Imagina que nada más subirte en mi taxi me enamoro perdidamente de ti, del reflejo que proyectas en mi espejo, de tus ojos, de tu aliento, de tus flechas o de lo que fuera que tuvieras distinto al resto. Imagina que, víctima de ese embrujo, me trabajo tanto el trayecto y el diálogo que accedes a tomarte un café conmigo, una cerveza o una puesta de sol (aunque sólo fuera por la incertidumbre de mi tibieza). Que consigo descifrar y decirte lo que necesitas oír y manejar los tiempos según tu prisa. Que la primera cita se convierte en una segunda, y la segunda en quinta (en proporción directa al aumento en intensidad de nuestros ritmos cardiacos).
Imagina que, tras los citados trámites, consigo que tú también te enamores de mí (aunque a un ritmo más lento), que aquel trayecto iniciático, al fin, se convierte en deseos, sentimientos mutuos y un futuro convertible en presente perpetuo. Que acabamos viviendo juntos, compartiendo hipoteca, genes, bienes gananciales y champú. Que tenemos tantos hijos como tú quieras y tantos nietos como nuestros hijos quieran:
De la parada de taxis al panteón familiar.
Sólo quiero decir que la incertidumbre y el azar puede hacernos cambiar de vida en cualquier momento: Siempre hay que estar alerta, despiertos (incluso en sueños). Inyecciones de farlopa en cada ojo. Como metáfora, claro.