Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Entradas etiquetadas como ‘alma’

(D)efecto placebo

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

La bella y cándida Laura pasó su infancia entre algodones impregnados en formol: su infancia y primera juventud giraron en torno a los estudios, a sus clases forzadas de solfeo y violín, a su misa de doce los domingos, y a un selecto grupo de amistades femeninas (filtradas, previamente, por sus padres). Nada de internet, nada de libros que no salieran de la biblioteca familiar, nada de golosinas ni de comida rápida, y nada de comprarse ropa escotada, o faldas más allá de las rodillas.

El padre era Notario. Serio. Recto. Apenas nunca se le vio sonreír. Su madre, ama de casa abnegada, volcada día y noche al bienestar de su marido, de su anciana madre, y de su única hija. En cierto modo Laura llegó a acostumbrarse al camino recto. Acabó por pensar que la felicidad era eso: no salirse de la raya.

Al cumplir los 18, por primera vez, Laura consiguió que sus padres la dejaran ir al cine con su grupo reducido y selecto de amigas. De vuelta a casa, y dado que debía regresar como máximo a las 10, antes que nadie, decidió volver en taxi sola. Y en aquel taxi, ya de noche, escuchó una canción que habría de cambiar su vida para siempre. El tema era “Protect Me From I Want”, de Placebo, aunque podría haber sido cualquier otro, y en cualquier otro contexto. Preguntó al taxista por el nombre del tema y del grupo. Oír la palabra «Placebo» tal vez fuera el detonante, la chispa que incendió los pilares de su mundo interior.

El resto de su historia podría resumirse en una frase: Años después, la novia guineana de Laura acabó empeñando su violín para comprar cocaína.

¿Culpa del taxista? No lo creo.

Volarte la tapa de los besos

FOTO: Argentum Luna

FOTO: Argentum Luna

Eran dos chavales de apenas trece años y los dos, ella y él, portaban ese gesto, justo ese, una mezcla de miedo y control forzado y ganas y nervios, como a punto de dar un paso importante y no ver el momento, o haber planeado el momento pero no la reacción del otro, o su propia e intransferible sensación al dar el paso y, sin embargo, sabiéndose los dos que tendría que ser hoy a más tardar y el mundo de él y el mundo de ella giraran exclusivamente en torno a ello. No se habían besado nunca, tampoco a otras personas, pero habían visto tantos besos, habían oído y pensado y soñado tantos besos, que el trámite de hacerlo ya apenas consistía en aplicar la teoría a una práctica segura y continuada en el tiempo, desde hoy hasta el final de sus días como punto de inflexión al universo adulto. Supongo que los dos, la una y el otro, ya habrían planeado mentalmente en qué momento exacto hacerlo. Sería al despedirse, después de una tarde de compras (ella llevaba dos bolsas grandes y él una, más pequeña). Sería al bajarse los dos de mi taxi y acompañarle él a ella al portal de su casa y decirse temblando: «Tengo que irme ya» y acercarse mutuamente, los dos, a la vez, con los labios muertos de miedo, tomándose tal vez de las manos (porque algo hay que hacer con las manos) o puede que posándolas torpes en la cintura del otro cuerpo, y entreabrir la boca y no saber cuándo parar, o separarse un momento y repetir, o quedarse así pegados hasta 3º de la ESO o mejor: más allá de bachiller.

Y después de aquel primer beso de despedida, cada cual se iría a su casa, y ella ensayaría rápido, en apenas cuatro pisos frente al espejo del ascensor, distintas caras de poker que ofrecer a sus padres (aunque los ojos y las mejillas del recién besado siempre delaten), y él caminaría por la acera reconvertida en nube blanda, diciéndose a sí mismo wala, wala, wala, rememorando en bucle aquel momento exacto de acercarse a ella y tocar la superficie de sus labios tersos, y comprobar que ella cerraba los ojos, y cerrarlos él también, dejándose llevar hacia un terreno que ninguno de los dos conocía. Y de este modo acabaría el día más importante del resto de sus días importantes. Aunque obviaran que, a partir de ese instante, una vez destapada la caja de los besos, ya nada sería igual.

