Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Miedo al tacto

Cada vez son más los usuarios que, sin querer (o no), tratan de evitar cualquier conato de contacto físico con el taxista. El simulacro de roce sólo se produce en el mismo momento de abonarte la carrera, cuando el usuario acerca su mano y te tiende el billete o las monedas de marras, o cuando les devuelves el cambio. En ese mismo instante, como digo, el usuario emplea una especie de estrategia antitacto tratando de dar sin tocar, de tenderte un billete sin siquiera rozar tu palma con las yemas de sus dedos, o viceversa.

Pensé que este rechazo podría no ser más que miedo al contagio de enfermedades infecciosas (ahora que la Gripe A compite en Prime Time con Belén Esteban). Por eso, en una suerte de Experimental Taxi Club al uso, he decidido conducir hoy, durante todo el día, con guantes de látex.

¿Resultado? El miedo a tocarme, en lugar de erradicarse, se acrecentó. Al llegar el momento de pagarme los usuarios, como escamados por mis guantes de látex, me tendían sus billetes o monedas lanzándolos a la palma de mi mano en lugar de posarlos, como de costumbre, sobre ella.

Conclusión: La asepsia da más miedo que el miedo mismo al contagio.

Ahora bien, descartado el miedo al contagio, ¿por qué otro motivo evitaremos hasta el más mínimo contacto físico?

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Nota epidérmica: Los franceses, aparte de volcarnos los camiones, tienen por costumbre darle la mano al taxista antes de apearse. ¿Será que la conducta del toqueteo va ligada a las costumbres culturales de cada país?

Tu recuerdo insoportable

Lo siento, pero no me puedo quitar su imagen de la cabeza. La imagen de Beatriz. Su cara. Sus ojos. Su voz. Sus tetas. Pienso en ella mientras conduzco mi taxi por un Madrid que me es ajeno, que me la pela. Y por muchos desvíos que tome, por mucho que pise el acelerador, o gire, o frene, o baje la ventanilla, o encienda el aire acondicionado, o suba a tope la música, siempre estará ahí, detrás de las costillas, pegada a ellas pero por dentro. Pegada como sólo saben hacerlo los recuerdos que duelen aunque fuera yo quien rompiera lo nuestro, aunque en mi mano estuviera volver a tenerla. Puede que ahora esté con otro. Eso sí que jode. Que sea otro quien ahora esté besando esos labios o tocando esas tetas. Que ella gima de placer gracias a las manos de otro o a la polla de otro. Que otro consiga suplantar mis manos o mi polla. Que se olvide de mí. Así de simples y de absurdos somos los tíos cuando nos da por pensar en lo que no debemos. La inercia de los celos y las pajas mentales nos convierte en auténticos Nazis.

Busco por la ventanilla de Cuatro Caminos otras mujeres. En Madrid hay miles, millones de mujeres bellísimas. Pero ninguna es ella. Ninguna tiene su forma de hacerme perder la cabeza. Llámalo química. Llámalo dadaísmo cardiaco. Llámalo X. (Despejo la X, la tengo en la mano, me trago la X, se me atraganta)

Nada peor que no poder quitarte algo así de la cabeza. Es imposible. No puedo. No soy capaz. Ni hablando con mis clientes, ni leyendo el periódico, ni escuchando las gilipolleces del Losantos en esa nueva radio guerracivilista, ni tomando café con los colegas, ni comiendo chinchetas para desgarrar su imagen.

Necesito con urgencia olvidarme de ella. Aunque duela. Aunque cueste dinero.

¿Algún consejo?

Matrimonio por accidente

9 de Mayo de 2008: Calle Sagasta. Un despiste me obliga a girar y frenar con tan mala suerte que el coche de mi derecha, al tratar de esquivarme, acaba embistiendo a un tercero. Mi taxi resulta ileso, pero como la culpa ha sido mía me detengo con la intención de cumplimentar a mi nombre su Parte de Accidentes.

