Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de septiembre, 2013

Armando una estrella

futbolisto

Armando no tendría más de siete años, repito: siete. Llevé en mi taxi primero a su padre, recogimos a Armando a la salida del colegio, y de ahí nos fuimos a un centro deportivo a las afueras de la ciudad. El niño iba ya preparado con su ropa deportiva, sus botas de fútbol y una mochila que le entregó al padre. Éste, por su parte, le dio un zumo y una pieza de fruta que el chaval mordisqueó con ansiedad.

Según entendí por su conversación, en apenas diez minutos el chaval se presentaba a unas pruebas para acceder a la categoría «prebenjamín» de un equipo de fútbol, y al padre le había costado mucho convencer al ojeador para que probara a su hijo. «Recuerda que es la oportunidad de tu vida, que tienes que esforzarte al máximo, o estarás fuera. Si quieres ser Cristiano, tendrás que pelearlo como nadie; comerte a todos». El niño le escuchaba con gesto serio, ilusionado aunque asustado también por semejante carga de responsabilidad. «Tienes que salir y comerte el campo, Armando. Manejar la pelota y buscar como un jabato la ocasión de disparar a puerta, ¿lo has entendido?», volvió el padre con tono severo. El niño le dio un sorbo al brick de zumo y apretando los dientes le contestó con un tenue: «Sí».

No dudo de que a Armando le gustara mucho el fútbol, como a tantos otros niños, y que le hiciera ilusión poder entrar en un club tan selecto. Pero daba la impresión de que en verdad era el padre el más interesado en convertir al niño en una estrella del balón, tratando al chaval con disciplina casi militar aunque Armando contara, como digo, con apenas siete años.

Y seguro que todas las estrellas del deporte tendrán un padre igual, estricto con ellos desde bien pequeños. Y si el niño al final despunta (uno de cada diez mil, tal vez), ese padre se verá exultante de orgullo por haber sido el mentor que pulió el diamante. Pero lo atroz del asunto es que padres como ese no contemplan el fracaso: no educan a esos niños para que barajen o asuman siquiera la más mínima posibilidad de fracaso. ¿Cómo puede un padre decirle a su hijo de siete años «Recuerda que esta es la oportunidad de tu vida»? ¿Cómo se sentirá el pobre niño si al final, por el motivo que sea, no pasa la prueba de acceso? ¿Fracasado?, sin duda. Pero también se sentirá culpable por haber decepcionado al padre. Frustración, fracaso y culpa con apenas siete años. Valiente cabrón el padre.

Traducción simultánea

traductora

Siguiendo los pasos de la alcaldesa Ana Botella, ahora, cada vez que un extranjero sube a mi taxi, me pongo unos cascos de traducción simultánea conectados a mi propio ombligo, en modo bucle. Por supuesto que no hay traductor al otro lado del cable, pero yo, al igual que Botella, simulo entender lo que dicen y luego contesto lo que me da la gana.

Ayer, por ejemplo, un usuario de mi taxi me pidió en perfecto inglés que le llevara “To the Gran Vía, please”, pero a través de los cascos yo entendí que quería ver el acueducto de Segovia, y allá que fuimos. Después de una hora de viaje y de bajarle las maletas a pie de acueducto el hombre no quedó muy contento, como tampoco lo estamos los madrileños con una alcaldesa que nadie eligió y sin embargo ahí sigue, gastando lo que haga falta en sueños locos mientras recorta en derechos sociales, así que yo también me hice el loco y obligué al pobre guiri a pagarme igual que Botella me obliga a pagar sus caprichos vía impuestos.

Visto el éxito de aquel trayecto, decidí llevar siempre los cascos puestos, mañana, tarde y noche. Llegué a casa y mi novia me estaba esperando con dos maletas sobre la cama. Me dijo que no aguantaba más mis excentricidades, que se marchaba para siempre, pero a través de los cascos entendí que me quería y que había pensado irse un par de días a visitar a su familia de Valencia.

Y aquí estoy, sentado en el sofá, esperando a que vuelva. Lo malo es que no hay traducción para el silencio.

