Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Entradas etiquetadas como ‘alma’

Yo (contigo dentro)

Fotograma del film The Apartment

Fotograma del film The Apartment

Algunas pocas veces, cuando los astros conjugan tu nombre y suena la canción precisa y se disipan las nubes tormentosas del recuerdo y no hace frío y el calor es placentero (de placenta), noto un ascensor recorriéndome la espina dorsal de abajo arriba, un ascensor manejado por Shirley MacLaine y yo también dentro, sonriente, ascendiendo los dos hacia mi nuca. Es raro sentirme dentro de mí y en blanco y negro, viajando del coxis al cerebro con la ascensorista más guapa del edificio de mi cuerpo, y en cierto modo siento claustrofobia de mí mismo, pero todo está limpio y la lluvia de fuera me importa bien poco (nadie se mojará en mi nombre).

Subimos al ático. Hay fiesta en el hemisferio izquierdo de mi cabeza. Shirley entra en mi despacho, tomamos un coctail, charlamos de lo nuestro. Luego ella saca un espejo roto y todo se desgrana. Decido salir de mí pero conmigo dentro. Y resulta que por fuera conduzco un taxi, y el espejo retrovisor parece intacto, y a mi espalda viaja esa misma MacLaine disfrazada de señora obesa y con ojeras con mucha prisa por llegar a su hospital. Es forense, me dice. No entiendo su prisa.

Y entre estos dos precisos mundos me debato. El de dentro a veces placentero, y el de fuera que me invento a veces. Ya dejé de preguntarme quién soy, qué soy. Ahora sólo busco sensaciones. Sólo busco ese ascensor de dentro que me lleve al piso que ella quiera.

La relatividad de lo importante

Pienso en ese abuelo que camina despacio, veintitrés minutos desde su casa a la megasuperficie comercial, atravesando un parque, bordeando un cementerio. En el supermercado de la megasuperficie comercial recorre unos pasillos sabidos de memoria, toma lo que vino a buscar comprobando bien el precio, y espera paciente en la cola hasta llegarle su turno, saluda a la cajera, le entrega el pack de cuatro yogures naturales (la oferta del día), paga a la cajera con monedas, lo lleva justo,  hasta los céntimos, y sale después caminando con sus yogures en la mano, y en el paso de cebra freno mi taxi al verle dispuesto a cruzar, pero en esto él mueve su brazo, como tratando de decirme que no, que pase yo mejor, que no me detenga y circule; él no tiene prisa y además le gusta ser cívico con los coches, ayudar en la medida de lo posible. Es un gesto tonto, apenas imperceptible ese de dejar pasar a un coche aunque él tenga preferencia, pero insisto en que no tiene prisa y prefiere no molestar y a la par serle útil a alguien, que alguien le acabe levantando el brazo en señal de agradecimiento: gracias, buen hombre, por dejarme pasar (le di a entender levantando yo también el brazo) . Y me atrevería a decir que se siente orgulloso de ello, que se siente bien consigo mismo, y al pasar mi taxi, si no vienen más coches a los que hacerles lo mismo (pasen, pasen) continuará caminando, cruzando despacio el parque, bordeando el cementerio, con apenas un pack de yogures naturales en la mano, satisfecho por algo que tal vez al resto le pase desapercibido. Y esta noche, después de una cena liviana, abrirá el yogur de la victoria y guardará la tapa con +2 puntos en el sobre de las tapas canjeables.