La conductora A (de nombre Ana, morena, guapísima), con apenas un pequeño roce en su paragolpes delantero, sale de su coche cual bala con la intención de atizarme (al grito de ‘peseto de mierda’). El conductor B (de nombre Jaime, alto, elegante), aunque su coche presenta un golpe en la puerta mucho más severo, se ocupa de tranquilizar a la conductora A.

Al final, y gracias a la mediación del conductor B, todo acaba en un simple parte amistoso (a cargo, claro está, de mi compañía de seguros). Los tres intercambiamos nuestros respectivos números de teléfono y, sin más, cada coche (el mío ileso y los otros dos, magullados) se marcha por su lado.

21 de Julio de 2009: Calle Miguel Ángel. Sube a mi taxi una mujer embarazada. Tras indicarme un destino me mira fijamente y, con los ojos como platos, me dice:

– ¡No me lo puedo creer!

– ¿Perdón?

– El año pasado… te esquivé y me di un golpe… ¿recuerdas? – me dijo extrañamente entusiasmada.

– ¡Ups!

– Hace unos meses te vi en la SEXTA, donde el Wyoming. ¿Eras tú, verdad? y le dije a Jaime: Mira, es el taxista ese del día que nos conocimos…

– ¿Jaime?

– Sí. ¿No te acuerdas que te esquivé y le di a otro coche? ¿y que luego nos dimos los teléfonos…? Bueno, pues al día siguiente llamé a Jaime, el del otro coche, porque en el Parte de Accidentes había un número de su DNI que no se veía bien… y entonces nos pusimos a hablar y a hablar, y luego quedamos, y una cosa llevó a la otra y… ya ves – me dijo acariciando su tripón de embarazada.

– ¡No me lo puedo creer!

– Así que, después de todo y de lo mucho que me cabreé contigo, que casi te pego y todo, no puedo más que agradecerte lo mal que conduces, je, je: Gracias a ti he conocido al hombre de mi vida. Nos casamos el 9 de Mayo, justo un año después del golpe, y ahora esperamos a nuestro primer bebé. ¿Sabes que seguimos teniendo en casa el Parte de Accidentes enmarcado y colgado encima de nuestra cama?

– (…)

– ¡Cuidado con ese coch…

Me falta un dedo

En otro de esos atascos sudando monóxido de carbono (H2O-CO) aprieto fuerte el volante con ambas manos y luego estiro los dedos y los cuento, uno por uno, para tranquilizarme:

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… ¿nueve? No puede ser…

Vuelvo a contarme los dedos, esta vez más despacio:

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… Me cago en… ¡pero si me falta un dedo!

Nervioso como un koala en la Gran Vía comienzo a hacer recuento, mano a mano: En la derecha, efectivamente, tengo uno, dos, tres, cuatro y cinco dedos.

Será la izquierda, pues:

– Uno dos, tres y cuatro.

Efectivamente, y valiéndome de aquella satánica canción infantil, distingo el dedo pulgar, el índice, el anular y el meñique.

– ¡Me falta el dedo corazón de la mano izquierda! ¿pero cómo no me habré dado cuenta antes…?

Trato de atar cabos. ¿Para qué sirve el dedo corazón?, ¿para hacer el FUCK YOU?, ¿será que nunca he usado la zurda para hacer el FUCK YOU?

De repente el mundo se me viene encima. 31 años sin saber que me falta un dedo. Toda mi vida ha sido impar y descompensada; y yo sin saberlo.

Entonces reparo en los dedos de mis pies. Y en medio del mismo atasco comienzo a quitarme los zapatos de tacón, los calcetines y me cuento los dedos:

– ¡También nueve!

Haciendo recuento compruebo que también me falta el dedo corazón, pero del pie derecho.

– ¡Ja! – respiro aliviado – Al menos sigo siendo par, y compensado…

El caso es que con la violencia del momento se me perdió un calcetín (que acabó pegado a la suela con chicle de un usuario que no consigo localizar). Pero ese es otro tema que bien merece un nuevo post.