Lo que en el fondo queda

FOTO: Tempophage

FOTO: Tempophage

Es difícil recordar aquello, pero me llegan imágenes de mi primer estuche de lápices de colores y escuadra y cartabón que mi madre me compró para el colegio. Ese estuche impecable de dos pisos, dos cremalleras, con su goma y sacapuntas cada cual en su elástico corsé, los lápices vírgenes en perfecta simetría, y esa sensación de estreno, y esa desazón al sacar cada lápiz del estuche. Se me rompía el alma cada vez que hacía uso del sacapuntas y mermaban los lápices. Precisamente por eso, para mantener simétricas las tripas del estuche, usaba todos los colores por igual. De modo que el tejado rojo de la casa que pintaba tenía el mismo tamaño que el sol amarillo, y también el mismo que la montaña marrón, o que el arbusto verde. Nada quedaba proporcional en mis dibujos, pero era para mí más importante mantener los lápices simétricos que plasmar la realidad tal como era. Hasta el punto de inventarme el tamaño de las cosas, de la vida en general, con tal de evitar mi angustia.

También recuerdo que pintaba las casas y los taxis y los árboles justo en el límite del borde inferior del papel, con la única intención de evitar que se cayeran. Tenía miedo al vacío, miedo a caer. Exactamente igual que ahora.

Con el tiempo me hice escritor, lo cual no quiere decir que ahora me considere más profundo que en aquella tierna infancia. En todos estos años apenas he aprendido unas cuantas palabras más, y apenas he aprendido a usarlas en el orden correcto. Eso es todo. El resto, lo que en el fondo queda, sigue intacto.

También la lluvia

FOTO: Félix García

FOTO: Félix García

Andrea quería quitarse a Juanjo de la cabeza, así que bloqueó su contacto en el Facebook, en Twitter, Instagram, WhatsApp, FourSquare y GTalk, además de ponerle un candado de privacidad a todas sus cuentas. Pero nada más hacerlo cayó en su error: si Juanjo volviera a intentar saber de ella y se topara de bruces con un candado, se creería aún más importante de lo que realmente merecía, causante de más dolor que el verdadero ante una Andrea asolada, cobarde y débil. Sin embargo, no podía volver a agregarle, ya que Juanjo podría tomarlo como un intento de ofrecerle una nueva oportunidad. Lo que sí hizo fue quitar el candado y escribir desde su móvil en Facebook y en Twitter lo feliz que se sentía y mucho que lucía el sol. Pero nada más hacerlo público se puso a llover, y Andrea gritó un NO desde el asiento trasero de mi mismo taxi, y yo me encogí de hombros, como dando a entender que la lluvia no era culpa mía. Y en esto, Andrea recibió una llamada. No había barajado la posibilidad de que Juanjo pudiera llamarla por teléfono. De todos modos descolgó. No era Juanjo, era su madre. Y sí, llegaría a tiempo a cenar. De hecho, ya estaba de camino.

Nos metimos en un túnel, y en el túnel se perdió la cobertura móvil, también la lluvia, y sólo entonces Andrea consiguió olvidarse de Juanjo por un momento. Lanzó el móvil al  asiento, bajó su ventanilla, acercó la nariz, e inspiró una buena dosis de dióxido de carbono que tomó como el oxígeno más puro.

Todo está en la cabeza, pensé. También el aire. También la lluvia.

