Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Escribir

Escribe en todo momento, en cualquier parte: En el cuarto de baño, en la cocina, en la nevera de la cocina, en tu espalda, en el anverso de una factura (con IVA), en el reverso de un recibo (sin IVA), en el pupitre de tu infancia, en tu lápida futura, en el cielo, en la tierra, en los charcos del asfalto y en las nubes, con el dedo.

Escribe sobre la puta boca de algunos, en la fachada de la casa de la chica que pretendes, en los márgenes de un libro, en la doble hoja del papel higiénico, en el lomo de un Ñú, en un folio arrugado, en un papel de fumar, en las páginas salmón del periódico, en la frente de un ciego, en las mangas de tu camisa, en la pierna ortopédica de tu vecina de arriba, en las sábanas blancas que cubren tus sueños, en la bolsa escrotal del ahorcado.

Escribe cuando necesites hacerlo aunque sea en tu mismo taxi, aunque el cliente no entienda por qué has parado en el arcén de la autopista A-5, aunque luego intente agredirte, aunque llame a la policía por no haberle prestado el servicio preciso, aunque llegue la policía y te lleve esposado, aunque acabes durmiendo en un calabozo: Pídele un boli al guarda o al asesino múltiple que comparte celda contigo y escribe en el colchón siguiendo la línea del orín seco. Y si te llama el juez a declarar, arranca el colchón a sus liendres asido y jura sobre él, y enséñale lo escrito, aunque no lo lea o lo lea y no le guste, aunque no lo entienda, aunque te condene a tres años y un día, no importa. Lo has escrito tú, es tuyo. Que le jodan.

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Arrebato

Graham Bell inventó la tentación de poder tenerte aquí y ahora cada vez que el instinto lo nubla todo. En cualquier momento, en cualquier lugar, en mi mismo taxi.

Agarro el móvil, acaricio el teclado. El 1 y el 3 son tus ojos. El 4 y el 6, tus pezones. Acerco el 8 a mi boca: lo huelo, lo beso. Levanto con la uña el asterisco de tu zapato izquierdo. Mantengo intacta la almohadilla por si te da por usarla para ahogar tus gemidos.

Pienso en marcar tu secuencia, en pulsar tu pezón derecho, luego tu frente, otra vez tu pezón derecho, tu pubis, 6, 2, 6, 0… pero mis dedos no saben guardar un secreto: ya están pulsando los números que deseo pulsar. Y al concluir la mnemotecnia de tu cuerpo, cuando ya estoy a un paso de darle al botón verde, al semáforo en verde de tu voz, va y me alza el brazo una beata de rostro embalsamado y abrigo de piel de zorra, y en medio de ese brain collapse en lugar de presionar el botón verde me confundo y presiono el freno.

La beata abre su puerta, y toma asiento, y me dice que vayamos a la iglesia de Los Jerónimos, y ahora en lugar de presionar el acelerador, me confundo y presiono el botón verde, y al instante ya está sonando tu voz a través de los altavoces del taxi:

– Estaba pensando en lo mismo – dices nada más descolgar.

– Ahora – te digo yo.

– ¿Has vuelto a romper el teclado del móvil? – me preguntas.

– Sip. Menos la almohadilla.

– ¡Genial! Mis vecinos. Ya sabes…

– No entiendo nada – interrumpe la beata.

– Afortunadamente – respondo.

El vals del taxidermista

Que se mueran los taxis ateos de amor, los taxistas con bigote, los clientes sin ojeras. Que se pudran los taxímetros de ciencias, los espejos antivaho, los trayectos de vuelta, los recibos sin poemas en el dorso. Que revienten los coches coagulados, las charlas sobre el clima, los bostezos sin resaca, los ojos que no quieren ni pueden ni saben hablar.

Sólo quiero lo mismo pero más suave, que me dejen en paz, pero cerca. Poder besar con los ojos cerrados, poder cantar con los ojos abiertos. Sólo quiero querer quererte sin conocer tu nombre, creer que tu vida es mi vida invertida, que tu sol sea mi sal, que «sea» sea mar en inglés y tus ingles sean mías. Quisiera no dejar de bailar con las mariposas de tu estómago el vals del taxidermista, vivir de tus legañas, matarte a besos para autopsiar tu alma. Que mi ser se convierta en tu estar, que el recibo de la luz que emitamos al rozarnos lo pague su puta madre.

