Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Alicia en el País de los Taxis

Se acercó a la parada de taxi muy despacio, cojeando de su pierna derecha (completamente erguida la pierna, con una venda desde la rodilla hasta el tobillo pero sin muletas ni bastón con que apoyarse).

Abrió la puerta trasera derecha de mi taxi, lanzó primero la carpeta de gomas que llevaba bajo el brazo y después tomó asiento con suma dificultad.

Para que pudiera mantener su pierna estirada moví el asiento del copiloto hacia delante.

– Gracias. Uff… ¿me llevas a Conde de Peñalver, por favor?

– Sí, claro.

– Es un trayecto corto, lo sé, pero…

– Entiendo. ¿Qué pasó?

– Un accidente con la moto. Se me cruzó un coche y salí despedida. Caí encima de otro coche. Menos mal que frenó…

– Vaya…

– Se me ha salido el líquido de la rodilla o algo así me ha dicho el médico. Habrá que esperar a ver cómo evoluciona la cosa.

Me volteé aprovechando el semáforo en rojo y no encontré en ella herida alguna aparte de su pierna vendada. Ni rasguños en los brazos, ni en las manos, ni en la otra pierna.

– Fue un golpe limpio, ¿no?

– Mmm… sí. Me dí con la rodilla nada más. Ni te imaginas lo que duele… – me dijo frotándose la venda.

– Por suerte no pasó nada grave. Con las motos, ya se sabe…

– Ya, pero mi moto quedó destrozada. Era nueva, recién estrenada. Una… Yamaha. Me la regaló mi padre antes de marcharse a Panamá.

– Vaya.

– Mis padres viven en Panamá con una hermana mía que aún no conozco. Se marcharon hará … buff… cinco años o así, y ni ella ni mi hermana, que nació allí, han vuelto a Madrid. Sólo mi padre, por negocios, ya sabes. Yo me quedé aquí por no interrumpir mis estudios. Estudio Derecho en la Complutense. Es mi último año.

No entendía muy bien por qué había comenzado a contarme la vida de su familia y la suya así, de repente y sin venir al caso. De todos modos me dejé llevar:

– Debe de ser muy duro tener a la familia lejos durante tanto tiempo.

En esto, la mujer rompió a llorar.

– Yo creo que me están engañando… (snif)… que mi madre en realidad no quiere venir a verme… (snif)… y tampoco quiere que conozca a mi hermana…

– ¿Por qué dices eso? – pregunté sacando un paquete de kleen-ex de la guantera.

– No hacen más que ponerme excusas… yo les digo todos los años que quiero marcharme unos días a Panamá para conocer a mi hermana… (snif)… pero me dicen que no… que vendrán ellos aquí… los tres… pero al final siempre viene mi padre solo… y encima esta vez me compra una moto y nada más marcharse tengo el accidente… Estoy… tan… sola… – tomó mi kleen-ex y se secó las lágrimas con él.

Llegamos a su destino, me tendió las monedas que marcaba el taxímetro, abrió su puerta y antes de salir, entre sollozos, me dijo:

– En fin… gracias por el Kleen-ex.

Se marchó cojeando hasta desaparecer en la siguiente esquina.

Instantes después reparé en su carpeta de gomas. Se la había dejado olvidada sobre el asiento. En cuanto se abrió el semáforo giré en su dirección.

Me sorprendió ver lo mucho que había avanzado la mujer en tan corto espacio de tiempo (ya se encontraba casi en la siguiente manzana). Llegué a su altura y entonces la vi caminar como si nada, a paso rápido, incluso. Toqué el claxon, giró la cabeza y nada más verme salió corriendo en dirección contraria.

Nota: La carpeta contenía varios curriculums-vitae suyos, con su foto y sus datos. Se llamaba Alicia. Estudios: Graduado escolar y un curso por correspondencia de «arreglos florales». Experiencia laboral: Teleoperadora (2 años) y obradora en pizzería (1 año). En la actualidad se está sacando el carnet de conducir.

