Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La gravedad en Plutón

Y si sientes que el mundo se derrumba,
no intentes abrazarte
a otro que esté cayendo a la vez que caes tú,
como yo hice contigo.

(Benjamín Prado)

Y si vuelves a caer conmigo, la gravedad no es tan grave como dicen, amor. Apenas 9,8 metros por segundo al cuadrado en tu cocina (y doce veces menos en Plutón). Quemé mi reloj calculadora, volví a raparme la cabeza y ahora los bares me huelen a derrota. Y todas las otras chicas son cajeras del Mercadona. Y todos los otros chicos no me llegan ni a las ruedas del taxi: no sabrían tocarte como yo lo hago, no podrían mirarte con mi mismo fuego. Ya sólo me gusta la cerveza si la bebo en tu taza, esa que dice «lo nuestro es de otro planeta», y de tapa tus besos y la música al fondo en un loro cutre sin Dolby Surround ni falta que hace. Y no me importa que te guste Alejandro Sanz. Y no me importa que llores con Pulseras Rojas. No conozco mejor forma de definir el amor.

Y sería capaz de hacerte bebeses porque son tu vientre. Odiar mi taxi si me aleja de ti. Escribir sólo en tu espalda sin que nadie más me lea. No conozco mejor forma de definir el amor.

Por eso, si algún día sintieras que el mundo se derrumba, cae sin miedo. Y abrázate a mí. Caeré contigo a la doceava parte de esos 9,8 metros por segundo al cuadrado. El golpe, cualquier golpe, será de coña. Apenas nada.

Un nudo en la boca del desorden

La mujer me indicó su destino con todo lujo de detalles. Cada calle, cada giro. Era un camino del todo ilógico, más largo y con más semáforos que el que yo habría elegido. Pero luego me explicó los motivos de aquel rodeo. En realidad fui yo quien preguntó:

-Por Serrano llegaríamos antes…

-Lo sé. Desde hace más de cinco años cojo un taxi todos los días a la misma hora del portal de mi casa a la oficina. Todos los taxistas me llevan siempre por Serrano, pero estoy cansada de los mismos edificios, los mismos escaparates y los mismos semáforos. Hoy necesito desorden, cambiar mi rutina o al menos creer que mi rutina es otra aunque todo siga igual.

De todo lo que dijo me quedé con una frase: Hoy necesito desorden.

El resto del trayecto lo hicimos en silencio; ella observando cada edificio con ojos de novedad y yo pensando en buscar el desorden de la rutina: en mantener invariable el origen y el destino de las cosas aun cambiando el trayecto a cada rato.

La mujer se bajó del taxi a las puertas de su oficina y yo seguí dando vueltas, o más bien intentando desenredar las calles, hasta que la noche oscureció mis nudos. Llegué a casa y ya estabas en la cama. Dormida.

Me acerqué a ti. Retiré la sábana y en tu cuerpo vi el desorden del deseo. Cada trayecto de mis manos en tu espalda era una espalda distinta de tu mismo cuerpo; el mismo origen y destino concentrados en las yemas de mis dedos. La perfección del caos y todo gracias a aquella mujer, a aquel trayecto: hoy necesito desorden. Y tú durmiendo.

Lo tal vez prohibido

Recinto ferial de Madrid, pabellón 14. Parada de taxis de la «Cibeles Fashion Week». Delante de mi taxi caminan cuerpos cuyas caderas parecen crear tsunamis en el aire, olas invisibles que impactan directamente en mis retinas. Tacones imposibles, piernas de mármol pulido y vestidos cuyos límites apenas invitan a la imaginación inundan la zona de taxis en una suerte de zoo robótico. Hoy se llevan los rostros aniñados (labios carnosos pero vírgenes, pómulos rosados, miradas limpias), insertados en cuerpos de mujer; subproductos que venden esa estrecha línea entre el deseo y el sentimiento de culpa. Son la imagen de firmas de ropa, de perfumes, de barritas energéticas, de frigoríficos, lo cual implica que no estarás comprando el producto en cuestión, sino el estilo de vida que sugiere la chica que lo anuncia. Porque ese anuncio de perfume impacta de lleno en el inconsciente y te invita a jugar al Humbert Humbert de Nabokov. Son flashes imposibles de controlar: Traviesa, divertida, natural. Los hombres sienten culpa por la edad que aparentan esos rostros, pero a su vez encuentran cierto alivio legal en sus cuerpos de mujer bien definidos. O en otras palabras: Bienvenidos al lucrativo mundo de la contradicción somática. Comprarás, sin saber por qué, ese mismo perfume para tu mujer y el nuevo olor evocará en ti nuevos placeres ocultos. Secretos.