El cielo ahora mismo

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

El cielo ahora mismo es la habitación de un fumador soltero. Se deshace el gotelé y los coches no parecen disfrutar de los charcos: tocan el claxon, que es la forma fácil de gritar sin sentirte culpable. En esto se abre el semáforo, pero hay un autobús atravesado justo delante de mi taxi. Un chaval de pie en el interior del autobús me observa con ojos de preso en el vientre de Moby Dick. Se encoje de hombros, dibuja una estrella en el vaho del cristal. Sin duda llega tarde, aunque no parezca importarle demasiado. Giro el volante de mi taxi, intento cruzar aprovechando un hueco entre la barbilla del autobús y el coxis de una furgoneta de paquetería urgente. El conductor del autobús parece un muñeco de playmobil. La misma expresión simpática y sin embargo ausente. Acelero en cualquier caso. Sigue lloviendo. A ambos lados, paraguas. Hay un hombre en la boca del metro vendiendo paraguas. Curiosamente, es el único en la calle que no lleva paraguas. El que vende paraguas lleva un abrigo con capucha. Me fijo también en una pareja compartiendo un paraguas. Él sujeta el pomo. Ella se sujeta al brazo de él. Tal vez si ella le soltara, el chico saldría volando como Mary Poppins. Tal vez sea ella quien le mantiene a él con los pies en el suelo. También hay un hombre sentado en la acera con la mano erguida, pidiendo limosna. A su lado, un cartel en blanco, sin mensaje. Quizás el mensaje se encuentre escrito en el dorso y se confundiera al colocarlo. O quizás el mensaje sea ese: nada.

A todo esto, se me olvidaba. En el asiento trasero de mi taxi viaja una conocida parlamentaria del Congreso que nos representa a todos. No diré su nombre, no diré sus siglas. Sólo diré que en los veinte minutos que duró el trayecto, apenas levantó la vista de su teléfono móvil. Se mostró totalmente ajena a todo lo que os cuento. No observó el atasco, ni los paraguas, ni al vendedor de paraguas, ni a aquella pareja ingrávida, ni al mendigo. Por no fijarse, ni siquiera se fijó en la lluvia.

Feliz cumpleaños, @mariam_otea

No me importa cumplir años, o descumplirlos, o quedarme perenne en los 37 hasta el fin de mis días. Los números mienten (y como muestra, compara los 37 años vividos por cualquier triatleta con mis bebidos 37; compara la experiencia acumulada de un sexador de pollos con la de un taxista), y además nadie se conforma con la edad que tiene (a los 16, te sumas años falseando el DNI para entrar en los garitos.Y con 40, usas cremas y cirugía para restarlos).

Las edades me confunden, de modo que no me hace especial ilusión cumplir años, ni mucho menos celebrarlo y recibir regalos sin mayor mérito que ser, en fin, más viejo que ayer pero menos que mañana. Sin embargo hoy cumple años la mujer más importante de mi vida, y en verdad os digo que me hace ilusión celebrarlo igual que celebro despertar cada día a su lado. Ella es un regalo en sí mismo, y por ella, ya lo ves, soy capaz de tartas con velas, y cumpleaños feliz desafinado, y regalos envueltos con mesura y notitas y flores y lo que haga falta. Porque insisto en creer que el amor es eso. Dar incluso aquello que no te haría ilusión recibir. Y celebrarlo todo, siempre y cuando lo celebre a su lado. Siempre a su lado. Siempre.

Hombres salvados por mujeres

FOTO: Jacinta Lluch Valero

FOTO: Jacinta Lluch Valero

Todos cambiamos con el paso del tiempo (ley de vida, supongo), pero cierto es que algunos, más que cambiar por sí mismos, se dejan cambiar o se arrastran o amoldan a sus nuevas mitades. Acaban adoptando los rasgos más suaves de sus propias parejas, mutando de personalidad o tal vez limándola hasta encajar en sus preferencias, borrando a su vez cualquier rasgo propio o escondiéndolo o hibernándolo en la capa más profunda de su esencia innata.

Algo así intuí en aquel matrimonio de mi taxi: él tenía aspecto de tipo rudo aunque amansado, previsiblemente, por la fuerte influencia que sin duda le inyectaba ella. Me juego el cuello a que el tipo en cuestión, antes de conocerla, había sido un pieza de cuidado: el típico juerguista y mujeriego cuanto menos, dominante y difícil de domar, broncas y egoísta, pero ahora reconvertido en cordero dócil, tierno y sumiso con su mujer. Hablaba siempre un tono más bajo que ella, falseando su voz cazallera y colando en cada frase un cariño por aquí, un mi vida o un mi amor por allá, gracias a lo cual conseguía suavizar el trasfondo del mensaje. Si decía, por ejemplo: “Tu hermano es gilipollas, amor” (léase en tono melódico-meloso), no sonaba igual de incisivo que si le hubiera llamado «gilipollas» a secas con un tono más grueso. Había encontrado, pues, la salvación en ella: de bala perdida a balar cual oveja en su redil. Era ella quien le había suavizado, lo cual sin duda alguna (aunque en silencio) agradecía. Quién sabe cómo habría acabado de no haberse topado con la dosis ansiolítica precisa para acallar su poca y mala cabeza.

