No eran marido y mujer, ni novios, ni nada: Apenas dos compañeros de trabajo condenados por azar a viajar juntos. Él llevaba una alianza de oro en su dedo anular. Ella, no.
Sin embargo algo me dijo que, tras aquellas apariencias formales, había mucho más; un lenguaje no demostrado, secreto, oculto, impotente, que sólo entendía ella (y ni tan siquiera). Y es que mientras él hablaba de temas triviales, ella parecía escucharle con los ojos, mirando fijamente a su boca, como víctima de un extraño hechizo cuyo antídoto sólo pudiera encontrarse tras los labios de él, bajo su lengua o entre esos dientes brillantes y perfectos.
Nota del taxista: Hay que reconocer que él era bueno en el difícil arte de mover los labios, las cejas y la expresión de sus ojos en perfecta (y deliciosa) sincronía. Como si en lugar de hablar, bailara con los pies de su rostro.
Para ella habría sido más fácil que su compañero fuera simplemente guapo. Los hombres guapos sólo entran por los ojos. Los atractivos, no. Y él era atractivo, ¡vaya que si lo era! Tenía la gracia natural de quien seduce sin querer. Una voz suave, sensible, de cuerdas vocales perfectamente peinadas, labios comestibles y retazos de tristeza en su mirada: El típico hombre que no gusta a cualquiera, pero que cuando gusta, atrapa. Y ella no podía evitar sentirse presa. Creía saber evitarlo, al menos desde fuera, pero siempre había algo que sin querer la delataba, que se escapaba y se escapa al control de cualquier gesto entrenado.
Ahora ella, pensé, quiere morirse por una atracción que es de otra: De alguna mujer afortunada que ella no conoce ni querrá conocer: la mujer de él, su esposa. Y se muerde los labios, siempre mirándole la boca, por no haberle conocido algunos años atrás, cuando el destino aún podía haberse escrito de su mismo puño y letra, sin manchas de Tipp-Ex ni Reset ni nada.
Nos despedimos en su oficina, la de ambos, con el taxímetro marcando 7,35€.
Me pagó él, claro. Lo de ella habría sido impagable.