Una de esas modelos acabó montando en mi taxi para llevarla a un hotel del centro. La modelo no paró de hablar por teléfono durante todo el trayecto. Hablaba mucho, muy deprisa, como si tuviera demasiadas cosas que decir.

Y las tenía. Ya lo creo que las tenía. No te imaginas lo profunda que puede llegar a ser la superficie.

 

Maldito bosón de Higgs

Empleé años de estudio para conocer el exacto mecanismo de tu piel. Noches y noches en vela de ensayos a pie de campo mientras dormías. También devoré mil libros en las paradas de taxis, en los atascos o en los semáforos. Subrayé fórmulas, memoricé axiomas y celebré cada descubrimiento con la obsesión de un científico loco (como aquella ocasión que grité ¡Eureka! en plena M-30. Fue la primera vez que vi a un japonés, en el asiento trasero de mi taxi, con los ojos como platos). Gracias a los libros descubrí, por ejemplo, la composición celular de tu vientre, o por qué tus protones son los más suaves a este lado del Universo. O el poder gravitatorio de mis dedos planetarios en tu espalda, o esa misteriosa atracción de ciertas partes de mi cuerpo por los agujeros negros.

Sólo después de descubrirte entera comencé a disfrutar de tu piel con el asombro de un androide. Acariciarte era surcar la Vía Lactea. Y tu ombligo, el campo base. Y detrás de cada beso, otra nueva galaxia más allá de Orión.

Pero ahora, ya ves. Los científicos del Cern acaban de descubrir una nueva partícula subatómica, más pequeña aún que los neutrones de tu piel. Lo llaman bosón de Higgs, y además de su ínfimo tamaño, también determina el origen de la masa que hay en todo, tus nalgas incluidas. En fin, que eres más cosas aparte de electrones, neutrones y protones. Desde ayer tu piel es mucho más compleja y divisible. Si cabe. Desde ayer la partícula de Dios me hizo agnóstico de ti.

Esta noche, después de conocer la noticia, he observado tu cuerpo y no he podido evitar la ansiedad. Sudores fríos. Taquicardias. El nuevo abismo que esconde tu piel me supera. No puedo evitarlo, ni quiero, como comprenderás, volver a las pastillas.

Por eso no puedo seguir contigo, amor. Te dejo. Espero que lo entiendas.

P.D: Dejé las llaves de tu casa en la mesita del recibidor.

Fdo:

Tu ex.

Endorfinas

Ahora sé que fue su olor. El olor por encima de todo lo demás.

La pista me la dio una usuaria.

Alzó la mano en Velázquez esquina Hermosilla. Llevaba maletas. Me detuve a su altura, bajé del taxi, y al tenderme las maletas y ayudarme a encajarlas en el maletero se produjo un contacto casual, mi nariz a escasos centímetros de su cuello, y en esto me llegó su olor, me quedé seco, atónito. No era el perfume, o también. El mismo perfume no huele igual en dos personas. Hubo algo más, la mezcla del perfume con su misma piel, ese cóctel de fragancia y endorfinas. Un olor dulce, delicioso. Un olor que ni el mismísimo Patrick Suskind habría sido capaz de describir.

Lo retuve en mi memoria pituitaria. Era casi su mismo olor, el olor a la piel de Beatriz. Aquella mujer no era ella, su físico distaba mucho, pero por un instante sentí una fuerte atracción, el ansia punzante del flechazo: palpitaciones, ese hambre que jamás se sacia, la misma o parecida sensación que me llevó al amor, al único amor impostado esta vez, como de marca blanca.

