: Comiendo piedras

Fotograma de 'La Historia Interminable'

Fotograma de ‘La Historia Interminable’

Es un hecho: Los de arriba siempre tenderán a recortar por abajo, apilando y pisoteando si es preciso a los de abajo para mantener su sensación de altura. Es una tendencia cuanto menos reprochable, si tenemos en cuenta que los que están arriba ascendieron, precisamente, gracias a los votos de los de abajo –cándidos ellos por creer que sus representantes, en fin, les representarían–. En primer lugar votaron un programa electoral que los de arriba incumplieron sistemáticamente, punto por punto, lo cual, en cualquier país demócrata –o al menos tal y como yo entiendo la democracia–, valdría para deslegitimarles y echarles del gobierno.

¿Crees que exagero? Imagina que decides comprar un teléfono porque el vendedor te ha dicho que tiene cámara, acceso a internet y pantalla de alta resolución y al llegar a casa y abrir la caja, te encuentras con que no hay teléfono, sino una piedra. Lo más lógico sería volver a la tienda y exigir la devolución del producto y tu dinero, ¿no crees? Sin embargo, en esta democracia adulterada, primero te venden una piedra creyendo que es un Samsung y luego, si te quejas, te acaban atizando con la piedra. O dicho de otro modo, te venden la separación de poderes y el respeto institucional a las decisiones judiciales, y cuando un juez supuestamente afín se encuentra a punto de sentenciar las prácticas corruptas que afectan al gobierno en bloque, se cargan al juez. Y ya van SEIS (la primera pedrada se la llevó Garzón, ¿recuerdan?).

Pero lo más inquietante son aquellos votantes que parecen agradecer la estafa, y siguen confiando en quienes les vendieron piedras en lugar de un proyecto de país, e incluso creen que la sangre de sus frentes brota por el bien de España.

 

Así en la tierra como en iCloud

El gordito gafapasta me hablaba de su iPhone, de su Ipad y de su MacBook como si fueran San Pedro, San Mateo y San Lucas gravitando en torno al todopoderoso iOS, cuya próxima actualización ansiaba al igual que un católico prepúber ansía su primera hostia. Cierto es que el ser humano, a lo largo de la historia, siempre ha necesitado creer en algo intangible, y habida cuenta del muchacho Appleliano levitando cual Santa Teresa en el asiento trasero de mi taxi, me dio por pensar que, tal vez, la deidad tradicional se acabara transformando en otra suerte de dios más tangible y cercano: del cielo de la biblia al iCloud. De los salmos al iTunes. De la cruz colgada al cuello al iWatch en la muñeca. Y además, ambos dioses persiguiendo un mismo fin: si te portas bien, irás al cielo Vs. Si te portas bien, tendrás tu Apple TV.

(Sinceramente suena mejor la segunda opción teniendo en cuenta que, para cumplir la primera, hay que morirse).

Al final del trayecto el gordito gafapasta insistió en pagarme vía Apple Pay.

–¿Vas a pagarme en manzanas? De acuerdo. Son 3/4 de kilo de reinetas.

Lo dije en broma, claro. Pero el tipo se ofendió muchísimo (otra coincidencia, pensé). Al final le tendí mi datáfono, pasó su móvil por encima de la pantalla y se marchó feliz, es decir: A tope de cobertura y con un 73% de batería.

Gran Vía esquina Space Oddity

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

El chico confuso sólo quería que le llevara en mi taxi sin rumbo y escuchar Space Oddity una y otra vez. Nada más montarse me tendió 20 euros, sus últimos 20 euros después de una noche rara (no exenta de alcohol y de miradas frágiles hacia la chica del otro lado de la barra), y me dijo: «Hace frío pero no el suficiente», y me dijo: «¿Cuántas calles podrás enseñarme por 20 euros?», y me dijo: «¿Qué estará pensando Bowie justo ahora?» y sí, yo tenía a mano música de Bowie, y sin mediar palabra puse uno de tantos cedés, y al llegar a Gran Vía esquina Space Oddity el chico confuso me pidió que volviera a ponerla desde el principio. No lo dijo así, sino que dijo: «Tócala otra vez, Sam», y yo volví a ponerla hasta el final, y entonces él volvió a decirme: «Tócala otra vez, Sam», y así otras cuatro o cinco veces. Eran las siete y media de la mañana y yo estaba recién levantado y él no quería acostarse, y en esa mezcla entre mi nuevo día y su vieja noche encontramos cierta conexión silenciosa que nos hizo sentirnos cómodos y absortos a la vez.

Y cuando esos 20 euros de taxímetro llegaron a su fin, me dijo:

–Ahora deshaz el camino hasta el principio y devuélveme mis 20 euros. Necesito conquistar a esa chica.

Y así lo hice aunque no del todo. Volví a dejarle en el mismo sitio, pero me quedé con sus 20 euros. Y os juro que me sentí sucio y rancio, rendido al sistema. Sé que en otras circunstancias de la vida, le habría devuelto el dinero.

