Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Ocho segundos

Ana es cardióloga y operó del corazón al que, años después, acabó siendo su marido. Durante aquella intervención el corazón de Carlos se paró ocho largos segundos. Ana no olvidará nunca la sensación de aquel corazón inerte entre sus manos. Lo recuerda cada noche, cuando acaricia la cicatriz en el pecho de Carlos.

Se enamoraron después, en el postoperatorio. Carlos había llegado al hospital de urgencias, víctima de un infarto. Pasó directo de la ambulancia al quirófano. Así pues, cuando Ana le abrió en canal, aún no se conocían. Ella no le había visto antes y Carlos estaba inconsciente, sedado. 

Tiene que ser raro conocer primero por dentro al que será el hombre de tu vida, manipular sus órganos antes incluso de haber escuchado su voz, de haber intercambiado unas palabras. Que a Carlos se le pare el corazón y Ana le salve y al salvarlo también se salve a sí misma. Que ahora el corazón de Ana se acelere cada vez que recuerda esos ocho segundos. Que Carlos le deba la vida a la mujer de su vida. Que Ana pegue su oreja al pecho de Carlos y escuche el corazón de Carlos y se duerma plácidamente con la cadencia de sus latidos.

Ahora, sentados bien juntos en el asiento trasero de mi taxi, después de contarme su historia, bromean:

– No habría surgido el amor si Ana, en lugar de cardióloga, hubiese sido forense. Al menos yo no me habría enamorado de ella.

– Yo me habría enamorado igual. Siempre pensé que calladito estás más guapo.

– A veces creo que Ana, en aquel quirófano, se quedó con mi corazón. Que me lo cambió por otro de repuesto. Y que lo lleva siempre consigo. ¿Me enseñas el bolso?

– Qué tonto eres.

En esto se besaron. Fue un beso de esos que producen arritmias.

Como un huérfano leyendo a Freud

Suena cómico, pero encontré mi media naranja en Valencia. En una camarera, para más señas. Su nombre te importa un carajo. Con ella exprimí mis días de agosto hasta el último rincón de lo posible. Para inaugurar mis vacaciones entré en un bar cualquiera, pedí un gintonic, ella me puso un whisky y el sordo amor hizo el resto. Cupido suele esconder flechas debajo de las barras de los bares, enterradas en hielo. Mi futura media naranja me sirvió la copa que ella quiso y yo me dispuse a escribir, como siempre, a renglón seguido del Gracias por su visita de una servilleta. La camarera, atenta a mis movimientos, tomó también un bloc de notas y comenzó a escribir. Quise interpretar su gesto como una suerte de Messenger imaginario: yo escribía e imaginaba que ella me contestaba en su bloc desde el otro extremo de la barra. Pedí otro gintonic y ella me puso un ron. Dos tequilas, un bourbon y una cerveza después de mis truncados gintonics comenzamos a hablar. Ahí supe que ella no me estaba escribiendo a mí, sino números: quería pedir un crédito para viajar a Estocolmo. Me vine arriba y dije que yo viajaría con ella, que «no me gusta viajar pero sí tus ojos y esa cicatriz que tienes en el labio y tu sordera y tu acento frío». Era rumana y preciosa, por ese orden. Esa misma noche, al cerrar el bar, accedió a viajar conmigo a Estocolmo. Pero hicimos escala en su cama y perdimos la noción de los aviones.

Durante los próximos quince días apenas pisé mi hotel más que para lavarme los dientes y gestionar el mueble bar. Pasé los días durmiendo a su lado, las tardes con ella y las noches anclado a su barra. Como un huérfano leyendo a Freud. Apenas escribí dos líneas de la novela que tenía previsto acabar este verano. Llamé a mi editor y le dije: «No cumpliré el plazo. Te estoy poniendo los cuernos». Nada más colgar mi camarera me sirvió el primer gintonic en diez días.

– Al fin te lo has ganado – me dijo.

Luego llegaron las dudas. Los últimos días de agosto. ¿Regreso a Madrid a mi vida y mi taxi y mi blog, o lo vendo todo y me quedo contigo? Ella me pidió que me quedara, que viajáramos juntos a Tombuctú. Pero mis huevos no son tan grandes como sus ojos, y en el fondo soy uno de esos cobardes a los que le gustan su vida, su taxi y su blog. Y las santísimas trinidades no admiten cuartetos. Y ella aquí, en Madrid, sin mar, se ahogaría. Perdería su cola de sirena.

Marché cuando ella dormía. Dejé una nota: «Te quiero. Pero me quiero.»