Mundo orgasmo

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«El mundo gira alrededor del sexo» estoy pensando mientras circulo con mi taxi libre por los labios menores del Paseo de la Castellana. Nacemos fruto del sexo y luego la infancia no es más que un trámite de aprendizaje hasta alcanzar el primer orgasmo. Este sería el punto de inflexión hacia la vida adulta: el orgasmo. A partir de entonces, todo cambia. La vida comienza a cobrar un sentido opuesto al de la tierna e inocente infancia y nos volvemos más cabrones y obsesivos. Buscamos ganar dinero porque es la vía más directa hacia la seducción. Aprendemos a seducir, a gustar, a seleccionar a la presa más indicada que nos ayude a alcanzar tan ansiado orgasmo. Esto vale para hombres como para mujeres, qué duda cabe. Se llama perpetuar la especie, y es la base de todo.

«El orgasmo», estoy pensando mientras rodeo con mi taxi libre la areola del pezón que es Cibeles. Curioso fin es el orgasmo. Todo lo demás, todo fin distinto a ese que tenga como base el placer, no es más que un simulacro, una mala copia del orgasmo. Buscamos escuchar canciones bonitas para sentir lo más parecido al orgasmo. Compramos coches de dimensiones inversamente proporcionales al tamaño de nuestras pollas. Y los que descartan el sexo no son más que fábricas de traumas que acabarán explotando de un modo u otro. Por eso no me fío de los curas. No existen seres vivos más antinatura que los curas.

Conduzco mi taxi libre por el Paseo de las Delicias dirección clítoris de Atocha. En la acera derecha me levanta la mano una mujer que induce al orgasmo. Freno a su altura, y nada más montarse digo:

-¿Follamos?

Pero ella se lo toma a mal, y al instante se baja del taxi espantada.

No lo entiendo.

Desubicada

La mujer de unos cincuenta años, maquillaje discreto y apenas tacón subió a mi taxi y me indicó un destino con la inocencia de quien no está habituada a coger taxis, como extrañada de montar por vez primera en el coche de un desconocido. De hecho, al indicarme su destino (un restaurante del centro), pareció verse obligada a darme explicaciones acerca del porqué de aquel trayecto, como si además tuviera siempre por costumbre contarle a alguien todo lo que hacía. Según me dijo, había quedado a cenar con un grupo de amigos, y después me confesó que, en realidad, era la primera vez en muchos años que salía a cenar sin su marido. En un principio tenían previsto ir los dos a esa cena, pero justo en el último momento a él le surgió un problema en el trabajo imposible de aplazar. Ella entonces le propuso anular la cita, pero él insistió en que fuera sola.

Después de contarme esto se hizo el silencio. Fue un silencio raro, revelador. Y entonces pensé en ella como el 50% de un todo mutilado viajando enrarecida, incompleta, coja. Mujer hogareña de fieles costumbres, centrada durante décadas en una sola vida que de repente se ve por un momento sola, viajando en manos de un desconocido, para acudir a una cena donde tampoco estará su mitad. Y tal vez en la cena beba un par de vinos de más y tome otro taxi de vuelta a casa algo achispada y se fije en las farolas y en las sombras y en la música del taxi y en matices que creía ya olvidados, y en esa mezcla de estímulos recuerde cómo era su vida antes de conocerle a él: quién era ella antes de ser la mitad de otro y el otro a su vez su mitad. Y tal vez, al llegar a casa, se acueste con él ya dormido y mire al techo durante horas, desubicada.

 

Duermevela

duermevela

Pasó una moto a escape libre y ella hizo un gesto, una mueca, pero no llegó a despertar del todo. Más bien quedó varada en eso que llaman duermevela, esa tierra de nadie entre el sueño y la vigilia (sus ojos cerrados pero no del todo, filtrando la realidad de mi rostro justo en frente de su rostro: colándome tal vez en sus ficciones). Salí de puntillas de la cama y cerré la ventana para evitar más ruidos. Mataría a todo aquel que osara perturbar su sueño, pensé. Buscaría con mi taxi al motorista hasta matarlo. Mataría a cualquier perro si ladrara. Lanzaría piedras a ese avión si la despierta. O si la lluvia percutiera en los cristales demasiado fuerte, juro que sería capaz de darle la vuelta al cielo.