Llevé a la mujer al aeropuerto, y al volver a bajar sus maletas, busqué un último chute, respirar hondo aprovechando, otra vez, su cercanía. Y justo en el summum de mis pulmones, la mujer se separó y se quedó mirándome, extrañada. Pero no me miró con mis mismos ojos. No como aquella Beatriz de miradas mutuas, de deseos mutuos, de endorfinas compatibles dos a dos.

Luego en casa me dispuse a investigar en internet, endorfinas y el amor, y era eso, exactamente eso.

Zombis de carne y beso

Nada de volcarlo todo en alguien, ya ves qué pasa. Se marcha y ahí te quedas, sola y muerta por un tiempo, tal vez por siempre. No puedes querer al otro más que a ti misma, no puedes pensar en otro más que en ti misma, sentir más viéndole que cerrando los ojos: eso nunca, no puedes. O morirás en vida si él se muere. O te abandonarás si él te abandona. O sufrirás más que él cuando él sufra.

El amor no es eso, negarse en virtud del otro. Que él te pida un taxi, te montes en mi taxi sola y a medida que avancemos pierdas cobertura de ti misma, o te falte el aire que él respira. El amor no es eso. Que se muera el cable en los tiempos del 3G.

O perder el equilibrio si él se borra. Eso nunca. El desamor no es un tumor ventricular que infecta a la sangre y alcanza el cerebro. Es una gripe. Una mala gripe que se cura con sudor y pastillas de tiempo. O con otro virus más potente. O inyecciones de novedad. Caer no implica un foso: pisa charcos, mánchate. Tatúate a ti misma, besa espejos. Cómprate una brújula para los orgasmos. Viste bonito y sal a la calle de azúcar. Y privatiza tus lágrimas: ya habrá alguien que las compre al precio que mereces. Cotizas siempre al alza, no lo olvides.

Y si miras para atrás que sea por ver tu pasado cada vez más lejos. Y cuando sólo veas un guisante azul, ríete de él, princesa.

Pero no te comportes como un zombi. Al menos no en mi taxi, que me rompes. 

 

La cadena del frío

La mujer no paraba de hablarme, que si el #12M15M, que si el calor, que si la nueva gira de Bruce Springsteen, pero yo no podía evitar mirar aquella bolsa, una bolsa isotérmica que ahora reposaba a sus pies sobre la alfombrilla, a mi lado, en el asiento del copiloto de mi taxi. Mientras ella me hablaba yo hacía mis cálculos: la mujer había salido de la tienda de congelados y tomado mi taxi a las 18:28 (me vio nada más salir del comercio), ponle que transcurrieran otros dos o tres minutos previos con los productos fuera del congelador (lo que pudiera tardar entre sacarlos del frío, pasarlos por caja, pagar y meterlos en la bolsa isotérmica). El trayecto era corto, pero hasta ahora ya nos habían tocado tres semáforos en rojo y dos coches maniobrando para aparcar, mala suerte, así que había transcurrido unos siete u ocho minutos desde que la mujer sacó la mercancía de su hábitat hasta este preciso momento. ¿Cuánto tardarían los productos en descongelarse a pesar de la bolsa isotérmica? (Ni puta idea. Sería como preguntarse: ¿cuánto dura vivo un pez fuera del agua?). De todos modos me faltaban datos. Desconocía qué productos guardaba en la bolsa. No es lo mismo una merluza congelada, que helados de hielo. De tratarse de helados sin duda tardarían mucho menos en descongelarse, y ahí ni cadena del frío ni hostias: un helado descongelado es como un pez muerto. Y yo no quería matar nada o ser el cómplice forzoso de ningún asesinato. No en mi taxi.

Entonces se me ocurrió una idea. Con la intención de aumentar unos grados, accioné el aire acondicionado a tope, a la menor temperatura posible y enfocado a la bolsa. La mujer continuó hablándome como si nada, pero en esto me di cuenta que llevaba sandalias, y el chorro de aire frío en sus pies desnudos debió de recorrer su cuerpo, pues se instaló en sus pezones que emergieron como boyas en pleamar (al otro lado de su camiseta blanca de tirantes, sin sostén).

Ahora no sólo continuaba angustiado, víctima de una angustia creciente y proporcional al estado intrínseco de la bolsa, sino que aquella imagen de sus pezones erectos, además, me excitó. Extraña mezcla de sensaciones, sin duda.