Buscarle un hueco a la soledad

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

No sé tú, pero yo realmente necesito ciertas dosis de soledad que lubriquen las bisagras de mi puerta al exterior, esa que abro y cierro según la ansiedad que me provoca el mundo a veces. Y no siempre es fácil encontrar el hueco exacto donde cobijarte o refugiarte, como cuando metes la cabeza en la bañera y de repente todo el sonido es velado y tus blandos huesos juegan a morirse un rato. No siempre es fácil darle la espalda a la vida en derredor, y menos aún en esta esquizo etapa 2.0 con sus grupos de Whatsapp, con su Twitter, con su Facebook bipeando a cada rato y aun silenciándolo no te ves capaz de apartarte del todo, como si hubiéramos adquirido cierta responsabilidad hacia nuestros contactos las veinticuatro horas del día.

Y el taxi tampoco ayuda cuando circulas buscando intimidad y de repente te levanta la mano un tipo grueso con ganas de hablarte de fútbol, o del tiempo, o de la Juani que le espera en casa, o de su herpes genital made in Club Lola´s y asientes con la cabeza mientras aprietas la palanca de cambios como si fuera la culata de una 9mm. Normalmente las ansias de soledad te inundan en el lugar y el momento menos oportunos, y ganas dan, a veces, de mandar tus quehaceres al carajo, aunque en el fondo la sensación de alerta, tal vez tu instinto de supervivencia, predomine sobre todo lo demás.

Y tampoco vivo solo, aunque es una suerte llegar a tal punto de conexión con tu pareja que estar con ella también compute como estar solo porque ya somos uno y los silencios compartidos no se suman: se diluyen. Sí, he dicho esto. Yo. El nilibreniocupado, el nicontigonisinti. Ya sólo disfruto de mis paréntesis cuando estoy con ella. Los dos solos. Es mi espejo cóncavo. Mi estancia vacacional.

Mala saña

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Esa gente que camina con aires de suficiencia, decididos, mirada al frente, silbando, manos en los bolsillos (o al aire y rígidos pero ondulantes), pasos rápidos y acompasados, como extrayendo el ritmo de las aceras, ¿a dónde coño van? Quiero decir, ¿son realmente conscientes de su destino final más allá de aquel destino inmediato? ¿acaso alguien les estará esperando en algún lugar? Y en tal caso, ¿qué buscará ese alguien de ellos?

Pensando en esto me decidí a seguir a un tipo al azar con mi taxi, a prudencial distancia, circulando despacio por una calle estrecha y adoquinada de Malasaña, y al doblar la esquina le vi meterse en una lavandería autoservicio, y también le vi asomarse al tambor de una lavadora y abrir la puerta y sacar la ropa limpia. Tuve que dar otra vuelta a la manzana porque había un coche detrás, pitando nervioso, y al volver a frenar en ese mismo punto, justo me lo encontré abandonando la lavandería con un saco de ropa bajo el hombro, y volví a seguirle esta vez hasta una floristería a media manzana de allí, y al rato salió con una rosa envuelta en celofán en una mano y el saco de ropa en la otra, y dos manzanas después metió la llave en un portal y desapareció, lo cual me frustró bastante. ¿Por qué la gente te invita sin querer a hacer público su modo de vida y sus costumbres cuando camina por la calle, y sin embargo el misterio se trunca cuando accede a su morada?

Metí el taxi en el parking de Barceló y volví andando a ese portal con la intención de llamar a todos los telefonillos en busca de aquel tipo. Llamé al primer botón y dije: «Disculpa, ¿eres el que acaba de entrar con una rosa y una bolsa de ropa?». Me dijo que no, y llamé al segundo. No contestó nadie. Llamé al tercero y una mujer volvió a decirme que no. Llamé al cuarto, al quinto, y al sexto intento la voz de hombre me dijo: «Un momento». Y esperé.

—¿Quién es? —me preguntó otra voz de hombre.

—Disculpa, ¿eres el que acaba de entrar con una rosa y una bolsa de ropa limpia de la lavandería?

—El mismo, ¿por?

—¿Qué haces?

—¿Perdón?

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Ver la tele y fumarme un porro, ¿por?

—No, por nada. Curiosidad. ¿Para quién era la rosa?

—Para mi novio. ¿Quién eres, tío?

—Muy buena pregunta.

