Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La camisa

Eran tres mujeres: dos hermanas (veinteañera y treintañera) y su madre de edad prejubulada. La mayor de las hermanas llevaba, en su mano derecha, una percha con una camisa blanca de hombre perfectamente planchada y abotonada. Abrió la puerta delantera del taxi, tomó asiento a mi lado, y posó con sumo cuidado la camisa sobre sus piernas. La hermana menor y la madre se sentaron detrás. Esta última me dijo con voz neutra, tal vez estoica:

– Al Tanatorio Norte, por favor.

Accioné el taxímetro y marchamos en silencio. Dada la situación supuse que el difunto a visitar era marido de la reciente viuda y padre de las otras dos. Supuse que aquella camisa recién planchada que yacía sobre las piernas de la reciente huérfana era y sería para vestir al difunto. Escogieron, sin duda, su  mejor camisa en vida. Tal vez la misma hija mayor, buscando tomar las riendas del drama reinante, hubiera abierto el armario de su padre con la intención de escoger, de entre otras tantas, su mejor camisa. Habría planchado la camisa con sumo cuidado, despacio, para luego colgarla en una pecha y abrochar, uno a uno, sus botones con igual cadencia, apretando los dientes, recordando mil imágenes o puede que tratando de evitar todo recuerdo por no manchar de lágrimas su tela.

La camisa que ahora tenía a mi lado, sobre las piernas de la reciente huérfana, sería en breve usada por un cadáver que no conozco pero ellas sí: el habitáculo del taxi en mayoría, sí.

¿Sería al fin la viuda quien le vista? ¿Cuál será la sensación de esa viuda en el preciso momento de ponerle la camisa y abrocharle por última vez los botones al cuerpo inerte y frío de su Juan de siempre? ¿Qué harán después con la percha? ¿Tirarán la percha en cualquier papelera o tomarán otro taxi de vuelta a casa con la percha ya sin camisa en la mano, acariciando sus formas, o apretando el gancho hasta alcanzar el sosiego de un dolor afortunadamente físico?

Sin embargo no llevaban consigo el traje al completo. Ni la chaqueta, ni el pantalón, ni una corbata. Sólo la camisa. Puede que anoche, durante el velatorio, advirtieran que la camisa que llevaba puesta no le favorecía o no pegaba con su corbata de la suerte y decidieran cambiarla para el último adiós de hoy; para que ese último recuerdo fuera impecable. Sin arrugas.

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Nota: Llegando al Tanatorio no pude evitar tocar con mi dedo meñique el puño de esa camisa. Era de seda. La misma seda que surgió de los gusanos.

El sexto sentido

Sobrado me creí con tres de los cinco sentidos para desentrañar la tragedia de aquel hombre: La vista, el olfato y el tacto. Nada más subir al taxi me llegó un fuerte olor a ginebra barata (una mezcla de alcohol en bruto y enebro): Venía de un bar. Tras indicarme su destino (zona Carabanchel), me fijé en su aspecto: Cincuenta años, piel gruesa y amarillenta, ojeras, barba de tres días, pelo oscuro con muchas canas, camisa gris sin planchar: Vivía solo. No llevaba reloj. Desempleado.

Durante el trayecto mantuvo la mirada perdida hacia la calle, sin fijarla en nada que llamara su atención: Deprimido.

Llegamos a su destino, me tendió un billete de 5€ desgastado y en el tacto de sus dedos noté unas yemas duras como piedras, curtidas. 

La ecuación, según mis sentidos, parecía clara: Aquel hombre trabajó toda su vida en algún oficio manual y de súbito se vio en el paro. Tal vez por culpa de ello su mujer le dejó y se abandonó a la bebida en un claro giro autodestructivo.

Pero nada más bajar del taxi gritó:

– ¡Mariam!

En esto, una rubia (espectacular) cargada de bolsas se giró:

– ¡Samuel! ¡no te esperaba tan pronto! 

La rubia se acercó a él y le dio un beso en la boca. Mi usuario tomó las bolsas y ambos entraron en una vivienda unifamiliar. La curiosidad me llevó a tirar de freno de mano y acercarme a la plaquita dorada que presidía la puerta. Leí:

«Samuel T. G. – Arquitecto -»

……………………….