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Sube a mi taxi en twitter

Del verbo coraza

A edades como la nuestra los corazones segregan ciertas sustancias antideslizantes que también aíslan e insensibilizan el tacto de la novedad. La pregunta no es si acabas de pintar tu corazón para que parezca nuevo sino ¿cuántas manos de pintura lleva?, ¿podrás esperar a que se seque, o no te importa que otros brazos urgentes se manchen de ese recién pintado rojo tuyo? 

(Te advierto que la pintura fresca coloca y distorsiona el juicio)

Cada relación fallida genera desperfectos estructurales. Cada relación larga pero sin chispa genera óxido y corroe en silencio. Me quedo con los corazones recién estrenados. Nada como un corazón en garantía. Sin miedo a las arritmias. Ni a los soplos.

Volver a empezar con tres capas de pintura entre pecho y espalda requiere un mayor mantenimiento. Revisiones periódicas y posibles parches en las costuras de la experiencia. El amor verdadero sólo se da entre cardiólogos. 

(Corazón, a nuestra edad, viene del verbo coraza. Cuando yo coraza, tú coraza y él coraza)

Le digo esto al tipo que me está mirando fijamente a través del espejo retrovisor de mi taxi. También le digo que conozco otra opción: raspar las capas de pintura con una espátula. Le advierto que tiene sus riesgos. Se pueden colar briznas de pintura seca a través de las aurículas y los ventrículos y acabar necesitando un transplante o un corazón artificial.

– La vida es eso. Asumir riesgos – me dice el del otro lado del espejo.

Su cara me suena. Su voz también.

En esto miro a mi alrededor. Estoy solo en mi taxi.

Eléctrico alma

Cuando aquel usuario me dijo que vivía gracias a un corazón artificial, me vino a la mente un sinfín de preguntas que el pudor me impidió formularle: ¿cómo funciona exactamente? ¿qué autonomía tiene? ¿dónde lleva la pila? ¿la pila es extraíble e intercambiable, o recargable? En tal caso, ¿te enchufas a la red?

¿Tu corazón mantiene siempre el mismo ritmo cardiaco o lleva un regulador de impulsos externo:

Un mando en el pecho con una rueda, o acoplada la rueda al ombligo…

…o un mando con dos botones:+ y –

…o un mando con memorias: Modo SPORT, Modo RELAX, Modo EFECTO FLECHAZO…

…o una aplicación para tu iPhone (descargando el «Heart Remote» en el Apple Store) y controlas vía Bluetooth y desde la pantalla táctil, el ritmo de tu corazón. (Inciso: Qué precioso gesto de amor sería entregarle a tu futura esposa, en lugar de un anillo, el control del iPhone) 

…o tal vez lleves un sensor en el cerebro que acelera o decelera el pulso según tus emociones? 

Y en el caso de mantener siempre el mismo ritmo cardiaco, ¿ya nada te produce ansiedad? ¿ya nada te pone nervioso? ¿dejaste de tener pesadillas cuando duermes? ¿has de caminar siempre a un mismo ritmo? ¿perdiste la capacidad de amar intensamente o de volver a enamorarte? ¿es ahora el sexo aburrido?

Pero el hombre, como digo, se marchó del taxi antes de atreverme a formularle éstas y más preguntas. Se marchó caminando, dejando una estela de poesía eléctrica. Con el alma a media carga de electrones y protones.

Falsas parejas

Después de saber que mi novia Paula no podía evitar acordarse de su ex, después de saber que ese ex no era un hombre, sino una mujer, después de saber que esa ex suya se llamaba Beatriz, igual que mi ex Beatriz, comprendí que en el fondo yo también seguía enamorado de mi ex, no de Paula.

Aun con esas, o precisamente por ello, Paula y yo decidimos continuar nuestra relación de pareja.

Ahora Paula me utiliza a mí para olvidar a su Beatriz y yo la utilizo a ella para olvidar a la mía. Somos nuestra mutua terapia. La simbiosis perfecta.

Lo raro es que ahora nos llevamos mejor que nunca. Hablamos mucho, abiertamente: ella de su Beatriz y yo de la mía. También hacemos el amor con más frecuencia que antes. El sexo se ha convertido en una rutina tan extraña como placentera. Ahora siempre que comenzamos a besarnos parece como si ambos buscáramos los labios de Beatriz, de dos Beatrices distintas pero unidas por su mismo nombre. Como si estuviéramos besando los dos a una misma persona que no fuera ni ella ni yo.