Algunas mujeres ejercen sin querer de madres salvadoras (raro es el caso opuesto), y es por eso que son y serán siempre intrínsecamente más fuertes que nosotros. No lo llames calzonazos, no. Llámalo supervivencia.

Tal vez nada

A veces apelo a la calma pensando que mi taxi es una caja de orfidales flotando en la bañera (y tú a estribor soplando, y yo a dos velas). A veces me confundo y te pido que me imprimas los movimientos bancarios del último trimestre cuando en verdad quiero decirte que te quiero, o te pido que me pases la sal cuando en verdad quiero decirte que te quiero, o te pido que me beses cuando en verdad quiero que bases tus besos en los versos de mi vaso medio lleno. A veces quiero decirte que intento decirte tanto, que las palabras se me hacen bola dentro, presionando la glotis, cortándome el oxígeno y me pongo azul, y tú te crees que soy azul como los príncipes azules, pero no, princesa, no: es que me ahogo. Es que no es sano tener la cara azul por muchas blancanieves que digan lo contrario. Es que no es sano andar el día buscando la palabra precisa capaz de describir el sentimiento exacto. Es que decir te quiero o te amo o te adoro a veces no sacia, o pierde su efecto si se dice mucho. ¿Qué decir entonces? Tal vez nada. Sólo estar ahí. Disfrazarme de tiempo y estar

ahí,

a tu lado,

en silencio.

¿Qué buscan las mujeres?

FOTO: Pixabay

Tal vez buscaras ser retórico al preguntar, desde el asiento trasero de mi taxi, qué buscan las mujeres, pero el trayecto era corto y el tráfico infernal. Así que opté por callarme y contestar por aquí. Espero que de algún modo te llegue, aunque me conformo con que llegue a todo aquel que se formule esa misma pregunta.

La pregunta es un error en sí misma: quien la plantea sin duda cree que todas las mujeres son iguales, lo cual es simplón y rematadamente falso. Es falso, incluso, cuando tu único objetivo es tener sexo con ella y lo que surja. Ni siquiera hay dos mujeres iguales en lo referente al cortejo. Hay talleres de seducción y todos, sin excepción, son zafios (si yo fuera mujer me sentiría profundamente ofendida por esto). Te enseñan seducir a las mujeres como un cazador enseña a abatir corzos. Es más: si a través de esas técnicas consiguieras seducir a alguna, esa mujer no valdrá la pena en absoluto.

Nunca hay que hablar de las mujeres en plural. Deberías plantearte la pregunta de otro modo: ¿Qué busca Laura? ¿Qué busca Maite? ¿Qué busca Sara? ¿Qué busca Eva? Y en las tres habrá un matiz completamente opuesto. Laura busca a un hombre canalla pero con su punto tierno, brutote en las formas pero sensible y detallista en el fondo. Un hombre que se lo curre con ella, capaz de humillarse en el cortejo pero, una vez afianzado, se muestre celoso y posesivo. Maite busca acorralar a un hombre en apariencia seguro de sí mismo aunque de intelecto frágil, con fisuras, potencialmente acomplejado. Sara sin embargo busca el equilibrio perfecto, un hombre exactamente igual que ella y por lo tanto previsible, sin sobresaltos. Prefiere lo aburrido y seguro a cualquier altibajo. Eva, por el contrario, no busca a nadie, así que ni lo intentes. Está plenamente centrada en su oposición a fiscal del Estado y es feliz así. Luego está Magda, que busca a cualquier desconocido que sin apenas mediar palabra la empotre en los lavabos de un tugurio. O Nuria, del Opus y virgen hasta el matrimonio. O Carmen, de tendencia depresiva que busca hombres problemáticos que motiven afianzar sus problemas. O Vanesa, que busca hombres con dinero para sacarles hasta el último euro. O Tania, que no sabe qué busca porque anda perdida y el mismo perfil de hombre podría enamorarla o serle indiferente según el día.