Ahora sólo me faltas tú. (Tú no. Tú tampoco. Tú. Sí, tú). Así que deja lo que estés haciendo, baja a la calle, detente al borde de la acera, levanta el brazo y cruza los dedos. De resto, yo me encargo.

La espalda del nuevo año

Hoy escribo el post nº 664 desde mi trono destronado: Lo tiene ella y ahora duerme, de espaldas, abrazada a una corona de espinas que no pinchan (foto), a escasos centímetros de un escritorio cuyas teclas no paran de ser violadas por esas diez finas pollas con uñas que tengo por dedos, en una suerte de fiebre literaria sin precedentes.

Tecleo mientras con el rabillo del ojo de mis gafas vigilo su sueño, su contorno pausado, su piel en calma, sus ojos cerrados por defunción de orgasmos.

¿Y qué he conseguido este año? Olvidarme de Bea y acordarme de ti. Escribir mi taxi, recibir miles de visitas en este blog, publicar un libro y celebrar que sigo vivo con decenas de borracheras sin apenas resaca. Ser un poco más viejo de nuez para abajo, pero un poco más joven de pestañas para arriba.

Escribo para leerme y entenderme mejor. Escribo, me leo y a veces lo flipo: ¿Eso ha salido de mí?, ¿yo soy ese? Tú también deberías de escribir para luego leerte: Si todo el mundo escribiera, los psicólogos acabarían siendo taxistas.

Tengo un blog para que los demás me digan quién soy.

Leo los comentarios y entonces, solo entonces, me conozco.

Y aún me quedan tantos posts por escribir, o tantos comentarios por leer, que me mareo sólo de pensarlo, y vomito letras con la ansiedad del mañana qué vendrá, o del quién coño será el próximo usuario de mi taxi, tu taxi, o el taxi de la vida rara.

Que tu espalda de hoy sean tus tetas de mañana. Y los dos ceros del 2010 se conviertan en los únicos pezones que me acabe aprendiendo de memoria.

Y en cuanto publique este post me tumbaré abrazando por detrás a esta foto. Y dormiré cual koala en un zoo cerrado por vacaciones. O hasta el año que viene:

Las heridas del boli Bic

En la parada de taxis de General Perón paro el motor, subo las ventanillas, apago «No Surprises» de Radiohead y saco mi taxi-libre-ta de la guantera con la intención de escribir algo, lo que sea.

Pasa el tiempo, invierto los ojos, pero nada. No me sale nada.

– Blanco. Estoy en blanco. Nunca antes me había pasado – me digo acercándome la punta del boli Bic negro a los ojos, como si la culpa fuera suya.

Pero el boli escribe perfectamente. Un par de garabatos sobre el papel lo atestiguan. No puede ser culpa suya. Juan Francisco Casas dibuja auténticas obras maestras (la imagen de arriba, por ejemplo) con un simple y llano boli Bic.

Entonces me viene a la mente aquel discurso que dio Juan José Millás al recibir el premio Cerecero de periodismo, cuando comparó el bisturí eléctrico que inventó su padre (que «cauterizaba la herida en el momento mismo de producirla») con el arte de escribir:

«Cuando escribo a mano, me parezco un poco a mi padre en el acto de probar aquel bisturí eléctrico. De hecho, suelo trabajar con un Bic negro, punta fina, cuya bola abre en la superficie de la página pequeñas llagas con las formas del alfabeto. (…). Sueño con una escritura que me hiera y me cure al mismo tiempo.».

Como Millás pienso que la escritura te hiere y te cura al mismo tiempo. Pero, en casos de sequía creativa como este, si no hay herida que curar, ¿qué me queda? ¿qué me pasa? ¿habré muerto desangrado?

Cierro el cuaderno, arranco y me salgo de la fila de taxis buscando una autopista que me saque de Madrid.

Dos horas después me detengo en un pueblecito a escasos 20 Kms de Burgos. He pillado una habitación en un hotelucho de mierda. Me quedaré aquí hasta que me salga algo. Lo que sea. Por mis santos coágulos.

¿Volveré a escribir el lunes?