Nota: No di una.

Moraleja: De nada sirven los cinco sentidos si no te funciona el sexto.

Autopsia a un cuerpo

Ojos cerrados, boca entreabierta, acerco la mía. Mis labios rozando casi sus labios. Noto su aliento. Está dormida. Aparto, con cuidado, la sábana. Poco a poco. Emergen sus hombros, la leve curva de sus pechos. Acerco mi ojo derecho al piercing de su pezón izquierdo. Es un aro con una pequeña bola metálica (ya reparé en él anoche). Me veo reflejado en la bola. Mi nariz se ve grande en la bola y mi pómulo pequeño y distorsionado, como muy lejos. Toco sin querer su pezón con la punta de la nariz. Es suave. Mi nariz o su pezón es suave. O ambos. Nunca lo sabré.

Retiro más la sábana y me detengo en el complejo pliegue de su ombligo. Dios estaba enfermo. Saco la lengua. Sabe a sal. La cicatriz de su cordón umbilical esconde el sumidero de todos los mares. Dos islas en sus caderas, un valle seco y un sumidero. Y al otro lado del filo de sus caderas, la nada. O la cama. Es lo mismo.

Ahora deslizo la sábana con los dientes. Poco a poco, se compone la figura de su sexo en el quicio de sus piernas. Me acerco desde arriba. Huele a electricidad estática. A peligro. A tarro de miel vacío. A isobara. Me chupo el dedo y lo introduzco en su sexo con cuidado. Recorro sus paredes con la yema. Húmedo Braille. Soy un ciego leyendo la Biblia.

Me aparto. Vuelvo a acostarme a su lado. No sé su nombre. Apenas nos conocimos ayer. En mi taxi. Las circunstancias no importan. Su nombre no importa. Ahora duerme. Eso es todo.

Masaje y algo más…

– Tanta información concentrada me tensa. Cada día ando pendiente de un tema crucial distinto: La #leysinde, la reforma de la ley antitabaco, el retraso en la edad de jubilación, los cables de Wikileaks, el arresto de Assange, la subida del gasoil, el rescate a Irlanda, el rescate a Grecia, las Bolsas, los controladores aéreos, el temporal de nieve en el Norte, las inundaciones en el Sur, mi dolor de espalda…

– ¿Te duele la espalda? – me interrumpió la usuaria (treinta y tantos años, cabello corto, oscuro, piel lechosa, ojos grandes).

– Sí. Mucho.

La usuaria resultó ser fisioterapeuta. Al llegar a su destino me propuso aparcar el taxi y subir a su consulta para darme uno de sus «masajes express». Acepté sin dudarlo.

Minutos después, tumbado en su camilla con la espalda desnuda, sus manos me ayudaron a olvidar uno a uno los problemas de este mundo. 

Cuando dio por finalizado el masaje noté que me anotaba con un boli algo en la espalda:

–  ¿Qué haces? – pregunté girando la cabeza.

– Te reconocí nada más montarme en tu taxi. Eres Daniel, el del blog nilibreniocupado, ¿verdad?

– Mmmsí – dije.

– No te cobraré nada por el masaje a cambio de que me invites a comer mañana.

– ¿A comer?

– Sí. He de contarte algo. 

– ¿No me lo puedes contar ahora?

– No. Tengo un paciente en 5 minutos. Tendrás que marcharte. Te he apuntado mi número de teléfono en la espalda. Llámame mañana a medio día.

Aunque me anotara su número de teléfono en la espalda, aunque pidiera comer juntos mañana, algo me dijo que no eran precisamente seductoras sus intenciones (tal vez su lineal tono de voz, o esa mirada esquiva…).

Cuando llegué a casa, me quité la camisa y anoté con cierta dificultad (girando el cuello al máximo) los números que iba viendo reflejados en el espejo del baño.

– Séis, dos, nueve, cuatro, cinco…

Anotada la secuencia completa, la leí en voz alta. Entonces me quedé de piedra. No era posible. Coincidían, uno a uno, con el número de teléfono de Beatriz, la misma a quien no veía desde hace más de dos años, la misma que me rompió el corazón y a la que rompí el corazón en iguales pedazos.