Violín mojado

Sólo los duros, los misántropos y los niños sobreviven a las grandes ciudades. Sólo los solos meriendan bocadillos imaginarios. Sólo los funcionarios se masturban sin llorar. Sólo los locos fingen estar cuerdos. Sólo las cuerdas fingen estar tensas. La cuerdas donde tiendes tu ropa. Tu ropa húmeda de cada mañana. Tu ropa seca de cada tarde. El espíritu de tu ropa, por la noche.

Cuatro cuerdas que dan a la calle: López de Hoyos, su nombre. Todos los días, a las once en punto, hago coincidir mi taxi con tu ventana: Aguardo en doble fila hasta que abres la ventana, asomas tus legañas de turrón, sacas los brazos y tiendes la ropa.

Desde mi taxi veo tus brazos como arcos de violín que, al rozar las cuerdas, hacen música. Y cada sostén mojado que tiendes es una nueva corchea. Y tus camisas, fusas difusas por el viento. Y cada tanga, silencios. Amarras las notas con pinzas que pinzan las cuerdas, las estrangulan y suenan. Cada día, a las once en punto, escucho música.

Todas las tardes, a las siete y treinta y cinco, hago coincidir mi taxi con tu ventana. Ahora tus blusas parecen cadáveres deshidratados por el sol: Recoges la ropa seca (que supongo guardarás en la funda de tu violín). Luego retiras las pinzas, una a una, y sus cuatro cuerdas entonan los últimos compases de una nueva despedida. Y te miro, desde mi taxi, y me pregunto con qué melodía me deleitarás mañana.

Todas las noches, a cualquier hora lunar, ya no queda nada: Silencio y grietas en tu fachada. Las cuerdas tiemblan: El viento trata de imitar tu música.

Es tonto, el viento.

Sobre un sobre

Digamos que… un compañero (que llamaremos «Equis») se encontró ayer mismo un sobre (de cierto grosor, amarrado con una goma elástica) en el asiento trasero de su taxi. Nada más verlo supuso que se le habría caído del bolsillo al usuario que recién se había apeado a las puertas de un conocido restaurante de la zona Norte de Madrid (un tipo raro que no paraba de toquetear con nerviosismo su BlackBerry).

La curiosidad llevó a Equis a tomar el sobre, quitarle la goma (su solapa ni siquiera estaba pegada) y abrirlo. Para su sorpresa, el sobre contenía exactamente 60 billetes nuevecitos de 500€. En total, 30.000 € en efectivo.

Equis supuso que se trataba de dinero negro; si así fuera, pensó, si aquel dinero no existiera a efectos legales, su dueño no podría denunciar su desaparición. Aunque bien podría tratar de encontrarlo por sus propios medios: Equis le había extendido un recibo con el importe del trayecto en el que figuraba su número de licencia, su nombre completo y su dni. Alguien que maneja tanta pasta seguro que cuenta con los ‘contactos necesarios’ para encontrar a cualquiera.

Entonces Equis se acojonó.

También podría volver al restaurante, buscar al usuario en cuestión y entregarle el sobre, como si nada. O entregarlo en la Comisaría de Policía más cercana, o en la Oficina de Objetos Perdidos. O podría quedárselo…

…y si decidiera quedárselo, ¿cómo lo emplearía sin que tantísimo dinero resultara ‘sospechoso’ (tratándose de billetes grandes, nuevos y de numeración correlativa)?, ¿podría vivir tranquilo bajo la sospecha de ser encontrado por su verdadero dueño?

Tras todas estas conjeturas, decidió llamarme y contármelo todo.

– ¿Tú qué harías? – me preguntó víctima de una fuerte ansiedad.

– ¿Puedo pedir el comodín del lector? – le dije.

¿Queremos ser iguales?

Eran novios recientes. Se miraban con ojos de novedad, y aún se hablaban para conocerse:

– Si todo sale bien, ese puesto será mío. Me lo he currado mucho, ¿sabes?

