Me inyecto en Madrid por una arteria cualquiera, y en el primer semáforo de la Avenida de América detengo mi taxi libre y se me acerca cabizbajo el mismo viejito que ya estaba aquí antes incluso que los brotes verdes. Lleva años en el mismo semáforo, de domingo a domingo, mañana, tarde y parte de la noche, con lluvia o con un sol de injusticia, vendiendo La Farola en una mano y la otra extendida por si a alguien le sobraran cinco céntimos, diez céntimos, o una manzana, o lo que sea. Su método siempre es el mismo: sabe de memoria la frecuencia del semáforo y el número de coches que puede abarcar antes de que torne en verde. Son pocos, la verdad. Como digo, es viejito, y camina encorvado, con pasos cortos.
Sigo la marcha y apenas dos semáforos después, cuando Avenida de América se tiñe de María de Molina, hay otro hombre de aspecto algo más desaliñado que se ofrece a limpiarte la luna lunera; y aquí los coches se muestran incómodos, intentando sortearle o dejando un espacio para evitar que se acerque o acelerando brusco si al final se acerca. Pero el hombre insiste o más bien el hambre del hombre insiste sacando fuerzas del envés del alma. El mismo hambre que el viejito anterior, pero de aspecto más rumano. Y como todo el mundo sabe hay rumanos, o sirios, o somalíes que vinieron a España a pasar hambre por encima de sus posibilidades. Y como todo el mundo sabe, los rumanos y los negritos pobres que aquí te ayudan a aparcar tu coche de decenas de miles de euros o venden bolsos de imitación a falsas millonarias sólo dan lástima si salen por la tele, a ser posible con moscas en la comisura de los labios, a ser posible en alta definición o esa nueva tecnología LED que resalta el brillo de las lágrimas. Aquí en la calle y en directo sólo consiguen afear el selecto paisaje de las grandes avenidas. Incomodan a los cómodos porque al toparse con ellos no pueden cambiar de canal.
Al semáforo siguiente, apenas cien metros después, no es uno, sino dos los que se acercan a ofrecerme pañuelos de papel a cambio de la voluntad. En este caso parecen padre e hijo. El chaval, que apenas tendrá doce años, lleva el pantalón sujeto con una cuerda y va descalzo. Yo a su edad soñaba con ser taxista.