La bella y cándida Laura pasó su infancia entre algodones impregnados en formol: su infancia y primera juventud giraron en torno a los estudios, a sus clases forzadas de solfeo y violín, a su misa de doce los domingos, y a un selecto grupo de amistades femeninas (filtradas, previamente, por sus padres). Nada de internet, nada de libros que no salieran de la biblioteca familiar, nada de golosinas ni de comida rápida, y nada de comprarse ropa escotada, o faldas más allá de las rodillas.
El padre era Notario. Serio. Recto. Apenas nunca se le vio sonreír. Su madre, ama de casa abnegada, volcada día y noche al bienestar de su marido, de su anciana madre, y de su única hija. En cierto modo Laura llegó a acostumbrarse al camino recto. Acabó por pensar que la felicidad era eso: no salirse de la raya.
Al cumplir los 18, por primera vez, Laura consiguió que sus padres la dejaran ir al cine con su grupo reducido y selecto de amigas. De vuelta a casa, y dado que debía regresar como máximo a las 10, antes que nadie, decidió volver en taxi sola. Y en aquel taxi, ya de noche, escuchó una canción que habría de cambiar su vida para siempre. El tema era “Protect Me From I Want”, de Placebo, aunque podría haber sido cualquier otro, y en cualquier otro contexto. Preguntó al taxista por el nombre del tema y del grupo. Oír la palabra «Placebo» tal vez fuera el detonante, la chispa que incendió los pilares de su mundo interior.
El resto de su historia podría resumirse en una frase: Años después, la novia guineana de Laura acabó empeñando su violín para comprar cocaína.
¿Culpa del taxista? No lo creo.