Cogí el teléfono y marqué esos mismos números con el dedo temblando. Una larga señal de llamada, otra, otra… y a la sexta, el sonido de quien cuelga o desconecta al otro lado. Volví a insistir pero ya no daba señal alguna.

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Nota: Mañana, a primera hora, volveré a la consulta de la fisioterapeuta para que me explique qué coño está pasando.

¿De dónde habrá sacado esa usuaria el teléfono de Beatriz? ¿por qué me habrá escrito en la espalda el número de Beatriz y no el suyo? ¿habrá colgado ella? ¿habrá colgado Beatriz al ver que era yo quien llamaba? No entiendo nada.

Mundo táctil

Vivo rodeado de pantallas táctiles (la del móvil, la del ordenador, la del navegador GPS, la del monitor de TV del taxi, la del iPad…), de ahí mi lapsus: Se me había metido algo en un ojo. Aprovechando un semáforo me asomé al espejo retrovisor y, en lugar de abrirme el ojo con los dedos para buscar mejor la mota, toqué el espejo con la intención de seleccionar y agrandar la imagen, o algo así. Lo raro fue que nada más tocar el espejo se abrió una pestaña nueva (en mi párpado). Hice doble click en el espejo y aparecieron, de súbito, otras dos pestañas más sobre mi ojo derecho.

Asombrado, pasé el dedo por el reflejo de mi ojo en el espejo, de derecha a izquierda (como quien pasa de una foto a otra en un iPad) y, de súbito, mi ojo se giró 180º, mirando ahora hacia dentro, hacia mi cráneo, sólo ese ojo. Y así acabé: con el ojo izquierdo mirando hacia la calle y el derecho observando mi propio cerebro (con sus chispitas neuronales rodeando la corteza).

Se abrió el semáforo y los coches comenzaron a pitarme. Yo accioné los warning y acerqué de nuevo la cara ante mi espejo para darle con el dedo y retomar así la posición normal de mi ojo invertido. Pero no atiné, y en lugar de darle al reflejo de mi ojo derecho, le di al izquierdo, y me quedé completamente ciego para el mundo exterior, pero con unas vistas en 3D, bien nítidas, de mi coco por dentro.

Las neuronas se movían rápido, como siguiendo un espectacular entramado de terminaciones nerviosas a lo largo y ancho de mi corteza cerebral. Eran azules. Brillaban. Al instante comprendí que todas mis neuronas seguían un mismo camino alrededor del córtex. Un camino que, en su conjunto, formaba una silueta, la silueta de un rostro perfectamente delimitado: frente, nariz, boca, barbilla, cuello, nuca, cabello…

Reconocí la silueta. No existe otra igual en este mundo. Era la tuya. Manda huevos que sólo consiga ver las cosas más claras quedándome ciego. Te amo.

Nunca sabremos qué pasó

– ¿Qué le debo? – me preguntó el usuario.

– 9,35€ – le dije parando el taxímetro.

El hombre se tanteó los bolsillos y soltó:

– ¡Mierda! Me lo he dejado todo en el despacho. La cartera, las llaves y el móvil. Si me espera un momentito, le digo a mi mujer, por el telefonillo, que me baje dinero y yo le pago, ¿ok?

– De acuerdo – le dije.

El hombre salió del taxi corriendo, se detuvo en su portal, pulsó un botón del telefonillo y, tras una breve conversación que no alcancé a escuchar, volvió al taxi.

– Que… mi mujer no puede bajar. Tendré que subir yo. Así que, mire: le dejo lo que sea «en prenda», para que se fíe, y ya bajo, ¿vale? –  el hombre comenzó a hurgarse en los bolsillos y, al no encontrar nada de valor, se miró las manos (su alianza de casado, para más señas), y de un tirón se sacó el anillo del dedo y me lo lanzó por la ventanilla.

– No hace falta que me deje nad… – quise decirle, pero ya se había marchado.

Le vi llamar de nuevo al telefonillo y desaparecer por el portal.

Durante la espera biopsié el anillo. Era una alianza de oro con muescas, feísimo, y una inscripción en su cara interna: «Lourdes & Juan. 12/07/1989». Calculé los años que llevaba casado: 21. Por su aspecto tendría entre 40 y 45 años. Se casó joven.

