Eran tres mujeres: dos hermanas (veinteañera y treintañera) y su madre de edad prejubulada. La mayor de las hermanas llevaba, en su mano derecha, una percha con una camisa blanca de hombre perfectamente planchada y abotonada. Abrió la puerta delantera del taxi, tomó asiento a mi lado, y posó con sumo cuidado la camisa sobre sus piernas. La hermana menor y la madre se sentaron detrás. Esta última me dijo con voz neutra, tal vez estoica:
– Al Tanatorio Norte, por favor.
Accioné el taxímetro y marchamos en silencio. Dada la situación supuse que el difunto a visitar era marido de la reciente viuda y padre de las otras dos. Supuse que aquella camisa recién planchada que yacía sobre las piernas de la reciente huérfana era y sería para vestir al difunto. Escogieron, sin duda, su mejor camisa en vida. Tal vez la misma hija mayor, buscando tomar las riendas del drama reinante, hubiera abierto el armario de su padre con la intención de escoger, de entre otras tantas, su mejor camisa. Habría planchado la camisa con sumo cuidado, despacio, para luego colgarla en una pecha y abrochar, uno a uno, sus botones con igual cadencia, apretando los dientes, recordando mil imágenes o puede que tratando de evitar todo recuerdo por no manchar de lágrimas su tela.
La camisa que ahora tenía a mi lado, sobre las piernas de la reciente huérfana, sería en breve usada por un cadáver que no conozco pero ellas sí: el habitáculo del taxi en mayoría, sí.
¿Sería al fin la viuda quien le vista? ¿Cuál será la sensación de esa viuda en el preciso momento de ponerle la camisa y abrocharle por última vez los botones al cuerpo inerte y frío de su Juan de siempre? ¿Qué harán después con la percha? ¿Tirarán la percha en cualquier papelera o tomarán otro taxi de vuelta a casa con la percha ya sin camisa en la mano, acariciando sus formas, o apretando el gancho hasta alcanzar el sosiego de un dolor afortunadamente físico?
Sin embargo no llevaban consigo el traje al completo. Ni la chaqueta, ni el pantalón, ni una corbata. Sólo la camisa. Puede que anoche, durante el velatorio, advirtieran que la camisa que llevaba puesta no le favorecía o no pegaba con su corbata de la suerte y decidieran cambiarla para el último adiós de hoy; para que ese último recuerdo fuera impecable. Sin arrugas.
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Nota: Llegando al Tanatorio no pude evitar tocar con mi dedo meñique el puño de esa camisa. Era de seda. La misma seda que surgió de los gusanos.