Incluso me excita pensar que Paula piense en mi Beatriz, y no en la suya, mientras me besa. También me excita pensar en su Beatriz, en fin. No sé en qué acabará esto pero, por el momento, parece que funciona.Lamernos las heridas mutuamente nos está ayudando a olvidar y a recordar al mismo tiempo.  

Igual que el resto de las parejas, pero a lo bestia.

Esa luz al final del túnel

La usuaria no era científica, ni doctora en medicina. Sólo curiosa, como yo. Y guapa a rabiar. Tomó mi taxi en la estación de Atocha y en apenas ese primer intercambio de gestos y frases ya noté y quise notar en ella una de esas conexiones cósmicas. Tres semáforos después las miradas del espejo perdieron su inicial decoro. Cinco CEDA EL PASO más tarde, nuestra charla de ascensor ascendió tanto que acabamos hablando con los pies a cien palmos del suelo:

– Hace tiempo leí algunas teorías que explicaban por qué es posible ver esa luz al final del túnel justo antes de palmarla, ¿sabes a lo que me refiero? – me dijo.

– Sí, sí…

– Algunos científicos lo achacan a un exceso de dióxido de carbono en la sangre. Otros dicen que, nada más entrar el cuerpo en parada cardio-respiratoria, nuestro sistema nervioso genera una fuerte descarga eléctrica (algo así como un electro-shock natural) que sólo a veces consigue, por sí mismo, reanimar el corazón. Y como nuestros globos oculares tienen miles de terminaciones nerviosas, lo que ven los moribundos no es ninguna luz mística, sino un chispazo eléctrico en toda regla.

– ¿Y qué me dices de aquellos que aseguran ver pasar toda su vida, en imágenes, durante una fracción de segundo justo antes de morir? – pregunté.

– No lo sé. Supongo que esa misma descarga eléctrica también servirá para enchufar el DVD que recopila los mejores momentos de nuestras vidas.

– ¿Una especie de… «Montaje del director»?

– Sí, jaja. Con títulos de crédito y un THE END final en Comic Sans.

– Jaja… ¿Y sabes ya quién aparecerá en tus títulos de crédito?

– Veamos… Mmmm… El Realizador sería… Mmmm… mi padre y mi madre, claro. El Productor Ejecutivo: Hacienda (soy funcionaria del Estado, ¿sabes?). La Directora:  yo, ¡¡no te jode!! Banda Sonora: The Smiths, sin dudarlo. Actores Secundarios: Mis ex y los amigos de la infancia, supongo. Actor principal…

En esa exacta fracción de segundo y antes de decirme el nombre de su actor principal, vi en ella una luz cegadora y cientos de imágenes pegadas en las paredes de mi túnel, a toda velocidad: un cartel de los Smiths (There´s a light that never goes out), y ella esculpida por siempre en mi espejo, y sus ojos demasiado expresivos, y su preciosa mueca al hablar, y ansiedad, y el dolor de cientos de nudos en el estómago, y ella y yo prolongando aquel trayecto en mi taxi durante siglos, y aprender cosas nuevas, y sentirme solo yo solo y vivo a su lado, y querer más, mucho más: TODO. 

Y agarrándome a la luz, me adelanté a su respuesta y dije:

– Yo.

– ¿Qué?

Frené el taxi en pleno carril central del Paseo de la Castellana, giré mi cuerpo hacia ella y solté de seguido:

– Quiero ser el actor principal del resto de tu vida, aunque la peli que nos quede no tenga ni puto interés para el resto o acabemos convertidos en una mala copia pirata de nosotros mismos con toses y siluetas de cabezas jodiendo cada plano. Quiero estar ahí cuando esa última chispa te funda los plomos. No te preocupes por mí. Me acaban de explotar los ojos. Acabo de ver la luz. Estoy muerto. Me has matado, hija de puta.   

– Tranquilo, vaquero. Tomemos primero un café y te hago el casting.  

Tres horas y cinco cafés después me nominó para una segunda prueba mañana mismo, en un restaurante de Lavapiés. Se me fue la cabeza con ella, lo sé. Pero tenéis que verla. Es perfecta.