Pasaron los minutos. Dos, tres, siete… Pasados los diez comencé a mosquearme. ¿Le habrá pasado algo?

Entonces imaginé una hipotética escena: El hombre sube a casa sin un euro y le dice a su mujer que se ha dejado la cartera, las llaves y el móvil en el despacho. En esto ella se da cuenta de que él no lleva su anillo de casado y piensa que se lo ha gastado todo en un burdel, o tal vez con alguna querida que le creyó divorciado. O pudiera ser que en algún momento de su pasado hubiera tenido serios problemas con el juego o con el alcohol y que ella pensara en una inminente recaída nada más entrar él por la puerta sin blanca y sin su alianza («¿y también empeñaste el anillo?», le gritaría decepcionada).

Pero veinte minutos después apareció por fin el hombre y me tendió un billete de 20€.

– Siento la espera – me dijo con la voz entrecortada.

Le devolví el anillo y en lugar de ponérselo se lo metió en el bolsillo. Luego se marchó, cabizbajo, no de vuelta al portal sino al bar de la esquina.

After hours

Salí de casa con la intención de trabajar, lo juro, pero no sé qué le pasó al cartel del taxi (se quedó atascado, sin poder girarlo, con el LIBRE hacia la calle y el OCUPADO hacia dentro) y, claro, interpreté la avería como una señal (que mi interior se mantuviera ocupado en sus asuntos, o algo así). Por eso acabé (sin siquiera haber empezado a nada) en aquel After Hours, más fresco yo que una rosa y rodeado de crápulas desorientados, coleccionistas de relojes rotos y demás fauna sin flora en las venas.

Como no servían café a esas horas de la mañana pedí un cubata con servilletas y boli, por si las musas. Pagué con un billete enrollado y, boli en ristre, me dispuse a describir el horizonte en verso y rima asonante, en consonancia con el deep house de mis oídos.

Tuneé en palabras (de transcripción servilleta-post ilegible ahora, sobrio ya) el censo de los siguientes: 5 cuarentones solitarios tratando de ligar con la misma camarera, 3 pasaos de todo bailando en cada esquina (con sus mandíbulas a pie de pista), 2 estudiantes varones en celo (¿cómo habrán acabado, a las 12 de la mañana de un miércoles, en este decrépito lugar?), tres jovencitas mayores de edad por los pelos y un maromo con pinganillo adjunto entrando y saliendo del baño cada 15 minutos.

Quince versos después se me acercó una chica, con aire cándido, y me dijo:

– ¿Qué escribes? ¿la lista de la compra?

– No. Trabajo en un diario, en la sección de necrológicas. Me estaba inventando la vida de un par de muertos.

– Vaya.

– ¿Te apetece morir de mentira y ocupar, mañana mismo, un octavo de página impresa a nivel nacional?

– Suena divertido.

– Dime tu nombre.

Me dio su nombre completo y sus sueños:

– Siempre he querido tener mi propia cadena de peluquerías caninas.

– ¿Eres peluquera de perros?

– No. Soy puta. Si quieres que vayamos a tu casa, cobro 100€ por hora.

– Bien. Si tú quieres que publique tu sueño en vida y tu muerte falsa, cobro 100€ por esquela.

La chica se marchó y yo me pedí otro cubata y continué con mis versos hasta bien entrada la tarde, o la noche. No recuerdo.

Dos intrusos en mi taxi

El azar del trayecto anterior y las pocas ganas de conducir me llevaron a detener mi taxi en la parada más cercana, calle Condesa de Venadito, a escasos 20metros de las oficinas de 20minutos.

20minutos después, ya el primero de la fila, me sorprendió ver salir corriendo y en mi dirección al que reconocí como el becario de 20minutos (llevaba la careta con gomas de un mono) seguido de lejos, algo más lento, por el periodista, bloguero y responsable de Redes en 20minutos José María Martín.

El Becario abrió la puerta trasera, tomó asiento, y me dijo casi sin fuelle:

– ¡A la Gran Vía, por favor! ¡Uff…!