Y digo yo que será por culpa de una asociación inconsciente de ideas, pero desde aquel trayecto, cada vez que veo derretirse algo, no puedo evitar sentir cierta excitación sexual. Y cuando veo un pez muerto.

 

Tan dentro de ti como fuera de mí

No me fijé en aquel detalle hasta bien avanzado el trayecto. El caso es que aquella usuaria de mi taxi, no sé si por descuido o bien adrede, llevaba clavada en el cuello, a escasos centímetros de su oreja izquierda, una aguja de acupuntura. Puede que su acupuntólogo olvidara retirarla o tal vez la hubiera dejado clavada en su piel como parte del proceso curativo.

Yo por prudencia no dije nada (¿qué decir en estos casos?: «¿Sabe usted que tiene una aguja clavada en el cuello?»), pero no pude evitar que aquella imagen me mantuviera por largo rato pendiente del espejo. Tenso y pensativo.

En un semáforo tomé el móvil para tuitear la anécdota, pero en esto vi en la pantalla un aviso con la siguiente solicitud de contacto:

«Verónica Adentros desea contactar contigo vía Bluetoth. ACEPTAR / RECHAZAR».

Acepté por curiosidad (y porque en el fondo me siento solo). Al instante me entró un mensaje de la tal Verónica Adentros:

«¡Que baje un poco la calefacción, por Dios! Me estoy asando…».

Miré a la usuaria. Estaba en su mundo, observando la calle.

Bajé un par de grados la calefacción y en esto la usuaria sonrió, aunque no me miró siquiera, ni dijo nada. Después me llegó otro mensaje: «Me encanta esta canción. Lástima que el volumen esté tan bajo». Por la radio sonaba «Love will tear us apart» de Joy Division. Subí el volumen y entonces ella me miró sorprendida y arqueó las cejas y volvió a sonreír. Ahí supe que a través de aquella aguja clavada en su cuello podía acceder con mi móvil a sus pensamientos sin que ella lo supiera.

Pero aún desconocía si aquel invento también era recíproco. ¿Podría meterme yo en su cabeza? Para comprobarlo pensé en enviarle un mensaje a Verónica Adentros a través del teléfono.

Escribí: «Cierra los ojos».

Y ella cerró los ojos.

¡Wow!, pensé.

«Humedécete los labios con la lengua», volví a escribir.

Y así lo hizo.

«Acércate al taxista y bésale en la boca»

Verónica se coló por entre los asientos y con los ojos aún cerrados juntó sus labios con los míos. Mientras me besaba intenté teclear mi próximo deseo, pero al moverme se desprendió la aguja de su cuello. En esto abrió de súbito los ojos y, al verse tan cerca de mí, se separó como un rayo y me dio un sonoro guantazo. Luego salió del taxi con un portazo.

Al menos tengo su aguja en mi poder. Me la he clavado en la misma zona del cuello que ella y he intentado ponerme en contacto conmigo mismo vía Bluetooth para hacerme caso y obligarme a llevar mejor vida a través del móvil, pero no funciona.

Ahora estoy en un bar. Confuso y borracho como todas las noches.

El beso del ahorcado

No te acerques a un taxista frágil. Me duele la luz de los semáforos y contigo estoy tan mal como sin mí.  No te fíes de un ni libre ni ocupado, del que besa como besan los ahorcados, de un bufón en la cola del INEM. Dame tiempo. Sólo busco subtitular mis sueños, retractilar mis penas y venderlas por entregas al peor postor. Sabes bien que caminar como un cangrejo me ayuda a tomar distancia. Lo malo es el retroceso. 

Ya me conoces: soy el típico taxista suicida que nunca olvida ponerse el cinturón. Y lo que aún no sabes: Finjo orgasmos con muñecas hinchables, colecciono parches y disecciono cadáveres de dudas bañadas en formol. Pero yo, amor, no me conozco tanto. La máscara es reverso del espejo del alma. Invento piedras para tropezar y romperme el cráneo. Y luego lloro como un huérfano en una piscina de bolas.

Es la hora de los muertos de miedo:

No te acerques a mí, pero duerme conmigo.

