Me marcaste a fuego por dentro igual que se marca al ganado en el matadero. Sí, lo reconozco. Soy ganado. Me ganaste.
Pienso en ti y te busco por dentro, y te muerdo por dentro, y te como por dentro para saber a qué sabes después de tantos años. Busco en mi cabeza neuronas con tu nombre, tu bandera en el Everest de la memoria, y cada vez que te encuentro y te muerdo y te trago, sabes amarga, a margarita deshojada y a formol, y me atraganto pero al menos alimentas. Al menos sobrevivo un poco más.
Pero a veces calculo mal: voy a tientas, palpo tu marca entre las grietas blandas del cerebro y en lugar de morder el punto exacto muerdo otra cosa, no sé, un cachito del lóbulo occipital, o del lóbulo oczapecual y pierdo la vista, o me falla mi capacidad cognitiva, o se me paraliza medio cuerpo y el otro arrastra el doble de su peso, o me da por babear, o por coleccionar musgo, o por odiar al diferente.
Por eso, si alguna vez te cruzas con algún tonto, si montas en un taxi y piensas: este taxista es idiota, o crees que al vecino del quinto le falta un hervor, o no entiendes por qué hay reos que simpatizan con sus verdugos, ten en cuenta que, tal vez, todos ellos antes eran listos. Fueron listos pero el recuerdo caníbal les consumió por dentro.