Luego abrió la otra puerta José María y, tras clavar sus ojos en mi espejo retrovisor, me dijo:

– ¡Coño, Dani!, ¡Qué sorpresa!

– ¡Jose! ¿Qué tal?

– Punto y coma y paréntesis final.

– ¿Perdona? – le dije.

– Don José siempre expresa sus emociones mediante emoticonos. Forma parte de su trabajo. Dice que está contento y te guiña un ojo – me dijo el Becario.

– ¿Y tú qué haces con esa careta de mono tapándote la cara? – le pregunté al Becario accionando el taxímetro.

– Como bien sabrá usted como bloguero de esta insigne casa, entre otros quehaceres me ocupo de censurar los comentarios ofensivos y/o denigrantes de 20minutos.es. Uso la careta para protegerme por si me atiza algún lector díscolo.

– ¿Y si te atiza en los huevos? – volví yo.

 – ¡Cáspita! El Técnico en Riesgos Laborales nunca me previno de tal disyuntiva. En cualquier caso, ¿podría darse un poco más de prisa, por favor? He de recoger el café de don Arsenio Escolar y traérselo antes de que acabe su reunión.

– ¿Y te manda ir hasta Gran Vía a por un café? – le pregunté asombrado.

– En efecto, señor. Le gusta el café de la cafetería que está justo detrás de la antigua redacción de 20minutos, sita en la Plaza de Callao.  Y también le gusta caliente, así que a la vuelta tendrá usted que ir lo más deprisa que pueda.

– ¿Y tú, Jose? ¿por qué le acompañas?

– Para supervisar y twittear la gestión y, ya de paso, darle alguna que otra colleja si se tercia. Y para probar la nueva App que acabo de descargar en mi smartphone: Un testador de café. Mide tanto la temperatura como el nivel de azúcar y el porcentaje de leche. Mola, ¿eh?

Tras un curioso trayecto con el Becario observando la ciudad como si fuera nueva y Jose riéndose solo, llegamos a Gran Vía. En una de las esquinas de Callao detuve mi taxi y se marchó el Becario, corriendo. Jose, por su parte, sacó un cronómetro del bolsillo y lo accionó.

– Como tarde más de 55 segundos, se va a cagar…

54 segundos después apareció el Becario con un café con leche humeante en una mano y un platito, una cucharilla y un sobrecito de azúcar en la otra.

– Ufff… Me he quemao, pero no importa. ¿Record, jefe? – le preguntó a José María.

– Mmmna… Se puede mejorar.

En el camino de vuelta Jose probó la nueva App de su smartphone metiendo el teléfono dentro del vaso (desparramando café sobre las piernas del Becario). Segundos después lo sacó chorreando y miró la pantalla:

– ¡Joder! ¡Se ha apagado! ¿Será un Troyano? Bec, llama de inmediato desde tu móvil a @virginiapalonso (así lo dijo, con su arroba y todo) y dile que las redes podrían estar siendo atacadas por un virus Troyano de dimensiones desconocidas.  

– Jose, no es por nada, pero el móvil se ha mojado – interrumpí.

– Aquí el experto en nuevas tecnologías soy yo. Cuando tenga alguna duda sobre bujías o trócolas, te aviso. Llama, Bec.

– Mi teléfono no tiene saldo. Sólo me permite llamacuelgas.

– «O» minúscula, guión bajo y «o» mayúscula – dijo Jose.

– Eso significa que estás sorprendido, ¿verdad? – dije contento por haber sido capaz de descifrar otro de sus emoticonos.

Por fortuna llegamos en seguida al mismo punto de origen. Primero salió pitando Jose («nos twitteamos», me dijo). Luego el Becario, dejando un momento el café apoyado sobre el asiento, me tendió la tapa de un yogour con restos secos de fresa. Cogí la tapa con dos dedos y en su dorso, escrito a rotulador, leí:

«VALE POR 1 TRAYECTO EN TAXIS»

– Esto no vale, Bec.

– ¡Maldición!

Y salió corriendo dejándose olvidado el café con leche de Arsenio.

Me lo bebí, por supuesto. A la salud de ese fantástico equipo que conforma 20minutos y 20minutos.es.