—No, en serio. ¿Quién coño eres?

Y entonces, rompí a llorar.

No todos los muertos son iguales

FOTO: BrittanyMyers13

FOTO: BrittanyMyers13

Hay muertos bien muertos. Muertos cuyas decisiones y ambiciones causaron tanto dolor, que apenas merecen caer en el olvido de los vivos. Huelga decir que nunca he deseado la muerte de nadie, ni mucho menos matar. Pero al menos permitidme no sentir punzadas por la muerte de algunos. Mis lágrimas, al igual que las tuyas, son un bien escaso y sólo se derraman por y para quien merece recibirlas: los que hicieron de mi mundo un lugar más confortable, los que grabaron gratos recuerdos en mi memoria, los que ayudaron a construir la historia de mi vida, los que motivaron con su ausencia un vacío difícil de restaurar. Sufrí la muerte de García Márquez más que la de muchos conocidos lamentables, quiero decir.

Pregúntate, pues, si tus acciones merecen el desprecio de alguien. Pregúntate si habrá quien se alegre de tu muerte. Pregúntate si el odio provocado mereció la pena. En caso afirmativo, tu paso fugaz por el mundo habrá sido un auténtico fracaso.  Y todo el dinero cosechado no te absolverá de nada. No hay muertos VIP, no hay cadáveres de oro. La nada no entiende de eso. No así el recuerdo de los vivos cuando mueres, capaz de revivir tu nombre.

Lucas

FOTO: THX0477

FOTO: THX0477

No es difícil de entender lo mucho que se volcaron Maite y Carlos con su hijo Lucas habida cuenta del calvario y el deseo que sufrieron al tenerlo. Después de mil pruebas, después de inseminaciones y decepciones varias, les costó cinco años conseguir que Maite, al fin, se quedara embarazada. De hecho, a punto estuvieron de tirar la toalla y plantearse tramitar una adopción, cuando de repente y de forma natural, sucedió el milagro.

El parto fue normal, pero pocos días después los médicos confirmaron a Maite y a Carlos un diagnóstico que habría de cambiar sus vidas para siempre: Lucas había nacido sordomudo. La noticia al principio fue un shock para ellos, pero una vez asumida, decidieron estudiar a fondo el lenguaje de signos y todo lo referente a ese mundo nuevo tan para ellos, de cara a normalizar al máximo la situación de su hijo. Y como no querían que Lucas se sintiera desplazado, con el tiempo empezaron también a hablar con las manos entre los dos, y a ver la tele siempre con subtítulos, y a ir los tres a espectáculos adaptados. Pasaron los años y Maite y Carlos, de tanto volcarse a las necesidades de su hijo, ahora apenas hablaban nada más que con las manos. También se deshicieron del aparato de música y de sus discos por no desmerecerle, hasta el punto de crear un hogar totalmente enfocado al silencio.

Esta tarde tomaron mi taxi los tres. Lucas, sentado en medio de los dos, ahora es un niño guapísimo de seis o siete años. Maite me indicó un destino de viva voz, pero me lo dijo con acento extraño, como si después de tantos años volcada en cuerpo y alma al silencio, hubiera olvidado cómo se pronuncian las palabras. Y en el trayecto, hablaron Maite y Carlos con las manos y Lucas, mientras tanto, se mostraba ajeno a ellos, como si no le interesara, en este caso, la charla mantenida por sus padres (exactamente igual que cualquier otro niño al uso). Luego Carlos me dijo, «¿Qué le debo»?, con la misma dificultad en el habla que ella.

De modo, concluyo, que es posible olvidar el sonido de las palabras por amor a un hijo.