– Eres emprendedora, ¿eh? Mmmm. ¡Me gusta! – dijo él tomándola de la mano.

Ella desempeñaba el papel de la clásica mujer hecha a sí misma: independiente (vivía sola), ambiciosa, con personalidad; por otra parte sus miradas y sus gestos demostraban mantener el control de la situación: Le tenía rendido a sus pies.

Él, sin embargo, tendía más a la adulación. Trataba por todos los medios de ser el hombre perfecto: Cariñoso, sensible, romántico, detallista. Sin duda, había puesto muchas esperanzas en aquella cita.

Unas cuantas frases, caricias, besos, y semáforos después, y como para probarle, ella sacó de súbito el tema del machismo:

– Mi padre, siempre que llegaba a trabajar, se ponía a ver la tele. En casa nunca hizo nada. Mi madre, sin embargo, cuando llegaba a casa después del trabajo se ponía a limpiar, hacía la cena… ¿entiendes lo que quiero decir?

– Me estás hablando de otra generación. Las cosas han cambiado mucho…

– ¿Y mi hermano?, otro que tal… con 30 años no sabría ni hacerse un huevo frito. Te lo digo yo: los hombres tenéis mucha cara…

– Yo cocino muy… bien – se defendió él.

– También lo veo en mi curro, Carlos. Todos mis jefes son hombres: Y es que sigue habiendo mucho machismo…

Su postura había quedado bien clara. Sin embargo, al llegar (con el taxímetro marcando 12,35€) fue precisamente él quien me tendió un billete de 20€. Y ella, lejos de declinar su invitación, soltó:

– ¡No me has dejado pagar nada esta noche! Estás hecho todo un caballero…

(…)

Aquel detalle final me dio que pensar: ¿Realmente queremos ser iguales?

Mi vida en 20minutos

10,44 a.m. Parada de taxis de la Estación de Atocha. Me llaman de otra cadena de televisión para hacer otro reportaje similar a los otros nueve que ya he hecho. Les mando a la mierda (pero con cariño).

10,46 a.m. Reviso el correo. 73 mensajes (y 17 spam). Abro unos cuantos al azar:

– Una lectora de toda la vida me invita al concierto de OBK de esta noche en la sala Heineken (respondo: suena fascinante, pero no puedo. A esa hora tengo terapia de pareja con mi patito de goma).

– Un taxista de Valencia me pide consejo; resulta que el motor de su taxi hace un ruidito tal que cri, cri, cri… cada vez que acelera; que si sabría decirle qué le pasa (respondo: tu culata se ha tragado un grillo)

– Caja Madrid me ofrece un plan de pensiones (respondo: ¡sólo tengo 30 años, caníbales!)

– Un hombre que dice tener 50 años me confiesa que su matrimonio es un asco y que cree sentirse atraído por mi (no respondo)

– Una mujer que tampoco conozco me pide que le escriba un discurso emotivo para su boda, para que lo lea el cura (respondo: los curas son solteros porque no creen en Dios)

10,52 a.m. Tras media hora de espera, cargo en la Estación de Atocha. Suben dos italianos cargados de maletas y me enseñan un papel con el nombre y la dirección de su hotel: Paseo del Arte. Calle Atocha. Me cago en la globalización.

10,56 a.m. Descargo las cinco maletas y los italianos me pagan. Bajada de bandera + suplemento de Estación + trayecto: 5,65€.

– Que pasen un feliz día – les digo.

Me responden con una sonrisa de Pepperoni.

10,57 a.m. De nuevo en el taxi conecto la cámara y comienzo a grabar para mi próximo CabCam. En el siguiente semáforo me hace señas otro taxista. Bajo la ventanilla:

– Qué pasa – le digo.

– ¿Cuánto te pagan por llevar esa pegatina de 20minutos en el maletero? – me pregunta.

– ¿Cuánto te pagan por meterte en lo que no te importa? – le contesto.

