Un costalero de paisano, supuse, con una enorme cruz apoyada en la pared de una ebanistería, mandó parar mi taxi e insistió en meter la cruz en el habitáculo del coche. Como los asientos traseros no se pueden abatir, en lugar de introducir la cruz por el culo del taxi intentamos meterla por el costado: abrí al máximo la puerta y, con sumo cuidado, conseguimos encajarla. Pero el madero horizontal era demasiado largo, así que no tuve otra que abrir las ventanillas delanteras y dejar que sobresaliera unos centímetros por ambos lados. El siguiente inconveniente lo encontré al sentarme en el asiento del conductor. La cruz ocupaba toda la franja, a la altura de los reposacabezas, y tuve que conducir encorvado, apoyando mi cabeza en la cruz.
-Como tengamos un golpe, me partiré el cuello -le dije al costalero.
-Descuide. Dios nos asiste.
Y así, encorvado yo y él sentado cómodamente en el asiento de atrás, iniciamos la marcha. Me pidió llevarle a una Iglesia del centro, cerca de la Gran Vía (Crucis) y allá que fuimos. Por el trayecto la gente y los demás conductores me miraban con resignación; también dos policías municipales que pese a verme de esa guisa (agachado y con una cruz atravesando mi taxi y mi cuello de lado a lado) hicieron la vista gorda.
-Buenos cristianos, sin duda- añadió mi usuario.
Luego llegamos a la Iglesia y al sacar la cruz vi que había dejado el habitáculo hecho un Cristo, con virutas y polvo de madera en todos los asientos. Y estuve el resto de la tarde con dolor de espalda.
Para mitigar el dolor recé muy fuerte, pero no surtió efecto. Sin embargo luego me tomé un par de Myolastan y oye, mano de Santo.