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Nota: Un abrazo gordo a @elbecario y a @jmmartin20. Cracks, ambos dos.

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La versión (falsa, por supuesto) del Becario aquí.

Tirar del hilo

Por primera vez en mucho tiempo me quedé seco de ideas, sin nada que escribir en este blog. Había sido un día yermo, demasiado terrenal: Llamadas del banco, usuarios poco receptivos (o puede que fuera yo) y el desquicie de una lucecita en el cuadro de mandos de mi taxi que no paraba de parpadear y no sabía cómo apagarla ni descifrar su mensaje. Tenía la forma de una bombilla, de color naranja que luego, a media tarde, se tornó en roja.

A las once de la noche, una hora antes de publicar mi vacía entrada de hoy, sin ninguna idea aún, de súbito me alzó la mano una joven de aspecto casual y finas curvas. Detuve mi taxi a su lado y, al abrir la puerta y tomar asiento, me fijé por un momento en la delgada línea azul de su tanga asomando apenas un centímetro del límite de su pantalón vaquero, cual soga del ahorcado pidiendo clemencia.

 – ¿Me lleva al cruce de Ciudad Lineal, por favor? – me dijo.

Y entonces comencé a pensar en el cruce de sus piernas y en la línea de su tanga. En tirar con mis propios dedos de ese fino hilo azul, desnudando línea a línea a la muchacha, como si toda ella estuviera tejida en lana. En seguir tirando del hilo aun con ella ya desnuda y comprobar que la madeja no moría en su cuerpo sino a lo alto, en el cielo azul oscuro, desnudándolo también línea a línea, tirando más fuerte al pasar por cada estrella para deshacer su nudo; arrancando de cuajo el botón de la luna. Seguir tirando más allá del horizonte y que el hilo se mostrara ahora de múltiples colores: del gris de aquella farola ahora también desnuda o del verde de ese coche ya en el chasis. Desnudarlo todo a través del hilo de ese tanga hasta que desapareciera el mundo entero y sólo quedáramos ella y yo, en pelotas, flotando como dos desconocidos, asidos cada uno a un extremo, sin saber si avanzar el uno hacia el otro tirando ambos o tejer los dos un nuevo mundo a nuestro antojo.

 En esto la luz con forma de bombilla del cuadro de mandos se apagó. Supe entonces su significado: Ya tenía un post.

Primer gusano en el estómago

La niña no tan niña Claudia tomó asiento en el centro, entre su misma madre y su amigo Raúl. Los niños no tan niños (compañeros de clase, supuse) tendrían 11 ó 12 años; la madre era de mi misma edad.

Acudían en mi taxi a una fiesta de cumpleaños. La madre de Claudia se habría hecho cargo también de Raúl, en uno de esos favores que suelen hacerse los padres cuando no todos pueden (o quieren) acompañar a sus respectivos hijos.

Ella, la madre de Claudia, ahora miraba a la calle a través de su ventanilla mientras los niños no tan niños permanecían serios, formales y en silencio. Aunque nada más lejos que la realidad: A través del espejo y al menos durante un instante, me percaté también del dedo meñique de él tratando de rozarse adrede con el meñique de Claudia. Luego, siempre atentos a cualquier giro visual de la madre, se lanzaron un par de miradas nerviosas, sonriendo con los labios apretados y las mejillas (al menos las de ella) en creciente sonrojo. Sin duda eran novios primerizos, clandestinos.

Intuí que ese miedo a ser sorprendidos por la madre era nuevo para ambos. ¿Miedo o morbo?, pensé. En lo que dura el primer amor todo es misterio, incertidumbre; pureza de un instinto desinteresado, no sexual (o al menos, por ahora). Apenas aprendes a besar, y cada beso es un mundo. Y del roce entre dos dedos haces un mundo. Nunca sabes qué vendrá después o si lo sabes no te atreverás, por el momento, a dar el paso por miedo a tropezar y aparentar torpeza ante los importantísimos ojos de tu primer «Raúl» o tu primera «Claudia». El amor más puro es torpe y huele a nuevo. Como recién salido de fábrica. Con sus precintos.

El segundo amor ya no es lo mismo. Está viciado: Arrastra la experiencia del primero. O al menos, así lo recuerdo.