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31 días conmigo mismo (Día 10)

– LA EDAD PROHIBIDA –

Después de una ligera búsqueda encontré a la candidata perfecta tumbada al sol, leyendo un libro en la piscina del camping. En esa pose, boca abajo y con su cabello rubio colgando cual cascada amazónica, me fue imposible ver su rostro aunque sí su espalda, sus muslos y un trémulo bikini color tiburón.

Una vez avistada me acerqué con disimulo hasta conseguir enfocar el título del libro, dato importante: Se trataba de «La guerra de los mundos» de H. G. Wells, lo cual indicaba que 1) era española o hispanohablante; 2) aficionada a la ciencia ficción y 3) capaz de sumergirse en su lectura y aislarse pese al ruido de los niños chapoteando y jugando a su alrededor (pasaba hojas y hojas sin despegar la vista ni retirarse la cortina del cabello; nada perturbaba su momento).

Tendí mi toalla a una distancia prudencial, nicercanilejos, y me fui al agua. Después de un par de largos de rigor me mantuve quieto, con los brazos apoyados en el bordillo y la mirada difusa, como distraída pero a la espera de ver, al fin, su cara en un renuncio suyo. Mientras tanto, moviendo las piernas bajo el agua (para aparentar estar haciendo algo) traté de idear una estrategia de acercamiento en función de los datos y las dudas que poco a poco me iban surgiendo: Estaba sola en la piscina (nadie se acercó a ella ni había más bolsos o toallas a su lado), lo cual no quería decir que estuviera sola en el camping. Una chica así no suele viajar sola sino con novio o marido o amigas o incluso padres y hermanos (sin conocer su cara me costaba adivinar una edad concreta o aproximada). Lo del novio o marido me aventuré a descartarlo: el novio o marido de una chica así tiende a ser protector, celoso aunque aparente respetar su espacio. De ser así él estaría ahí, con ella, o al menos su toalla o sus chanclas (para marcar su territorio cual orín de animal enamorado) aunque no se encontrara en ese preciso lugar sino nadando, o en el bar. Las parejas jóvenes que viajan juntas nunca se separan, y los grupos de amigas solteras tampoco, aunque en el caso de haber venido con amigas no las imagino en un camping aislado, sino en un pueblo con mar y bares y noche. Así pues no me quedaba otra opción, crucé los dedos, que la hipótesis de la estancia en familia.

En esto sonó un teléfono desde las tripas de su bolso. La rubia apoyó el libro abierto sobre el césped, metió la mano en el bolso, revolvió en su búsqueda y sacó el móvil. Luego se levantó de espaldas a mí. Al contestar la llamada me topé con su voz un tanto aguda:

– Tía… (…) Sí, en el camping de siempre… llegamos ayer. (…) No sé, tía… mi padre está insoportable. Quiere llevarme mañana a una visita guiada a no sé dónde, pero paso. Prefiero quedarme aquí, a mi bola, ya sabes…

En esto se dio la vuelta. Su cara de niña (más niña aún de lo que pensaba) me sorprendió. Tenía los labios gruesos, brackets en los dientes, mirada azul y unas graciosas pecas salpicando el resto. Me pregunté si llegaría siquiera a la mayoría de edad, lo cual, de repente, me hizo sentir absurdamente culpable. Cuando no sabes si el objetivo en cuestión alcanzó la edad legal de los 18, o si por el contrario aún faltan unos meses o quizás días para alcanzarlos, acabas entrando sin querer en un complejo bucle de dudas. El caso es que tenía cuerpo de mujer, ni un solo rasgo que invitara a pensar lo contrario: Pechos firmes, caderas y curvas bien definidas… 

¿Acaso sólo puedes considerar a una mujer abiertamente atractiva (sin que nadie ponga por ello el grito en el cielo) a partir de su 18 cumpleaños (y ni un minuto antes)?

Por si acaso me marché de allí pero pensando en ella sin querer hacerlo; confuso una vez más aunque sin saber muy bien por qué: Me atrae. Me apetece conocerla. Podría encajar en mi proyecto. Su edad no importa. ¿Su edad importa?

Nota: Los hombres redactaron las leyes. Los hombres son imperfectos. Juzguen ustedes mismos.

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