Y luego están los hombres que prefieren moldearse a cualquier perfil de mujer en lugar de buscar a la mujer que encaje en su perfil. Normalmente son hombres abocados al fracaso, aquellos que suelen preguntarse qué es lo que buscan las mujeres.

Y luego estamos aquellos que, en lugar de buscar, encontramos.

Quedan 3 meses y 21 días para el fin del mundo

Pudiera ser que montara en mi taxi una mujer con la cara recién lavada, y que en pleno trayecto le diera por sacar sus bártulos de molar del bolso y que ahí mismo, entre baches y giros y atascos, comenzara a maquillarse. Pudiera ser que por culpa de un frenazo brusco se le cayeran una cajita con polvos de maquillaje sobre el asiento, y que en su intento por sacudir la tapicería con la mano, los polvos quedaran aún más incrustados. Pudiera ser que al marcharse avergonzada y disponerme yo a frotar con fruición el asiento, me percatara del curioso dibujo que habrían formado los polvos sobre el lienzo de la tapicería: una suerte de rostro angelical con sus ojitos, su nariz difuminada y su halo a escasa distancia de la cabeza. Pudiera ser que le hiciera una foto al dibujo y lo colgara en mi muro de Facebook bajo el título “Mirad lo que ha aparecido de repente en el asiento de mi taxi” y que al instante, para mi sorpresa, la mancha en cuestión se convirtiera en un viral con miles de Megusta y centenares de comentarios. Pudiera ser que, entre esos cientos de comentarios, hubiera grupos religiosos tratando de contactar conmigo, instándome a verificar in situ la imagen en cuestión. Pudiera ser que, dado que me aburro como un mono, accediera a quedar con ellos y que un grupo de expertos de la Universidad de Massachusetts sometieran al asiento a un test infrarrojo y analizaran también una muestra del pigmento en cuestión. Pudiera ser que al final concluyeran que la imagen corresponde a San Andrés y los polvos, a un material desconocido por el hombre (que no por la mujer). Pudiera ser que, a partir de entonces, miles de devotos religiosos peregrinaran en dirección a mi taxi, haciendo largas colas para rezarle al asiento y regalarme ofrendas y donativos. Pudiera ser que, a raíz esto, se creara una nueva religión llamada «Simpulsianos del Último Día» (a raíz de mi perfil en Twitter: @simpulso) y que miles de devotos quedaran a merced de mis palabras. Pudiera ser que el mensaje analizado del ordenador de abordo de mi taxi «Quedan 3 meses y 21 días para su próxima revisión» fuera interpretado como una señal correspondiente a la fecha exacta del fin del mundo, y por lo tanto sólo se salvarían aquellos simpulsianos que en dicho día se encontraran dentro de un taxi. Pudiera ser que miles de simpulsianos repartidos por todo el mundo acabaran comprando todas las licencias de taxi de su ciudad con la intención de asegurarse un asiento el día del juicio final. Pudiera ser que los taxis del mundo entero acabaran en manos de simpulsianos que aprovecharían, a su vez, para convertir en sus creencias a todos y cada uno de los clientes que usaran taxis. Pudiera ser que al llegar el día del juicio final yo me encontrara en paradero desconocido, gastándome la pasta acumulada.

¿Te parece absurdo lo que cuento? Exacto.  La diferencia entre secta y religión está en su número de adeptos.

Pequeño manual del escritor dormido

FOTO: Bas Leenders

FOTO: Bas Leenders

Escribe. Aunque sólo sea para soñar con ligarte a esa chica, o para ordenar sobre el papel tus pensamientos. Escribe. Aunque no te guste lo que leas, aunque no te reconozcas. Aunque duela. El dolor es el paso necesario hasta alcanzar la verdad, aunque mientas, aunque ficciones otros mundos, siempre habrá posos, rastros de ADN en tus palabras, huellas más allá de lo que pisas. Y si hace años que no escribes, recupera esos escritos, léelos, viaja a través de ti mismo, recuerda quién eras, cómo eras, en qué te has convertido y pregúntate, en fin, qué pasó. Qué maldito infortunio provocó tu retirada de las letras, por qué huiste sin más. El devenir de la vida no es excusa, el trabajo no es excusa, las facturas no lo son, tampoco el zapping, ni el bostezo, ni la página en blanco. La página en blanco no existe, recuerda eso. De una página en blanco surgió Hamlet, surgió Trainspotting, surgió Memorias De Mis Putas Tristes. Sé sincero. Dejaste de escribir por miedo a ti. Aterra a veces hondear demasiado en uno mismo, tocar en hueso y seguir taladrando, y tal vez pienses que es mejor simplificar tus días, dormir en blanco por las noches, vivir con lo puesto y dejarte llevar por unas olas que no has provocado. Pero amar es desnudarse y demostrarlo, sentir frío, ser valiente y cobarde a la vez, estar vivo. Amar es escribir y viceversa.