El último del resto de los hombres

Cruzando el barrio de Chueca me topé con un hombre tumbado sobre el asfalto, medio muerto o medio vivo (nunca supe distinguirlos), y un círculo de gente absorta alrededor. Frené mi taxi delante del tumulto y en esto se abrió paso otro hombre, clavó sus rodillas junto al hombre tumbado, le tanteó el pulso con dos dedos y al no encontrar respuesta le abrió con fuerza la camisa de leñador (saltaron los botones, uno de ellos junto a mi taxi) y comenzó a practicarle, a pecho descubierto, un masaje cardiaco con sus propias manos. Luego le tapó la nariz, le abrió la mandíbula, acercó su boca y le besó soplando. Un par de besos después, el medio muerto se convirtió en medio vivo: abrió los ojos, los clavó en el otro y viceversa, y así permanecieron durante no sabría decir cuánto tiempo. 

La boca de un hombre le había salvado la vida a otro hombre en el barrio gay de Madrid.

Antes de deshacerse el tumulto salí del taxi, cogí el botón de la camisa que había caído a mi lado y me lo metí en el bolsillo.

Reinicié la marcha con la imagen de ese beso salvavidas clavada en mi cabeza. Pensé en la simbiosis del hombre que se salva a sí mismo. En los besos entre hombres y en los besos entre mujeres. Pensé en un mundo donde los sexos sólo se salvaran y se amaran entre sí, sin mezclarse. Imaginé un mundo enteramente gay, que acabara por erradicar cualquier deseo de procreación entre ambos sexos. Un mundo sin descendencia. Una última generación de hombres y mujeres. Una raza humana condenada a extinguirse. ¿Cómo nos comportaríamos, si se diera el caso? ¿cómo sería el día a día de esa última generación?

Frené en seco, saqué el botón del bolsillo, me lo metí en la boca y tragué con tantas ansias que me atraganté y comencé a toser.

– Me ahogo… auxilio…

Buscando el ritmo perfecto

Sonando en mi taxi Love Song, de los Cure, apareció ella, entre dos calles, caminando al mismo ritmo que la canción. Cada golpe de su tacón izquierdo contra el suelo coincidía con cada golpe de platillo y cada golpe del derecho con el de la caja: Cum, cash, cum, cash. Aminoré la marcha hasta alcanzar su ritmo y así nos mantuvimos durante un par de calles, o de estrofas; la canción de dentro coordinada con su ritmo de fuera.

Antes de llegar al estribillo la mujer se detuvo en un paso de peatones con la intención de cruzar la calle. Frené en seco y pulsé el PAUSE. Al verme frenar, cruzó delante de mi taxi y entonces volví a accionar el PLAY, solo que esta vez el ritmo de la música y sus pasos comenzaron a sonar descoordinados. Volví a jugar con el PAUSE en busca de la perfecta sincronía, pero no lo conseguí.

– Será mejor alterar los pasos de ella – pensé.

Bajé la ventanilla, toqué el claxon para llamar su atención y así, en marcha, le dije:

– ¿La calle Gran Vía, por favor?

– ¿Me lo preguntas en serio? – dijo echándole un vistazo panorámico a mi taxi.

– Sí. Es mi primer día de trabajo y aún no conozco bien la ciudad – dije frenando un pelín para que ella también frenara y coincidieran sus pasos con los de la música.

– Todo recto. Es la calle ancha que cruza – dijo aminorando el paso, pero sin llegar a cuadrar el platillo con su suela izquierda.

– ¿Ancha? ¿cuánto de ancha? – aceleré un poco forzando también su paso.

– ¿Me estás tomando el pelo?

Y justo en ese instante, al fin, conseguí coordinarla.

– No. Escucha: ¡lo he conseguido! – subí el volumen y entonces ella se percató de la canción.

– ¿Qué? – me preguntó.

– Tus pasos… coinciden… con el ritmo…

La mujer rompió a reír.

– ¿Y has montado todo esto sólo para que mis pasos coincidan con el ritmo de la canción? – frenó en seco.

– ¡No! No pares, joder… – accioné otra vez el PAUSE.

– Vale, vale. Perdona.. – me dijo, divertida. Y reanudó la marcha.

Yo volví a darle al PLAY y esta vez fue ella la que adecuó sus pasos, variando su cadencia, como una chiquilla jugando a la rayuela. 

La canción concluyó unos pocos metros antes de alcanzar la Gran Vía. En ese punto ella me dijo:

– ¿Y ahora, qué?

– Ahora no podrás moverte hasta la próxima canción. 

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Nota: Acabamos tomando café en un Pub de la Plaza del Carmen. Coordinamos los sorbos pero no los relojes: Se marchó antes de alcanzar los posos del suyo, no sin antes proponerme otra nueva canción en aquella misma calle inicial, ella a pie y yo en mi taxi, y a la misma hora.

El amor genocida

Ella lo había perdido todo. Yo no tenía nada que perder. Por eso me perdieron sus palabras:

– Yo no pago el trayecto y tú no pagas las copas.