Por suerte ella seguía durmiendo o quizás en duermevela. Volví otra vez a tumbarme, sigiloso, a su lado y continué observándola cada vez más de cerca, con mis labios a un cabello de sus labios, notando su aliento sosegado en mi barba. Sabes que el amor está enquistado dentro si rodeas su cuerpo con tus brazos y al instante ella, aunque se encuentre en mitad de un sueño, se deja abrazar, o incluso arrastra su brazo dormido hacia ti. Como si ya se creyera a salvo en todos los momentos de la vida, protegido también su inconsciente.

Pero había algo más que no me dejaba dejar de mirarla. Y es que no hubo nunca ni habrá mujer más bella a este lado de la litosfera, y esa perfección dormía a mi lado y el día anterior también lo hizo y también lo haría mañana. Y este simple hecho no pudo más que volverme inmortal, como mirando a Dios por encima del hombro. Sentirme inmortal gracias a ella y, por lo tanto, insomne.

Te importa más escribir que ser leído

musas

Te importa más escribir que ser leído, así que sales a la calle con tinta en los ojos: desnudando a la gente al azar, matando señores con bigote o amando con locura a esa chica que jamás será tuya. La has visto desde tu taxi haciendo footing con un pantalón más corto que el llanto de un huérfano. Llamó tu atención porque no te fijaste en sus pechos Nike botando, ni en su culo prieto y fosforito, sino en la sombra que proyectaba su cuerpo sobre tu taxi. Una sombra fina y alargada que por un instante llegó a taparte el reflejo del sol en los ojos, nada menos, y por eso frenaste el taxi hasta circular a escasos dos metros detrás de ella, procurando mantener la sombra de su cuerpo en la línea de tus ojos. Luego ella cruzó la calle y giró a la derecha hasta entrar en un chalet, y tú aparcaste el taxi para buscar en su buzón algún dato que pudiera acercarte más a ella. De hecho, metiste tus dedos largos y huesudos por entre la rendija del buzón y conseguiste sacar un par de cartas con el membrete de la Universidad Complutense dirigidas tal vez a su nombre, Andrea, y sus dos apellidos. Después no te fue difícil rastrear en internet sus datos hasta encontrar su perfil en Facebook, bastante activo, y otro también en Instagram algo más bucólico y artístico.

En su Facebook descubriste que Andrea vive con sus padres Luis (dermatólogo) y Marisa (profesora de piano), que su único hermano, tres años mayor que ella, vive ahora en Alemania, que Andrea cumplirá los 26 el próximo 11 de octubre, que cursa tercero de medicina en la Complutense de Madrid y que no tiene novio pero tampoco fotos entre mayo de 2011 y junio de 2013, por lo que tal vez lo tuvo, tal vez su historia acabara mal y tal vez decidió borrarlas. La última semana de agosto la pasó en Ibiza con tres amigas (todos sus bikinis son palabra de honor, lleva un piercing de aro en el ombligo y un pequeño pulpo, igual que el de Whatsapp, tatuado en su omóplato izquierdo), y que lleva casi un año trabajando también en un Starbucks (por las fotos, pudiera ser el de la calle Arenal) a media jornada, tardes y fines de semana alternos. Y que mañana miércoles, como excepción, le cambiará el turno a su amiga Rebeca (Rebeca tiene cita a las 10,45 en el ginecólogo para que le miren un pequeño bulto en un pecho; tanto Andrea como sus otras amigas Pau, Teresa, Pilar y Amaya, la desean mucha suerte).

Una vez analizado todo esto comenzaste a buscar grietas en el perfil de Andrea. Le gusta leer, dato importante. Cortázar, Onetti, Machado, Marsé, Foster Wallace. Romántica pero dura, hastiada aunque aferrada a la esperanza, abierta a todo aunque difícil de sorprender.

Tú escribes, en realidad no sabes hacer otra cosa. Tienes su email y crees saber cómo desmontar a Andrea con tu prosa afilada, o al menos conseguir que acabe sintiendo cierta curiosidad por conocerte. Te importa más escribir que ser leído, pero tu pluma es tu arma y quieres, necesitas, acercarte a esa chica. Y algo te dice que lo acabarás logrando: las musas hoy están de tu parte.

