Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de septiembre, 2013

Al otro lado de la luna

Image 1

Me inyecto en Madrid por una arteria cualquiera, y en el primer semáforo de la Avenida de América detengo mi taxi libre y se me acerca cabizbajo el mismo viejito que ya estaba aquí antes incluso que los brotes verdes. Lleva años en el mismo semáforo, de domingo a domingo, mañana, tarde y parte de la noche, con lluvia o con un sol de injusticia, vendiendo La Farola en una mano y la otra extendida por si a alguien le sobraran cinco céntimos, diez céntimos, o una manzana, o lo que sea. Su método siempre es el mismo: sabe de memoria la frecuencia del semáforo y el número de coches que puede abarcar antes de que torne en verde. Son pocos, la verdad. Como digo, es viejito, y camina encorvado, con pasos cortos.

Sigo la marcha y apenas dos semáforos después, cuando Avenida de América se tiñe de María de Molina, hay otro hombre de aspecto algo más desaliñado que se ofrece a limpiarte la luna lunera; y aquí los coches se muestran incómodos, intentando sortearle o dejando un espacio para evitar que se acerque o acelerando brusco si al final se acerca. Pero el hombre insiste o más bien el hambre del hombre insiste sacando fuerzas del envés del alma. El mismo hambre que el viejito anterior, pero de aspecto más rumano. Y como todo el mundo sabe hay rumanos, o sirios, o somalíes que vinieron a España a pasar hambre por encima de sus posibilidades. Y como todo el mundo sabe, los rumanos y los negritos pobres que aquí te ayudan a aparcar tu coche de decenas de miles de euros o venden bolsos de imitación a falsas millonarias sólo dan lástima si salen por la tele, a ser posible con moscas en la comisura de los labios, a ser posible en alta definición o esa nueva tecnología LED que resalta el brillo de las lágrimas. Aquí en la calle y en directo sólo consiguen afear el selecto paisaje de las grandes avenidas. Incomodan a los cómodos porque al toparse con ellos no pueden cambiar de canal.

Al semáforo siguiente, apenas cien metros después, no es uno, sino dos los que se acercan a ofrecerme pañuelos de papel a cambio de la voluntad. En este caso parecen padre e hijo. El chaval, que apenas tendrá doce años, lleva el pantalón sujeto con una cuerda y va descalzo. Yo a su edad soñaba con ser taxista.

Un amor envasado al vacío

envasado vacio

La pareja tomó mi taxi en el aeropuerto, él arrastrando una enorme maleta (en cuyo vientre llevaría la ropa apelotonada que usaron en vacaciones, tal vez también las chanclas y los botes de after shave y de champú con el sello del hotel, y un par de toallas aún con trazas de arena de playa como posos de recuerdos cadáver). Ella, por su parte, sólo llevaba un pequeño bolso TOUS (falso) y un paquete de ensaimadas de Mallorca atado con un cordel. Treinta y pocos años ambos. Sin hijos a la vista.

Tomaron mi taxi, como digo, primero él y al rato ella, guardando una distancia aséptica que parecía un muro, o ese cristal que separa al visitante del reo (no sabría decir cuál era el reo; tal vez los dos). Luego, ya sentados, me indicaron su casa por destino y viajaron en silencio, cada uno en una esquina del asiento trasero, mirando el paisaje o el móvil o las uñas, pero nunca el uno al otro. Y a través del espejo y del silencio leí en sus gestos la pactada derrota de un amor envasado al vacío, sin fecha de caducidad pero insípido; como quien decide dejarse arrastrar por la marea del otro, o poner la mano en el fuego del otro sin miedo a quemarse porque ya estaban los dos quemados.

Y después de unas vacaciones calmas, sin novedades, seguirán con juntos, como siempre, como un pack de leche 2×1 del supermercado, pero esos silencios serán cada vez más largos, sólo interrumpidos por anécdotas del día a día, buscando en cualquier caso el bucle eterno, la rutina. Un bostezo disimulado. La anestesia consentida.

Pero lo atónito del asunto es que, estoy seguro, si me atreviera a preguntarles si se quieren, si son felices, me dirían al unísono que sí, que por supuesto. Que no conciben otra vida distinta a ésta. Y no mentirían.