 

Besar con brackets

FOTO: Steven Depolo

FOTO: Steven Depolo

Los brackets son la esencia misma de la belleza corrupta. Mira esa boca. Perfecta. Labios insomnes. Comisuras que parecen guiones de diálogo al principio y al final de cada frase, y esos hoyuelos cuando sonríe, como paréntesis contenedores de tiempo (y fuera de ellos, la nada). Enfoqué el espejo retrovisor hacia su boca huyendo del cruce de miradas (soy un hombre casado) y de repente, las calles se evaporaron y yo, como taxista, hice un master en volúmenes perfectos contenidos en continentes lejanos y exóticos. Ella, por si las moscas, mantuvo la boca cerrada, pero ese preciso y precioso hermetismo pronunciaba aun más sus labios abultados por los brackets, como quien guarda un tesoro bajo la almohada y la almohada se desboca. Qué bella palabra: desboca.

Pensaba en esto por no hablar de teenagerismo que imprimen unos brackets a los veintitantos, sumados a unas pecas que son el gotelé del alma niña. Pensaba en esto por no hablar del papel que representa su lengua inaccesible y presa del pánico en esa cárcel de dientes díscolos que sueñan otra vida recta y ordenada. Besar una boca mullida con brackets es plantarle cara a la ansiedad, abrir la mandíbula suave y testar el metal, y sentirte migrante en la frontera de Melilla, y el paraíso artificial al otro lado, eléctrico instante.

—¿Qué te debo? —me dijo al final.

—No te entiendo.

—La carrera. El taxímetro. Vivo aquí. ¿Es lo que marca?

—Sí, supongo. Perdona. Estaba en otras cosas.

Y ella sonrió, tapándose la boca con la mano.

—No te tapes, por favor. No te tapes —dije yo.

Entonces ella apartó su mano. Fue solo un segundo y luego se marchó, pero aquel sencillo gesto de apartarse la mano de su boca fue el desnudo más sensual de la historia de los taxis con historia.

Idiotas por fuera, complejos por dentro

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

«El libro de mantenimiento te dice que cambies el aceite cada 30.000 kilómetros, pero yo lo cambio cada 15.000, junto con el filtro del aceite, porque la vida del motor depende del aceite, y cuanto menos impurezas tenga, mejor. El aceite de un coche es como la sangre para nuestro corazón. Ojo, que no soy maricón ni nada raro, ¿eh? Sólo era un ejemplo» me dice un tipo recostado en el asiento trasero de mi taxi que huele a porro y a whisky nacional, alguien que acaba de fumarse una china que viajó mil quinientos kilómetros metida el en culo de un marroquí y ahora inunda sus pulmones y, por ende, también su sangre. Me asombra esa gente que cuida más de su coche que de sí mismos, esos que lo lavan a mano por dentro y por fuera en El Elefante Azul cada sábado después de comer, moviendo el cepillo a un ritmo endiablado para apurar el euro y sudando y oliendo a tigre de circo abandonado. Esos que limpian las llantas radio a radio y tienen sarro en los dientes. Esos que conducen super serios, y hablan de caballos de potencia como el psicólogo habla de cociente intelectual, y me preguntan cuál es el par/motor de mi taxi como si yo tuviera puta idea de qué significa eso. «¿Qué aceite usa el tuyo, 15w30?», me pregunta el porrero. Y estoy apunto de decir «Creo que aceite de girasol», pero evito el drama y le digo que sí, que el 15w30 es el mejor para mi taxi. Y que una vez se me jodió la culata y tuve que cambiarla por otra modificada, porque me suena haber escuchado esa frase en el Discovery Max. Los usuarios siempre suponen que el taxista entiende de coches. Y de fútbol. No hay guiri que tome asiento a mi lado y no me pregunte cuál es mi equipo, si el Real Madrid o el Atlético de Madrid, como si no tuviera más que esas dos opciones.

Pues no, no tengo puta idea de coches ni mucho menos de fútbol, pero escribo sobre aquellos que me preguntan de coches y de fútbol. Nunca digo que escribo, por supuesto. Es mucho más divertido fingir que soy como ellos. Así de simples por dentro y sin embargo complejos. Estoy seguro de que lo son. Sin duda el porrero, ahondando en su historia, da para novela.