¿Realmente te conoces a ti mismo?

FOTO: themercenary

FOTO: themercenary

«Sé tú mismo». Me lo dijo un usuario de mi taxi, no recuerdo el contexto. Supongo que hablando de todo un poco, la cosa derivó en un dilema mío, como buscando consejo, que el tipo zanjó de ese modo: «Sé tú mismo». Me quedé bastante jodido, la verdad, porque son tres palabras que suelen decirse alegremente y suenan tan obvias, que apenas nunca analizamos su auténtico significado. «Sé tú mismo». Como si fuera tan fácil saber quién eres y obrar en consecuencia.

Analicemos pues: ser uno mismo implica, cuanto menos, conocerse. Es decir, saber de antemano cómo reaccionarías ante cualquier situación, por muy extrema que esta fuera. Por ejemplo, conocerte a ti mismo es saber exactamente qué harías si alguien de repente te agrede, de imprevisto, por la espalda. ¿Saldrías corriendo? ¿Te darías la vuelta a lo Bruce Lee para atizarle? ¿Te quedarías petrificado? Dado el caso, tal vez tu reacción fuera distinta en función de tu estado. Por ejemplo, después de tres copas, algunos se envalentonan y actúan de un modo distinto que sobrios, quiero decir. En mi caso, cuando bebo, tiendo a ponerme cariñoso (aunque no me veo abrazando a mi agresor, o puede que sí, quién sabe). O por ejemplo, si te acaba de dejar la novia. Ahí puedes andar mustio, y si te agreden por la espalda tal vez te dejes, o emplees la táctica del bicho-bola, o te tires al suelo al grito de «¡Pégame más!, ¡rómpeme el lomo!, ¡me lo merezco!».

Hay gente agresiva per se, pero también hay algo que se llama Lexatín. Dale tres pastis y el mayor de los maromos agachará el hocico sumiso perdido. Ni siquiera en ese caso podrías decirle «Sé tú mismo». Es más, sólo se me ocurren un par de situaciones en las que todos actuamos como realmente somos: en el sexo (onanista, se entiende) y en el retrete. Es decir: sólo en la más estricta intimidad.

Así que no, no me conozco cuando estoy contigo. Y ahora, bésame.

Escritor no es el que escribe

FOTO: Eneas

FOTO: Eneas

Escritor no es simplemente alguien que escribe. Ni de lejos. Porque todos escribimos. De hecho, ahora escribimos (y leemos) más que nunca, o al menos contamos con más herramientas que nunca para escribir: Facebook, Twitter, chats para follar encontrar el amor de tu vida, Whatsapp… Antes nos pensábamos muy mucho cada SMS (a 0,15 céntimos) y ahora ya lo ves, comentamos desde lo poco que nos gustan los lunes, hasta la última ocurrencia de Toni Cantó. Opinamos por escrito acerca de todo, pero no por eso somos escritores.

Ser escritor es, en fin, otra cosa. Y no hablo de extensión (los tuiteros más prolijos escriben el equivalente en caracteres a varias novelas); hablo de sentir, de sufrir cada palabra. Hablo de crear. Hablo de experimentar con el lenguaje. Hablo de sorprenderte a ti mismo escarbando dentro y a tientas. Hablo de mimar lo que escribes como si fuera un hijo. Hablo de darle un sentido global e intransferible a tu modo de construir frases. Hablo de la necesidad de escupir palabras y después limarlas para que encajen. Hablo de buscar intenciones, de agredir conciencias y despertar instintos sin siquiera tocar al lector. Hablo de un amor más íntimo que cualquier amor carnal conocido. Hablo de amanecer pensando en esto y de comer pensando en esto. Hablo de no poder dormir pensando en esto. Hablo de sentirte el más infeliz de los hombres mientras buscas la palabra adecuada. Hablo de ser el hombre más feliz del mundo cuando la encuentras.

El taxista insomne

Dada mi nueva condición de amamantador consorte y cambiador en prácticas de pañales express, apenas duermo y cuando duermo, lo hago con un ojo abierto y el otro a medio fuelle (mi hija es tan pequeña y tan frágil que temo que se deshaga entre las sábanas, o que se disuelva en el agua templada de la bañera cual pastilla efervescente, o peor: que se retroabsorba por el sumidero de sus propios bostezos). De todos modos, y a pesar de lo que pueda parecer, dormir poco o casi nada tiene sus ventajas, sobre todo en lo referente a mi vida taxial: ahora, cuando los usuarios de mi taxi me hablan de sus cosas, los escucho y observo con cierta distancia, distorsionando incluso su voz y sus gestos (les veo a través del espejo y se me antojan besugos lanzando bocanadas fuera del agua, y sus palabras me entran por un oído y se me pegan al colchón del cerebro y ahí se quedan, latentes).