El joven lacrimante

Al otro lado de la verja metálica, Menéndez Pelayo abajo, vi desde mi taxi a un chico joven, de mi edad pero más j0ven, caminando y sollozando a la vez: caminaba por la orilla interior del Parque del Retiro, con las manos en los bolsillos y encogidos sus hombros, mientras lloraba con lágrimas o no, ¿acaso importa? 

El suyo parecía uno de esos llantos apagados, cabizbajos, o más bien un lamento en voz alta pero silenciado por el murmullo asesino de los coches y los pájaros; un llanto espontáneo aunque arrastrado de lejos, desde el otro lado del parque allende el lago, o la otra punta de la ciudad. 

Nadie había a su alrededor: No era un llanto compartido ni intencionado. Algunas veces lloramos para captar la atención del causante. Son llantos de lágrimas espejo. Pero aquí no había nadie más que él, ni causantes, ni espejos, ni causa: sólo llanto. Ni siquiera podría creerse observado por mí ni por nadie más que por su propia sombra, y aunque lo creyera tampoco habría de importarle demasiado: Sólo los solos de vocación lloran cuando y donde les surge.

Yo circulaba a su mismo paso, con mi taxi lento, procurando no hacer ruido. Pero al ver que el llanto se prolongaba preferí aparcar y seguirle a pie. Me inquietaba conocer el destino de aquel llanto o su final, o quizás necesitara dejarme llevar por el embrujo de su derrota, compararme con él o ser él en su mismo cuerpo que no era el mío. Le entendía aunque no conociera su causa.

Entré por la puerta del Florida Park y seguí sus pasos a 10 ó 15 metros de distancia. Ahí me di cuenta que también arrastraba los pies. Hubiera sido mejor el otoño en estos casos, abriendo un surco entre las hojas secas, o pisando charcos; pero el suelo estaba seco, no sus ojos, sólo el suelo.

Diez minutos después el llorante de mi edad, pero más joven, cambió su trayectoria y se dispuso a abandonar el parque por otra puerta, la de más al Sur.

Justo antes de franquearla frenó sus pasos, arrastró las lágrimas y el gesto trágico con las manos, lanzó un suspiro de ánimo, y salió a la calle. Ya no lloraba. En la calle dejó de llorar.

Cruzó con el semáforo a favor suyo, metió la llave en un portal y ahí quedó todo.

Ruptura en directo

Ayer martes. Siete y doce de la tarde. Asiento trasero de mi taxi:

– Baja tú. Yo sigo – dijo ella.

– No me hagas esto, Ana – dijo él.

– Sal del taxi, por favor.

– ¿Y dónde irás?

– Eso no importa.

– ¿Y tus cosas?

– Eso no importa.

– ¿Y yo?

– Se acabó, Carlos.

(Sonidos de claxon)

– Arranque, por favor – me dijo él.

– No, no. ¡Pare! – dijo ella tocándome el hombro.

– Pero… ¿me vas a dejar así?, ¿sin más?

– No quiero volver a verte, Carlos. Sal del taxi, por favor… – dijo ella.

Tras un par de suspiros él al fin abrió su puerta y salió del taxi.

– Te necesito, Ana. No me dejes… – dijo él agarrando el marco de la puerta.

– Cierra, Carlos. Por favor…

(Sonidos de claxon)

– ¡Cállense de una puta vez! – gritó él a los coches parados detrás de nosotros.

– Vete, Carlos.

– ¿Pero por qué? – dijo él.

– Necesito ser feliz. Tú no me haces feliz, Carlos… – dijo ella ahora con lágrimas.

Tras oír esto Carlos, petrificado, cerró su puerta.

– Vámonos de aquí cuanto antes – me dijo ella.

Reanudé la marcha. En mi espejo retrovisor, la imagen de Carlos aún paralizado en el centro de la calle (los coches seguían pitándole) se hizo cada vez más pequeña.

