Algunas pocas veces, cuando los astros conjugan tu nombre y suena la canción precisa y se disipan las nubes tormentosas del recuerdo y no hace frío y el calor es placentero (de placenta), noto un ascensor recorriéndome la espina dorsal de abajo arriba, un ascensor manejado por Shirley MacLaine y yo también dentro, sonriente, ascendiendo los dos hacia mi nuca. Es raro sentirme dentro de mí y en blanco y negro, viajando del coxis al cerebro con la ascensorista más guapa del edificio de mi cuerpo, y en cierto modo siento claustrofobia de mí mismo, pero todo está limpio y la lluvia de fuera me importa bien poco (nadie se mojará en mi nombre).
Subimos al ático. Hay fiesta en el hemisferio izquierdo de mi cabeza. Shirley entra en mi despacho, tomamos un coctail, charlamos de lo nuestro. Luego ella saca un espejo roto y todo se desgrana. Decido salir de mí pero conmigo dentro. Y resulta que por fuera conduzco un taxi, y el espejo retrovisor parece intacto, y a mi espalda viaja esa misma MacLaine disfrazada de señora obesa y con ojeras con mucha prisa por llegar a su hospital. Es forense, me dice. No entiendo su prisa.
Y entre estos dos precisos mundos me debato. El de dentro a veces placentero, y el de fuera que me invento a veces. Ya dejé de preguntarme quién soy, qué soy. Ahora sólo busco sensaciones. Sólo busco ese ascensor de dentro que me lleve al piso que ella quiera.