Dermatuyo

Tras días de estudio en el laboratorio de mi cama he conseguido elaborar un listado de motivos que demuestran lo que ya te dije aquel primer día, en mi taxi, a través del espejo empañado:

– Tu piel y mi piel son compatibles.

Espero que compartas cada uno de los siguientes puntos, o los transformes en comas, o me comas y punto:

1.- El lóbulo de cualquiera de mis orejas encaja a la perfección, sin holgura, en tu ombligo.

2.- Mi cuello y tu cuello, al unirse, simulan el mecanismo de dos ruedas dentadas, atascadas, soldadas por una sustancia que el análisis de mi lengua identificó como «aleación de salitre y óxido curioso».

3.- Cada vez que te abrazo fuerte tus órganos internos se coordinan con los míos, lo cual demuestra la alineación perfecta de todos y cada uno de nuestros poros. Por culpa de esta extraña «Ley de los Poros Comunicantes», siempre que te abrazo me duele tu apéndice y a ti te suenan mis tripas.

5.- Tus uñas, al rozar mi espalda, se convierten en pétalos de rosas sin espinas que se clavan en mi espina dorsal. Y sangro cutículas.

6.- Tu labio inferior es idéntico a mi labio superior; y viceversa. Cada vez que nos besamos el tiempo retrocede.

7.- Ayer la Policía Científica nos desmanteló la cama. Me esposaron y me llevaron a comisaría. Laboratorio clandestino, según dicen. Al tomarme las huellas salió en pantalla tu ficha policial. Tranquila, estás limpia.

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Nota a pie de puntos (de sutura): Si, después de tan pormenorizado estudio, sigues desapareciendo en cada abrir y cerrar de costillas, volveré a acordarme de Beatriz con la devoción que se merece.

Miedo al tacto

Cada vez son más los usuarios que, sin querer (o no), tratan de evitar cualquier conato de contacto físico con el taxista. El simulacro de roce sólo se produce en el mismo momento de abonarte la carrera, cuando el usuario acerca su mano y te tiende el billete o las monedas de marras, o cuando les devuelves el cambio. En ese mismo instante, como digo, el usuario emplea una especie de estrategia antitacto tratando de dar sin tocar, de tenderte un billete sin siquiera rozar tu palma con las yemas de sus dedos, o viceversa.

Pensé que este rechazo podría no ser más que miedo al contagio de enfermedades infecciosas (ahora que la Gripe A compite en Prime Time con Belén Esteban). Por eso, en una suerte de Experimental Taxi Club al uso, he decidido conducir hoy, durante todo el día, con guantes de látex.

¿Resultado? El miedo a tocarme, en lugar de erradicarse, se acrecentó. Al llegar el momento de pagarme los usuarios, como escamados por mis guantes de látex, me tendían sus billetes o monedas lanzándolos a la palma de mi mano en lugar de posarlos, como de costumbre, sobre ella.

Conclusión: La asepsia da más miedo que el miedo mismo al contagio.

Ahora bien, descartado el miedo al contagio, ¿por qué otro motivo evitaremos hasta el más mínimo contacto físico?

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Nota epidérmica: Los franceses, aparte de volcarnos los camiones, tienen por costumbre darle la mano al taxista antes de apearse. ¿Será que la conducta del toqueteo va ligada a las costumbres culturales de cada país?

Muerto de miedo

Abrió su puerta, tomó asiento, me indicó un destino cualquiera y entonces, en ese primer cruce de miradas a través del espejo, me hipnotizó.

Me quedé clavado al reflejo de sus ojos y ella al de los míos. Sin parpadeos.

Como víctima de un incomprensible hechizo acerqué mi mano al espejo retrovisor e introduje las yemas de los dedos atravesando el cristal (como si de un lago calmo y vertical se tratara). Ya dentro tomé con mis dedos uno de sus ojos, lo arranqué de la cuenca del reflejo de su cara y lo saqué del espejo.

Luego, me lo comí.

El ojo del reflejo de aquella usuaria comenzó a observarme por dentro.

Y ahí se acabó todo.

Fallecí segundos después víctima del pánico.

Cuernos virtuales

– …no es el lugar ni el momento, cariño. Te lo explico mejor en casa, ¿vale? Estoy llegando. Adiós, adiós…

El usuario colgó su teléfono y, recostándose sobre el asiento, sopló:

– Buff… ¡menuda movida! – dijo tapándose la cara.