Varias calles después Ana me pidió un pañuelo. Se lo tendí, secó sus lágrimas, sopló fuerte y me dijo:

– Un helado. ¿Conoces alguna heladería… de esas que sirven helados en copa, con su sombrilla y su bengala…

Contra natura

Imagina que un hombre sordo acude solo a un concierto de U2. Imagina que el hombre sordo se coloca justo en el centro del estadio rodeado de gente por todas partes: 65.000 personas a su alrededor. Imagina que empieza el concierto, sale Bono al escenario y todo el mundo comienza a gritar, incluido el sordo. Suena el primer tema y las 65.000 personas cantan a coro: «Un, dos, tres, catorce». El sordo hace lo posible por imitar el movimiento de los labios del grupo de chicos que está junto a él. En apariencia, cualquiera diría que el sordo está integrado, disfrutando como el resto del concierto. Nadie podría sospechar que aquel chico de la camiseta verde que ha acudido solo a un concierto de U2 en realidad no está escuchando absolutamente nada, ni siquiera ha leído nunca canción alguna de aquel grupo, ni conoce el nombre de los miembros de la banda (para qué).

Así, como el chico sordo en un concierto de U2, me he sentido yo esta mañana, sin motivo, mientras conducía mi taxi por la Avenida del Planetario.

No sabría describirlo mejor.

La otra cara del inmigrante

En la calle Sevilla un taxista que no era yo tocó su claxon para llamar mi atención. Bajé la ventanilla, él la suya, y me gritó:

– ¿La Plaza de Santa Ana, por favor?

– Al final de esa calle, a unos 300 metros – le dije señalando al frente.

Era obvio que su cliente, de aspecto alemán, tampoco supiera indicarle por dónde quedaba su propio destino, aunque Santa Ana sea una plaza bastante, muy conocida por los madrileños.

Aquel taxista era colombiano (lo deduje por su acento y sus rasgos).

Lejos de indignarme por su aparente falta de profesionalidad me quedé pensando en su gesto, en la expresión que adoptó su cara al formularme esa pregunta: ¿La Plaza de Santa Ana, por favor? Aquel era un gesto de miedo, de temor a mi posible reacción, era el gesto de quien se siente desubicado, perdido, nuevo, no sólo en ese taxi, su taxi que en realidad no es suyo aunque él lo trabaje durante doce, catorce horas diarias, ni en esa ciudad, la que ahora es su ciudad, Madrid, su ciudad postiza por circunstancias de la vida, de su vida, de una vida que él no eligió, ni su madre, ni nadie. Nadie elige dónde nacer aunque sí dónde no quiere estar, dónde no puede estar o dónde le gustaría estar. Y lucha por ello porque el ser humano es así: Cuando tiene hambre hace lo que sea por comer, aunque para ello tenga que salir de un país, su país, hecho mierda por culpa de lo que sea, eso da igual ahora, no es el tema porque no es su culpa.

Imagínate ahora en su situación, pero al revés. Emigrando de una España hecha mierda, sin presente ni futuro, a una Colombia que, según dicen, tiene presente y posibilidad de futuro. Imagina tu primer día de trabajo al volante de un taxi por las calles de Bogotá. Imagina que, aun con esas, los colombianos no te quieren ahí.

La isla y la lluvia

En un atasco. Llueve.

No puedo moverme pero la lluvia se mueve, me mueve por dentro sin mojarme por fuera del interior de mi taxi: La lluvia cae, mi piel seca y mis adentros encharcados, ¿alguien puede explicármelo? La puta Ley de los Taxis Comunicantes, ¿no? ¿es eso?

Acciono el limpia-parabrisas y trago a la vez. La lluvia está fría y duele al pasar por la garganta. Las gotas no se mezclan al juntarse, no, sólo chocan entre ellas como si fueran de cristal, y algunas se rompen, sí, y me desgarran la tráquea y la sangre me ahoga, no puedo respirar, ¿quiero respirar? y pienso en llamarte pero mis dedos son mucho más orgullosos que yo, y grito tu nombre pero solo salen pompas sordas que por supuesto no te llegan, nada te llega aunque no seas sorda, ni ciega.