Ayer mismo, después de dormir apenas dos horas, montó en mi taxi una mujer muy nerviosa, ya que estaba a punto de examinarse del teórico de conducir. Y creo recordar que me pidió consejo.

—¿Recuerda usted su examen? ¿Cómo fue? ¿Algún consejo?

—¿Qué examen? —pregunté aturdido, a escasos centímetros del sueño.

—El de conducir.

—Ah. Ni idea.

—¿No se acuerda? ¿Entonces fue hace mucho, no?

—No recuerdo haberme examinado.

—¿Y su carné de conducir?

—¿Qué carné de conducir?

—¿CONDUCE UN TAXI Y NO TIENE CARNÉ?

—No. No sé.

Y en esto la mujer bajó su ventanilla, llamó a un par de policías en moto casualmente parados en nuestro mismo semáforo, les dijo que yo no tenía carné de conducir y claro, los polis me mandaron echar el taxi a un lado y me pidieron la documentación.

—¿Me enseña su carné de conducir?

Y víctima aún del aturdimiento le entregué mi tarjeta sanitaria, lo cual les llevó a llamar a una unidad de control de alcoholemia. Y cuando llegó el coche patrulla, di negativo, claro. Entonces les expliqué que llevaba ocho días (con sus noches) sin dormir, y además les adjunté una ristra de fotos de mi hija.

—Joder —dijo el poli más fornido de los dos. —¡Haber empezado por ahí! ¡Es preciosa! ¡Mira qué carita más linda, Héctor! —le dijo al otro poli que se acercó y soltó un prolongado “Oooohhh. ¡Pero qué cosita más preciosa”.

Y nos dejaron marchar. Y la usuaria, por culpa del contratiempo que ella misma había provocado, llegó tarde a su examen.

La relatividad tenía un precio

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Salí con mi taxi apenas dos días después de sacar al mundo a mi primera hija, y la primera carrera que hice ya con el carnet de padre fue llevar a una mujer que me contó, realmente preocupada, que apenas le daría tiempo a poner una lavadora de color antes de ir a pilates y claro, sopesando, pensé que lo mío era mucho más importante (joder, señora, que acabo de ser padre) pero no. Para ella era esencial poner esa lavadora con ropa de color justo antes de marcharse a pilates dado que, de no hacerlo en ese orden, tendría que posponer lo de la lavadora hasta después de su clase, es decir, pasadas las nueve y media. De modo que su única forma de cuadrar sus planes era esa: llegar en mi taxi a tiempo a casa, poner la lavadora, ir a pilates, y a la vuelta de pilates, tender la ropa y preparar la cena. Aquello le resultaba de vital importancia, y aunque al final conseguí decirle que acababa de ser padre (no puedo resistirme, se lo digo a todo el mundo) a ella le pareció bien, me dio la enhorabuena y todo eso, pero al instante volvió con lo de su prisa por llegar a casa y poner la lavadora de color. Entonces comprendí que tenía razón: lo suyo no era egoísmo exactamente, sino tener conciencia de sí misma por encima de cualquier mierda ajena. ¿Qué le gana en importancia: la noticia de la reciente paternidad de un perfecto desconocido al que jamás volverá a ver, o sus planes inmediatos?

Sin embargo, al llegar a su destino no le cobré nada (me prometí, como tantas otras gilipolleces que me prometo a veces, regalar la carrera a la primera persona que montara en mi taxi después de ser padre) y fue entonces, sólo entonces, cuando la mujer cambió sus prioridades y se centró en lo mío: “¡Ay qué detalle tan bonito! ¡Muchísimas gracias, hijo, y disfruta cuanto puedas de tu hija, que es el regalo más grande que te puede dar la vida! ¿Cómo se llama? ¿Me enseñas una foto?”.

Es decir: curiosamente, conseguí cambiar su foco de atención sólo después de perdonarle los 7,15 euros de aquella carrera.

¿Conclusión? Ustedes mismos.

Ser padre

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Fue en apenas un instante, justo cuando mi hija –¡mi hija!– asomó la cabeza a este lado de la vida. Fue entonces que descubrí el significado íntimo de la palabra padre, el peso y las ganas y el hambre de comerme un mundo diseñado en exclusiva para ella.

Ser padre es mudarte de piel. Ser padre es demostrar que no hay monstruos debajo de la cama y asomarte, valiente, por vez primera. Ser padre es dormir con los párpados cerrados y los ojos abiertos, estar siempre alerta aunque nunca pase nada. Ser padre es pensar en uno mismo por duplicado, perder el interés por todo cuanto sucediera antes que ella. Ser padre es no querer más que notar su aliento dormido en tu cuello y que sea entonces, sólo entonces, cuando te sientas tranquilo aunque no puedas, en fin, controlar lo que sueña. Ser padre es fingir que no estás muerto de miedo.

Se llama Aitana y es la nueva octava maravilla de este mundo.