¿Que realmente no sabes de qué escribir? Sal a la calle. Entra, por ejemplo, en un supermercado. Acércate a la caja y observa qué está comprando esa chica. Cereales, dos de leche, tarrina de helado de 500 ml., pizza margarita congelada, una bolsa de lechuga mezclum, un brick de caldo de pollo, vinagre de Módena, pack de seis Cocas Zero, bastoncillos para los oídos y una caja de (seis) condones Nature. Observa, además, en qué lugar de la cinta mecánica ha colocado cada producto. Primero, la tarrina de helado. Y los condones, entre la pizza y el caldo de pollo. Bien. Ahí tienes una historia. Un perfil. Tira del hilo y constrúyete un mundo alrededor. ¿Qué crees que hará la chica nada más salir del super? ¿Qué plan tendrá esta noche? ¿Y mañana sábado? ¿Cumplirá sus deseos o entrará en conflicto? Ahí lo tienes.

Ahora escribe esa historia de una sentada. No importa el estilo, ni el tono: ya lo pulirás. Después, léelo. Habrá algo de ti en ese escrito. Es más: habrá más de ti que de ella. Ella no es más que una excusa. Apenas un hilo conductor. Una puerta. Ábrela. No hay cojones. Ábrela.

Cuando San Pedro no te deje entrar con calcetines blancos

FOTO: Archivo

FOTO: Archivo

Traté de ser un santo, pero el banco me embargó las alas. O quizás me las fumé, que también es posible. En cualquier caso, mi respuesta es no, no soy un santo. Y además el cielo, a estas alturas del vuelo, está cada vez más lejos. Supongo que eres libre el día que asumes que San Pedro no te dejará entrar con calcetines blancos, y aun así decides comprar un par de ellos con la sola intención de estrenarlos el día de tu muerte. Odio los calcetines blancos, quiero decir. Pero impera mi necesidad de perder la esperanza por encima de mi sentido del ridículo. Así que haré cola en el cielo con mis chanclas, mis bermudas, y mis calcetines blancos. Y cuando San Pedro me niegue el acceso al cielo, daré media vuelta y me iré a un bar. Supongo que habrá bares por ahí. O si no, cogeré un taxi hasta encontrar uno. Y entonces beberé y me diré a mí mismo: “Te lo dije”. Y sorbo a sorbo, haré balance de mi propia vida.

Nunca fui un santo, pero amé con locura. Y escribí con pasión. Y perdí la cuenta de las veces que llegué emocionarme de verdad, y aprendí cómo funciona un motor de explosión y a tener una postura más o menos clara sobre la política de Cookies. Y me lo pasé en grande aquella vez, en aquel concierto, y en aquella playa, y con todos esos libros, y en mi taxi, joder, en mi taxi, y conseguí ser feliz contigo, y le pillé el truquillo al sexo (los ángeles no tienen, recuerda eso), y a veces me faltaron horas y me sobraron ganas. Nunca hice mal a nadie, o al menos no premeditadamente. Mi vida consistió en ir a mi aire y esquivar la tristeza.

El otro día escuché al genial cómico Ignatius Farray decir que su éxito en la vida consistía en no parecerse al monstruo de Amstetten ni a Pau Donés. Tal vez ese sea el secreto: rebajar tus pretensiones hasta un nivel cómodo y asumible, y una vez conseguidas, sentirte orgulloso de ti mismo. Farray se sentía orgulloso de no haber violado y matado a sus hijas, y de no haber ido por la vida de guay. Qué grande.