Nada te llega porque la vida me ha hecho tímido, hermético, desconfiado, gilipollas. No has sido tú. No he sido yo. Ha sido la vida. Valiente excusa.

Y de seguir así, ahogándome sin llamarte, sabrás de mí por mi obituario (¿qué diría mi obituario?), o por mi esquela en el ABC. Pero tú tampoco lees el ABC, ¿verdad?, a ti también te parece repelente Juan Manuel de Prada, ¿verdad? Por eso no puedo ni quiero dejar de llamarte, y te llamo:

– ¿Dónde estás?

– En un tren, camino de Madrid.

– ¿A qué hora llegas?

– A las once y cuarto.

Ni siquiera son las diez. ¿Podré aguantar sin ahogarme hasta entonces? ¿se pondrá mi cara azul? ¿me seguirás queriendo aun transformado en un puto pitufo? ¿serás capaz de tragarte el agua de mi lluvia? ¿querrás ser el filtro de mis impurezas? ¿será tu sonrisa el sumidero que necesito?

¿Llegarás a perdonarme todo el lodo acumulado?

Lección de humanismo etílico

El alcohol, en su justa medida, humaniza. El alcohol, en exceso, deshumaniza lo previamente humanizado. Bajo sus efectos algunos usuarios de mi taxi se vuelven pesados, o incluso violentos (como bien dijo Sabina: «me encantan las drogas y el alcohol, pero no soporto a los drogadictos ni a los borrachos»). Pero también los hay que se vuelven verborreicos, o audaces, o risueños, o cariñosos, o somnolientos, o reflexivos, o nostálgicos, o filosóficos.

Como aquel usuario del sábado pasado (noche de Halloween):

– Mi amigo Josete me dijo que Dios existía, que estaba en todas partes, y esta noche lo busqué en el fondo de una Mahou. Catorce Mahous después, efectivamente, lo encontré ahí flotando. Boca abajo. Ahogao. ¡Hip! – me dijo embutido en su disfraz de koala (lo juro). Al finalizar el trayecto incluso trató de pagarme la carrera con un paquete de chicles sabor eucalipto.

Otros acaban confesándote lo inconfesable:

– Ssé que mi marido me la esstá pegando con la asisstenta. Él sse cree que ssabe que yo no ssé que lo sssé. Pero lo que ssé que él no ssabe ess… lo mío con su primo el de Cádiz – me dijo una mujer de ojos cándidos de camino a su casa.

O les da por llorar:

– ¿Tiene algún problema? – le pregunté a otro usuario afterhours en plena eclosión llantil:

– Lo dejé, snif, hace dos semanas, snif, con mi novia, snif, y estoy, snif, muy feliiiiz…

– Si está feliz, ¿por qué llora?

– Porque no es normaaal, snif, que no la eche de menos, snif, ni una mierdaa… Soy un monstruo, snif, sin, snif, sentimientooos – y en ese punto se rompieron del todo sus lacrimales hasta el final del trayecto.

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Y ante tal catálogo de reacciones etílicas, yo me pregunto: ¿Cuando bebemos nos convertimos en la exageración de nosotros mismos, o sencillamente somos otros?

Melancólicos Anónimos

Es tarde. Hora de aflojar la corbata. El avión se retrasó. Como siempre.

Me indicas la dirección de uno de esos hoteles que viven de espaldas a la ciudad, demasiado cerca de tu reunión de mañana. Demasiado lejos del centro, del ocio, del mundo, del resto. Tu maleta me dice que apenas te quedarás un par de días. Por su tamaño llevarás lo justo: Cepillo de dientes, pasta individual, un pequeño frasco de colonia, un peine y un par de mudas. Se llaman mudas porque, por mucho que lo quieras, no hablan: Las maletas no son bocas que hablan cuando las abres sobre la cama de un hotel que no conoces en una ciudad que no es la tuya.