MERITOCRAZY

tongo web

 

La salsa de tu vida es encontrar ilusiones cuyo mérito es de otros, esperanza más allá de tu sofá con vistas a la TV. Que gane tu equipo de fútbol, como si el resultado dependiera de cuánto apretaste los dientes con aquel chute a puerta del millonario Bale, o a qué volumen gritaste cerveza en mano. O que te toque la lotería, como si comprar un cupón y encender un par de velas a tu virgen Premium (¿qué importa la ley de probabilidades si tienes fe?) mereciera los millones de un montante cuyo azar sólo adviertes cuando pierdes.

O que consiga Madrid 2020 las Olimpiadas, como ese hombre que justo escuchó el veredicto en el asiento trasero de mi taxi. Tal fue su pena que al final, con la bajona, me pidió cambiar de rumbo. Había quedado con sus amigos para celebrar «su» victoria antes incluso de conocer el fallo, pero tuve que dar la vuelta y dejarle de nuevo en casa. Fue curioso, además, escuchar su arsenal de improperios en contra del jurado: ¡¡¡¡Tongo!!!!, decía una y otra vez (método simplón pero efectista: ganar sólo constata que somos los mejores; perder demuestra un COI corrupto).

Pero nunca, en fin, implicándose de veras en los méritos o deméritos del otro. Así es España.

Madrid Dosmil Miente

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Hace años, cuando yo era inocente y aún creía en las buenas intenciones de este país, me habría gustado disfrutar de unos Juegos Olímpicos en Madrid, mi ciudad natal. Imagina la cantidad de anécdotas que podría sacar desde mi taxi, con usuarios de todas las partes del mundo, para luego escribir sobre ello en este blog, o incluso sacar un libro de la experiencia.

Sin embargo, desde que la corrupción política se ha instalado para quedarse, desde que día tras día salen escándalos nuevos pero nunca, en ningún caso, se depuran responsabilidades sino que cunde el silencio, o el «y tú más», y nadie pisa la cárcel y siguen campando a sus anchas como si no pasara nada, ya dejé de confiar en todo aquello que a la sazón surja de iniciativas políticas. Ahora, y a su afán por ocultar sus miserias me remito, me ha dado por pensar que toda intención del Partido Popular esconde un rédito oculto que va más allá del interés y el disfrute general. Me refiero, por una parte, a su insistencia por ensalzar el orgullo patrio a través del deporte o del puto peñón de Gibraltar, mientras asfixian lo que en realidad yo entiendo como patria: la sanidad y la educación pública, que esa sí es de todos o al menos lo era hasta que empezaron a desmantelarla en favor de un sector privado siempre insaciable. No es de recibo que los grandes talentos de este país se vean abocados a emigrar mientras anuncian, de darnos los Juegos, inversiones millonarias de dudosa rentabilidad. ¿Quién ganará realmente si al fin celebráramos los juegos? Yo, como taxista, las migajas. No las quiero. El gran montante será, como siempre, para el entorno empresarial del PP: grandes constructoras que figuran como donantes en los papeles de Bárcenas, puertas giratorias que van de la política al consejo de administración de otras… Todas ellas, y ya es casualidad, figuran como patrocinadoras de la candidatura Madrid2020, como buitres carroñeros frotándose las manos ante otro inminente premio a cargo del erario público (si quieres saber más lee este fantástico artículo de Hugo Abarca). Un premio a sumar al de la reforma laboral, la amnistía fiscal, los EREs a la carta y un repugnante etcétera.

¿Se crearían nuevos puestos de trabajo? Por supuesto, pero… ¿a cambio de qué? ¿de más de lo mismo? ¿de seguir enfangados en la misma podredumbre impune, del compadreo infame entre las grandes empresas y el gobierno mientras los españolitos de bien corean orgullosos ESPAÑA OÉ OÉ?

Desde principios de año, con la entrada de las nuevas tarifas, mi taxi luce sendas pegatinas en las puertas traseras con los precios, por su cara interna, y el logo Madrid2020 en su cara exterior (foto), bien visible para todo aquel que use el servicio del taxi en Madrid y ciudadanos en general. Por supuesto, no sólo estoy obligado a llevarlas, sino que además tuve que pagar por ellas bajo riesgo de una fuerte sanción. Así que, a la fuerza, yo también anuncio y patrocino Madrid2020. Y como yo, el resto de los más de 16.000 taxis que cada día circulan por Madrid. Estén de acuerdo o no.