11,01 a.m. En la Plaza de Jacinto Benavente me fijo en la abultadísima mochila que lleva a la espalda una controladora de parquímetros (rubia, aros de oro en sendas orejas). Pienso en lo que podría llevar dentro. De súbito, se me ocurre un poema.

11,04 a.m. Me detengo en la parada del Teatro La Latina. Saco mi taxi-libre-ta y comienzo a escribir, con trazos gruesos, el título del poema: ‘Lo que sé de los esfínteres’

El repartidor de bebidas

Lunes opaco, 11,30 de la mañana.

Nada más tomar Ayala a la izquierda me di de bruces con otro golpe: el Audi que me precedía le acababa de arrancar con su morro un piloto y parte del paragolpes trasero al Polo de delante.

Ambos conductores se bajaron del coche y comenzaron a discutir:

– ¿Estás ciega?- soltó el del Audi (50 años, grueso, bigote adjunto y camisa a rayas)

– Si no hubieras bajado a toda velocidad por una calle residencial limitada a 30… – dijo la del Polo.

– Me paso tus 30 por el Arco del Triunfo, bonita. Si hubieras mirado antes de dar marcha atrás, no te habría dado – volvió el del Audi.

– Por mucho que mire, si bajas a esa velocidad…

– Escúchame, bonita. No tengo tiempo para tus gilipolleces. Le lloras a tu mamá, o al maricón de tu maridito. Ponemos en el parte que la culpa ha sido tuya, y se acabó.

– No te consiento que me…- la mujer comenzó a sollozar.

– Si es que no sé cómo os dejan conducir, sin tener ni puta idea… vamos, que en cuanto se os saca de la cocina…

En esto, un repartidor de bebidas que en esos instantes se encontraba cargando cajas de una conocida marca de refrescos en un camión contiguo, dejó de súbito su caja, se acercó al del Audi y sin mediar palabra le arreó un puñetazo en la nariz.

El golpe dejó al del Audi aturdido en el suelo.

El repartidor volvió al camión como si nada, lo arrancó y continuó con su ruta.

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Moraleja: Beba Pepsi.

Psicotécnico y olé

Por culpa de un carnet de conducir caduco (que yo creía perenne) acudí a al centro médico para que una mujer de bata blanca me dijera si era o no apto para continuar conduciendo.

La primera prueba consistió en mover dos puntazos rojos por sendos caminos estrechos quetecagas sin tocar los bordes. Si cualquiera de los dos puntos se salía de pista, la máquina pitaba.

El caso es que aquella máquina del demonio no paró de pitar en ningún momento (soy hombre: no puedo hacer dos cosas a la vez). Sin embargo, al acabar la prueba, la médico me dijo que lo había hecho perfecto (¿?).

Luego me hizo una serie de preguntas:

– ¿Fumas?

– Sí.

– ¿Te drogas?

– Ehhh… no.

– ¿Alguna enfermedad mental reconocida?

– Ehhh… digamos que tampoco.

Esta parte me hizo sentir bien. Nunca antes una mujer se había fiado tanto de mis respuestas (¿?).

Por último, pasamos a la prueba ocular. Me senté ante un cartel con letras (más bien borrones) de distintos tamaños:

– Tápate un ojo y dime las letras que ves – me dijo.

Me tapé el ojo malo. Soy estrábico, pero no gilipollas:

– L, P, J, A, M…

– Vale, vale… ahora tápate el otro y dime lo que ves.

– ¿Te leo la misma línea?

– Sí.

Con el otro ojo no veía más que manchas, pero como me acordaba de las letras, me dediqué a repetirlas:

– L, P, J, A…

– Perfecto…

Dos minutos y 36€ después ya tenía mi certificado firmado por una colegiada para que pudiera continuar conduciendo un servicio público durante otros cinco años. Si hubiera sido psicópata, cegato o enfermo de apnea del sueño me lo habría dado igual. Yo tampoco lo entiendo…