– ¿Problemas? – le pregunté a través del espejo.

– Mi mujer, que acaba de enterarse de lo que me pasó ayer en el SL.

– ¿SL?

– Second Life, ¿lo conoce? – me preguntó.

– Sí, sí. Es el mundo virtual ese donde te creas un personaje e interactúas con otros, ¿no?

– Avatares. Se llaman avatares.

– Ah. Perdón…

– Llevo meses jugando on line desde casa, cuando llego del trabajo. No sé… me relaja eso de llevar otra vida, la verdad…

– ¿Y dónde está el problema?

– Ayer se mudó a la casa de enfrente una nueva vecina.

– ¿A su casa de verdad?

– No, hombre. A la del SL.

– Ah…

– Bueno, pues que decidí acercarme a saludarla y… no me pregunte por qué, pero el caso es que… una cosa llevó a la otra y… acabé… en la cama con ella.

– ¿Tuvo sexo con otro avatar?

– Nunca antes me había pasado algo así. Lo juro.

– ¿Y dónde está el problema?

– Pues… que mi mujer acaba de enterarse. Por eso me ha llamado.

– ¿Y cómo se ha podido enterar?

– Ella también está en el Second Life. Tiene otro avatar dos casas más allá de la mía. Hace un rato sacó al perro, se cruzó con la vecina y…

– ¿Sacó al perro virtual?

– Sí. Y comenzaron a hablar y…

– ¿Y se lo contó?

– Imagínese el cabreo de mi mujer.

– ¿Cabreo virtual?

– De virtual, nada. Que hoy me toca dormir en el sofá, vamos…

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Y de postre (o post-re), mi First Life en el Telediario (Primera Edición) de TVE:

No hay canción que nos defina

Con el taxi ocupado por dos ociosas suena el manos libres. Descuelgo:

– ¿Diga?

– Soy Bea.

– ¿Beatriz?

– Estoy en Madrid. En Atocha. He venido a verte.

– Tendrías que haberme avisado an…

– Ven a buscarme, por favor. Estoy aquí por ti. Tengo billete de vuelta para dentro de dos horas. Sólo quiero que vengas, hablemos, y luego me marcho.

– Hágale caso, hombre… – suelta una de las usuarias.

– ¿Y esa quién es? – suelta Beatriz, al otro lado.

– Mi… nueva madre adoptiva – contesto.

– ¿Y bien? – insiste.

– En quince minutos estoy ahí. Espérame en la puerta de abajo, en la parada de taxis -. Cuelgo.

Las ociosas me hablan, pero no puedo escuchar ni pensar. Sólo acelero, las dejo en su destino sin cobrarlas (para no perder tiempo: el dinero no importa a partir de las 120 pulsaciones por minuto) y me dirijo raudo a la Estación de Atocha. Aun no sé cuál será mi reacción. Creí haber conseguido olvidarla; ahora sí. Pero tampoco me esperaba esto. No esperaba volver a verla, ni que ahora se encuentre tan cerca, a 800 metros, 750, 700, 650, 600 me dice el GPS…

En plena Estación adelanto al resto de los taxis que hacen cola en la parada, bajo la cuesta que me lleva al nivel inferior, giro con el corazón a punto de griparse y ahí delante, ahí mismo, junto a los primeros taxis, está ella. Con el pelo suelto y cara de cristal pulido y un bolso pequeño que agarra, nerviosa. Freno justo delante del resto de los taxis, me bajo, no sé qué decir, me sale abrazarla, la abrazo, me abraza. Los demás taxistas se quedan mirando. Me besa o soy yo, no sé. Está lloviendo.

Ahora su billete de vuelta está en el suelo. Lo dejó caer para abrazarme. Lo cojo y lo rompo.

– Sube – digo.

Entramos en mi taxi y conduzco hasta mi casa. En silencio. Tenemos tanto que decir que no hablamos en todo el trayecto.

Aparco en el garaje y entonces me dice sus primeras palabras:

– No tenemos canción.

– No existe. Aún.

– ‘Time is running out’ – dice ella:

– ‘Interstate Love Song’ – digo yo:

Más de mil besos después, más de gruscientos orgasmos después, seguimos sin poder decidir la canción que nos defina.