Por eso me posiciono en contra de Madrid2020. Aunque, como digo, aumentaría sensiblemente los ingresos de mi taxi y tendría algo más que contar. Pero prefiero, en fin, ganar menos o inventarme la vida antes que ser partícipe de un país corrupto e idiotizado.

No quiero saber de ti

No quiero saber de ti más allá de esa minifalda vaquera, esas piernas bronceadas, esa fricción de tus muslos al caminar o esa camiseta azul, ceñida, insinuante, cuyos tirantes delimitan en tu espalda unos omóplatos que son proyectos de alitas de ángel. Esa coleta rubia, ladeada, que parece un telón abierto para enseñar tu cuello, sólo apto para ser besado o tal vez tocado con la punta de mis yemas, o mi aliento caliente muy cerca.

No quiero saber qué esconde ese escote; sólo imaginar posar mi cabeza o tan sólo observarlo de cerca durante horas, días, meses, lustros, y maldecir mi estampa por no saber pintar ese preciso (o precioso) contorno como lo haría John William Waterhouse. No quiero saber si escondes tatuajes o piercings, ni conozco ni intuyo el tamaño de tus bragas o la curva exacta de tus pechos desnudos, ni quiero saberlo. Sólo el simple hecho de creer que hay un cosmos oculto en lo que veo ya me estremece y me da esa ansiedad que demuestra que esta vida merece la pena.

No quiero saber tu nombre, ni hablar contigo, ni acercarme y besarte sin mediar palabra; sólo disfrutar una y mil veces del instante: yo apoyado en mi taxi y tú pasando delante de mí como una más de entre otras miles, caminando ajena a todo o tal vez sabiéndote observada, escrutada, deseada, admirada por los ojos de un taxista que seguiría tu estela por todas las calles del mundo.

No hay nada de malo en esto. Es más: creo que te halagaría saber lo mucho que me alegras la cabeza, los pelos de punta, la piel de gallina, los ojos, el recuerdo, sobre todo el recuerdo. Mientras dure.

El desvelo de unos ojos mudos

niqab web

De la terminal del aeropuerto de Bajaras salió un nutrido grupo de hombres y mujeres procedentes de algún país árabe o del Golfo Pérsico, ya que varias de ellas lucían su correspondiente niqab (velo similar al burka pero con la franja de los ojos descubierta, sin celdas). Ellos, por su parte, vestían prendas más occidentales y adaptadas al calor: pantalones cortos y camisas o camisetas. En un momento dado el grupo se disgregó en parejas y vinieron todos a tomar su respectivo taxi. A mí me tocó un matrimonio joven, o al menos él lo era, ya que a ella no conseguí distinguirla más allá de sus ojos y unas manos suaves y bien cuidadas. El hombre me ayudó a introducir su maleta en el maletero de mi taxi y me entregó un papel con el destino: un hotel cuatro estrellas del centro.

Imagínense después la escena del trayecto en cuestión: él sentado detrás de mí y ella a su derecha, casualmente con sus ojos encuadrados en mi espejo retrovisor. De hecho, los límites del espejo coincidían con los límites de la franja del velo de sus ojos, como si el trozo de tela que faltara hubiera sido recortado con el molde de mi espejo. Ya en la entrada a Madrid paramos en un semáforo, alcé mi vista al espejo y me encontré con los ojos de ella mirándome, pero al instante apartó su mirada como en acto reflejo y le miró a él, tal vez temerosa de que hubiera interceptado nuestro cruce. Pero el hombre estaba a sus cosas, hablando por teléfono y mirando el paisaje, y en esto ella volvió a mirarme y apenas consiguió sostener su mirada en la mía dos o tres segundos, todo un triunfo teniendo en cuenta que el anterior cruce de miradas había durado aún menos por el temor al marido. Es decir, los prejuicios de ella pesaban menos que la influencia de él hacia ella.

Lo que no conseguí interpretar fue el cariz de su mirada. Los ojos no dicen nada sin el marco gestual del rostro que los rodea. Unos ojos cercados, sin cejas, ni pómulos, ni comisura a la vista, son ciegos para el otro y mudos para una misma. Una lástima, porque eran preciosos.