Y cuando te deje en el hotel, me pagues con los 50 céntimos de propina de siempre y me pidas que te extienda un recibo (lo paga la empresa, me dirás), le darás tus datos a un recepcionista con ojeras, subirás a la habitación y te tumbarás en la cama, con ropa y todo, pensando que eres libre pero estás cansado; que eres libre, que nadie te conoce en esta ciudad, pero que no te quedan ganas, ni ideas, ni edad: no eres ningún chiquillo y los bares, la gente y las putas están demasiado lejos. Y que tienes que descansar. Te juegas mucho en la presentación de mañana. Estarán los de la delegación belga.

Pones la tele, haces zapping, te masturbas sin ganas pensando en el sostén de encaje de la chica de las fotocopias (la misma que te tiró un café sobre el informe Hudson la semana pasada), te corres sobre la corbata nueva, ¡mierda!, te levantas, vas al baño, la limpias con agua y jabón: Mañana estará seca. Luego sacas de la maleta el sandwich de cangrejo que compraste en el aeropuerto y te lo comes sin ganas con la mirada fija en el televisor. Están emitiendo en diferido un partido de Rugby de la selección australiana.

Piensas en lo orgulloso que estaría tu padre de ti. Piensas en lo que harás la próxima Semana Santa (¿en qué cae este año?), piensas en Maite, que la Maite de ahora no es la Maite de antes (sin estrías, ni varices, ni jaquecas), en las paperas de tu hijo, en comenzar algún coleccionable, en comprarte un iPod.

Tiras el envoltorio del sandwich al suelo. Te enroscas en la almohada. Te pasa algo pero no sabes el qué: Los hombres no lloran, piensas. Tengo que ser fuerte, piensas. Mejor será dormir…

And the winners are…

Asistir a la III Edición de los Premios 20blogs me ha llenado la cabeza, el tronco y los lacrimales de recuerdos: Unos buenos y otros mejores. Recuerdos de la Edición anterior, la que gané, y de todo cuanto me sucedió después.

Por eso no he podido evitar mirar (y abrazar) con envidia a los nuevos ganadores. Envidio su desvirgue 20bloguero (que al principio duele, pero luego no puedes parar de… actualizar) y de todo lo demás: entrevistas, encuentros, oportunidades, pero sobre todo la posibilidad de conocer a mucha buena gente nueva (sic) en este macrocosmos que dieron en llamar blogosfera.

Y digo ‘ganadores’ porque por primera vez en la historia de estos Premios hubo entre el jurado (en el cual me incluyo) un empate técnico imposible de disolver.

Así pues, sean ambos bienvenidos a esta, vuestra nueva casa:

Boli bic bloc y Mangas Verdes

Espero que tan merecido premio sea, al menos, la mitad de importante que el doble de lo que fue para mí dividido por cada uno de vosotros dos.

No siempre

Sales. Te emborrachas. Cenas de empresa encubiertas. Taxi. Risas. Taxi. Conoces a quien tienes ganas de conocer. Te desconoces. Te desdoblas y haces planes. Más taxis. Confiesas que nunca antes te habías sentido tan aséptico. Otros lloran sin lágrimas. Hace frío pero no hace frío. Alguien me dice que ninguna noche es eterna:

Si todo fuera noche, no existiría IKEA.

Llegas a casa tres días después de la noche. Por el camino, el taxi no te habla. Sus últimas palabras fueron:

– Ya no me tocas.

Queda tanto por hacer que no haces nada. No apetece. Podrías dormir, pero eso no cuenta.

Te acuerdas de muchas cosas pero ninguna encaja. Piensas que has ganado tiempo y amigos, pero ni el tiempo ni los amigos entienden de tactos rectales. Desconectas el teléfono y decides morirte lo justo. Necesitas sentirte huérfano, al menos, hasta que el lunes te tire de las orejas.

Llámame flojo. Llámame iluso.