Borré los 12,65 € del taxímetro y aparqué en la salida de incendios de un Pub oscuro. A las dos de la mañana de un lunes sólo arde el deseo, quiero decir.

Rebeca («hoy me llamo Rebeca») no era guapa ni fea. Un tanto mayor para mí, aunque yo no demasiado joven para ella: «Mis 42 primaveras equivalen a tus largos y fríos 32 inviernos: Me ganas en ojeras, querido», me dijo saliendo del taxi.

Pidió dos whiskis con hielo y un cenicero donde apoyar los malos humos de su pasado:

– Me he casado y divorciado tres veces. El último aún vive conmigo, en mi misma cama. Llevamos dos meses y medio compartiendo espalda, esperando a que un juez nos diga quién se quedará con el colchón.

– Lo tuyo es el amor genocida.

– Despierta, nene: Nunca me he casado por amor. Yo no mezclo el amor con los negocios.

– ¿De profesión: casada? – pregunté tintineando los hielos de mi copa.

– Considérame una puta a largo plazo.

– Atrevida afirmación la tuya.

– Sincera. Nada más. Le saqué un buen pellizco a cada uno de mis maridos. Y no: no me arrepiento. Ese tipo de hombres sólo saben ganar dinero.

– Pero antes, en el taxi, me has dicho que lo habías perdido todo.

– Y así es. Hace cinco años me enamoré como una tonta de otro hombre, un cubano guapísimo, el cabrón. Llegué incluso a obsesionarme con él. De hecho, aún sigo sin poder quitármelo de la cabeza. Él me daba unas noches de infarto y yo, a cambio, le sufragaba sus gastos; no eran pocos, pero te aseguro que me compensaba. Después de un tiempo le acabé dando acceso total a mis cuentas bancarias, para que fuera cogiendo lo que necesitara.

– Creo que sé por dónde vas…

– La semana pasada se marchó a Cuba con todo mi dinero. Lo traspasó a otra cuenta suya a la que no tengo acceso. Me ha dejado sin blanca y sin ganas de nada que no sea él.

– Te ha hecho lo mismo que tú a tus maridos.

– El karma, supongo.

La policía del karma, siempre al acecho.

– Brindemos.

– ¿Por qué?

– ¿Qué día es hoy?

– Lunes.

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Nota: Me falló el sentido arácnido: No quería follarse al taxista, sino soltarle su lastre. Acabamos cerrando el Pub, borrachos los dos (yo más que ella). Luego se despidió de mí con un «Gracias por cederme tu oreja» y ahí quedó todo.

Primer gusano en el estómago

La niña no tan niña Claudia tomó asiento en el centro, entre su misma madre y su amigo Raúl. Los niños no tan niños (compañeros de clase, supuse) tendrían 11 ó 12 años; la madre era de mi misma edad.

Acudían en mi taxi a una fiesta de cumpleaños. La madre de Claudia se habría hecho cargo también de Raúl, en uno de esos favores que suelen hacerse los padres cuando no todos pueden (o quieren) acompañar a sus respectivos hijos.

Ella, la madre de Claudia, ahora miraba a la calle a través de su ventanilla mientras los niños no tan niños permanecían serios, formales y en silencio. Aunque nada más lejos que la realidad: A través del espejo y al menos durante un instante, me percaté también del dedo meñique de él tratando de rozarse adrede con el meñique de Claudia. Luego, siempre atentos a cualquier giro visual de la madre, se lanzaron un par de miradas nerviosas, sonriendo con los labios apretados y las mejillas (al menos las de ella) en creciente sonrojo. Sin duda eran novios primerizos, clandestinos.

Intuí que ese miedo a ser sorprendidos por la madre era nuevo para ambos. ¿Miedo o morbo?, pensé. En lo que dura el primer amor todo es misterio, incertidumbre; pureza de un instinto desinteresado, no sexual (o al menos, por ahora). Apenas aprendes a besar, y cada beso es un mundo. Y del roce entre dos dedos haces un mundo. Nunca sabes qué vendrá después o si lo sabes no te atreverás, por el momento, a dar el paso por miedo a tropezar y aparentar torpeza ante los importantísimos ojos de tu primer «Raúl» o tu primera «Claudia». El amor más puro es torpe y huele a nuevo. Como recién salido de fábrica. Con sus precintos.

El segundo amor ya no es lo mismo. Está viciado: Arrastra la experiencia del primero. O al menos, así lo recuerdo.